EL PRÍNCIPE DE LOS PRINCIPIOS
TERMINANDO de vestirse Charles oyó que alguien tocaba repetidamente a la puerta. Su primer sentimiento fue de preocupación porque su hermano Erasmus no despertase con el ruido; era muy temprano y, después de todo, él había sido muy amable en haberlo alojado en su departamento mientras encontraba uno propio. Con todo cuidado abrió la puerta de su habitación y bajó de puntillas los crujientes escalones de madera hasta la puerta de entrada. Al abrir, Charles se encontró no solamente con el refrescante aire de la mañana sino también con las rugosas facciones de Adam Sedgwick, quien con ojos semicerrados trataba de enfocar el objeto que tenía enfrente. " ñAjá, engordó en el viaje Darwin! Apenas ayer me dieron la dirección de su hermano y decidí visitarlo cuanto antes; lo invito a desayunar en algún lugar, necesito hablar con usted y además me gustaría que me contara de sus excursiones en los Andes. ñAlístese y vámonos!" Charles no sabía si reponerse primero de la sorpresa de ver después de mucho tiempo a su antiguo profesor de geología o de la andanada de palabras que Sedgwick le lanzó sin darle siquiera los buenos días. Sin atreverse a cuestionarlo descolgó apresuradamente su sombrero del perchero detrás de la puerta y se enredó al cuello su vieja bufanda con los colores de la Universidad de Cambridge; cuando despertase, su hermano entendería que había tenido que salir. Al bajar los escalones hacia la calle, Charles finalmente pudo expresar su sorpresa y su gusto de volver a ver a quien lo había iniciado en la geología, ciencia en la que ahora se movía con tanta confianza y acerca de la cual tenía ya escritos varios trabajos sencillos que Henslow y el mismo Sedgwick se encargaron de presentar ante sociedades geológicas, tanto en Cambridge como en Londres.
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Las horas pasaron volando ante la mesa de la pequeña taberna escogida por Sedgwick, y a pesar de que habían empezado a desayunar temprano, la geología de Sudamérica los absorbió de tal forma, que pronto advirtieron que los parroquianos ahora llegaban a almorzar. "En fin, Darwin, creo que lo más importante es que ahora usted conozca a Lyell, quien por cierto tiene un gran interés en verlo y está celoso de que lo monopolicemos sólo Henslow y yo", le dijo Sedgwick echando el cuerpo para atrás en la silla para estirar los brazos y la entumida espalda: "A Lyell le atrajo mucho el material que Henslow y yo publicamos con sus notas y datos; piensa que usted puede tener ideas realmente innovadoras en geología". Charles estaba nuevamente en ese estado de embriagador deleite que experimentaba cuando oía algo que a la vez lo halagaba y lo dejaba estupefacto. "¿Pero cómo podré verlo?, ni siquiera sé dónde vive", le replicó nerviosamente a Sedgwick, quien en seguida contestó: "De eso me ocupo yo, mi querido Darwin, de eso me ocupo yo''.
Finalmente llegó la nota, entregada personalmente por un mensajero. La escritura era cuidada, redonda, seguramente femenina, pero terminaba con la firma de un puño diferente: "Chas. Lyell"; era una invitación para visitar a los Lyell a cualquier hora de la tarde del día siguiente. Cuando finalmente esa tarde llegó, el impaciente Charles se rasuró con gran cuidado debajo de las patillas, el único remanente de la rojiza barba que lo acompañó buena parte del viaje en el barco; se vistió con un nuevo traje que acababa de recoger del sastre y se puso una camisa recién planchada y una discreta corbata.
Caminó lleno de ansias a la dirección que indicaba la nota: el número 16 de la calle Hart; era una corta distancia desde el departamento de Erasmus en la calle Great Marlborough. Se trataba de una casa de ladrillo rojo y de tres pisos, rentada por los Lyell; "realmente no muy atractiva, desde fuera al menos", pensó para sí Charles, aunque eso era lo que menos le importaba. Su mente estaba puesta en la impresión que él le causaría a quien fuera, a través de sus obras, prácticamente su ídolo y su guía intelectual durante los cinco años de travesía en el Beagle. Sentía un nudo en el estómago cuando dejó caer dos veces el pesado aldabón de bronce de la puerta; al abrirse ésta, se encontró con un sonriente Charles Lyell, quien atendía en persona al llamado ya que la familia no contaba con servidumbre, a pesar de tener los medios para ello. Él era un hombre alto, agradable, de 39 años y con una mirada que parecía estar fija más allá de su objeto de visión, lo cual era el resultado de una severa miopía.
