I. EL CAMINO ASCENDENTE DEL CONOCIMIENTO

AL PRINCIPIO, el ser humano s�lo pod�a maravillarse ante la vastedad y potencia del mundo que lo rodeaba, y que, para su sorpresa, le proporcionaba los medios necesarios para sobrevivir y prosperar. En particular, no dej� de notar que era al Sol a quien deb�a su existencia pues el ciclo agr�cola es, en �ltima instancia, el ciclo solar anual. La aparici�n de la agricultura impuso la necesidad de determinar la duraci�n del a�o, lo que llev� a nuestros antepasados a observar cuidadosamente el movimiento del Sol y las estrellas. Estas �ltimas tambi�n adquirieron gran importancia con el desarrollo del comercio, en particular cuando �ste implicaba mover mercanc�as a trav�s de los grandes desiertos y mares, ya que eran el �nico faro con el que los mercaderes pod�an orientarse y llegar al destino deseado. No es extra�o que los pueblos que habitaban en estos ambientes naturales, como los �rabes y los polinesios, conocieran con gran detalle las posiciones y movimientos de las estrellas a lo largo del a�o. Pero de hecho todas las civilizaciones de la antig�edad consideraron que la observaci�n del cielo era una tarea vital, y elaboraron calendarios, algunos tan precisos como el maya, para regular sus actividades econ�micas y sociales. Hubo incluso algunos pueblos, por ejemplo los babilonios y los mayas, que llevando al extremo su obsesi�n por los astros, encontraron la manera de saber cu�ndo se producir�a un eclipse solar, anotando esta informaci�n en extensas tablas, como el C�dice de Dresde (Figura 1).


Figura 1. Folio del C�dice de Dresde.

Cuando a la contemplaci�n del cielo le sigui� su estudio sistem�tico con fines tan precisos e importantes como servir a la agricultura y la navegaci�n, el observador casual se convirti� en un especialista que laboraba en instituciones apoyadas por la sociedad y que serv�an de sustento al Estado. Por ejemplo, desde hace al menos dos mil a�os exist�an grandes centros dedicados al estudio de la b�veda celeste en China. Estos centros estaban divididos en diversos departamentos —administraci�n, astrolog�a, elaboraci�n del calendario, cronometr�a y adivinaci�n— en los que trabajaban cerca de mil personas; directores, profesores, observadores, t�cnicos, tamborileros (que hac�an p�blica la hora) y un gran n�mero de estudiantes. De la enumeraci�n de los departamentos se puede ver que los astros no s�lo eran estudiados por razones pr�cticas, sino tambi�n por motivos esot�ricos, como la astrolog�a y la adivinaci�n. Estas actividades fueron usuales hasta hace unos trescientos a�os, pues entre nuestros antepasados exist�a la convicci�n de que los astros no s�lo determinaban y anunciaban en beneficio suyo diversos fen�menos naturales, sino tambi�n cada aspecto de su vida colectiva e individual. En particular, se cre�a que los gobernantes eran mensajeros de los dioses, del cielo, o incluso sus descendientes directos, como en el caso de los Incas, y que por lo tanto reg�an con base en mandatos emanados del firmamento. El conocimiento era v�lido mientras justificara esta relaci�n y, por lo tanto, el predominio de la clase dominante. De ah� que el conocimiento astron�mico estuviera sujeto a un severo control estatal. Por ejemplo, en un escrito chino del a�o 738 d.C. se establece que "ning�n instrumento astrol�gico o libro de astrolog�a puede ser sacado de las oficinas, pues podr�a ser mal usado por personas descalificadas".

Los astros fueron tambi�n un motivo de reflexi�n acerca del ser y raz�n de ser del Universo, y eje de todas las mitolog�as. Si la naturaleza estaba cubierta de misterios, el firmamento plagado de estrellas era probablemente el mayor de entre todos ellos. Lejanos pero decisivos para su subsistencia, los astros fueron personificaciones y residencia de dioses que, desde su altura inalcanzable, parec�an haber creado el mundo conocido, y de cuya voluntad depend�a la sobrevivencia del mismo. Los dioses, las estrellas, fueron temerosamente venerados en todas las religiones, que mediante el sacrificio cre�an propiciar su buena voluntad. Pensando en ellos construyeron grandes monumentos religiosos, como la pir�mide de Keops y el Castillo de Chich�n-Itz� (Figura 2), cuya orientaci�n revela la gran precisi�n con la que sus art�fices conocieron las posiciones y movimientos de los astros.

