¿MALA FORTUNA O DESTINO?
EL TECHO de palma de la cabaña parecía no resistir un minuto más en su lugar; hacía tres días que el tifón había entrado por el mar de las Molucas a la isla, estruendoso y ululante, precedido por un periodo de intolerable sopor y pesadez del ambiente. Era la tercera vez que la temblorosa llama de la vela se apagaba y Seen-Lang, la joven sirvienta malaya, se apresuró a encender un largo fósforo de madera para restablecer la luz en la única habitación de la cabaña. La tormenta era en sí suficientemente aterradora como para además estar a oscuras al lado de su patrón, que yacía en cama desde hacía cinco días con una severa fiebre.
9
Las sombras proyectadas nuevamente por la vela sobre las tablas que formaban las paredes de la choza parecían huir unas de otras, agazapándose debajo del camastro y de los pocos muebles de madera, atestados de frascos y cajas. El techo estaba dañado por el viento, de manera que se filtraba el agua en varios lugares. Seen-Lang aprovechó que se había incorporado para pasar un lienzo empapado en una aromática infusión de plantas medicinales por los párpados y la frente del enfermo. El frescor de la infusión hizo que éste entreabriera los ojos y esbozara una leve sonrisa, que la chica retribuyó con una delicada caricia en la mejilla, mitad descubierta, mitad cubierta con una hirsuta y espesa barba negra.
Unos pesados pasos en las escaleras que subían a la cabaña, seguidos de golpes secos en la puerta, dados seguramente con el mango de un bastón o un paraguas, rompieron el monótono ulular del viento y los periódicos golpes de agua que caían como si fuesen cubetazos. Sobresaltada, la joven dejó el lienzo en la batea de madera, tomó la vela con una mano, protegiendo la llama con la otra, y se acercó a abrir la puerta. Las facciones del visitante se distorsionaban dantescamente ante la tambaleante luz de la vela; Seen-Lang reconoció al médico de la misión por el negro maletín de cuero y por los gruesos anteojos que portaba, propios de un miope, cubiertos de agua y que junto con la manga y el sombrero de marino que chorreaba por todos lados le daban a la rechoncha figura del doctor Perkins un toque aun más cómico que el que generalmente tenía.
Ya en el interior de la cabaña, Perkins se quitó primero el sombrero y luego la enorme manga de hule por encima de su cabeza y los dejó tirados en el suelo, donde rápidamente formaron un pequeño charco. Con un pañuelo que estaba tan empapado como el resto de su vestimenta, pretendió secar el vidrio de los anteojos que se había quitado, mientras entrecerraba los ojos para acostumbrarse a la luz de la cabaña, saturada del olor a clavo de la infusión medicinal. Seen-Lang sostenía la vela a unos pasos de distancia, con la cabeza ligeramente agachada. Sin cruzar una sola palabra con la joven, puesto que no hablaba malayo, el recién llegado tomó la única silla, quitó de ella una caja llena de pieles de aves, y se sentó a un lado del camastro de paja, junto con su maletín.
Inclinado sobre el enfermo, le tomó la muñeca para sentir su pulso y acto seguido empezó a palparle el abdomen y los ganglios debajo de la quijada; seguramente la mano fría del médico despertó al enfermo que trató de reconocer con la mirada vidriosa quién estaba a su lado. " ñAh, por fin reacciona usted, Wallace! le dijo en su tono nasal el doctor Perkins la fiebre empieza a ceder y su pulso, aunque aún irregular, se está comportando mejor. Espero que haya estado tomando regularmente la quinina que le dejé la última vez que lo atacó la fiebre; siempre he dicho que no hay nada como la quinina para estas situaciones. Yo creo que ya mañana podría empezar a tomar algo de caldo de gallina para recuperar las energías, pero dígale a esta niña que lo ayuda que lo cocine sin los endiablados condimentos que acostumbra usar esta gente; esos picantes no pueden sino empeorar una fiebre. "
Alfred Russell Wallace solamente meneaba la cabeza por toda contestación a la verborrea del médico, que lo aturdía a más no poder; deseaba que terminase su visita, que en realidad no servía en absoluto para aliviar la elevada temperatura y los escalofríos que ocurrían en ciclos de tres días, así como el profundo agotamiento físico, típicos de un ataque de malaria.
