LA CONFESI�N DE UN ASESINATO
EL FUEGO chisporroteaba vivamente y los grandes trozos de carb�n incandescente parec�an querer proyectarse fuera del hogar de la amplia chimenea. Charles y Emma estaban en la mesa central, uno a cada lado, con la mirada fija en el centro de la misma, iluminada por la l�mpara de pantalla de cristal verde. "�Con un diantre, otra vez!" La sonora exclamaci�n de Charles estimul� una regocijada y c�lida risa de parte de Emma que, con una blanca ficha del backgammon en su mano, declaraba ser nuevamente la triunfadora de la segunda partida de la noche; incorpor�ndose de la silla Emma se inclin� por encima de la mesa para alcanzar la frente de Charles y depositar un beso compensatorio de la humillaci�n de dos partidas perdidas al hilo. Charles tom� la cabeza de Emma con ambas manos y, en justa reciprocidad, la bes� tiernamente en los labios, sonriendo ante los ojos de una encantadora mujer que hab�a hecho todo lo que estaba a su alcance para que la reci�n adquirida casa de Down fuese un verdadero hogar, adem�s de un refugio invaluable para el trabajo de Charles.
En seguida Emma se dirigi� al gran piano, regalo de boda de su padre, y como era ya costumbre toc� m�sica durante casi una hora: un poco de Haendel y Beethoven y, desde luego, Mozart. Este corto recital nocturno era el acto que cerraba la rutina de actividades que normaba la vida de la familia Darwin en Down.
Con su brazo rodeando el hombro de Emma, cuya cabeza se reclinaba en el pecho de Charles, los esposos Darwin se retiraron a las diez de la noche a su habitaci�n. La herida de la muerte de Mary Eleanor estaba cerrando, y ambos ve�an hacia el futuro con una gran esperanza de nuevos y m�s felices eventos.
Las horas, y con ellas los d�as y los meses, pasaban por el gran reloj de p�ndulo de la sala. En septiembre de 1843 naci� Henrietta, compensando del todo la muerte de la segunda hija, as� como la dolorosa p�rdida del padre de Emma un par de meses antes, resultado de una apoplej�a. Charles termin� con el a�o de escribir su manuscrito sobre las islas volc�nicas.
Hac�a casi dos a�os que no escrib�a una sola l�nea acerca del problema de las especies; su �ltimo manuscrito de 1842 permanec�a guardado con llave en su escritorio, mientras se dedicaba a completar sus libros sobre la zoolog�a observada durante el viaje y una buena parte del material geol�gico. Estaba contento por un lado porque se descargaba de un peso al terminar todo ese trabajo, pero por otro lo percib�a como una tarea hasta cierto punto inevitable, que ten�a la obligaci�n de terminar y entregar para su publicaci�n, debido al subsidio que hab�a recibido del Almirantazgo para ese prop�sito. Sus obras geol�gicas eran el resultado de un intenso y genuino inter�s inicial por esta ciencia y tambi�n del est�mulo intelectual ejercido por sus frecuentes discusiones con sus amigos ge�logos, particularmente Lyell y Sedgwick, pero empezaban a dejar de satisfacerlo intelectualmente.
Los libros de notas sobre la transmutaci�n y el manuscrito sobre las especies ejerc�an una atracci�n muy especial en Charles; de hecho trabajaba en ellos intermitentemente, tanto como un escape y un descanso a su ocupaci�n en otros temas, cuanto por un mecanismo que le permit�a ir madurando y rumiando las ideas que se gestaban en su mente. Pero ahora hac�a ya mucho tiempo desde que terminara su primer manuscrito y contribuyera con m�s observaciones, ideas y argumentos a sus libros de notas. Se sent�a entonces con una enorme urgencia por volver a ellos, antes de escribir sobre cualquier otra cosa.