Figura 2. "El Castillo" de Chich�n Itz� durante la puesta del Sol del equinoccio de oto�o (22 de septiembre). En esta fecha la sombra sobre la escalera semeja el cuerpo sinuoso de una serpiente, cuya cabeza es la escultura monumental situada al pie de la escalinata. Los constructores del edificio lograron esta composici�n orient�ndolo de manera muy precisa con respecto a los puntos cardinales.

Hace ya m�s de cuatro mil a�os, los sacerdotes egipcios dirig�an desde la ciudad de Heli�polis, sobre la que hoy se agita El Cairo, el culto religioso al Sol, que ellos llamaron Ra. Se ocupaban de que �ste fuera adorado apropiadamente en todo el valle del r�o Nilo, de observar el diario devenir de la b�veda celeste —a�adi�ndole la cualidad de astr�nomo a su profesi�n sacerdotal— y, probablemente con mayor celo, de vigilar que los tributos llegaran puntualmente a las arcas de Ra, quien es el dios principal de la mitolog�a egipcia, creador y supremo juez del mundo. Seg�n �sta, Ra dorm�a en un principio en el regazo de Nun, el oc�ano primordial, obscuro e irreconocible. Cansado del sue�o de no ser, Ra abre los ojos, ilumina el abismo que le rodea e inicia el arduo proceso de la creaci�n, separando y d�ndole atributos espec�ficos a las partes que estaban confundidas en el caos. As� con el cielo y la Tierra, los gemelos Nut y Geb, que estaban fundidos en un abrazo amoroso del que fueron separados por el dios del aire y el espacio, Shu, que con su esfuerzo los manten�a distantes para evitar, seg�n aquellas gentes, que la b�veda celeste se desplomara sobre sus cabezas (Figura 3).

Figura 3. Papiro en donde se representa la visi�n egipcia del Universo. Acostado en el piso yace Geb, la Tierra, rodeada por el cuerpo de su hermana gemela Nut, el cielo. Entre ambas se pasea el Sol, Ra, en una barca. A la izquierda se encuentra Shu, dios del espacio, cuya labor es mantener separados a los amantes.

En la misma �poca florec�an los asirios y los babilonios en el territorio comprendido entre los r�os Tigris y �ufrates, conocido como Mesopotamia. Desarroll�ndose en condiciones similares a los egipcios, sus mitos proponen una explicaci�n parecida al origen de un cielo separado y distinto de la Tierra. Éstos se han conservado en un texto conocido como �pica de la creaci�n, en donde se relata la manera como Marduk organiza el Universo despu�s de triunfar sobre la gigante Tiamat, personificaci�n del caos. Despu�s de "punzarle los intestinos y partirle el coraz�n", Marduk "concibe obras de arte" mientras contempla los despojos sangrientos de su rival. As�, abre su cuerpo "como un pez en dos partes", para hacer la b�veda celeste de una de las mitades y la Tierra de la otra. Hecho esto, organiza el mundo. Construye la residencia de los dioses en el cielo, instala su imagen en las estrellas y establece la duraci�n del a�o y el curso de los astros. La mayor parte de los mitos de la creaci�n son igualmente violentos y macabros, quiz� porque fueron inspirados por la naturaleza violenta del propio parto. Ninguno m�s contradictorio y parad�jico que el de Venus-Afrodita, diosa del amor y paradigma de la belleza, que seg�n la mitolog�a griega emerge de la espuma dejada por los genitales de Urano, mutilado por su hijo, el tit�n Cronos, a instigaci�n de Gea, su madre, que tambi�n era esposa de Urano. Es en la violencia, y s�lo en ella, en donde reside alguna similitud entre las mitolog�as antiguas y el mundo f�sico revelado por la astronom�a contempor�nea. Ésta propone que el Universo se origin� en la m�s grande explosi�n que es posible imaginar pero que, lejos de haber sido un caos, tuvo un orden que es comprensible mediante leyes f�sicas.

