II. LOS MENSAJES DE LAS ESTRELLAS

SE DICE que con un buen par de ojos y mucha paciencia, es posible contar alrededor de 6 000 estrellas a lo largo del a�o. Pero bastan unos momentos de cuidadosa observaci�n para extraer algunas conclusiones b�sicas sobre ellas. En primer lugar, presentan colores diversos; las hay azules, blancas, amarillas o rojas. En segundo lugar, sus brillos son marcadamente distintos, y predominan ampliamente aqu�llas que son m�s tenues. Quienes est�n m�s familiarizados con el cielo, relativamente pocos en esta �poca, habr�n observado otras peculiaridades: sus posiciones relativas y su brillo, con algunas extraordinarias excepciones, parecen no cambiar, al menos durante el breve intervalo de tiempo en el que transcurre una vida. Nuestros antepasados dedujeron de esto que la b�veda celeste hab�a alcanzado la perfecci�n, pues parec�a haber encontrado su equilibrio, en contraposici�n al mundo desequilibrado y dolorosamente imperfecto que diariamente transitamos. Mas para la ciencia este hecho revela que los cambios que se suceden en el Cosmos ocurren en escalas de tiempo muy prolongadas, y que, frente a �stas, nuestra vida es menos que un instante. Con los telescopios m�s grandes podemos observar ya no miles, sino miles de millones de estrellas. Sin embargo, estas observaciones elementales —sus diversos colores, las diferencias de brillo, nuevamente con un marcado predominio de las menos brillantes, y la lentitud con la que casi todas ellas cambian— siguen siendo v�lidas. Y, al igual que todos, el astr�nomo profesional tambi�n debe conformarse con las pocas gotas de luz que nos llegan de sus superficies, puesto que lo que yace est� cubierto por una barrera que parece impenetrable. En vista de que parte de su trabajo consiste en desarrollar herramientas de investigaci�n cada vez m�s y sofisticadas, puede ahondar m�s que otros en los secretos de las estrellas, e incluso se plantea ya, estudiando los "sismos" y los neutrinos que en ellas se producen, descubrir directamente lo que hay m�s all� de sus atm�sferas.

LOS COLORES DE LA LUZ

Las dos estrellas m�s brillantes de la constelaci�n de Ori�n, Rigel y Betelgeuse, blanca y roja respectivamente, ejemplifican las diferencias de color que hay entre las estrellas. Para los antiguos, estos colores se�alaban el car�cter de los dioses que habitaban en ellas, siendo el rojo el que en general se asociaba a los m�s irascibles. Para la astronom�a moderna, el color de una estrella tiene su causa en una propiedad m�s fundamental y comprensible, la temperatura de su atm�sfera.

Al calentar una barra de hierro, su color pasa del rojo profundo al azul intenso. En otros t�rminos, al aumentar la temperatura de la barra, una fracci�n cada vez mayor de la energ�a que radia es luz azul. M�s a�n, la cantidad de energ�a radiada aumenta con la temperatura. Estos cambios se cuantifican mediante una ley descubierta por el alem�n Max Planck, f�sico notable que vivi� entre el siglo XIX y el presente, inaugurando una �poca en la que se revolucion� nuestro concepto de la materia. La ley de Planck establece con precisi�n las proporciones de energ�a que emite un cuerpo a cierta temperatura, en distintos colores —distintas longitudes de onda— del espectro. Est� representada gr�ficamente en la figura 4, donde se muestra el espectro de objetos a 3 000, 4 000 y 5 000 grados. N�tese que el cuerpo m�s fr�o emite la mayor parte de su luz en el rojo y el infrarrojo, mientras que el objeto m�s caliente lo hace en el azul y el ultravioleta.

Figura 4. Representaci�n gr�fica de la distribuci�n de energ�a producida por cuerpos a 3 000, 4 000 y 5 000 grados. El eje horizontal corresponde a la longitud de onda de la radiaci�n (el color de la radiaci�n), y el vertical a la cantidad de energ�a radiada. N�tese que los cuerpos m�s fr�os producen menos energ�a, y que una parte sustancial de �sta emerje en el infrarrojo.

