3.RELATIVIDAD EN LA CORTE DE LOS REYES CAT�LICOS

Col�n —representando a todos aquellos valientes y visionarios que lucharon en pos de la total redondez de la Tierra— hizo con nuestra idea de mundo lo que Einstein con la de Universo: nos la curve�. Pasaron —ambos— de la plana rigidez euclidiana a nuevas geometr�as. En este episodio nos tomamos la libertad de fantasear sobre el tema.

VAYAMOS quinientos a�os atr�s. Pero qued�monos aqu�, en la Gran Tenochtitl�n, la regi�n m�s transparente del aire, extendi�ndose infinita en sus peque�as ramificaciones urbanas. �Qu� responder�amos, siendo alguno de sus habitantes, a la pregunta: qu� forma tiene el mundo?

Dir�amos, por supuesto, que la Tierra es plana. Vivimos en nuestras casas, transitamos por las calzadas, y cuando el diario trajinar por la ciudad nos permite echar un vistazo al horizonte, m�s all� del mercado, vemos una planicie inmensa rodeada de monta�as, su volc�n y su volcana. Para salir de ese valle usar�amos los mismos recursos que para movernos en nuestra casa o en nuestro barrio, caminar hacia adelante girando al gusto. Esto se contin�a y se contin�a, y luego, dicen los viajados, llega el mar. As� es la Tierra, plana. Aunque en lo peque�o, como nosotros, haya una tercera dimensi�n que nos permite mover objetos, vivir y ver que todo lo material est� pegado a la Tierra, que se extiende como un gran manto arrugado. Y adem�s est�n los dioses: pero que de ellos hablen los que dicen saber.

Esta visi�n del mundo no difiere en nada de la que tienen, como cultura, los europeos; ni de la que a�n usamos para lidiar con el mundo cotidiano: la Tierra es un plano que nos tiene agarrados, pegados cuan pesados somos, al piso de este cuarto que se continúa en un lago de asfalto y luego, dicen los viajados, lejos muy lejos, est�n el campo y el mar. La idea de una tierra redonda es antinatural o, mejor dicho, choca con nuestra experiencia cotidiana, requiere de mucha elaboraci�n y lucubraci�n, de saber y de pensar, de entrar en un mundo abstracto que no es el de este cuarto. Recordemos que enfrentarnos a esa idea nos caus� risa de chiquillos —los chinos quedaban de cabeza, porque nosotros: �c�mo? Conced�mosle esa ingenuidad a�eja y terrenal a la voz de Fernando, rey de Castilla, quien en este mismo tiempo, pero del otro lado del mar y enfundado en sus bombachos calzones, est� a punto de enfrentar el punto central del proyecto que le presenta... "el t�o �ste �hombre!, viajero de ideas estrafalarias".

COL�N. —...porque la Tierra, Su Majestad, es redonda.

FERNANDO. —�Joder! (sacudiendo una mano para ayudarse a pensar) �C�mo dijo?

COL�N. —S�, Se�or, la tierra es redonda. Como esta naranja, pero a lo bestia.

FERNANDO. —�Ah, s�?... (mira la naranja que sostiene Col�n con dos dedos en los huecos del eje horizontalizado)... �Y yo, d�nde estar�a?

(Col�n se�ala con pomposo �ndice vertical el casco superior de la naranja.)

FERNANDO (sonriendo). —�Y los de...? �el reino �ste a d�nde va? �C�mo dijo que se llamaba?

COL�N. —El Oriente.

FERNANDO .—S�: ��sos?

COL�N. —(Baja el �ndice rodeando un lado.)

FERNANDO. —�Hostia! Ahora entiendo, es por eso que dice mi cart�grafo que son amarillos �Se marean por estar de costado?

COL�N. —Bueno, no exactamente, Su Se�or�a...

FERNANDO. —�Y entonces, c�mo?

COL�N. —�....?

FERNANDO. —�Usted ha estado ah�?... En el oeste, digo. (Se�alando al t�mido �ndice que a�n apunta, horizontal, a la naranja.)

COL�N. —... �Ah! S�.

FERNANDO. —�Y d�game: c�mo es estar de lado?... (Ilumin�ndose de pronto.) �Puede caminar por las paredes? �Qu� se siente?

COL�N. —No. Ver�... no se siente.