"Mi querido Darwin, qué placer. Realmente he estado esperando esta oportunidad; entre, por favor. ¿Puedo presentarle a mi esposa Mary? Como pudo percatarse por mi nota ella se encarga de mi correspondencia social." Mary Horner de Lyell, como ya lo mencioné, era la hija de Leonard Horner, el afamado geólogo y educador a quien Charles conociera desde su fallida estancia en Edimburgo, y con quien mantuvo durante toda su vida correspondencia acerca de asuntos geológicos de Europa, en los que Horner era experto. "Me hizo gracia saber, a través de Henslow, que usted empezó a interesarse en la historia natural por los insectos; a mí me pasó exactamente igual" le comentó Lyell, una vez que los tres se hallaban instalados en la amplia sala llena de muebles de diferentes estilos; "sólo que a mí, en vez de mariposas y escarabajos, me fascinaban los insectos acuáticos. Pero, vamos al grano Darwin, cuénteme cuáles son sus planes para el futuro y en qué puedo ayudarlo".
Poco a poco, Charles fue venciendo la mezcla de vergñenza y modestia que le producía estar ante la mayor celebridad geológica del mundo, y se fue acostumbrando al bajo tono de voz, casi susurrante, con el que Lyell hablaba y que al principio lo había puesto nervioso. Inició la narración de sus experiencias: mencionó que tenía un libro de notas de geología de más de novecientas páginas aparte de las notas geológicas de su diario así como los trabajos ya terminados o que estaba en proceso de escribir; habló también de sus planes para escribir un libro sobre la geología de Sudamérica... "Fantástico absolutamente fantástico que piense usted en escribir todo ese material; cuanta más literatura de buena calidad tengamos en nuestra ciencia, más fuerte y mejor conocida será la geología Lyell hablaba honestamente, pero cuénteme acerca de los arrecifes que visitó durante el viaje; no sabe cómo lo envidio por esto; yo nunca he tenido la oportunidad de ver un arrecife coralino de buen tamaño."
Un tema que Charles no quería discutir frente a Lyell, sobre todo en su primer encuentro, era precisamente el de los arrecifes coralinos; por eso ni los mencionó entre sus planes de publicación. Sus ideas acerca del origen y evolución de los arrecifes eran totalmente contrarias a las que en esa época eran aceptadas por los geólogos y naturalistas, propuestas por el mismo Lyell. "Dios mío pensó para sus adentros, no llegaré muy lejos en mi relación con Lyell, cuya ayuda necesito para resolver dudas y problemas de mis colecciones, si lo ofendo con mis puntos de vista que son tan diferentes a los suyos, pero de los cuales estoy totalmente convencido. ¿Puedo hablarle con toda franqueza?", le preguntó finalmente Charles tragando saliva, "mis puntos de vista difieren notablemente de su teoría de que los atolones se originan necesariamente en el borde de los cráteres de volcanes; pero usted juzgará por lo que le diga si mis ideas tienen fallas". Lyell irguió su largo cuerpo, trató de enfocar bien sus ojos sobre la figura de Charles y le dijo: "Adelante".
Al tiempo que Charles empezaba a hablar, Lyell se paró delante de una silla, se agachó hasta apoyar la cabeza en el asiento de la misma y cerró los ojos para escuchar. Sin intimidarse por la excéntrica postura de Lyell, Charles empezó a contar cómo llegó a definir que los corales solamente se desarrollaban en aguas templadas y crecían mejor del lado del mar abierto donde había más nutrientes, y también que no podían crecer a una profundidad mayor de unos 40 metros. Le refirió cómo la teoría de los cráteres era inadecuada, ya que las profundidades a las que se detectaban los corales muertos y las extensiones que podían alcanzar eran tan grandes que no existían cráteres que alcanzasen esas dimensiones; los enormes arrecifes en los océanos Pacífico e Índico no podían ser explicados por la teoría del origen volcánico. Explicó que su teoría proponía que no eran volcanes, sino montañas o cadenas montañosas que alguna vez estuvieron sobre o al ras de la superficie marina, y que eran la base para el desarrollo de los arrecifes, no obstante que ahora se hallaban sumergidas a cientos de metros bajo el mar, en un lento proceso de hundimiento del piso de los océanos, principalmente del Pacífico. Charles, casi sin aliento, finalizaba su relato ante un ominoso silencio que llenaba la sala; Mary Lyell miraba fijamente a su marido.