Las grandes tablas en donde se anotaban las posiciones esperadas de los astros a lo largo del a�o, y mitos como los reci�n descritos, fueron los primeros pasos que dio la humanidad hacia el conocimiento de la realidad. Con el tiempo aparecieron versiones de la creaci�n en las que la gestaci�n del Universo ya no era imaginada como un capricho de seres fant�sticos con atributos e inclinaciones semejantes a las nuestras, sino obra de la voluntad infinita, aunque arbitraria, de una consciencia indefinible e incomprensible, tal como se narra en la Biblia. Por otro lado, unos quinientos a�os antes de nuestra era los griegos elaboraron modelos matem�ticos para intentar explicar en su totalidad los datos contenidos en las tablas astron�micas, y buscaron explicaciones f�sicas a diversas manifestaciones de la naturaleza. Estas ideas sirvieron para adelantar explicaciones m�s adecuadas sobre la naturaleza de las estrellas.

Muchos pensadores griegos consideraban que el Universo lo hab�a concebido un ge�metra deseoso de darle las m�s bellas proporciones. A modo de ejemplo, consid�rese la forma en que Plat�n, rico arist�crata ateniense que vivi� entre los a�os 429 y 327 a.C., describe la forma dada por Dios al Universo: "Lo hizo redondo y esf�rico, [...] y le dio la forma orbicular, que de todas las figuras es la m�s perfecta [...] y le asign� el movimiento adecuado a su forma [...] aqu�l que est� m�s en relaci�n con la inteligencia y el pensamiento." Pero el gran m�rito de los griegos no estriba en proponer un Universo geom�trico, sino en probar sus modelos con datos observacionales, de los que ellos mismos obtuvieron pocos. Por esta causa Eudoxio de Cnida, disc�pulo de Plat�n, se traslad� a Egipto para obtener de un sacerdote de Heli�polis los resultados de siglos de observaciones planetarias efectuadas por los egipcios, quienes nunca pensaron extraer de ellas una teor�a general. Eudoxio la formul� a partir de los datos egipcios y de su propia habilidad matem�tica. En el modelo de Eudoxio los planetas entonces conocidos —desde Mercurio hasta J�piter— el Sol, la Luna y las estrellas, son puestos a girar alrededor de la Tierra en un sistema compuesto por 27 esferas. Su teor�a constituy� uno de los primeros intentos de describir el movimiento de los astros sin necesidad de invocar fuerzas sobrenaturales. Con el tiempo fue mejorada en la propia Grecia, hasta que, hacia el a�o 150 de nuestra era termina, y a la vez culmina, la ciencia cl�sica griega en la persona de Claudio Tolomeo, nativo de Alejandr�a. Tolomeo elabora en el Almagesto el mejor modelo que se hab�a presentado hasta entonces para describir el movimiento aparente del Sol, la Luna, los planetas y las estrellas alrededor de la Tierra. Este modelo perdurar�a 1 400 a�os, y se convirti� en el argumento m�s s�lido de quienes sosten�an que la Tierra resid�a en el centro del Universo.

Los griegos tambi�n se ocuparon en encontrar los elementos esenciales de la naturaleza, y en particular el material del que est�n hechas las estrellas. Para Tales de Mileto, uno de los m�s ilustres miembros de la escuela j�nica de la filosof�a griega, las estrellas eran cuerpos materiales hechos de fuego, que era a su vez una manifestaci�n del elemento que seg�n �l era el primordial: el agua. Esta teor�a, fundada en la especulaci�n, incluye dos importantes principios: la noci�n de que las estrellas son cuerpos materiales, y que todas las cosas est�n hechas a partir de los mismos elementos b�sicos, de modo que las m�ltiples apariencias de la naturaleza son las diversas circunstancias bajo las que los elementos se manifiestan. En la misma �poca se desarrollaba, en contraposici�n a esta escuela materialista, una l�nea de pensamiento idealista en la que resaltaba la figura de Plat�n, quien, siempre inclinado a lo m�stico y po�tico, discute su visi�n del mundo f�sico en el di�logo Timeo, donde sostiene que la mente organizadora del Universo, a la que llam� Demiurgo, "despu�s de ensamblar el Universo, dio a sus almas un igual n�mero de estrellas, poniendo una en cada una..." Arist�teles particip� inicialmente de esta creencia. En una carta dirigida a Alejandro el Grande, entonces disc�pulo suyo, escribe que "el cielo est� lleno de dioses a los que llamamos estrellas". Aunque despu�s abandon� tan fant�stica idea, no pudo dejar de creer que las estrellas eran objetos totalmente distintos a los que nos rodean cotidianamente. Seg�n �l, las estrellas est�n compuestas de �ter; un elemento distinto y superior al material del que est�n hechos los perecederos objetos terrestres, y que por ello perdurar�an por toda la eternidad tal y como fueron hechas desde un principio. Arist�teles no consider� el problema de su g�nesis, problema "resuelto" en las primeras p�ginas de la Biblia: "Y de la tarde y la ma�ana, result� el d�a tercero. Dijo despu�s Dios: haya lumbreras o cuerpos luminosos en el firmamento del cielo, que distingan el d�a y la noche, y se�alen los tiempos o las estaciones, los d�as y los a�os."