Después de verificar a la luz de la vela que aún había una buena dosis de quinina en el frasco de vidrio color ámbar, el doctor Perkins se incorporó de la silla que crujía bajo su peso y dijo a manera de despedida: "Un par de días más a lo mucho, Wallace, pero será bueno que empiece a alimentarse decentemente; y, Wallace, yo que usted no le haría mucho caso a estas infusiones de hierbas; esta gente aún no se deshace de sus brujerías, a pesar de décadas de paciente trabajo de nuestra misión y la de los holandeses, aquí en Ternate" . Lo único que se le vino a la cabeza a Wallace en el momento en que Perkins luchaba para acomodarse la manga de hule encima de su cuerpo en forma de pera era que el pedante médico ignoraba que su medicina preferida para estos casos, la quinina, era un extracto de una planta de la misma familia del cafeto: la Cinchona, proveniente de Sudamérica.
Después de cerrar la puerta tras el doctor Perkins, Seen-Lang se acercó a Alfred con pasos cortos y apresurados que, con su larga falda hasta el piso, parecían hacerla flotar sobre el suelo. Tomándole la sudorosa mano, le sonrió con una mezcla del candor de sus 16 años y la reposada madurez y sensualidad del Oriente. Alfred sólo tuvo fuerzas para contestar con la presión de su pulgar sobre los delgados dedos de la chica. La oscuridad volvió a apresarlo.
La fiebre le producía el sentimiento de reducirse de tamaño en la habitación. Una esquina del techo de la cabaña alcanzaba proporciones enormes, que lo hacían sentirse como uno de los muchos insectos que había capturado en sus viajes por el Amazonas y Malasia. Las tambaleantes sombras creaban en uno de los nudos de la madera de una viga la imagen de una enorme arana que se acercaba a atacarlo, pero que fatalmente se mantenía a una corta distancia de él, lo que perpetuaba el terror de la amenaza. Una gran ave de plumaje púrpura y feroz pico negro pasaba rozándole la cara y le clavaba las garras en ambas sienes. La araña sonreía y volvía a amenazar con acercarse, los palpos listos para inyectar su paralizante veneno. En su lucha por huir, Alfred se enredaba irremisiblemente en la pegajosa telaraña, que le cubría la cara y el cuello y empezaba a asfixiarlo.
Repentinamente, seguidos de una brillante luz azul de bordes irisados que difuminaba la angustiante imagen de la enorme araña, los cientos de ejemplares de mamíferos, aves, reptiles, insectos y peces que había cazado con su rifle y sus redes, empezaban a desfilar en un escenario lleno de palmas, al parecer bailando o saltando al compás de una tonada que solamente podía distinguir en forma de un ondulante zumbido; él era el único asistente a ese espectáculo, sentado en una vieja butaca de cuero, en medio de una pradera. Esta vez los animales no eran combinaciones fantásticas o aterrorizadoras, sino fieles reproducciones de los que él había colectado y conocido en el Amazonas y en Malasia. Los detalles morfológicos de cada especie resultaban sorprendentemente nítidos: el preciso arreglo de las plumas en las extendidas alas de las aves, la delicada estructura de las abiertas agallas de los peces, la exquisita venación de las transparentes alas de las cigarras...