FERNANDO. —Hombre, pero c�mo no se va a sentir. Mire (se inclina de a poquitos, evidenciando c�mo el peso de su cuerpo abandona la pompa de su pie cruzado, hasta que lo sorprende el hombro de Isabel, quien permanece imp�vida a su lado, como joya. El rey se rehace de su malabar, quedando un poco m�s enconchado).

COL�N. —No lo sienten en el Oriente porque, respecto a la Tierra, Su Alteza, son chiquitos.

FERNANDO. —�Son chiquitos! �As�? (bajando su palma horizontal hasta muy cerca del zapato). �Adem�s de amarillos! �De veras? �Chiquitos?

COL�N. — Bueno, no. Digo... respecto a la naranja...

Fernando aprovecha el desconcierto en su corte, la llamada "cat�lica", para hacerse consciente de que �sta tiende a peque�os grupos, sin abandonar del todo el anillo que rodea al trono. El obispo, cerca del bonete; en adem�n de "loco", gira un dedito que podr�a dirigir el coro gestual y cuchicheante de desaprobaci�n. El rey se levanta. Arrebata la naranja a Col�n y la alza. Gana de nuevo la atenci�n y el silencio. Titubea, pero la deja caer, picando �sta en el filo del escal�n real. Las miradas se dividen hasta que se detiene la naranja en el borde de un pilar y acaban reconcentr�ndose. Fernando piensa...

FERNANDO. —�Caramba! Hombre, que si fuese redonda, pues rod�base.

Asiente ruidosamente la corte, casi al borde del aplauso, pero implicando inteligentemente la negaci�n. Col�n le pide a se�as tiempo y otra oportunidad a Isabel. El obispo busca la palabra, pero Isabel se levanta y toca el hombro de Fernando que se sienta, aliviado.

ISABEL . —Debo recordar, Majestad, que hemos olvidado convidar de nuestro vino a tan distinguidos invitados.

Asiente la corte, ahora con sinceridad. Se sirve vino, desmoron�ndose el c�rculo que rodeaba a Col�n.

Isabel conduce la ceremonia, platica brevemente con Col�n, y con muchos otros grupitos; esparce su fragancia en el cuarto, cosecha sonrisas y miradas que parece jalar como hilos que rigidizan la elipse perceptiva de un c�rculo perfecto con s�lo subir el escal�n real. Fernando se sienta mir�ndola girar como corona con su joya al anillo, lleg�ndose a la vez al silencio. S�lo queda un peque�o tumulto que desaparece en el centro; ella observa la conclusi�n con benevolencia. Han mandado llamar a un personaje que hab�a pasado desapercibido. Su vestuario de tiempo inmemorial parece desempolvar su holgura al ser conducido al centro de la escena, que no acaba por conquistar su inter�s, pese a la leve algarab�a que decrece a su alrededor, dej�ndolo solo y distra�do, ah�, detr�s de Col�n, rodeado por la corte.

ISABEL. —El valiente navegante Crist�bal Col�n, en quien percibo y siento verdad, fe y honestidad en palabra y obra, solicita otra oportunidad para justificar su arriesgada empresa, mediante las palabras del cart�grafo ilustrad�simo que lo gu�a en sus viajes, dise��ndoselos, y en cuyo saber probado deposita su confianza: maese Albert, oriundo de cualquier parte del mundo. (Col�n se hace con gracia a un lado, acentuando con su caravaneo la presentaci�n dulce de la reina. Albert empieza a mostrar inter�s en ella, quien concluye.) �Fernando, esposo m�o, ser�ais tan bondadoso de escuchar sus razones?

FERNANDO (sigue contemplando a la reina, pero el silencio le recuerda que le toca). —Mhh. �Bien?

ALBERT. —S�. Bien. �Y usted?

FERNANDO. —Tambi�n, gracias... (la serenidad con que lo enfrenta maese Albert le ayuda a retomar el hilo). �Ah! S�: que dice este t�o que la Tierra es redonda como una naranja.

ALBERT. —S�, es posible.

FERNANDO. —Pero hombre, que digo yo que si fuese redonda, rodar�a.

ALBERT. —Pues s�, lo comprendo. Ha visto que todo lo que sube, o que se suelta, baja tanto como le es posible; ha vivido siempre sujeto al influjo de una direcci�n implacable, arriba-abajo, la vertical. Y en su idea de "rodarse" un cuerpo se desplaza en esa direcci�n, �o no?

FERNANDO. —S�. (Interesado, al sentirse expresado.)