La Biblia, y m�s adelante los escritos de Arist�teles y Tolomeo, traducidos del griego al lat�n por Gerardo de Cremona hacia el a�o 1175, dominaron el pensamiento occidental hasta mediados del siglo XVI. La concepci�n cosmol�gica contenida en estas obras se basaba en la aparente regularidad y permanencia de los fen�menos celestes, s�lo ocasionalmente interrumpida por alg�n cometa o por la aparici�n de una "nueva estrella", y en la tambi�n aparente inmutabilidad de las sociedades humanas, reflejo fiel, eje y finalidad del propio Universo. Para nuestros antepasados, el ser humano y las estrellas eran im�genes definitivas de un �nico prop�sito divino. La astronom�a era utilizada para justificar este orden, estanc�ndose al subordinar su papel como generadora de conocimiento al de preservadora de las estructuras sociales.

Pero la desintegraci�n del tejido social que hab�a perdurado durante tantos siglos, as� como la observaci�n continua y sistem�tica de los astros que demandaba la navegaci�n, que a su vez era impulsada por una creciente corriente comercial, fueron socavando esta visi�n m�stica, est�tica y antropoc�ntrica del Universo. De particular importancia fue la traves�a de Col�n en 1492, y el posterior descubrimiento del mundo con los viajes de exploraci�n emprendidos principalmente por los espa�oles. En su autobiograf�a, Gerolamo Cardano, exc�ntrico pensador nacido en Pavia en 1501 y que reuni� el �lgebra y la geometr�a, expresa del modo siguiente el impacto que tuvieron estos descubrimientos: "Entre las extraordinarias, aunque naturales, circunstancias de mi vida, la primera y m�s ins�lita es haber nacido en el siglo en que fue descubierto el mundo..."

Cincuenta a�os despu�s del descubrimiento de Am�rica, en medio de un mundo que se descubr�a a s� mismo y multiplicaba sus relaciones, se publica la gran obra de Nicolaus Cop�rnico, De Revolutionibus Orbium Coelestium. En ella supera, por su simplicidad y por reproducir m�s fielmente los movimientos de los cuerpos celestes, el modelo geoc�ntrico de Tolomeo. Cop�rnico muri� sin ver el libro publicado, pues retras� su aparici�n preocupado por la reacci�n que sab�a provocar�a en las instituciones religiosas. Aun antes de que el libro fuera divulgado, Mart�n Lutero, conocedor de las ideas de Cop�rnico, ya lo calificaba de loco y hereje por poner en duda la infalibilidad de la Biblia. En efecto, Cop�rnico desplaza a la Tierra, y por ende al ser humano, del centro del Universo, demostrando que la Tierra, lejos de estar fija en la posici�n central, gira vertiginosamente alrededor de su eje y del Sol.