Dado que las leyes de la f�sica son las mismas en la barra de hierro y en las estrellas, �stas deben tener un espectro similar al anteriormente descrito. En la figura 5 se muestra el espectro del Sol, y se puede apreciar que, en efecto, es muy parecido al descrito por la ley de Planck. Por lo tanto, la temperatura atmosf�rica se puede obtener al comparar su espectro con la ley de Planck. As� se ha determinado que la roja Betelgeuse tiene una temperatura superficial de 3 200 grados, el Sol de 5 700 y Rigel de 12 500. Las estrellas m�s fr�as est�n a unos 2 000 grados, mientras que entre las m�s calientes la temperatura excede los 100 000.

Figura 5. Distribuci�n de la energ�a radiada por el sol fuera de la atm�sfera terrestre y espectro de un cuerpo a 5 800 grados descrito por la Ley de Planck.

Sin embargo, aunque muy parecido, el espectro de una estrella no es id�ntico al descrito por la Ley de Planck. Mientras �ste es continuo, el de una estrella puede presentar l�neas obscuras como las que Fraunhofer vio en el Sol hace ya casi doscientos a�os (Figura 6). La generaci�n y forma de estas l�neas depende de una serie de factores importantes; de la transparencia del medio en el que se propaga la luz, de su densidad y temperatura, del movimiento turbulento y de rotaci�n del material, de la intensidad del campo magn�tico y, de manera importante, de la composici�n qu�mica. Cada uno de estos factores deja su huella en el espectro, y de su an�lisis meticuloso es posible reconstruir el estado f�sico de las superficies estelares. Para entender c�mo se descifran las huellas del espectro, en particular las dejadas por alg�n elemento qu�mico, es necesario remitirse a algunos conceptos b�sicos sobre la estructura de la materia y las propiedades de la luz.

El �tomo est� compuesto por un n�cleo alrededor del cual revolotean part�culas ligeras de carga el�ctrica negativa, los electrones. Cada uno de �stos se mueve al azar, pero con una energ�a bien definida. Se dice que el �tomo tiene una serie de niveles de energ�a disponibles para los electrones. Éstos no pueden moverse alrededor del n�cleo con energ�a distinta a la de uno de estos niveles, esquem�ticamente representados en la figura 7(b) y (c). El nivel m�s pr�ximo al n�cleo es el de mayor energ�a, ya que el electr�n que ah� reside est� m�s fuertemente ligado. El n�cleo est� compuesto por dos tipos de part�culas 2 mil veces m�s masivas que el electr�n: los protones, que tienen carga positiva, y los neutrones, part�culas neutras que act�an como pegamento en el n�cleo. Un elemento qu�mico se distingue de otros por el n�mero de protones en su n�cleo. Por ejemplo, el hidr�geno tiene 1 prot�n, el helio 2, el ox�geno 8 y el uranio 92. Cada uno de los elementos qu�micos tiene su propio conjunto de niveles de energ�a.

Figura 6. Espectro del Sol . Las l�neas oscuras de Fraunhofer se pueden distinguir f�cilmente. Alguno de los elementos qu�micos que producen estas l�neas han sido se�alados: calcio (Ca), hierro (Fe), hidr�geno (H), estroncio (Sr), magnesio (Mg), n�quel (Ni), cromo (Cr), sodio (Na), silicio (Si) y manganeso (Mn).

La luz es una de las m�s parad�jicas manifestaciones de la naturaleza. Es lo m�s veloz que existe y, desde hace tres siglos, se sabe que su velocidad es cercana a los 300 000 kil�metros por segundo (km/s). Es decir, completa un viaje redondo entre la Tierra y la Luna en poco m�s de 2 segundos. Curiosamente, una persona que se mueva a, digamos, 200 000 km/s con respecto a nosotros, medir� la misma velocidad de propagaci�n para la luz. Claramente, la luz no se comporta como un autom�vil pues, independientemente del estado de movimiento del observador, siempre tiene la misma velocidad. Otra caracter�stica importante de la luz, compartida con la materia, es su car�cter dual de onda —como las que se producen en el agua— y part�cula. En su car�cter de part�cula, por cierto de masa cero, decimos que la luz est� hecha de fotones, cada uno de ellos asociado a un color definido. Este color est� directamente relacionado con la energ�a del fot�n; un fot�n "azul" tiene m�s energ�a que uno "rojo".