El desfile duró horas y los animales, sólo uno de cada especie, parecían no terminar de aparecer por el lado derecho del escenario. Picado por su curiosidad, se levantó de su butaca, caminó con los pies descalzos sobre el húmedo piso de la pradera y, subiendo al estrado se dirigió, tras bambalinas, al lugar de donde parecían surgir todos los animales. Repentinamente, el escenario en que se hallaba perdió los vívidos colores, tornándose entre azul pálido y lechoso. Se hallaba ante lo que parecía ser una gran charca o un pequeño lago, en el fondo del cual se producía un violento remolino, del que salían despedidos cientos de animales diferentes, pero muchos de la misma especie; sin embargo, al caer al borde del lago, quedaban solamente uno o dos de cada especie; algo parecía "filtrarlos" en el aire. Fijándose con más cuidado en el centro del remolino, Alfred observó que todos los animales eran idénticos entre sí justarnente cuando salían del lechoso líquido, pero mutaban de especie a cada parpadeo suyo. La miríada de individuos de la misma especie se transformaba en una multiplicidad de especies cuando eran lanzados al aire por la fuerza centrífuga. La atmósfera del pequeño lago azul era también lechosa y densa y empezó a cercarlo tenazmente, colándose en él, como si penetrase por cada poro de su cuerpo, enfriándolo súbitamente. Sentía que sus ropas, su cabello y su barba estaban saturados del frío aire líquido y, aterido, empezó a tiritar violentamente. Alfred cayó al suelo, presa de violentas convulsiones, y al revolverse sobre la tierra a la orilla del lago sintió que ésta se abría y lo cobijaba, negra y amigajonada, en su cálido y húmedo seno.
Seen-Lang había extendido sobre Alfred una segunda manta de grueso algodón. Numerosos rayos de sol se filtraban por el raído techo, iluminando columnas de resplandecientes y pasajeras partículas de polvo y humo, que contrastaban con el umbrío ambiente de la cabaña.
Unas cuantas horas después Alfred abrió los ojos. Un rayo de sol se filtraba del techo y le iluminaba el dorso de la mano izquierda, que descansaba sobre su pecho. El detalle que percibían sus ojos en la intensamente iluminada piel de su mano era admirable; parecía que estuviese usando un microscopio para observar su epidermis. Cada poro capilar se delineaba con la precisión de una pulida colina, de cuyo fondo surgía erecta la tersa columna de un largo vello rubio, que describía un grácil arco, tocando con su punta otra parte de la piel. Era un resplandeciente paisaje hiperrealista, nítido y sencillo, repetido innumerables veces, hasta crear un vasto y complejo territorio. Alfred dirigió su vista a otro punto buscando a Seen-Lang en el umbrío interior de la cabaña; sintió un fuerte dolor al mover los ojos, como si los goznes en los que estos giraban estuviesen enmohecidos. La cabeza aún le daba vueltas. Encontró el esbelto cuerpo de la joven malaya de espaldas, preparando algo de comer en el fogón de barro cocido. La visión de la armoniosa figura de Seen-Lang fue como si le aplicaran un reconfortante bálsamo en su pecho y en sus ojos. La euforia que sigue a una intensa fiebre lo hizo incorporarse repentinamente en el camastro; tenía deseos de abrazar a Seen-Lang por la cintura y apoyar su flotante cabeza en el firme cuerpo de la chica. Sus débiles brazos no pudieron sostenerlo y tuvo que dejarse caer pesadamente sobre el camastro; Seen-Lang volvió la cabeza al oír el ruido y se dirigió rápidamente a ayudar a Alfred.
"ñDios, cuándo saldré de esta pesadilla de fiebre! " se quejó Alfred para sí mismo, con la cabeza vuelta hacia el maltrecho tejido de palma del techo. "¿Hace cuánto que estoy así, Seen-Lang?", le preguntó en malayo a la chica que, reclinada sobre él, le acomodaba las mantas de algodón para cubrirlo. "Tu médico vino hace tres noches; tú estás enfermo desde hace cinco noches le contestó, te preparo comida, taro con gallina; tienes que comer algo, estás débil. "
Los grandes trozos de la raíz de taro, impregnados del sabor del caldo de gallina y de la nuez moscada, lo reconfortaron considerablemente; Alfred se sintió mucho mejor, aunque tembloroso por la debilidad y el efecto de la fiebre, pero más dueño de sí mismo y con una peculiar lucidez de pensamiento. Sentía la cabeza especialmente ligera, como si una espesa bruma se hubiese despejado de su mente. Recordaba algunas imágenes de sus pesadillas febriles en forma vívida; los torbellinos de transmutación de las especies, particularmente, recurrían una y otra vez. "Es curioso pensaba para sí mismo mientras limpiaba el arroz que quedaba en su plato con los dedos, a la usanza malaya cómo mis preocupaciones acerca del origen de las especies se tornaron en parte de mis alucinaciones febriles. No hay duda de que debe haber algún mecanismo de transmutación de una especie en otra, que debe también explicar el