Las mentes m�s despiertas de la �poca respondieron con entusiasmo a la propuesta copernicana. Por ejemplo, Giordano Bruno, que fue ejecutado por la Inquisici�n en el a�o 1600, le tribut� el siguiente elogio apasionado: "volvi� una causa rid�cula, abyecta y vituperada [colocar al Sol en el centro], en honorable, alabada y m�s veros�mil que la contraria, y mucho m�s c�moda y r�pida para la raz�n te�rica y calculadora." El argumento m�s impactante a favor de su teor�a fue presentado por Galileo, que al apuntar su telescopio hacia J�piter encontr� que alrededor de �ste giraban otros cuerpos de manera an�loga a la que Cop�rnico hab�a propuesto para los planetas del Sistema Solar. Galileo defendi� vigorosamente la teor�a copernicana hasta que, 32 a�os despu�s de la muerte de Bruno, la Inquisici�n lo amedrent� al acusarlo de una herej�a que pod�a conducirlo a la hoguera, lo que lo llev� a desmentirse p�blicamente no sin antes expresar su inconformidad al murmurar, seg�n se dice, "Y sin embargo, se mueve".

A pesar de la obcecada oposici�n religiosa, la teor�a de Cop�rnico termin� por imponerse por su solidez y abundantes argumentos. Inici� un proceso en el que la ciencia ha ido develando un mundo totalmente distinto al de las falsas nociones de la magia y la religi�n. Con base en ella, el gran astr�nomo Johanes Kepler elabor� tres grandes leyes sobre el movimiento de los planetas. �stas iluminaron el camino sobre el que Isaac Newton avanzaría a grandes pasos durante la segunda mitad del siglo XVII.

A los 23 a�os, Newton se encontraba recluido en su casa mientras una epidemia devastaba Inglaterra. Ah� desarroll� la teor�a de la gravitaci�n universal, de acuerdo con la cual existe una fuerza de atracci�n, la fuerza de gravedad, entre cualesquiera dos masas. Una de las objeciones presentadas a Cop�rnico era que la Tierra se habr�a disgregado en fragmentos en caso de girar. Newton responde a esta objeci�n apuntando que la fuerza de gravedad mantiene unida a la Tierra a pesar de su movimiento de rotaci�n. Pero tuvo mayor envergadura y profundidad el hecho de que con la teor�a de la gravitaci�n universal se demostr� que la ca�da de una manzana puede ser descrita con la misma ley que gobierna el movimiento de la Tierra alrededor del Sol. Es decir, Newton prob� que la naturaleza se comporta del mismo modo en nuestro planeta y en la b�veda celeste. Por lo tanto las leyes cient�ficas que descubrimos en nuestro entorno inmediato tienen validez universal. Estaban as� asentadas las bases filos�ficas para comprender la naturaleza de las estrellas, y en particular de la m�s cercana a nosotros, el Sol.

En 1755 se presenta el primer intento serio por desarrollar una teor�a cient�fica acerca del desarrollo del Sol, los planetas y las estrellas, obra del fil�sofo alem�n Immanuel Kant. Propuso que los astros se forman al condensarse materia difusa alrededor de la regi�n donde la densidad era mayor originalmente. M�s a�n, Kant se�al� que en caso de que el material girara sobre su eje, se formar�an peque�as condensaciones, los planetas, alrededor de la condensaci�n central, el Sol. La proposici�n de Kant constitu�a una especulaci�n filos�fica, pero al ser formulada en un ambiente en donde ya predominaba el pensamiento cient�fico, conten�a los elementos principales de la teor�a actualmente aceptada para la formaci�n estelar, y fue r�pidamente recogida por los cient�ficos de su �poca. En particular por el franc�s Pierre Simon Laplace, que la desarrolla en 1796 en su obra Exposition du Syst�me du Monde. Es bien conocida la respuesta que Laplace le dio a Napole�n cuando �ste le pregunt� por qu� no mencionaba a Dios en su obra: "Se�or, no tuve necesidad alguna de tal hip�tesis."