Figura 7. (a) La colisi�n entre dos electrones libres produce fotones de cualquier energ�a. La suma de estas colisiones genera un espectro continuo. (b) Un fot�n absorbido por un electr�n ligado al �tomo produce una l�nea de absorci�n. (c) Las l�neas de emisi�n producen los electrones al pasar espont�neamente a un estado de menor energ�a.

En el Cosmos, en particular en las estrellas, la mayor parte de los �tomos no son neutros, —y se dice que est�n ionizados—, pues uno o m�s de sus electrones han escapado y viajan libremente, desligados de cualquier �tomo. Estos electrones pueden perder energ�a y emitir luz, despu�s de haber tenido una colisi�n con otro electr�n, un �tomo o un fot�n. La luz emitida de este modo puede tener cualquier longitud de onda o color, aunque ser� preferentemente azul si la temperatura es alta, y roja si es baja. Es decir, los electrones libres producen un continuo de colores en el espectro, que bajo ciertas condiciones puede ser descrito por la Ley de Planck (Figura 7(a)). Los electrones en el �tomo, ligados al n�cleo en �rbitas bien definidas, pueden pasar a una superior s�lo s� reciben un impacto de energ�a igual a la diferencia de energ�as entre la �rbita inicial y la superior. En particular, si el impacto es debido a un fot�n del continuo, el electr�n pasa a un nivel superior absorbiendo la luz que transporta ese fot�n. De este modo se produce una l�nea obscura —de absorci�n— en el espectro, como las observadas por Fraunhofer en el espectro solar (Figura 7(b)). El electr�n que pas� a un nivel superior tender� a regresar espont�neamente a su �rbita original. Al hacerlo emitir� un fot�n de energ�a igual a la diferencia de energ�a entre los dos niveles. Es decir, en este caso se produce una l�nea de emisi�n en el espectro (Figura 7(c)). En general, el espectro de cualquier objeto contiene un continuo, l�neas de absorci�n y l�neas de emisi�n, aunque en las estrellas predominan las primeras dos componentes (Figura 6).

Como se se�al� anteriormente, las �rbitas de los electrones est�n bien definidas, y son distintas para los diversos elementos qu�micos. Esto significa que cada elemento qu�mico produce un conjunto de l�neas que lo particulariza, que es su huella sobre el espectro. Por ejemplo, el hidr�geno se caracteriza por un conjunto conocido como la serie de Balmer, en donde se destacan una l�nea roja y otra azul, llamadas H-alfa y H-beta. Por lo tanto, del espectro de l�neas de absorci�n o de emisi�n de un objeto, en particular de una estrella, podemos deducir su composici�n qu�mica (ver figura 6). Cabe destacar que algunos elementos escasos en la Tierra fueron descubiertos al estudiar el espectro de las estrellas. Tal es el caso del helio, que debe su nombre a que fue descubierto en el espectro solar en 1868, poco antes de que el qu�mico ruso Mendeleyev publicara su tabla de los elementos qu�micos, y 27 a�os antes de que fuera hallado en la Tierra. M�s a�n, la intensidad de la l�nea de emisi�n o la cantidad de luz absorbida en la l�nea, es proporcional al n�mero de �tomos del elemento que las produce, y por lo tanto podemos inferir no s�lo qu� elementos qu�micos est�n presentes, sino tambi�n su abundancia. Con esta poderosa herramienta se demostr� que el Universo est� formado por los mismos elementos que la Tierra, y que cerca del 90% de la materia es hidr�geno y 10% helio. El 1 % restante est� distribuido entre todos los dem�s elementos qu�micos, que los astr�nomos separan como "ligeros" (litio, fl�or, berilio y boro) y "pesados" (todos los otros). Una observaci�n muy importante es que las estrellas tienen diferentes composiciones qu�micas. Destaca el hecho de que entre las m�s rojas se puede encontrar cualquier composici�n qu�mica, mientras que todas las azules e intr�nsecamente muy luminosas son relativamente abundantes en elementos "pesados". Este hecho valida el concepto de un Universo cambiante, pues est� relacionado con la evoluci�n de las estrellas.

