LA MITAD MÁS CORTA
Faltando diez días para que terminase el mes de octubre, el Beagle levó anclas para dejar atrás el laboratorio viviente de las islas Galápagos. Pero esta partida tenía algo muy diferente a todas las que la precedieron en los ya 46 meses de viaje. Toda la tripulación, desde FitzRoy y Darwin hasta el más humilde grumete, compartía el mismo sentimiento de haber logrado el arduo ascenso a la cúspide de una alta e inexplorada montaña para desde ahí solazarse con el panorama, con la satisfacción de haber conquistado la meta, e iniciar el descenso con mucho para recordar.
La misión del Beagle había terminado de hecho. Su propósito original era obtener la cartografía detallada y las mediciones cronométricas de las islas Galápagos, por lo que en adelante las observaciones que haría serían las rutinarias de cualquier barco de la Marina Real en su travesía por los mares. La tripulación experimentaba un sentimiento agridulce: por una parte de júbilo, por haber terminado exitosamente el grueso de la tarea encomendada, y por otra de añoranza por las numerosas experiencias vividas. El ambiente de la tripulación era mejor que nunca; el barco avanzaba a un promedio de 150 millas diarias, en un mar generosamente plácido y con un clima ideal. FitzRoy y su equipo de cartografía se encontraban volcados de lleno a la tarea de analizar y elaborar los miles de datos recabados en los cuatro años anteriores. Charles, además de dar una tenaz pelea con Stokes por mayor espacio en su cabina y con Wickham por más en la cubierta, se dedicaba febrilmente a catalogar y etiquetar todos los especímenes de las Galápagos, a revisar sus notas, a registrar con gran detalle todas las experiencias del viaje. Su cabina era ya más un laboratorio de investigación que un dormitorio, para desesperación del joven asistente cartógrafo con quien compartía ese espacio.
El viaje de regreso fue también una oportunidad valiosísima para que Charles pudiese llevar a cabo una función que el trabajo febril de la observación y la experimentación frecuentemente no permite a los investigadores: tiempo para pensar. Tiempo para dejar que las observaciones, los datos, las cifras, las dudas y los pensamientos madurasen tranquilamente. Tiempo para que las preguntas, los resultados y las hipótesis tomen su dimensión real y sea posible relacionar fructíferamente todo eso entre sí. El vaivén de la hamaca en la plácida travesía del Pacífico sur, mientras fumaba su cotidiano puro, y las numerosas caminatas solitarias en los puntos en que tocó tierra el barco, deben de haber hecho maravillas en ese proceso de sedimentación que ocupaba la mente de Charles.
El mes que tardaron en llegar a Tahití pasó volando; ahí la hospitalidad genuina y cordial de los nativos conquistó por igual a toda la tripulación, la cual estaba ansiosa de una relación humana nueva y fresca, externa al reducido mundo del barco. La experiencia en Tahití fue un contraste con la fría y desabrida recepción que tuvo el Beagle en Nueva Zelanda. Ni de ahí ni de Australia hubo en el barco quien sintiera tristeza al zarpar. Darwin relata con fastidio su encuentro permanente con los eucaliptos en cuanto bosque australiano visitó (esta apreciación no es justa, puesto que el Beagle no visitó la costa norte de Australia, donde hay selvas similares a las que Charles conoció en Brasil). También encontró muy cuestionable la costumbre de la población acomodada de Australia de hacer su riqueza basándose en el trabajo forzado, y gratuito, de los reos británicos que cumplían condenas en esa islacontinente, y la realización de acciones que, directa o indirectamente, llevaban a lo que él predecía que constituiría el exterminio de los aborígenes.
Pero las anteriores no eran para Charles sino experiencias que se iban registrando automáticamente como parte de un viaje del cual lo que ahora importaba era terminarlo. Al llegar a Nueva Zelanda, el Beagle se encontró en las antípodas de las islas Británicas, es decir, en la mitad geográfica de su viaje alrededor del globo terráqueo. Aunque aún no lo sabían, esa mitad de la travesía sería completada en un sexto del tiempo total del viaje. Enfrentaban "la mitad más corta" de la expedición.