Habi�ndose dado una hip�tesis de tipo f�sico sobre el origen de las estrellas, surg�a de modo natural el problema de su fin y, entre estos extremos, el de su evoluci�n y funcionamiento. Mas para abordar estos problemas era necesario establecer si las estrellas est�n hechas del mismo material que los objetos terrestres, como lo propuso Tales, o de algo ex�tico y distinto, como el �ter del que hablaba Arist�teles. La disyuntiva fue resuelta mediante la espectroscop�a, t�cnica en la que la luz es descompuesta en sus distintos colores primarios, es decir, en todas sus frecuencias o longitudes de onda. El arco iris es la m�s hermosa manifestaci�n de este efecto, que Isaac Newton reprodujo al substituir con un prisma las incontables gotas de agua que producen este bello espect�culo. En 1814, Joseph von Fraunhofer, hijo de un vidriero, hizo pasar la luz del Sol a trav�s de uno de sus excelentes prismas, otro de los instrumentos �pticos que le hab�an dado una buena reputaci�n. Encontr� m�s de 600 l�neas obscuras en el espectro solar, pero no pudo explicar su origen. Muri� a los 39 a�os de tuberculosis y sobre su l�pida se escribi� el epitafio "Acerc� las estrellas".

Su descubrimiento pas� inadvertido, en gran parte porque los cient�ficos de la �poca, llenos de soberbia, nunca permitieron que este mundano vidriero expusiera sus hallazgos en alguna reuni�n cient�fica. No fue sino hasta 1862 que se explic� el origen de las l�neas obscuras encontradas por Fraunhofer, cuando Gustav Kirchoff demostr� que las producen elementos como el sodio, el calcio, el cobre y otros, que se encuentran a temperaturas de miles de grados cent�grados. Por esos a�os William Huggins y el padre Angelo Secchi —este �ltimo radicado en Estados Unidos ya que fue exiliado de Italia por ser jesuita— hab�an realizado estudios espectrosc�picos de numerosas estrellas. A la luz del descubrimiento de Kirchoff, Huggins escribi� en 1863 que "aunque las estrellas difieren entre s� por la variedad de la materia que las constituye, todas est�n sin embargo formadas sobre el mismo modelo que nuestro Sol, y se componen, al menos en parte, de los mismos materiales que nuestro sistema". Se demostr� entonces que el Sol es una de tantas estrellas, y que el ser humano, los astros y, como se dedujo posteriormente, todo el Universo, est�n hechos de los mismos bloques fundamentales. Dos mil a�os despu�s de ser enunciadas, fueron reivindicadas las brillantes hip�tesis de la escuela materialista griega gracias al poderoso andamiaje de la ciencia.

La astronom�a fue la punta de lanza de la ciencia durante un par de siglos despu�s de Cop�rnico. Las ciencias de la tierra y de la vida no despertaron sino hasta el siglo XVIII. Cuando lo hicieron trastocaron profundamente la idea que se ten�a del mundo, ya que los religiosos se hab�an aferrado en mantener la justificaci�n divina en la Tierra, despu�s de haberla perdido en las esferas celestes. Hasta mediados del siglo XIX, la mayor parte de las revelaciones contenidas en la Biblia eran aceptadas literalmente y sin objeciones. En particular, se cre�a que la historia de la Tierra estaba descrita ah�, y por lo tanto que su edad era el tiempo transcurrido desde la creaci�n. Toda una disciplina, la cronolog�a, se desarroll� para determinar cu�ndo hab�a sido el primer d�a de la creaci�n. A partir de los "datos" que diversas versiones del Antiguo Testamento proporcionaban sobre las edades de los profetas se encontraban distintas fechas iniciales, diferencias que eran objeto de acaloradas disputas entre los cronologistas. En un libro sobre cronolog�a universal publicado en Madrid en 1862 se presentan varias de las posibles edades b�blicas aunque, no sabemos la raz�n, el autor parece preferir el resultado obtenido en 1829 por un ingl�s apellidado Clinton, quien "encontr�" que la creaci�n ocurri� en el a�o 4138 a.C.