DE LA B�VEDA CELESTE AL GRAN UNIVERSO

Para los personajes de un cuento de Italo Calvino, novelista italiano contempor�neo, pocas cosas son tan sencillas como ir a la Luna: "llev�bamos una escalera; uno la sosten�a, otro sub�a y otro le daba a los remos hasta llegar debajo de la Luna [...] desde lo alto se alcanzaba justo a tocarla extendiendo los brazos" ("La distancia de la Luna", Cosmic�micas). Si somos m�s ambiciosos, podemos usar la imaginaci�n para pasar un fin de semana en Marte, o incluso, en un viaje m�s largo, visitar las maravillas de Ori�n. Por desgracia, estos viajes s�lo son realizables en la sala de cine o entre sue�os, ya que, como bien sabemos, hace falta algo m�s que una escalera para llegar a la Luna, lleva algunos meses ir a Marte, y Ori�n es a�n inalcanzable. Pero, �qu� tan lejos est�n la Luna, el Sol, los planetas y las estrellas? Las culturas m�s antiguas consideraron este problema, llegando a diversas y dis�miles conclusiones. Entre los chinos la escuela de Suan Ye sosten�a que el Universo es infinito, mientras que en su tratado cosmol�gico m�s antiguo, el Kai Tien o teor�a de los domos esf�ricos, se propone un tama�o mucho m�s modesto pues se afirma que la distancia entre la b�veda celeste y la Tierra es menor que la extensi�n de �sta. Frente a la imposibilidad de usar una simple cinta m�trica, �c�mo decidir cu�l es la respuesta correcta?

Nacido en la ciudad griega de Samos en el siglo III a.C., Aristarco fue uno de los primeros astr�nomos en sostener que el Sol estaba fijo y la Tierra giraba alrededor de �l y de su propio eje. Aristarco tambi�n encontr� una manera de calcular las distancias relativas al Sol y la Luna (Figura 8(a)). Arguy� correctamente que cuando la Luna est� medio llena, las l�neas imaginarias que la conectan al Sol y la Tierra forman un �ngulo de 90°. Midiendo el �ngulo de visi�n hacia el Sol, y usando trigonometr�a elemental, se puede determinar la distancia al Sol con respecto a la distancia a la Luna. Aristarco se equivoc� en sus resultados debido a problemas observacionales, pero su m�todo es conceptualmente correcto.

Figura 8. (a) M�todo ideado por Aristarco para determinar la distancia al Sol con respecto a la distancia a la luna. Midiendo el �ngulo a, se determina con trigonometr�a elemental el cociente S/L. (b) Modo como Erat�stenes encontr� el radio terrestre. Razon� que si el �ngulo de 7� corresponde a la distancia entre Siene y Alejandr�a, 360� deben corresponder a la circunferencia terrestre. (c) M�todo para determinar el radio lunar (L) —y por tanto la distancia a la Luna— en t�rminos del radio de la Tierra (T) durante un eclipse lunar. La l�nea punteada es una extensi�n de la sombra que la Tierra proyecta sobre la Luna durante el eclipse.

