LOS OCIOSOS SICILIANOS
BENVENUTO a Catania, signore Lyell! El italiano del hostelero era una sonora cascada de armonía que llenaba la amplia habitación que servía igualmente de comedor, sala de visitas y recepción de la modesta hostería. El visitante depositó su equipaje en el piso de anchos tablones; estaba compuesto por dos bolsas de lona muy resistente y una bien conservada maleta de cuero negro con un vistoso grabado en letras doradas con el nombre del dueño: Charles Lyell. El hostelero, un siciliano de negros y abundantes bigotes y cara radiante de sol mediterráneo, extendió la mano al visitante, quien, entre dudoso y sorprendido, respondió al saludo. El vigoroso apretón de manos que recibió Charles Lyell, lo sacudió y acabó de situarlo en la realidad de que, finalmente, había llegado a la parte más ansiada de su viaje. El aire húmedo y saturado de sal del puerto siciliano iba llenando cada uno de los alvéolos de sus pulmones y le producía un sentimiento de embriaguez conforme caminaba a lo largo del pasillo que lo conducía a su habitación y a un merecido descanso.
Charles comenzó a desempacar la pesada maleta de cuero que su padre le había regalado algunas navidades atrás; extrajo sus robustos zapatos de campo y varios de los utensilios de su profesión, que había envuelto cuidadosamente entre su ropa: su martillo de geólogo, la brújula, la plomada y sus nuevos binoculares. La modesta habitación que ocupaba apenas tenía espacio para acomodar la angosta cama, una mesa sin cajón alguno y una silla que ofrecía ser una trampa para quien se atreviera a sentarse en ella. La única lámpara parpadeaba incesantemente y producía, en espasmos, oscilantes sombras sobre las paredes que habían sido blancas alguna vez; empezaba a oscurecer y el frío húmedo de los últimos días de noviembre se filtraba por los resquicios de la ventana.
El viaje había sido agotador. Pero más que el feroz bamboleo de la travesía por el mar Tirreno, de Nápoles a Catania, era la larga espera de varios días y los interminables trámites de seguridad para poder zarpar, lo que había desgastado a Charles, tornándolo irritable, frustrado por no poder dar inicio a un proyecto ansiosamente planeado desde tiempo atrás. Sin embargo, Charles comprendía que la tardanza que había sufrido en el viaje, aunque poco deseable, era por su propio bienestar; la actividad de los piratas de Trípoli había aumentado a tal grado en los últimos dos años que aventurarse en embarcaciones privadas en una travesía por el Mediterráneo, particularmente en su extremo meridional, era una invitación segura al desastre. El único vapor de la flota del gobierno italiano disponible en el área se encontraba en ruta de abastecimiento de las guarniciones de la marina y tardó casi una semana en llegar a Nápoles.
Sin embargo, la primera retribución para Charles, una vez que hubo iniciado este complicado viaje fue la vista, muy de cerca, del volcán Estrómboli, irguiéndose fuera del mar con sus casi mil metros de altura, y con las montañas graníticas del Aspromonte, que constituyen "los dedos de la bota" de la característica geografía italiana, como telón de fondo. Unas horas después el barco sorteaba el paso del estrecho de Mesina para llegar, ya entrada la tarde y surcando aguas plácidas, a Catania, puerto azufrero del mar Jónico, en el que Charles establecería su base para ascender al Etna, el volcán europeo activo más importante y el motivo central de su viaje a Sicilla.
Tres robustos golpes en la puerta de su habitación rompieron la trama de sus pensamientos que, un poco en forma de sueño, recapitulaba partes de la reciente travesía. Al abrirla, se encontró la sonriente cara de un bien vestido italiano acompañado del dueño de la hostería quien, después de la presentación formal, se retiró envuelto en su chal negro. El recién llegado era el doctor Giuseppe Gemellaro, geólogo local que, en sus largos años de vivir en las faldas del Etna, había escrito varios trabajos sobre la vulcanología y la geología de la montaña. Gemellaro había oído con anticipación la noticia del arribo de Charles a Catania, así como de su interés por estudiar no solamente los procesos vulcanológicos sino, particularmente, tratar de explicarse por qué se encontraban depósitos de fósiles marinos en diversos volcanes, con frecuencia a muchos cientos o incluso miles de metros sobre el nivel del mar.
Para el doctor Gemellaro era difícil entender por qué la presencia de fósiles marinos sobre los volcanes preocupaba a Charles de esa manera; él estaba acostumbrado a recibir de los campesinos y los viajeros que se aventuraban faldas arriba del Etna numerosas conchas y restos fosilizados de organismos marinos, muchos de los cuales ya no existían en ese tiempo. Siempre pensó que estos restos eran parte de la arena que los pobladores de la isla habían llevado desde la playa, con el propósito de mezclarla con los materiales de construcción de sus casas en la montaña para darles mayor resistencia.
Cuando Charles escuchó esta explicación de parte de Gemellaro, quien trataba de disipar su inquietud inquisitiva al respecto, no pudo reprimir responderle con una buena dosis de sarcasmo:
"Pues los habitantes de esta isla serían una partida de ociosos si la única ocupación que tuvieran fuera la de acarrear fósiles de la playa; yo tengo registros de que se encuentran por todos lados de la isla, en estratos que tienen más de 30 metros de profundidad".
Esta exclamación fue irrefrenable en Charles Lyell, no solamente por su inflamable carácter de joven inquisitivo de escasos 32 años, sino porque ya en estos momentos se perfilaba como un geólogo y naturalista que estaba empezando a poner en duda las bases mismas sobre las que se edificaba, hasta el primer cuarto del siglo XIX, el conocimiento geológico y, en no poco trascendente consecuencia, la concepción del origen de la Tierra y del lugar de todos los organismos, incluida la humanidad, en ella.
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