�MALA FORTUNA O DESTINO?

EL TECHO de palma de la caba�a parec�a no resistir un minuto m�s en su lugar; hac�a tres d�as que el tif�n hab�a entrado por el mar de las Molucas a la isla, estruendoso y ululante, precedido por un periodo de intolerable sopor y pesadez del ambiente. Era la tercera vez que la temblorosa llama de la vela se apagaba y Seen-Lang, la joven sirvienta malaya, se apresur� a encender un largo f�sforo de madera para restablecer la luz en la �nica habitaci�n de la caba�a. La tormenta era en s� suficientemente aterradora como para adem�s estar a oscuras al lado de su patr�n, que yac�a en cama desde hac�a cinco d�as con una severa fiebre.

9

Alfred Rusell Wallace

Las sombras proyectadas nuevamente por la vela sobre las tablas que formaban las paredes de la choza parec�an huir unas de otras, agazap�ndose debajo del camastro y de los pocos muebles de madera, atestados de frascos y cajas. El techo estaba da�ado por el viento, de manera que se filtraba el agua en varios lugares. Seen-Lang aprovech� que se hab�a incorporado para pasar un lienzo empapado en una arom�tica infusi�n de plantas medicinales por los p�rpados y la frente del enfermo. El frescor de la infusi�n hizo que �ste entreabriera los ojos y esbozara una leve sonrisa, que la chica retribuy� con una delicada caricia en la mejilla, mitad descubierta, mitad cubierta con una hirsuta y espesa barba negra.

Unos pesados pasos en las escaleras que sub�an a la caba�a, seguidos de golpes secos en la puerta, dados seguramente con el mango de un bast�n o un paraguas, rompieron el mon�tono ulular del viento y los peri�dicos golpes de agua que ca�an como si fuesen cubetazos. Sobresaltada, la joven dej� el lienzo en la batea de madera, tom� la vela con una mano, protegiendo la llama con la otra, y se acerc� a abrir la puerta. Las facciones del visitante se distorsionaban dantescamente ante la tambaleante luz de la vela; Seen-Lang reconoci� al m�dico de la misi�n por el negro malet�n de cuero y por los gruesos anteojos que portaba, propios de un miope, cubiertos de agua y que junto con la manga y el sombrero de marino que chorreaba por todos lados le daban a la rechoncha figura del doctor Perkins un toque aun m�s c�mico que el que generalmente ten�a.

Ya en el interior de la caba�a, Perkins se quit� primero el sombrero y luego la enorme manga de hule por encima de su cabeza y los dej� tirados en el suelo, donde r�pidamente formaron un peque�o charco. Con un pa�uelo que estaba tan empapado como el resto de su vestimenta, pretendi� secar el vidrio de los anteojos que se hab�a quitado, mientras entrecerraba los ojos para acostumbrarse a la luz de la caba�a, saturada del olor a clavo de la infusi�n medicinal. Seen-Lang sosten�a la vela a unos pasos de distancia, con la cabeza ligeramente agachada. Sin cruzar una sola palabra con la joven, puesto que no hablaba malayo, el reci�n llegado tom� la �nica silla, quit� de ella una caja llena de pieles de aves, y se sent� a un lado del camastro de paja, junto con su malet�n.

Inclinado sobre el enfermo, le tom� la mu�eca para sentir su pulso y acto seguido empez� a palparle el abdomen y los ganglios debajo de la quijada; seguramente la mano fr�a del m�dico despert� al enfermo que trat� de reconocer con la mirada vidriosa qui�n estaba a su lado. " �Ah, por fin reacciona usted, Wallace! —le dijo en su tono nasal el doctor Perkins— la fiebre empieza a ceder y su pulso, aunque a�n irregular, se est� comportando mejor. Espero que haya estado tomando regularmente la quinina que le dej� la �ltima vez que lo atac� la fiebre; siempre he dicho que no hay nada como la quinina para estas situaciones. Yo creo que ya ma�ana podr�a empezar a tomar algo de caldo de gallina para recuperar las energ�as, pero d�gale a esta ni�a que lo ayuda que lo cocine sin los endiablados condimentos que acostumbra usar esta gente; esos picantes no pueden sino empeorar una fiebre. "

Alfred Russell Wallace solamente meneaba la cabeza por toda contestaci�n a la verborrea del m�dico, que lo aturd�a a m�s no poder; deseaba que terminase su visita, que en realidad no serv�a en absoluto para aliviar la elevada temperatura y los escalofr�os que ocurr�an en ciclos de tres d�as, as� como el profundo agotamiento f�sico, t�picos de un ataque de malaria.