La Tierra fue el primer objeto sustancialmente m�s grande que nuestro entorno inmediato para el que hubo una medida absoluta de su tama�o. Dos siglos antes de nuestra era, un astr�nomo de Alejandr�a llamado Erat�stenes se enter� que el d�a en que el Sol pasaba por el cenit en la ciudad de Siene (hoy Aswan), proyectaba una sombra de 7� en Alejandr�a. De esto dedujo que la distancia al Sol es mucho mayor que el tama�o de la Tierra, que �sta es esf�rica y, aparentemente por primera vez, pudo medir su circunferencia (Figura 8(b)). Razon� que si 7� corresponden a la distancia entre Alejandr�a y Siene, un giro completo de 360� debe corresponder a la circunferencia terrestre, encontrando un valor de 250 000 estadios. Si esta unidad se refiere al famoso estadio de Olimpia, su estimaci�n es 20% mayor que el valor real, que es 40 000 kil�metros. Cincuenta a�os m�s tarde, otro brillante astr�nomo de la antig�edad, Hiparco, se encontraba en Rodas observando los eclipses de Luna, y de su forma dedujo el radio de la Luna con respecto al de la Tierra (Figura 8(c)). De esta cantidad y el tama�o aparente de la Luna en el cielo, encontr� que �sta dista 60 radios terrestres de nosotros, valor muy cercano al correcto. Dado el tama�o real de la Tierra, se encuentra el tama�o y distancia a la Luna en t�rminos absolutos. Y ahora, de la distancia de la Tierra a la Luna —384 400 km— se encuentra el valor absoluto de la distancia al Sol. Ésta es igual a un mont�n de kil�metros, alrededor de 150 millones, tantos que a esta distancia se le llama simplemente unidad astron�mica (UA).

De este breve recuento podemos extraer dos importantes conclusiones. Primero, se fueron determinando distancias progresivamente m�s grandes a partir de la anterior; la distancia entre Siene y Alejandr�a sirvi� para determinar el radio terrestre, con el que se calcul� la distancia a la Luna, que a su vez fue empleada para encontrar la distancia al Sol. Dicho de otro modo, la determinaci�n de distancias se realiz�, y contin�a realiz�ndose, en una escala ascendente. En segundo lugar, esta escala nos lleva a n�meros que, expresados en las unidades que normalmente usamos, son enormes. De ah� la necesidad de establecer nuevas unidades para poder manejar c�modamente escalas cada vez mayores. Por ejemplo, se defini� la UA para referirnos a nuestro Sistema Solar.

A diferencia del Sol, la Luna y los planetas, las estrellas parecen estar fijas en el firmamento, y calcular su distancia es considerablemente m�s dif�cil. Hasta hace cuatro o cinco siglos privaba la idea, eminentemente religiosa, de que estaban pegadas en una b�veda, m�s all� de la cual se encontraban las delicias del para�so (Figura 9). Bajo esta hip�tesis, la diferencia de brillo entre las estrellas se debe a que tienen distintas luminosidades intr�nsecas. Sin embargo podemos agrupar a las estrellas seg�n su color, cada uno de los cuales corresponde, como se estableci� antes, a una cantidad bien definida de energ�a radiada, a una luminosidad intr�nseca precisa. Por lo tanto, dos estrellas de distinta intensidad aparente pero igual color y luminosidad intr�nseca, deben estar a diferentes distancias; la menos brillante est� m�s lejos. En consecuencia, lejos de estar adheridas a una b�veda, las estrellas est�n desparramadas en el espacio, en un volumen cuya dimensi�n, descubierta tras muchos a�os y esfuerzos, produce una sensaci�n de asombro y v�rtigo.

Figura 9. Concepto del Cosmos que prevalec�a en el medievo europeo: una Tierra plana rodeada por una esfera en donde est�n incrustadas las estrellas, m�s all� de la cual se cre�a que estaba el Para�so.

En el siglo XVII, el holand�s Christian Huygens se propuso encontrar la distancia a Sirio en comparaci�n con la del Sol, suponiendo err�neamente que ambas estrellas son del mismo tipo. Haciendo pasar la luz solar a trav�s de peque�os agujeros, calcul� que si el di�metro solar fuese 27 664 veces menor de lo que es, su brillo ser�a igual al de Sirio. De aqu� dedujo que Sirio est� 27 664 veces m�s distante que el Sol. Aunque subestim� la distancia a Sirio, qued� asombrado al comprobar cu�n desatinada es la noci�n de un Universo peque�o y abrigador: "una bala de ca��n tardar�a cientos de miles de a�os en llegar a las estrellas [...] y sin embargo, cuando las vemos en una noche clara, nos imaginamos que se encuentran a no m�s de unas cuantas millas encima de nuestras cabezas." Aunque ingenioso, este m�todo no es el m�s apropiado para medir distancias estelares.