origen de las mismas. Algo que debe permitir que algunas formas, aunque sean ligeramente diferentes, sean más favorecidas sobre las más frecuentes y se conviertan así en las que finalmente sobrevivan, en un proceso sin fin." La mirada de Alfred estaba perdida en la maraña de vegetación del borde del río, que estaba iluminada por la luz del atardecer. Cada hoja de las aralias y los bejucos parecía estar hecha de oro viejo, el aire mismo parecía estar saturado de vapor dorado. "Tiene que haber un mecanismo de selección de las formas, ¿pero cuál?" Repentinamente, el vuelo de una ave del paraíso, Paradisaea guilielmi, una visión no muy común, le cortó el hilo del pensamiento al mismo tiempo que le trajo a la memoria un pasaje de un libro que había leído unos quince años antes; " ... la incapacidad de los recursos que crecen en forma aritmética, para proveer alimento a una población que crece geométricamente... debe generar una lucha por la existencia... ñClaro, Malthus!; ñaquí está el mecanismo, aquí está la respuesta!; los individuos mejor adaptados son los que sobreviven... ñqué sencillo, pero a la vez qué eficaz mecanismo! Debe existir una lucha por la existencia en la que sucumban los individuos más débiles y menos bien organizados; ésta debe ser la única forma en la que la población de un organismo sea estacionaria en su tamaño, ya que está limitada en su crecimiento por la falta de alimentos y otros recursos. Si no fuera así, cualquier organismo dejaría un número increíblemente alto de descendientes... ñTengo que escribir esto inmediatamente! Seen-Lang, ayúdame, tengo que sentarme a la mesa".
A pesar de las reiteradas protestas de la chica, Alfred se incorporó y se salió del camastro, aún débil por la fiebre y temblando de la excitación intelectual que le había embargado hacía unos instantes. "Debo escribir estas ideas antes de que se me enreden. Le mandaré el documento a Darwin para que lo lea; él es el único que conozco que podrá entender lo que ahora tengo en la cabeza." Agitadamente, Alfred escribió durante un par de horas, hoja tras hoja, un documento de 15 cuartillas que intituló, al final de su redacción, Sobre la tendencia de las variedades a diferenciarse indefinidamente de los tipos originales. Hecho lo anterior, sacó de una gastada caja de madera una carta que, por lo ajada, daba señas de haber sido leída muchas veces. Era una de las varias cartas que había recibido de Darwin y había sido escrita el 1 de mayo de 1857 en respuesta a una suya del año anterior; en ella le enteraba de sus ideas acerca de la transmutación de las especies. Alfred pasó la vista por la casi ilegible caligrafía " ... Me doy cuenta de que pensamos en forma muy similar respecto a muchos puntos. Su trabajo en los Annals me pareció excelente... estoy de acuerdo con la mayoría de los puntos... Hace ya 20 años (!) que empecé mis notas sobre el tema... Ahora estoy preparando mi trabajo para su publicación, pero encuentro el tema verdaderamente agobiante... llevo ya muchos capítulos escritos... espero poder beneficiarme de la publicación de su trabajo sobre el archipiélago Malayo antes de que aparezca mi libro..."
La mirada de Alfred estaba absorta en el halo del resplandor de la vela. Hacía más de dos horas que había oscurecido y, sin percatarse siquiera, Seen-Lang le había colocado una vela a su lado para que pudiese seguir escribiendo. La danzante flama de la perfumada vela absorbía su mirada y lo envolvía con un poder hipnótico. Su mente empezó a flotar, como un trozo de madera en el mar, hacia el pasado; de pronto se vio envuelto entre las llamas de un feroz incendio, tratando de rescatar de su camarote documentos, ejemplares disecados de aves, cajas repletas de millares de insectos... El barco en el que regresaba a Inglaterra se incendiaba irremediablemente en pleno océano Atlántico y al hundirse se llevaba consigo todo su trabajo de cuatro años de colectas (de 1848 a 1852) en los ríos Amazonas y Orinoco, en buena parte en compañía de su amigo y compañero el zoólogo Henry Walter Bates. Y con sus colecciones, se perdía la posibilidad de financiar sus gastos y obtener fondos para tener tiempo para escribir sus memorias del viaje. Sin embargo tuvo suerte al salvar la vida después de estar a la deriva en las lanchas salvavidas por varios días, sin alimentos ni instrumentos de navegación. Había conocido a Bates en 1844 en Leicester, Inglaterra, en donde trabajó como profesor, y con él empezó a desarrollar un marcado interés por la historia natural. En esa época tuvo oportunidad de leer a Humboldt, Malthus, Darwin, Lyell, etc. Un par de años después se encargó del negocio de prospección y topografía de su hermano al morir éste. La historia de constante estrechez económica familiar y de mala fortuna durante toda su vida, desde su nacimiento en Gales en enero de 1823, parecía no tener fin.
