UN CL�RIGO DETESTABLE

EL MES de diciembre que acababa de comenzar promet�a arrastrar consigo una temporada particularmente fr�a y seca; hac�a varias semanas que no llov�a en forma apreciable y desde luego, a pesar del fr�o, no se hab�a presentado nevada alguna que indicase que otro invierno m�s se filtraba por las hendiduras del tiempo, y que el primer a�o del siglo XIX dejaba ya o�r sus gritos de reci�n nacido detr�s de la puerta trasera del a�o viejo.

El c�sped de los jardines de Kensington, usualmente verde en esta �poca del a�o, estaba amarillento y cruj�a en murmullos de dolor bajo las pisadas de una familia de menesterosos que recog�a las pocas ramas secas ca�das de los deshojados olmos y robles. Hac�a m�s de cinco a�os que William Cobbett no pasaba al lado de este jard�n, uno de sus favoritos en Londres. Le ten�a especial cari�o porque no era excesivamente grande ni estaba tan puntillosamente cuidado como otros de la ciudad, y le tra�a gratas memorias del tiempo en que trabaj� en los jardines Bot�nicos Reales (Royal Botanical Gardens) de Kew, cuando a los 14 a�os, despu�s de una disputa familiar generada por su constante rebeld�a, se hab�a escapado de su hogar en Surrey y hab�a encontrado trabajo en Kew, como ayudante de jardinero. El sueldo que recib�a era rid�culamente bajo, incluso para las modestas necesidades de su edad, pero William lo sent�a compensado por la relativa libertad para realizar las tareas que ten�a que cumplir y porque trabajaba en contacto continuo con la naturaleza. Estaba acostumbrado a ello: el recuerdo m�s grato de su vida familiar era el olor agridulce y el aire tibio del establo, el contacto con los animales de la granja y la amplitud ondulante de los trigales.

Despu�s de bordear el extremo del jard�n, William tom� por la estrecha calle empedrada y pronto tuvo que abandonar la angosta acera, ocupada por los cuerpos hechos ovillo de dos hombres que evidentemente se hab�an emborrachado la noche anterior y se hab�an entrelazado para calentarse mutuamente. William encontr� que la severa sequ�a invernal ten�a al menos alguna ventaja para la vida urbana londinense: la calle no estaba inundada con charcos de agua inmunda y helada, de manera que los nuevos zapatos que estrenaba, y que hab�a tra�do de su larga estancia en el continente americano, no se estropear�an r�pidamente.

A la segunda torcedura de la serpenteante calle, William tom� a la derecha y se dirigi�, cruzando el angosto arroyo, a una tienda cuya puerta pulcramente pintada de un negro brillante casi permit�a ver el reflejo de las personas. La librer�a, que siempre hab�a sido su refugio favorito antes de que se embarcara hacia Estados Unidos, no hab�a cambiado un �pice; busc� e identific� de inmediato el viejo y mullido sill�n de cuero al fondo del pasillo central de estantes rebosantes de libros en el que, hundido casi hasta la cabeza, acostumbraba pasar horas hojeando (y a veces casi terminando de leer) las muchas obras que le interesaban y que frecuentemente no pod�a adquirir con su exiguo salario. Encamin� sus pasos hacia la secci�n de libros sobre temas de filosof�a social y literatura; reconoci� el rechinido de las anchas duelas de encino del piso y sonri� para s�, experimentando la reconfortante sensaci�n de estar de regreso en su pa�s, en esta ciudad que amaba como a ninguna otra y en el ambiente en que hab�a crecido como adolescente y joven intelectual, profundamente inquieto por los aspectos sociales de Gran Breta�a.