La t�cnica m�s confiable para medir distancias absolutas, que Galileo describe en su Di�logo entre los dos grandes sistemas del mundo, el tolomeico y el copernicano, es de hecho la utilizada por los animales con visi�n binocular. Se le llama paralaje. Para ilustrarla basta que el lector fije su vista en el horizonte, extienda el brazo y levante el dedo �ndice frente a su nariz. Al cerrar alternativamente los ojos, notar� que var�a la posici�n del dedo con respecto al fondo, pues observa el paisaje desde dos puntos distintos, el ojo izquierdo y el derecho (Figura 10). Esta variaci�n, medida en unidades angulares, es conocida como paralaje. La magnitud de la paralaje disminuye al aumentar la distancia entre el dedo y el rostro, pero aumenta al incrementarse la separaci�n entre los ojos. El cerebro relaciona autom�ticamente la magnitud de la paralaje con la distancia, produciendo una imagen tridimensional del entorno para programar los movimientos del cuerpo, ya sea cuando el le�n ataca a su posible presa, o cuando usted sube a un autob�s en movimiento. Pero no podr� determinar la distancia a un objeto muy lejano, por ejemplo una estrella, porque la variaci�n de su posici�n con respecto al fondo es demasiado peque�a. Para hacerlo es necesario separar a�n m�s los ojos, por ejemplo a la distancia que separa a la Tierra del Sol, operaci�n que realiza la Tierra con su movimiento de traslaci�n alrededor del Sol. Observando el firmamento en dos �pocas distintas del a�o, se han encontrado variaciones en la posici�n de muchas estrellas con respecto al fondo. Midiendo esta variaci�n, y usando el tama�o de la �rbita terrestre, se ha determinado la distancia a la que est�n. Como se puede ver, de nuevo se usa una escala ascendente para la determinaci�n de distancias absolutas.



Figura 10. M�todo para determinar distancias mediante la t�cnica de paralaje. En la parte de arriba se muestra c�mo el paisaje cambia cuando se ve primero con un ojo y luego con el otro. En la de abajo, el cambio en la posici�n relativa de una estrella cercana con respecto a las del fondo lejano, al observarla en dos �pocas del a�o en un intervalo de seis meses.

Galileo no pudo llevar a cabo este experimento por carecer de instrumentos suficientemente precisos. En la primera mitad del siglo XIX se hab�a superado esta limitaci�n, y en 1838 Wilhelm Bessel, director del observatorio de Konigsberg, obtuvo el primer resultado utilizando un aparato construido por Fraunhofer. Encontr� que la paralaje a la estrella n�mero 61 en la constelaci�n del Cisne, 61 Cyg, es de 0.3 segundos de arco. Para darnos una idea de lo dif�cil que result� hacer esta medici�n, basta se�alar que el �ngulo que presenta una moneda de 2 cent�metros de di�metro a 14 kil�metros de nosotros, es igual a 0.3 segundos de arco. Con esta paralaje, Bessel calcul� que 61 Cyg est� a unas 700 000 UA del Sistema Solar. Unos meses despu�s, Thomas Henderson, del observatorio sudafricano de El Cabo de Buena Esperanza, inform� que la estrella Alfa Centauro —compa�era de Pr�xima Centauro, la estrella m�s cercana al Sol— se halla aproximadamente a 290 000 UA.

Si la distancia del Sol a la Tierra fuera de 1 cent�metro, el planeta m�s externo del Sistema Solar, Plut�n, estar�a a 40 cent�metros, y nuestra "vecina" Pr�xima Centauro a nada menos que 27.5 kil�metros. �Qu� decir de las estrellas m�s lejanas! Al descubrir que las estrellas est�n bastante m�s all� que "unas cuantas millas encima de nuestras cabezas", y que incluso el tama�o de nuestro Sistema Solar es rid�culamente peque�o en comparaci�n con el abismo que lo separa de las estrellas, se hizo evidente la necesidad de utilizar una unidad m�s adecuada a la escala misma del Universo. Se invent� el a�o luz.