Despu�s de verificar a la luz de la vela que a�n hab�a una buena dosis de quinina en el frasco de vidrio color �mbar, el doctor Perkins se incorpor� de la silla que cruj�a bajo su peso y dijo a manera de despedida: "Un par de d�as m�s a lo mucho, Wallace, pero ser� bueno que empiece a alimentarse decentemente; y, Wallace, yo que usted no le har�a mucho caso a estas infusiones de hierbas; esta gente a�n no se deshace de sus brujer�as, a pesar de d�cadas de paciente trabajo de nuestra misi�n y la de los holandeses, aqu� en Ternate" . Lo �nico que se le vino a la cabeza a Wallace en el momento en que Perkins luchaba para acomodarse la manga de hule encima de su cuerpo en forma de pera era que el pedante m�dico ignoraba que su medicina preferida para estos casos, la quinina, era un extracto de una planta de la misma familia del cafeto: la Cinchona, proveniente de Sudam�rica.

Despu�s de cerrar la puerta tras el doctor Perkins, Seen-Lang se acerc� a Alfred con pasos cortos y apresurados que, con su larga falda hasta el piso, parec�an hacerla flotar sobre el suelo. Tom�ndole la sudorosa mano, le sonri� con una mezcla del candor de sus 16 a�os y la reposada madurez y sensualidad del Oriente. Alfred s�lo tuvo fuerzas para contestar con la presi�n de su pulgar sobre los delgados dedos de la chica. La oscuridad volvi� a apresarlo.

La fiebre le produc�a el sentimiento de reducirse de tama�o en la habitaci�n. Una esquina del techo de la caba�a alcanzaba proporciones enormes, que lo hac�an sentirse como uno de los muchos insectos que hab�a capturado en sus viajes por el Amazonas y Malasia. Las tambaleantes sombras creaban en uno de los nudos de la madera de una viga la imagen de una enorme arana que se acercaba a atacarlo, pero que fatalmente se manten�a a una corta distancia de �l, lo que perpetuaba el terror de la amenaza. Una gran ave de plumaje p�rpura y feroz pico negro pasaba roz�ndole la cara y le clavaba las garras en ambas sienes. La ara�a sonre�a y volv�a a amenazar con acercarse, los palpos listos para inyectar su paralizante veneno. En su lucha por huir, Alfred se enredaba irremisiblemente en la pegajosa telara�a, que le cubr�a la cara y el cuello y empezaba a asfixiarlo.

Repentinamente, seguidos de una brillante luz azul de bordes irisados que difuminaba la angustiante imagen de la enorme ara�a, los cientos de ejemplares de mam�feros, aves, reptiles, insectos y peces que hab�a cazado con su rifle y sus redes, empezaban a desfilar en un escenario lleno de palmas, al parecer bailando o saltando al comp�s de una tonada que solamente pod�a distinguir en forma de un ondulante zumbido; �l era el �nico asistente a ese espect�culo, sentado en una vieja butaca de cuero, en medio de una pradera. Esta vez los animales no eran combinaciones fant�sticas o aterrorizadoras, sino fieles reproducciones de los que �l hab�a colectado y conocido en el Amazonas y en Malasia. Los detalles morfol�gicos de cada especie resultaban sorprendentemente n�tidos: el preciso arreglo de las plumas en las extendidas alas de las aves, la delicada estructura de las abiertas agallas de los peces, la exquisita venaci�n de las transparentes alas de las cigarras...