Repasaba con la vista los primeros estantes de libros cuando, como una astilla que engancha el terso lienzo que limpia el polvo de un mueble, algo hizo detener escuetamente el desliz de su mirada. �Un libro an�nimo! Lo extrajo, con curiosidad, de entre los libros vecinos que lo apresaban. M�s que un libro, parec�a un folleto muy extenso; el t�tulo le llam� a�n m�s la atenci�n, no sab�a bien si por lo que dec�a o por su extensi�n: Ensayo sobre el principio de la poblaci�n y de la forma en que afecta el progreso futuro de la sociedad, con comentarios sobre las especulaciones de mister Godwin, monsieur Condorcet y otros escritores. Intrigado, decidi� tomarlo junto con la nueva edici�n de La riqueza de las naciones de Adam Smith, ya que su ejemplar se hab�a da�ado con la pertinaz humedad de su cabina en la traves�a transatl�ntica. Al salir, pag� seis chelines por el panfleto y una guinea por el libro de Smith, no sin antes charlar un buen rato a instancias del viejo se�or Chadwick, el due�o de la librer�a, acerca de su viaje, del exc�ntrico estilo de vida de los estadounidenses y, en forma inevitable, de la incomprensible sequ�a que Inglaterra sufr�a. No se dio cuenta de lo tibio que era el ambiente dentro de la librer�a hasta que traspuso la puerta y sinti� la cuchillada del fr�o atraves�ndolo de oreja a oreja.

Cobbett tard� m�s tiempo con el Ensayo sobre el principio de la poblaci�n del que acostumbraba para leer un nuevo libro, en gran parte debido a que invirti� incontables semanas para encontrar un lugar adecuado donde vivir a su regreso a Londres y que, adem�s, estuviese al alcance de su bolsillo. Ten�a tambi�n que arreglar lo referente a su empleo; alguien que acababa de estar varios a�os fuera del pa�s no se hallaba en la mejor de las posiciones para encontrar un trabajo aceptable. Sin embargo, cuando finalmente acab� de leer aquel libro an�nimo de largu�simo t�tulo, sab�a ya qui�n lo hab�a escrito, pues la segunda edici�n, esta vez con el nombre del autor y numerosos cambios, ya hab�a salido a la venta.

El autor era el presb�tero Thomas Robert Malthus, de quien Cobbett nunca hab�a o�do hablar, lo que no modificaba en nada la furia que el libro hab�a despertado en �l. Sus puntos de vista pol�ticos y su reconocida posici�n de cr�tico social y reformista agresivo, no le permit�an otra respuesta que el ataque abierto y la cr�tica despiadada a una visi�n de la sociedad, de su estructura y de su futuro, que le parec�a inaceptable. Y as� lo hizo. Cobbett hab�a publicado, en un art�culo del Weekly Political Register, un peri�dico que �l mismo editaba, una extensa cr�tica condenando los puntos de vista sostenidos por Malthus en la primera edici�n de su libro, particularmente en su propuesta de suspender toda asistencia a los sectores m�s despose�dos econ�micamente y que representaban una carga in�til para los recursos de la naci�n. Cobbett apuntaba en su art�culo: �"Si la sociedad llegase a un punto en el que expusiera a las personas a morir de hambre, sin tener culpa alguna, dicha sociedad ser�a un monstruo legislativo; estar�a en una condici�n peor que la ley de la selva y deber�a abolirse". En uno de esos ataques de esplendor vitri�lico por los cuales era famoso y que le costaron numerosas demandas legales que finalmente lo arruinaron, Cobbett le asest� a Malthus: "Cl�rigo, durante mi vida he detestado a numerosas personas; pero a ninguna tanto como a usted". La reacci�n de Cobbett al Ensayo sobre el principio de la poblaci�n de Malthus no fue aislada; varios otros fil�sofos sociales, como se reconoc�a entonces a los que ahora denominar�amos cient�ficos sociales, se expresaron en forma desfavorable respecto a los puntos de vista sostenidos en un libro que esbozaba, particularmente en su primera edici�n, un panorama de decrepitud, miseria y dolor como condiciones inescapables de la vida humana. El alud de cr�ticas que recibi� su primera edici�n hizo que Malthus fuese presentando en las sucesivas ediciones del libro puntos de vista menos extremos e incluso, ir�nicamente, opuestos a los que hab�a sostenido al principio.

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