De Sydney, el barco se dirigió a la gran isla de Tasmania, en el sur de Australia, luego a la costa suroeste del continente y de ahí al océano Índico, donde visitaron las Islas de Cocos, lugar en el que Charles tuvo oportunidad de realizar nuevas observaciones y utilizar las obtenidas anteriormente en el viaje, para concretar sus revolucionarias ideas acerca del origen de las islas, los atolones coralíferos y los arrecifes de coral, así como acerca de la naturaleza de la corteza terrestre.
Charles sospechaba que las islas de origen coralino no eran simplemente cráteres volcánicos cuyos bordes estaban cubiertos por un arrecife, como Lyell había propuesto. Para probar su hipótesis diseñó una ingeniosa sonda terminada en una plomada, cubierta por una espesa capa de cebo que, al tocar el fondo, haría una impresión del tipo de superficie que lo formaba, además de capturar trozos del fondo marino para su análisis. En una de las lanchas balleneras del Beagle y frecuentemente acompañado de FitzRoy, Darwin empezó a recabar datos en los atolones de las Islas de Cocos. Por medio de numerosos y minuciosos sondeos encontró que el arrecife coralino crecía a profundidades de unos 40 metros, abajo de los cuales los pólipos, que son los pequeños organismos que forman las colonias que conocemos como corales, no podían sobrevivir. Por abajo de esta profundidad solamente encontraba corales muertos, formando un gran esqueleto calcáreo, que a veces se extendía a muy grandes profundidades. Lo que Charles observaba en estos arrecifes del océano Índico iba en contra de la teoría de Lyell. Sus datos implicaban que, una vez formada la primera capa de coral sobre un sustrato que podía ser una isla volcánica, debió darse un proceso muy lento de hundimiento de la isla que provocaría un crecimiento continuado del coral, manteniéndolo en una franja entre la superficie del mar y 40 metros de profundidad. Cuanto más se hundiera la isla, más arrecife coralino se produciría por el incremento de los pólipos en la superficie, por lo que la parte del arrecife que quedaba por abajo de los 40 metros de profundidad moría, convirtiéndose en una estructura calcárea de soporte.
Como resultado de este tipo de crecimiento de tipo anular alrededor del cráter original o de los bordes del atolón, se formaba una laguna interior, que es típica de esas islas, particularmente de las más jóvenes, ya que en las de mayor antigñedad la laguna se va rellenando con el material fragmentado del arrecife, hasta que desaparece. Además del resultado de sus sondeos, Charles observó que los troncos de las palmeras que crecían en algunas de estas islas se encontraban cubiertos a diferentes profundidades por el agua del mar; evidentemente, cuando la palmera había empezado a crecer muchos años atrás, lo había hecho en plena tierra firme, por arriba del nivel del agua.
La otra conclusión necesaria y simultánea a la descripción del proceso de formación de islas coralinas a la que llegó, fue que el fondo del océano Pacífico debería estar hundiéndose. Charles interpretó este hundimiento paulatino como una compensación del proceso de emersión de zonas continentales que tuvo oportunidad de observar en detalle en los Andes, tanto por la posición de los estratos geológicos de las montañas como por el efecto del terremoto que presenció en la costa chilena. La inestabilidad de la corteza terrestre era un hecho que se iba implantando cada vez más fuertemente en las ideas de Charles y, por ello, la necesaria mutabilidad de las condiciones físicas en las que deberían haber vivido hace mucho tiempo los organismos sobre la faz de la Tierra.
De las Islas de Cocos, el Beagle se dirigió, ya bien entrada la primavera de 1836, hacia la isla Mauricio y el Cabo de Buena Esperanza. En Ciudad del Cabo la expedición realizó una escala técnica de reabastecimiento para lo que sería la última etapa del viaje a través del Atlántico. En tierra, Charles tuvo la oportunidad de conocer al famoso astrónomo SirJohn Herschel, a quien había leído en Cambridge y quien estaba llevando a cabo un prolongado estudio de la bóveda celeste desde el hemisferio sur del planeta. Herschel, al igual que otros científicos que se encontraban en la avanzada del conocimiento, tenía intereses que rebasaban los límites de su propio campo. Por esto había mantenido correspondencia con Lyell acerca del misterio que representaba el desplazamiento de las especies extintas por otras nuevas. En una cena, Charles y él tuvieron la oportunidad de discutir ampliamente el tema; Charles debe de haber puesto a prueba por primera vez una buena cantidad de sus hipótesis tentativas.