El desfile dur� horas y los animales, s�lo uno de cada especie, parec�an no terminar de aparecer por el lado derecho del escenario. Picado por su curiosidad, se levant� de su butaca, camin� con los pies descalzos sobre el h�medo piso de la pradera y, subiendo al estrado se dirigi�, tras bambalinas, al lugar de donde parec�an surgir todos los animales. Repentinamente, el escenario en que se hallaba perdi� los v�vidos colores, torn�ndose entre azul p�lido y lechoso. Se hallaba ante lo que parec�a ser una gran charca o un peque�o lago, en el fondo del cual se produc�a un violento remolino, del que sal�an despedidos cientos de animales diferentes, pero muchos de la misma especie; sin embargo, al caer al borde del lago, quedaban solamente uno o dos de cada especie; algo parec�a "filtrarlos" en el aire. Fij�ndose con m�s cuidado en el centro del remolino, Alfred observ� que todos los animales eran id�nticos entre s� justarnente cuando sal�an del lechoso l�quido, pero mutaban de especie a cada parpadeo suyo. La mir�ada de individuos de la misma especie se transformaba en una multiplicidad de especies cuando eran lanzados al aire por la fuerza centr�fuga. La atm�sfera del peque�o lago azul era tambi�n lechosa y densa y empez� a cercarlo tenazmente, col�ndose en �l, como si penetrase por cada poro de su cuerpo, enfri�ndolo s�bitamente. Sent�a que sus ropas, su cabello y su barba estaban saturados del fr�o aire l�quido y, aterido, empez� a tiritar violentamente. Alfred cay� al suelo, presa de violentas convulsiones, y al revolverse sobre la tierra a la orilla del lago sinti� que �sta se abr�a y lo cobijaba, negra y amigajonada, en su c�lido y h�medo seno.

Seen-Lang hab�a extendido sobre Alfred una segunda manta de grueso algod�n. Numerosos rayos de sol se filtraban por el ra�do techo, iluminando columnas de resplandecientes y pasajeras part�culas de polvo y humo, que contrastaban con el umbr�o ambiente de la caba�a.

Unas cuantas horas despu�s Alfred abri� los ojos. Un rayo de sol se filtraba del techo y le iluminaba el dorso de la mano izquierda, que descansaba sobre su pecho. El detalle que percib�an sus ojos en la intensamente iluminada piel de su mano era admirable; parec�a que estuviese usando un microscopio para observar su epidermis. Cada poro capilar se delineaba con la precisi�n de una pulida colina, de cuyo fondo surg�a erecta la tersa columna de un largo vello rubio, que describ�a un gr�cil arco, tocando con su punta otra parte de la piel. Era un resplandeciente paisaje hiperrealista, n�tido y sencillo, repetido innumerables veces, hasta crear un vasto y complejo territorio. Alfred dirigi� su vista a otro punto buscando a Seen-Lang en el umbr�o interior de la caba�a; sinti� un fuerte dolor al mover los ojos, como si los goznes en los que estos giraban estuviesen enmohecidos. La cabeza a�n le daba vueltas. Encontr� el esbelto cuerpo de la joven malaya de espaldas, preparando algo de comer en el fog�n de barro cocido. La visi�n de la armoniosa figura de Seen-Lang fue como si le aplicaran un reconfortante b�lsamo en su pecho y en sus ojos. La euforia que sigue a una intensa fiebre lo hizo incorporarse repentinamente en el camastro; ten�a deseos de abrazar a Seen-Lang por la cintura y apoyar su flotante cabeza en el firme cuerpo de la chica. Sus d�biles brazos no pudieron sostenerlo y tuvo que dejarse caer pesadamente sobre el camastro; Seen-Lang volvi� la cabeza al o�r el ruido y se dirigi� r�pidamente a ayudar a Alfred.

"�Dios, cu�ndo saldr� de esta pesadilla de fiebre! " se quej� Alfred para s� mismo, con la cabeza vuelta hacia el maltrecho tejido de palma del techo. "�Hace cu�nto que estoy as�, Seen-Lang?", le pregunt� en malayo a la chica que, reclinada sobre �l, le acomodaba las mantas de algod�n para cubrirlo. "Tu m�dico vino hace tres noches; t� est�s enfermo desde hace cinco noches —le contest�—, te preparo comida, taro con gallina; tienes que comer algo, est�s d�bil. "