En su nombre reside parcialmente la confusi�n que genera el a�o luz: �c�mo puede ser una unidad de distancia, cuando tiene una connotaci�n claramente temporal? Como se mencion�, la luz siempre viaja a 300 000 km/s, no importa cu�l sea el movimiento del observador. Por ser la misma bajo cualquier circunstancia, la velocidad de la luz es un patr�n de medida ideal y por esta raz�n es usada como unidad de distancia. El a�o luz es la distancia que recorre la luz en un a�o, es decir, �casi 10 billones de kil�metros! Pr�xima Centauro est� a unos 43 billones de kil�metros, que corresponden a 4.3 a�os luz. Por otra parte, puesto que la luz recorre la distancia que nos separa de Pr�xima Centauro en 4.3 a�os, vemos esta estrella tal como era hace 4.3 a�os, pues su luz tard� este tiempo en llegar a nuestros ojos. Si Pr�xima Centauro explota hoy, lo sabremos 4.3 a�os despu�s. En la misma forma, al recibir la carta de un amigo sabemos de su vida hasta el momento en que la escribi�, pero no de lo que hizo en el intervalo de tiempo transcurrido entre el momento en que sell� el sobre y le�mos su carta. Como la informaci�n no se transmite instant�neamente, s�lo percibimos lo que fue, nunca lo que es. Las estrellas est�n diseminadas en un enorme intervalo de distancias; la m�s cercana a 4.3 a�os luz, las m�s distantes a miles de millones de a�os luz. Al observar el Universo no s�lo vemos "hacia afuera", hacia su conf�n, sino tambi�n "hacia el pasado", hacia su origen, dado que la luz que nos llega de un lejano objeto nos lo presenta tal cual fue mucho tiempo atr�s.

GIGANTES RESPLANDECIENTES Y P�LIDAS ENANAS

Es de noche, la programaci�n en la televisi�n es abominable (cosa rara), y su mejor opci�n es leer este libro, no con las luces de la calle, sino bajo uno de los focos de 60 watts de su casa. Esto no significa que �stos sean m�s luminosos que las l�mparas de mercurio del alumbrado p�blico, sino que por estar m�s cerca, usted recibe m�s luz de ellos. En efecto, el brillo aparente de cualquier objeto luminoso, ya sea un foco o una estrella, disminuye al alejarse de nosotros. En un medio transparente, que no absorbe luz, el brillo aparente se aten�a conforme al cuadrado de la distancia: 4 veces al doblar la distancia, 9 veces a una distancia 3 veces mayor, etc. (Figura 11). A una distancia de 25 kil�metros, en un medio totalmente transparente, un foco de 60 watts tiene el mismo brillo aparente que Alfa Centauro. Sin embargo, como vimos en la anterior secci�n, esta estrella est� un bill�n de veces m�s lejos, y por lo tanto tiene una luminosidad intr�nseca incomparablemente mayor (un bill�n al cuadrado veces mayor). De este modo se puede encontrar la luminosidad intr�nseca de las estrellas una vez conocida la distancia a la que est�n y, cosa f�cil, su brillo aparente. A principios de siglo ya se conoc�a la distancia a m�s de 100 estrellas, y se encontr� que hab�a un amplio rango de luminosidades intr�nsecas entre ellas. Por ejemplo, los destellos de Rigel son cien mil veces m�s intensos que los del Sol, y Rigel misma es diez veces menos luminosa que las estrellas m�s brillantes. En el otro extremo, hay peque�as estrellas cuya luminosidad es mil veces menor que la del Sol, e incluso otras —las enanas blancas— que llegan a ser una d�bil chispa cien mil veces m�s tenue.

Figura 11. Ley del cuadrado inverso, seg�n la cual el brillo de un objeto disminuye con el cuadrado de la distancia. En esta figura la luz del objeto central disminuye entre m�s cuadros al aumentar la distancia a ella, de modo que cada cuadro recibe cada vez menos iluminaci�n.