Al alejarse de Ciudad del Cabo unos días después, el Beagle rodeó el romo extremo sur del continente africano y se ubicó en el Atlántico sur, rumbo a casa. El barco volvió a encontrarse con un Atlántico malhumoriento y encrespado, por lo que la travesía empezó a sufrir retrasos para desconsuelo de todos, especialmente de Charles que, terminada su tarea principal, contaba los días que faltaban para volver al suelo británico. El 7 de julio tocaron Jamestown, el puerto principal y la capital de Santa Elena, una isla oceánica de origen volcánico situada en el Atlántico sur, donde apenas 15 años antes había muerto Napoleón durante su destierro como cautivo de los ingleses.
Durante la semana de estancia en Santa Elena, Charles tuvo oportunidad de realizar largas caminatas y meditar, en lo alto de las colinas que rodean el puerto, acerca de su viaje y de sus innumerables encuentros con la diversidad y variabilidad biológica a lo largo de la ruta. También tuvo frecuentes ocasiones de visitar la tumba de Napoleón, cerca de la cual estaba alojado, y de leer en la severa lápida la sencilla y orgullosa leyenda Ci-gñt ("Aquí yace"). Así se encontraron dos personajes que, cada uno a su manera, fueron moldeadores de la historia. Uno basado en los movimientos sociales idealistas y la maquinaria militar; el otro, por medio de la callada, sutil revolución del pensamiento humano tanto acerca del hombre en sí mismo como de su lugar en el universo.
La Isla de la Ascensión era el último puerto de arribo previsto del Beagle antes de llegar a la Gran Bretaña. La correspondencia que los esperaba ahí y que no habían recibido desde hacía tiempo, fue un magneto poderoso que aumentó el deseo del fin del viaje, especialmente para Charles, quien ya recibía noticias del éxito de algunos de sus escritos sobre la geología de Sudamérica enviados a Henslow y Lyell, los cuales fueron presentados ante sociedades científicas que los recibieron favorablemente.
A medio océano Atlántico y faltando unas cuantas semanas para el fin del viaje, el capitán FitzRoy decidió regresar a la costa de Brasil para verificar algunos detalles cartográficos y diversas mediciones cronométricas, en lugar de continuar directamente hacia Inglaterra. Esta fue una noticia demasiado acre para Charles. Por primera vez, en medio de la exasperación, expresó crudamente sus sentimientos "de odio, de aborrecimiento del mar y de todos los barcos que navegan en él". Deseaba ya con todas sus fuerzas dar rienda suelta a la máquina que trabajaba en su cerebro que, saturado de información, de dudas y de hipótesis, se encontraba como una caldera de vapor a toda presión, listo para descargar su energía creativa.
Después de una estadía de tres semanas en Bahía y Pernambuco, el Beagle finalmente enderezó su proa hacia las islas Británicas, adonde llegaron el domingo 2 de octubre al puerto de Falmouth, en el extremo de la península de Cornualles, a unos 80 kilómetros al suroeste de Plymouth, el puerto de donde habían zarpado cuatro años, nueve meses y dos días antes. Para que nadie extrañase la tierra dejada hacía casi cinco años, el Beagle echó amarras en el muelle de Falmouth, en medio de una borrasca helada que dejó a todo el mundo empapado y tiritando de frío. El grueso de la tripulación desembarcó en Falmouth ya que, aunque el barco proseguiría hasta Londres, su destino final, subiendo por el Támesis, la maniobra sería muy lenta. Charles tomó la primera diligencia que lo llevó, en un viaje de dos días y medio, hasta Shrewsbury, en donde lo esperaba su hogar de Maer Hall y una familia a la que ansiaba volver a ver, sobre todas las cosas.
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