Los grandes trozos de la ra�z de taro, impregnados del sabor del caldo de gallina y de la nuez moscada, lo reconfortaron considerablemente; Alfred se sinti� mucho mejor, aunque tembloroso por la debilidad y el efecto de la fiebre, pero m�s due�o de s� mismo y con una peculiar lucidez de pensamiento. Sent�a la cabeza especialmente ligera, como si una espesa bruma se hubiese despejado de su mente. Recordaba algunas im�genes de sus pesadillas febriles en forma v�vida; los torbellinos de transmutaci�n de las especies, particularmente, recurr�an una y otra vez. "Es curioso —pensaba para s� mismo mientras limpiaba el arroz que quedaba en su plato con los dedos, a la usanza malaya— c�mo mis preocupaciones acerca del origen de las especies se tornaron en parte de mis alucinaciones febriles. No hay duda de que debe haber alg�n mecanismo de transmutaci�n de una especie en otra, que debe tambi�n explicar el origen de las mismas. Algo que debe permitir que algunas formas, aunque sean ligeramente diferentes, sean m�s favorecidas sobre las m�s frecuentes y se conviertan as� en las que finalmente sobrevivan, en un proceso sin fin." La mirada de Alfred estaba perdida en la mara�a de vegetaci�n del borde del r�o, que estaba iluminada por la luz del atardecer. Cada hoja de las aralias y los bejucos parec�a estar hecha de oro viejo, el aire mismo parec�a estar saturado de vapor dorado. "Tiene que haber un mecanismo de selecci�n de las formas, �pero cu�l?" Repentinamente, el vuelo de una ave del para�so, Paradisaea guilielmi, una visi�n no muy com�n, le cort� el hilo del pensamiento al mismo tiempo que le trajo a la memoria un pasaje de un libro que hab�a le�do unos quince a�os antes; " ... la incapacidad de los recursos que crecen en forma aritm�tica, para proveer alimento a una poblaci�n que crece geom�tricamente... debe generar una lucha por la existencia... �Claro, Malthus!; �aqu� est� el mecanismo, aqu� est� la respuesta!; los individuos mejor adaptados son los que sobreviven... �qu� sencillo, pero a la vez qu� eficaz mecanismo! Debe existir una lucha por la existencia en la que sucumban los individuos m�s d�biles y menos bien organizados; �sta debe ser la �nica forma en la que la poblaci�n de un organismo sea estacionaria en su tama�o, ya que est� limitada en su crecimiento por la falta de alimentos y otros recursos. Si no fuera as�, cualquier organismo dejar�a un n�mero incre�blemente alto de descendientes... �Tengo que escribir esto inmediatamente! Seen-Lang, ay�dame, tengo que sentarme a la mesa".

A pesar de las reiteradas protestas de la chica, Alfred se incorpor� y se sali� del camastro, a�n d�bil por la fiebre y temblando de la excitaci�n intelectual que le hab�a embargado hac�a unos instantes. "Debo escribir estas ideas antes de que se me enreden. Le mandar� el documento a Darwin para que lo lea; �l es el �nico que conozco que podr� entender lo que ahora tengo en la cabeza." Agitadamente, Alfred escribi� durante un par de horas, hoja tras hoja, un documento de 15 cuartillas que intitul�, al final de su redacci�n, Sobre la tendencia de las variedades a diferenciarse indefinidamente de los tipos originales. Hecho lo anterior, sac� de una gastada caja de madera una carta que, por lo ajada, daba se�as de haber sido le�da muchas veces. Era una de las varias cartas que hab�a recibido de Darwin y hab�a sido escrita el 1 de mayo de 1857 en respuesta a una suya del a�o anterior; en ella le enteraba de sus ideas acerca de la transmutaci�n de las especies. Alfred pas� la vista por la casi ilegible caligraf�a " ... Me doy cuenta de que pensamos en forma muy similar respecto a muchos puntos. Su trabajo en los Annals me pareci� excelente... estoy de acuerdo con la mayor�a de los puntos... Hace ya 20 a�os (!) que empec� mis notas sobre el tema... Ahora estoy preparando mi trabajo para su publicaci�n, pero encuentro el tema verdaderamente agobiante... llevo ya muchos cap�tulos escritos... espero poder beneficiarme de la publicaci�n de su trabajo sobre el archipi�lago Malayo antes de que aparezca mi libro..."

La mirada de Alfred estaba absorta en el halo del resplandor de la vela. Hac�a m�s de dos horas que hab�a oscurecido y, sin percatarse siquiera, Seen-Lang le hab�a colocado una vela a su lado para que pudiese seguir escribiendo. La danzante flama de la perfumada vela absorb�a su mirada y lo envolv�a con un poder hipn�tico. Su mente empez� a flotar, como un trozo de madera en el mar, hacia el pasado; de pronto se vio envuelto entre las llamas de un feroz incendio, tratando de rescatar de su camarote documentos, ejemplares disecados de aves, cajas repletas de millares de insectos... El barco en el que regresaba a Inglaterra se incendiaba irremediablemente en pleno oc�ano Atl�ntico y al hundirse se llevaba consigo todo su trabajo de cuatro a�os de colectas (de 1848 a 1852) en los r�os Amazonas y Orinoco, en buena parte en compa��a de su amigo y compa�ero el zo�logo Henry Walter Bates. Y con sus colecciones, se perd�a la posibilidad de financiar sus gastos y obtener fondos para tener tiempo para escribir sus memorias del viaje. Sin embargo tuvo suerte al salvar la vida despu�s de estar a la deriva en las lanchas salvavidas por varios d�as, sin alimentos ni instrumentos de navegaci�n. Hab�a conocido a Bates en 1844 en Leicester, Inglaterra, en donde trabaj� como profesor, y con �l empez� a desarrollar un marcado inter�s por la historia natural. En esa �poca tuvo oportunidad de leer a Humboldt, Malthus, Darwin, Lyell, etc. Un par de a�os despu�s se encarg� del negocio de prospecci�n y topograf�a de su hermano al morir �ste. La historia de constante estrechez econ�mica familiar y de mala fortuna durante toda su vida, desde su nacimiento en Gales en enero de 1823, parec�a no tener fin.