A mediados del siglo XVIII Europa se industrializaba aceleradamente, y crec�a la demanda de metales como el hierro y combustibles como el carb�n. La explotaci�n y b�squeda de nuevos recursos minerales se convirti� en una necesidad econ�mica de primer orden, por lo que un gran n�mero de instituciones dedicadas al estudio de la Tierra, por ejemplo el Real Seminario de Minas creado en M�xico en 1792. En estas instituciones confluyeron los talentos de la �poca con el prop�sito de buscar la historia de la Tierra en ella misma. Encontraron que �sta, lejos de haber sido terminada despu�s del Diluvio, se halla sujeta a un perpetuo y lento proceso de transformaci�n, debido a la actividad volc�nica y a la erosi�n del viento, el agua y el hielo. Sus investigaciones demostraron que no hubo un Diluvio universal y que la Tierra tiene una edad mucho mayor que cualquiera que se pudiera deducir de la Biblia. Un escoc�s, Charles Lyell, desarroll� y populariz� esta nueva idea en su libro Principles of Geology or the Modern Changes of the Earth and its Inhabitants, publicado en 1830 cuando ten�a 32 a�os. Sus ideas fueron combatidas incluso por la comunidad cient�fica. En abril de 1829 hab�a presentado su trabajo en Londres ante la Sociedad Geol�gica, donde un distinguido miembro, cuyo nombre ha pasado al olvido, proclam� que "Ning�n r�o en la historia ha ahondado su curso ni un pie". Para su desgracia, en esos d�as un r�o en Escocia no s�lo hizo eso, sino que adem�s derrumb� un puente. A pesar de que el prejuicio b�blico hab�a echado ra�ces profundas en la sociedad, la evidencia cient�fica acab� por derruirlo, y hoy se sabe que la Tierra se ha venido transformando desde hace unos 4 500 millones de a�os.

Por otra parte el estudio de los f�siles revelaba la existencia de seres vivos, y sumamente complejos, desde las primeras etapas geol�gicas de la Tierra, mucho tiempo atr�s del primer d�a b�blico. M�s a�n, en 1859 el naturalista ingl�s Charles Darwin establece en su libro El origen de las especies por medio de la selecci�n natural que la vida procede de seres sumamente sencillos que a lo largo de cientos de millones de a�os han generado y cedido su lugar a especies mejor adaptadas y m�s evolucionadas. Estas ideas hab�an sido mencionadas anteriormente, en particular por el abuelo de Darwin, Erasmus Darwin, que ten�a grandes simpat�as hacia la Revoluci�n francesa, pero tambi�n la dudosa virtud de exponer sus resultados en p�simos versos. Es probable que la reacci�n conservadora que sigui� a la Revoluci�n haya retrasado la aceptaci�n de la idea de que todas las especies provienen de un tronco com�n. Darwin mismo tuvo que enfrentarse a esta reacci�n a pesar del peso de sus argumentos. La antipat�a de los sectores sociales m�s conservadores hacia Darwin aument� en 1871 cuando apareci� su libro La ascendencia del hombre, donde afirma que el ser humano, lejos de ser una imagen de Dios, est� cercanamente emparentado con el mono. Incluso los m�s connotados pol�ticos ingleses de la �poca se opusieron a tal noci�n. Cuando a Disraeli, primer ministro de la Gran Breta�a, le pidieron que escogiera entre monos y �ngeles como ascendientes del ser humano, respondi� sin chistar: "Estoy del lado de los �ngeles." Sin embargo, la evidencia de la realidad pesa más que nuestros deseos, y por haber dado el primer paso hacia la exclusi�n de la humanidad y la vida misma de la obra divina, podemos comparar la revoluci�n darwiniana con la que Cop�rnico produjo tres siglos antes.

Para que la vida haya podido desarrollarse durante un periodo tan largo es necesario que las condiciones en la Tierra hayan sido extraordinariamente estables durante este tiempo. En particular, la cantidad de calor recibida del Sol; su brillo debe haber sido constante durante los cientos de millones de a�os en que la vida ha prosperado en la Tierra. Este hecho constituy� la principal restricci�n a los modelos que los astr�nomos presentaron para explicar por qu� brilla el Sol.

La respuesta no fue f�cil y tard� en llegar. Se consider� evidente proponer que el Sol brilla por ser una gran masa de carb�n en combusti�n. Sin embargo se puede demostrar que de este modo su fuego se extinguir�a en unos mil a�os. Incluso las formas m�s violentas de combusti�n qu�mica, por ejemplo la reacci�n del hidr�geno con el ox�geno, pueden mantener la llama del Sol por no m�s de dos mil a�os. En otro tipo de modelos se propuso que el impacto de miles de meteoritos sobre su superficie causaba el brillo solar, o que incluso el Sol liberaba su energ�a radiante por el simple hecho de contraerse por efecto de su propio peso.