9
Como era su costumbre todas las ma�anas, Charles termin� de desayunar a las ocho de la ma�ana, y hac�a m�s de una hora que permanec�a encerrado en su estudio trabajando con la expresa advertencia de que nadie pod�a interrumpirlo. A las nueve y media se levant� de su enorme sill�n tapizado de rojo, adquirido desde que viv�a en Londres, y al que en Down le adapt� una mesita para poder escribir y, estirando los brazos en cruz para descansar la espalda, sali� de su estudio a�n con el chal con que se proteg�a del intenso fr�o de diciembre y se dirigi� a la sala, donde Emma, tirada sobre la alfombra, jugaba a las serpientes y escaleras con William.
�"�Qu� nos trajo el correo?" pregunt� a Emma, mientras acariciaba la rubia cabeza de William que ahora ten�a ya casi cuatro a�os y medio. "Hay una carta de Maer, una de la Sociedad Geol�gica, una de Joseph Hooker y, como de costumbre, varias cartas de personas que no conozco y supongo que son granjeros y horticultores a los que les solicitaste informaci�n. Charles tom� inmediatamente la carta de Hooker haciendo a un lado las dem�s y observ� con cuidado el sobre. "Tiene matasellos de Londres: eso quiere decir que finalmente Hooker ha regresado de su viaje en el Erebus", coment� en voz alta a Emma, quien le prest� poca atenci�n, ya que estaba leyendo la carta de su hermana Elizabeth, con noticias acerca de la salud de su madre.
La mente de Charles se transport� instant�neamente, sin quererlo, hasta aquella ma�ana de mayo de 1839 en Londres, en que caminaba de regreso del Almirantazgo por la plaza de Trafalgar y de pronto vio venir al doctor Robert MacCormick, el m�dico y naturalista del Beagle que se hab�a separado de la expedici�n en R�o de Janeiro. Caminaba junto a un joven de facciones atractivas, como de unos 22 o 23 a�os. Record� tambi�n que MacCormick se sorprendi� gratamente al ver que �l lo reconoc�a y salud�ndolo le present� a su joven acompa�ante, Joseph Dalton Hooker. Entonces se apresur� a decirle: "Hooker viene conmigo como naturalista asistente a la expedici�n del capit�n Ross en el Erebus al hemisferio sur y a la Ant�rtida; yo soy el naturalista titular y zarparemos en unos tres meses". Hooker escuchaba tranquilo, con una madurez y sencillez que parec�an ajenos a su relativa juventud. Durante la charla Darwin se enter� de que Hooker hab�a estudiado medicina en la Universidad de Glasgow, y que su padre era el famoso profesor de bot�nica de la misma Universidad, quien despu�s ser�a el primer director de los jardines Bot�nicos Reales de Kew. Tambi�n, para su enorme satisfacci�n, supo que el joven Hooker tuvo oportunidad de leer las galeras de su a�n in�dito libro sobre el viaje del Beagle, que Lyell le enviara a su padre en Escocia, y que esta lectura lo inspir� y decidi� a aceptar el puesto de bot�nico en el Erebus. Charles le pidi� a Hooker mantenerse en contacto con �l durante el viaje y visitarlo al t�rmino del mismo.
La trastabillante carrera de Anna, que termin� abruptamente con un abrazo a sus piernas, cort� el vuelo del pensamiento de Charles. La carta era una breve nota de Hooker anunci�ndole su regreso de un viaje de casi cuatro a�os y d�ndole su direcci�n en Londres. Charles regres� de inmediato a su estudio para escribirle la que ser�a la primera de una larga y frecuente cadena de cartas que no parar�a hasta la muerte de Darwin. En ella suger�a a Hooker una serie de temas cient�ficos que podr�a proseguir sobre fitogeograffa, as� como estudios comparativos de la flora de las Gal�pagos y Santa Elena. Charles repit�a as� lo que Lyell hab�a hecho por �l a su regreso del viaje en el Beagle. La correspondencia inicial motiv� que desayunaran juntos en la nueva casa de Erasmus en el elegante barrio de Mayfair, aprovechando una de las visitas de Charles a Londres. Ah� se estableci� una amistad que se hizo cada vez m�s �ntima y fruct�fera. Muy posiblemente influyeron en esta amistad la juventud de Hooker y su abierta disposici�n a colaborar con Darwin, as� como su considerable experiencia en la bot�nica, de la que Darwin no ten�a muchos conocimientos, y la posibilidad de acceso a las colecciones bot�nicas, tanto de la Sociedad Linneana como en especial de los jardines Bot�nicos Reales de Kew, de los cuales el padre de Hooker era ya para esas fechas director.