El susurro de la falda de seda de Seen-Lang a sus espaldas y los dedos de la chica que se entremezclaban con su revuelto cabello, lo hicieron regresar bruscamente del viaje mental a su poco afortunado pasado. Un poco para deshacerse de sus pensamientos y otro poco para responder a la caricia de la chica, Alfred sacudi� la cabeza. Se sent�a totalmente drenado, tanto f�sica como mentalmente. La redacci�n del documento que acababa de terminar lo hab�a agotado, pero estaba inmensamente satisfecho porque sentia que, por fin, hab�a encontrado la respuesta a una pregunta que lo asediaba desde los tiempos de su trabajo de campo con Bates. A pesar de haber adelantado algunas ideas al respecto en su art�culo recientemente publicado en Annals and Magazine of Natural History (1855), no pudo ofrecer explicaci�n alguna a lo que llamaba la "teor�a de la transformaci�n gradual de los organismos." Pero ahora sent�a que la clave de porqu� las especies se relacionan unas con otras y de c�mo se originan, estaba a su alcance. Ten�a que escuchar la opini�n de Darwin. El olor a s�ndalo del brazo de SeenLang y el roce de sus dedos en el cabello lo hicieron sumirse en una confortable y profunda somnolencia.

La fresca brisa soplaba sostenidamente e hinchaba la vela cuadrada de la peque�a embarcaci�n que lo llevaba a Ternate, a trav�s de la laguna interior de color esmeralda. Alfred se sent�a un poco d�bil pero totalmente recuperado del ataque de malaria. Llevaba consigo varias cajas de insectos colectados y preparados para su env�o a Inglaterra, particularmente de mariposas que ilustraban de manera contundente que el complejo mim�tico, que hab�a observado en compa��a de Bates por primera vez en el Amazonas, era un fen�meno que ocurr�a extensamente y que ejemplificaba en forma irrefutable las sutiles adaptaciones de las especies. El mimetismo que Wallace y Bates hab�an estudiado en las mariposas (y que ahora recibe el nombre de mimetismo batesiano) es el fen�meno por el cual una especie adopta la forma o la coloraci�n de otra que es venenosa o de sabor desagradable para los depredadores; de esta manera la especie adquiere un mecanismo de defensa contra �stos que hace que sea confundida con la verdaderamente venenosa o de sabor desagradable, con lo cual se libra del enemigo.

El reconfortante calor del Sol y el viento marino lo hac�an sentirse vigorizado. En un grueso sobre que apretaba firmemente contra su costado, Alfred llevaba las p�ginas que hab�a escrito hac�a tres d�as, al final de la fiebre, junto con una carta que explicaba a Darwin el contenido y el prop�sito del documento. Al desembarcar en Ternate, la capital de la isla de Halmahera en las Molucas, Alfred se encamin� directamente a la misi�n para depositar sus cajas y la carta en el correo. La construcci�n de madera pintada pulcramente de blanco contrastaba con la arcilla roja de la calle, a�n llena de lodo como resultado de las copiosas lluvias de la pasada tormenta. Alfred entr� en la desierta oficina de correos y deposit� en la amplia mesa sus cajas de madera con insectos. Hecho esto pas� el sobre que ten�a en la mano al �nico empleado que se encontraba en ese momento, quien con gran prosopopeya peg� las estampillas necesarias, una precisamente al lado de la otra, y las cancel� con el sello de la oficina y la fecha: Ternate, 12 de marzo, 1858.

9 Loren Eiseley, Darwin and the Misterious Mr. X. New Light on the Evolutionists, Nueva York, Harvest/Harcourt Brace Jovanovich, 1981.

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