El susurro de la falda de seda de Seen-Lang a sus espaldas y los dedos de la chica que se entremezclaban con su revuelto cabello, lo hicieron regresar bruscamente del viaje mental a su poco afortunado pasado. Un poco para deshacerse de sus pensamientos y otro poco para responder a la caricia de la chica, Alfred sacudió la cabeza. Se sentía totalmente drenado, tanto física como mentalmente. La redacción del documento que acababa de terminar lo había agotado, pero estaba inmensamente satisfecho porque sentia que, por fin, había encontrado la respuesta a una pregunta que lo asediaba desde los tiempos de su trabajo de campo con Bates. A pesar de haber adelantado algunas ideas al respecto en su artículo recientemente publicado en Annals and Magazine of Natural History (1855), no pudo ofrecer explicación alguna a lo que llamaba la "teoría de la transformación gradual de los organismos." Pero ahora sentía que la clave de porqué las especies se relacionan unas con otras y de cómo se originan, estaba a su alcance. Tenía que escuchar la opinión de Darwin. El olor a sándalo del brazo de SeenLang y el roce de sus dedos en el cabello lo hicieron sumirse en una confortable y profunda somnolencia.
La fresca brisa soplaba sostenidamente e hinchaba la vela cuadrada de la pequeña embarcación que lo llevaba a Ternate, a través de la laguna interior de color esmeralda. Alfred se sentía un poco débil pero totalmente recuperado del ataque de malaria. Llevaba consigo varias cajas de insectos colectados y preparados para su envío a Inglaterra, particularmente de mariposas que ilustraban de manera contundente que el complejo mimético, que había observado en compañía de Bates por primera vez en el Amazonas, era un fenómeno que ocurría extensamente y que ejemplificaba en forma irrefutable las sutiles adaptaciones de las especies. El mimetismo que Wallace y Bates habían estudiado en las mariposas (y que ahora recibe el nombre de mimetismo batesiano) es el fenómeno por el cual una especie adopta la forma o la coloración de otra que es venenosa o de sabor desagradable para los depredadores; de esta manera la especie adquiere un mecanismo de defensa contra éstos que hace que sea confundida con la verdaderamente venenosa o de sabor desagradable, con lo cual se libra del enemigo.
El reconfortante calor del Sol y el viento marino lo hacían sentirse vigorizado. En un grueso sobre que apretaba firmemente contra su costado, Alfred llevaba las páginas que había escrito hacía tres días, al final de la fiebre, junto con una carta que explicaba a Darwin el contenido y el propósito del documento. Al desembarcar en Ternate, la capital de la isla de Halmahera en las Molucas, Alfred se encaminó directamente a la misión para depositar sus cajas y la carta en el correo. La construcción de madera pintada pulcramente de blanco contrastaba con la arcilla roja de la calle, aún llena de lodo como resultado de las copiosas lluvias de la pasada tormenta. Alfred entró en la desierta oficina de correos y depositó en la amplia mesa sus cajas de madera con insectos. Hecho esto pasó el sobre que tenía en la mano al único empleado que se encontraba en ese momento, quien con gran prosopopeya pegó las estampillas necesarias, una precisamente al lado de la otra, y las canceló con el sello de la oficina y la fecha: Ternate, 12 de marzo, 1858.
9 Loren Eiseley, Darwin and the Misterious Mr. X. New Light on the Evolutionists, Nueva York, Harvest/Harcourt Brace Jovanovich, 1981.
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