Charles tuvo dos asideros fundamentales en su vida: uno con Lyell, su tutor, protector y consejero; el otro con Hooker, su colega y cr�tico m�s conocedor de sus ideas sobre la evoluci�n y la biogeograf�a. De ambos, Charles se ayud� para mantenerse a flote en medio de dudas, tormentas y ataques a sus ideas y con ellos consolid� la gran obra de su vida.
Una buena muestra de la cercana amistad entre Darwin y Hooker es el contenido de las primeras cartas de Charles, en donde le revela sus ideas sobre el posible origen de las especies que, hasta ese momento, hab�a guardado celosamente para s� mismo. En una carta del 11 de enero de 1844, Charles le relata a Hooker su profunda impresi�n acerca de la distribuci�n de los animales y las plantas de las Gal�pagos y de las carater�sticas de los f�siles de la pampa argentina. De los muchos libros que hab�a le�do acerca de animales dom�sticos y plantas cultivadas, le comunica:
Finalmente, algunos rayos de luz me han iluminado y estoy casi totalmente convencido (en contraste con mi punto de vista inicial) de que las especies no son (es como confesar un asesinato) inmutables. �El cielo me proteja del contrasentido de Lamarck de "una tendencia al progreso" o de "adaptaciones debido al tenue deseo de las especies", etc.! Aunque las conclusiones a que he llegado no son muy diferentes de las suyas, los mecanismos por los que las especies cambian son totalmente distintos. Creo que he encontrado (�qu� presunci�n!) el sencillo mecanismo por el cual las especies adquieren exquisitas adaptaciones para varios fines. Probablemente ahora usted se queje y piense para sus adentros: "con qu� tipo de persona he estado perdiendo el tiempo". Yo hubiese pensado lo mismo hace cinco a�os.
A partir de 1844, Charles trabaj� con m�s coherencia su teor�a acerca del origen de las especies, con la constante ayuda de Hooker y mediante una copios�sima correspondencia no solamente acerca de la identificaci�n de plantas y la provisi�n de listas de las mismas de acuerdo con su lugar de origen, sino en especial con la cr�tica de las ideas globales de Darwin acerca de la biogeograf�a, las relaciones de floras y faunas, las adaptaciones de los organismos, etc. Hooker, al igual que Darwin, pensaba que el entendimiento de la distribuci�n geogr�fica de los animales y las plantas era una pieza clave para comprender el origen de las especies, ya que su distribuci�n pod�a explicar aspectos de su desarrollo.
Ya he mencionado que el primer est�mulo que llev� a Darwin a pensar seriamente que las especies no eran inmutables fue la peculiar distribuci�n geogr�fica de los organismos de las Gal�pagos. De nueva cuenta, son los organismos de estas islas con los que invita a Hooker a colaborar con �l y con ellos corona y sintetiza sus ideas provenientes de diferentes campos del conocimiento en una teor�a congruente de la evoluci�n por medio de la selecci�n natural. Es la combinaci�n del estudio de la biota de las islas oce�nicas y la biogeograf�a la que desempe�a un papel central en la argumentaci�n que sostiene las ideas evolucionistas de Darwin. Entre los organismos de las islas Gal�pagos fueron los pinzones, con sus mecanismos de especiaci�n, el arma m�s s�lida que Darwin tuvo para combatir la oposici�n de los cient�ficos de su tiempo.
9 Loren Eiseley, Darwin and the Misterious Mr. X. New Light on the Evolutionists, Nueva York, Harvest/Harcourt Brace Jovanovich, 1981.