ALBERT. —Pues bien, la direcci�n vertical es m�s que absoluta, relativa. La vertical en Castilla no tiene por qu� ser la de Alejandr�a: es una direcci�n que depende del punto de la Tierra en el que estemos. En este cuarto, "abajo", "caerse", "rodarse", tiene sentido, y eso nos permite edificar palacios, aqu� y en todas partes, midiendo la vertical por la plomada. Pero a nivel de toda la Tierra, "arriba" y "abajo" pierden su sentido. Por tanto, su objeci�n es intr�nsecamente incongruente: presupone absoluto algo que s�lo es relativo.

FERNANDO. —... �Ah? (Anonadado. Sin entender nada, como el resto de la corte.)

COL�N (pasando a la ofensiva y sabiendo que Albert ha dado por concluida la cuesti�n). —�Maese Albert, ser�a tan amable de explicarnos un poco m�s a fondo su teor�a?

ALBERT. —Claro que s�, Crist�bal, vieras c�mo he avanzado en estos meses que has andado cortejando...

COL�N. —�De cortesano, Albert! Y expl�cale a Su Majestad.

ALBERT. —Bueno... —�Le interesa la forma de la Tierra?

FERNANDO (asiente, dudando, volteando y encontrando apoyo en Isabel). —�S�?

ALBERT (pausado y reflexivo, como si fuese la primera vez que expresara en palabras sus ideas). — Yo soy cart�grafo. Mi noble y ancestral oficio es describir la Tierra: he trazado las cartas de continentes, reinos, comarcas, ciudades, bah�as y catedrales por ser. A veces formo con cartas escogidas peque�os atlas que entrego a mis benefactores (leve caravana a Col�n). Pero puedo decir a�n m�s. Que todas mis cartas, junto con las de todos los cart�grafos que han existido, el trabajo entero de mi oficio, en cuanto a descripciones locales de una misma realidad, forman un solo Atlas. Y ese Atlas a�n est� incompleto. La Tierra no ha sido descrita globalmente pues quedan puntos no incluidos en nuestros pergaminos. Supongamos, en concordancia con la experiencia milenaria de mi oficio, que de cada peque�o lugar se puede dar cuenta en una carta; que ese Atlas existe, aunque le falten siglos para hacerse una realidad tangible. �Qu� podemos decir sobre la Tierra? �Que es plana? Con los datos vertidos, puede ser, pero tambi�n puede no ser, pues la planaridad, ser descriptible localmente en pergamino, vuelve a ser un concepto relativo, como el de arriba-abajo.

La Tierra puede ser perfectamente una esfera y describirse en un peque�o folio (toma, imaginariamente, un gran libro entre sus manos y luego cachetea una esfera) que se detallar� con el resto de nuestro trabajo (golpea su morral repleto de pergaminos). La tierra puede ser redonda, como ya los antiguos griegos hab�an imaginado, y ser descrita en un Atlas.

Pero tambi�n, siendo estrictos con el razonamiento, puede no ser esf�rica. Reci�n caigo en la cuenta, debido a estos meses en que se me ha concedido tiempo para el esp�ritu (busca comprensi�n en Col�n, y se conforma, al descubrir de inmediato su nerviosismo, con la atenci�n de Fernando).

�Se da cuenta? No necesariamente es como le aseguraba yo a Crist�bal. Sin faltar a la experiencia de mi oficio, aseguro que hay a�n —mientras el Gran Atlas se concluye— muchas tierras posibles: pudiera tener chipotes tan grandes que dejar�amos de percibirlos (manipula en el aire un s�lido inexistente); o bien (acariciando una superficie complicada con sus manos), pudiera conectarse, m�s all� de lo conocido, con otra gran masa, que a su vez se conecta con otras; o podr�a tener agujeros, sin dejar de ser relativamente plana. Sin embargo, creo poder controlar su complicaci�n con lo grueso del Atlas que la describir�a, dando lugar a una teor�a muy interesante en la que estoy trabajando. Si le interesa, luego le platico con calma.

Pero regresemos al caso concreto de la Tierra, incorporando a nuestro an�lisis nuevos datos: los astros, objeto de estudio de otro respetable oficio. Su movimiento relativo inmediato, el d�a y la noche, se explican impecablemente si se pone a la Tierra a girar como trompo y se la convierte en uno m�s de ellos; pero entonces su masa se ver� sujeta a lo inevitable de este movimiento, oblig�ndonos a tomar preferencia por Tierras con simetr�a rotacional. Reduciendo, al menos intuitivamente, nuestras posibilidades a...