Con estos mecanismos el Sol s�lo puede brillar durante unos millones de a�os, mucho menos de lo que demandaban los datos geol�gicos y biol�gicos. La raz�n por la cual brillan el Sol y las estrellas, concordante con la evidencia anterior, fue descubierta durante las primeras tres d�cadas de este siglo. Con el desarrollo de la relatividad y la mec�nica cu�ntica, disciplinas estrechamente relacionadas con Albert Einstein, se determin� que la fuente de energ�a de las estrellas es la fusi�n nuclear, proceso en el que dos elementos ligeros se unen para formar un tercero, generando as� una gran cantidad de energ�a. Esto significa que la evoluci�n estelar debe ser entendida como la manera por la cual se van agotando los elementos ligeros susceptibles de fusionarse y, por lo tanto, de liberar energ�a. Por lo mismo, la muerte de la estrella es el momento en el que �sta ya no est� en condiciones de llevar a cabo reacciones de fusi�n nuclear.

Hoy sabemos que la verdad no reside en historias fant�sticas y mitos religiosos, sino que debe ser extra�da de nuestra experiencia material mediante el juicio severo de la inteligencia y con el m�todo que proporciona la ciencia. Despu�s de siete mil a�os de historia hemos aprendido que la naturaleza, lejos de ser est�tica, est� sometida a un proceso de incansable transformaci�n en el que tiene sentido hablar del nacimiento, evoluci�n y muerte de las estrellas. El Universo ya no es el �mbito incomprensible y m�gico de anta�o, pues sabemos que es explicable mediante leyes f�sicas obtenidas a partir de nuestra aparentemente limitada experiencia, y se compone del mismo material que pisamos. Al ampliar el horizonte de nuestro conocimiento, podemos analizar de nuevo la ancestral preocupaci�n sobre nuestra relaci�n con las estrellas, ya no como individuos sino como especie inmersa en el Universo. Asimismo, ante la vastedad del mundo descubierto por la astronom�a, surge por sí sola la angustiante pregunta de nuestra posible soledad como �nicos sujetos pensantes en el Cosmos y, por lo tanto, como su �nica consciencia.

Modificando permanentemente nuestra percepci�n de la naturaleza, la ciencia produce una inc�moda sensaci�n de inestabilidad que a veces le atrae actitudes hostiles. Volviendo comprensible lo misterioso, desazona a quienes admiran y a�oran la poes�a del mundo m�gico. En 1820 Keats, un gran poeta ingl�s, descorazonado al creer que Newton hab�a destruido lo po�tico del arco iris al reproducirlo con un prisma, expres� su frustraci�n m�s o menos del siguiente modo (del poema "Lamia"):

�No se desvanecen todos los encantos
cuando la filosof�a [la ciencia] se les acerca
con su fr�o aliento?
Antes era terrible el arco iris que el cielo cruzaba;
Descubierta ha sido su trama, su textura; dada est�
En el opaco cat�logo de lo cotidiano.
Las alas de los �ngeles la filosof�a ir� recortando.
Con sus reglas y m�todos conquistar� todos los misterios,
Vaciar� el aire encantado y la sabidur�a de los gnomos
Y el arco iris desenredar�.

A pesar de su pesimismo, Keats no dej� de encontrar temas po�ticos, ni fue el �ltimo artista en bordar fantas�as, ni han desaparecido los cuentos infantiles. Para mi peque�a hija de cuatro a�os las estrellas no son bolas de gas incandescente, sino residencia de reyes legendarios y h�roes m�ticos que �vidamente mira a trav�s de un telescopio. Y as� debe ser. Tiempo habr� para que aprenda de la ciencia la verdadera dimensi�n de las estrellas, para que entre a su inteligencia el aire fresco de esa otra faceta de la realidad. La ciencia no vino a desplazar el espacio m�gico de nuestra imaginaci�n, sin el que la vida es en exceso �rida, sino a darle su justo valor y establecer un l�mite claro a sus fantas�as. Abriendo nuevas puertas, posibilitando fantas�as in�ditas, multiplicando nuestras dudas, la luz de la ciencia cae sobre un mundo que sin ella ser�a tedioso, obscuro y desesperanzado.

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