De pronto, Lyell se irguió cuan largo era de su encorvada posición, y dio un sonoro grito: "ñEstoy maravillado y deleitado por lo que he oído!" y se puso a danzar por toda la sala con los brazos extendidos como un desgarbado molino. Charles lo miraba atónito hasta que la suave voz de Mary lo volvió en sí: "Mi marido acostumbra dar estas demostraciones cuando lo embarga el júbilo, no le ponga mucha atención". Al término de sus giros de compás, en los que por cierto, demostró destreza ya que no golpeó ninguno de los muebles de la sala, Lyell le tendió la mano a Charles, quien respondió al gesto, y lo empezó a sacudir como si estuviese bombeando agua de un pozo: "Su teoría sobre las islas de coral me ha aplastado. Quiero definitivamente que la presente en la próxima sesión mensual de la Sociedad Geológica. Mi formación original de abogado no me permite aceptar ideas a la ligera; sin embargo, las suyas me han aclarado en un momento algo que no había llegado a comprender bien; aunque me duela aceptarlo, porque me gustaba mi teoría, usted tiene el verdadero conocimiento de cómo se desarrollan las islas coralinas. Felicitaciones". Charles volvía a sentir la embriaguez del triunfo y del halago merecido.
Para entonces eran ya casi las diez de la noche y, según la etiqueta inglesa, nadie que hubiese llegado a una casa con la luz del día podía quedarse tan tarde sin importunar a sus anfitriones. Charles anunció, muy a su pesar, que tendría que retirarse, a lo cual Lyell repuso: "Hacía mucho que no tenía una tarde tan llena de rica información geológica; Darwin, tiene usted que volver pronto; lo esperamos el fin de semana para que conozca a Owen, quien ha estado trabajando con sus colecciones paleontológicas". Charles se despidió de un excitado Lyell y de una tranquila y benigna Mary. Esta visita vespertina marcaba el inicio de una larga, importante y fructífera relación entre dos hombres que iban a revolucionar la ciencia de su tiempo. Aunque Darwin apenas acababa de conocer personalmente a Lyell, lo llevaba como parte de su pensamiento desde hacía más de cinco años.
A partir de esta fecha Lyell empezó a llenar en la vida de Charles el mismo nicho de tutor, consejero y guía que John Herislow tenía hasta ese momento, sin desplazarlo y complementando muchos aspectos de su trabajo, incluso aquellos de carácter no estrictamente geológico, proveyéndole de sugerencias tales como la conveniencia de no aceptar posiciones científicas oficiales, seguidas de un "pero no le diga a nadie que yo se lo aconsejé". Los consejos de Lyell incluían asuntos extra-académicos, que iban desde la forma de amueblar una casa económicamente hasta cómo establecer la rutina de trabajo diaria más apropiada. Charles aceptaba esta relación "paternal" con gusto, lleno de admiración y aprecio por la calidad científica y humana de Lyell, y siempre tuvo el cuidado de reconocer su influencia. En una carta al suegro de Lyell, Charles escribió en 1844: "...pienso que mis libros se generan en gran parte en el cerebro de Lyell... no sé cómo puedo reconocerlo suficientemente [la influencia de Lyell] sin usar un sinnúmero de palabras, ya que siempre he pensado que el gran mérito de los Principios reside en que ha cambiado el tono de mi pensamiento y que, por lo tanto, cuando veo algo que no fue advertido por Lyell lo veo parcialmente a través de sus ojos... "
La segunda edición del diario del viaje en el Beagle, aparecida en 1845, fue dedicada a Lyell en los siguientes términos: "A Charles Lyell, Esq., F. R. S., dedico esta segunda edición con el placer del agradecimiento, como un reconocimiento de que la parte más importante del mérito científico que este diario pueda tener, así como las otras obras que el autor ha realizado, ha sido derivada del estudio de la bien conocida y admirable obra de los Principios de geología". Es difícil señalar cuál aspecto de la obra o del pensamiento Lyelliano influyó más decisivamente en Darwin. Lo que podemos decir es que la teoría del uniformitarismo proveyó a Darwin de un escenario en el que se podía pensar que los procesos que afectan a los organismos vivos en el presente ocurrieron de manera similar en el pasado, y que su variación, de la cual existía abundante prueba en las observaciones geológicas de Darwin, pudo ocasionar la migración, expansión o desaparición de las especies. Existe un hilo continuo en el pensamiento de Darwin, que se inicia con la observación de fenómenos puramente geológicos, sigue con la interpretación de los hallazgos paleontológicos, principalmente los sudamericanos, continúa con la biogeografía (la distribución de los organismos sobre la Tierra), tanto la actual como la del pasado, para desembocar, finalmente, en conceptos claramente evolutivos.
11 Alan Morehead, Darwin: la expedición en el Beagle (1831-1836), Barcelona, Serbal, 1980.
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