Nunca se hab�an visto Albert y Crist�bal tan aislados de la corte; la corte tan compacta en su cuchicheante desaprobaci�n. Hace tiempo que s�lo Fernando mantiene la atenci�n, pero nadie m�s que �l ha permanecido al margen de los sucesos, mucho m�s graves, que explican la interrupci�n que aliviar� la tensi�n acumulada. El nerviosismo de Col�n, al ver que Albert va por caminos inesperados, se concentr� en una mirada dirigida a Isabel. Ella responde, cuestionante. Entablan un di�logo silencioso cuya intensidad es captada por el obispo, quien se secretea con su vecino mientras mira alternadamente a Col�n e Isabel. El vecino hace lo propio, y cunde el chisme m�s r�pido que la voz por la lluvia de vistazos que cae sobre nuestros h�roes, trenzados por los ojos. Isabel, nunca Col�n, se percata de su indiscreci�n. Se sonroja sin que llegue a notarse, pues el inminente movimiento del obispo la obliga.

ISABEL. —Maese Albert... (su voz, profundamente suave, y contrapunteando justo lo necesario sobre la de Albert, restablece el silencio en la corte, cautivando para s� la atenci�n) ... �me permite interrumpirlo?

ALBERT (pasando distra�damente de un sue�o a otro, embelesado). —Por supuesto, mi se�ora.

ISABEL. —Fernando, esposo m�o: hab�is o�do a estos buenos hombres que van en pos de un sue�o. Lo �nico que piden de ti son tres carabelitas. Ten por seguro que nunca se pondr�n en contra tuya, que son honestos. Lo peor que puede pasar es que en su empresa pierdan la vida, que nunca m�s regresen a esta corte. �Qu� piensa usted, se�or obispo? �Ustedes, ministros y nobles amigos m�os?, �les concedemos esa gracia?

Asienten, algunos como hipnotizados, pero tomando confianza mientras m�s cabezas se mueven en su vertical.

FERNANDO (contento, marcando orgulloso la cercan�a). —Como t� digas, Isabelita... (aliviado: ha dado una orden).

La corte se distiende en m�ltiples conversaciones, una de ellas, selecta, alrededor del trono. Albert la observa, ha quedado solo y su distracci�n podr�a ser tristeza.

NARRADOR. —Acerqu�monos a �l. �Maese Albert, ser�a tan amable de explicarnos eso de que son varias las tierras posibles?

ALBERT. —�A usted le interesa? S�. S�, c�mo no. Pero �qu� mujer!, �verdad? (se toma su tiempo para resintonizar el canal). Ah, s�: dec�a yo que creo, aunque no acabo de ver toda la demostraci�n, que las posibilidades m�s fuertes son la esfera y... mire, por aqu� debo traer un dibujo. (Busca entre sus pergaminos y desenrolla algo as� como:)



Figura 1.

Vea usted. Un gran hoyo redondeado en el eje de rotaci�n, una rosca. Concuerda bien con las observaciones astron�micas y no veo raz�n para desecharla. Y �se imagina! Las condiciones del hoyo ser�an diferentes a las nuestras, a lo mejor ah� hasta podr�amos volar. Pero tampoco ser�an tan distintas; con el eje inclinado, tendr�amos noche y d�a, adem�s de condiciones clim�ticas similares, aunque habr�a que trasladarse de norte a sur conforme a las estaciones. �Es maravillosa la posibilidad de encontrarse ah� con otros seres! De que viajando siempre hacia el este regresar�a uno por el oeste, no me cabe la menor duda: Col�n tendr� �xito. Pero ahora lo que me interesa es viajar al norte o al sur, hacia el eje: quiz�s ah� descubramos un nuevo mundo interior, conviviendo paralelo al nuestro...

El ruido cortesano hace imposible la conversaci�n. Col�n ha vuelto a tener amigos jubilosos que pasan en�rgicos a trav�s de nosotros, llev�ndose, entre ellos, al cart�grafo que desaparece al reintegrarse inc�gnito al espacio relativo del tiempo.

Transcurren cinco siglos hasta este instante, y nos preguntamos en qu� momento dej� de ser posible la fantas�a de maese Albert: �cuando Newton desarroll� la mec�nica y la gravitaci�n universal?, �cuando alguien crey� llegar a un polo? o �cuando un sat�lite nos transmiti� su carta? En fin, la Tierra se redonde� hasta hace menos de lo que cre�amos.

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