A paridad de circunstancias, un cuerpo caliente brilla con mayor intensidad que uno fr�o. La temperatura superficial de Betelgeuse es aproximadamente la mitad de la del Sol, por lo que se podr�a esperar que fuera intr�nsecamente menos luminosa. Pero no es as�; Betelgeuse es 100 000 mil veces m�s luminosa que el Sol. Evidentemente, la luminosidad intr�nseca de las estrellas no s�lo depende de su temperatura atmosf�rica. Imagine que la superficie estelar est� integrada por una infinidad de plaquitas, todas a la misma temperatura y del mismo tama�o, y por tanto radiando la misma cantidad de energ�a. Entre m�s plaquitas haya sobre la superficie de la estrella, m�s radiaci�n emerger� de ella. El n�mero de plaquitas que podemos acomodar depende del tama�o de la estrella, y por lo tanto su luminosidad intr�nseca depende de su radio. En consecuencia, Betelgeuse es mucho m�s luminoso que el Sol por tener un tama�o considerablemente mayor, a pesar de que su superficie es m�s fr�a.

Ya desde la �poca de la Grecia cl�sica se sab�a que el Sol es incomparablemente mayor que la Tierra, puesto que es f�cil medir su di�metro angular, y por lo tanto determinar su radio a partir de la distancia a la que est� (mide 700 000 km, 100 veces m�s que el de la Tierra). Pero el Sol es la �nica estrella del firmamento que est� lo suficientemente cerca para distinguir su superficie a simple vista. Aun con el telescopio m�s poderoso es imposible discernir visualmente la superficie de las dem�s, pues est�n extraordinariamente lejos. �C�mo determinar entonces su tama�o?

Desde principios del siglo XIX se hab�a pensado resolver este problema observando c�mo las estrellas son ocultadas durante los eclipses lunares. La ocultaci�n no es instant�nea porque la estrella, aunque peque�a, tarda cierto tiempo en ser eclipsada completamente. La duraci�n del eclipse depende entonces del tama�o angular de la estrella, y midiendo lo primero se encuentra lo segundo. Como tantas otras cosas, este proyecto tard� en cristalizar debido a carencias tecnol�gicas, y no fue sino hasta el advenimiento de los sensores electr�nicos de luz, los fotoc�todos, cuando se obtuvo la primera medida confiable. En un trabajo publicado en 1954, cuya discusi�n se concentra en las caracter�sticas del sensor electr�nico y en el procedimiento utilizado para analizar la se�al, un grupo de investigadores sudafricanos inform� que la estrella m�s brillante de la constelaci�n del Escorpi�n, la roja Antares (de ah� su nombre, que significa rival de Marte), tiene un di�metro angular de 0.042 segundos de arco, el mismo �ngulo que presenta una moneda de 2 cent�metros de di�metro a una distancia de 100 kil�metros. Y sin embargo no es el menor di�metro angular que haya sido medido. Esta distinci�n le corresponde a R�gulo, la estrella que reina en la constelaci�n del Le�n, que mide 0.00142 segundos de arco, �el tama�o angular de nuestra moneda a una distancia de casi 3 000 kil�metros! Mediante la t�cnica de las ocultaciones lunares, y otra de cu�o m�s reciente conocida como interferometr�a, se ha determinado el tama�o angular de 125 estrellas, entre ellas Betelgeuse, cuyo di�metro angular es de 0.042 segundos de arco. Dado que est� a una distancia de 630 a�os luz, su radio es casi mil veces mayor que el solar, tal como se esperaba por su gran luminosidad.

Betelgeuse es una supergigante entre las estrellas, y es el prototipo de la clase conocida, por razones obvias, como supergigantes rojas. Ligeramente menor que Betelgeuse es Arturo, que preside la constelaci�n del Carro y es 26 veces mayor que el Sol. El tama�o de este �ltimo es parecido al de la mayor parte de las estrellas, como Sirio, cuyo tama�o angular de 0.0056 segundos de arco corresponde a un radio 1.8 veces mayor que el solar. En el extremo opuesto a las gigantes y supergigantes hay unas estrellas a muy alta temperatura, por lo que tienen un aspecto blancuzco, pero muy poca luminosidad. Su tama�o es similar al de la Tierra, y atinadamente se les llama enanas blancas. Pero hay objetos a�n menores: las estrellas de neutrones tienen un di�metro de 15 kil�metros, las dimensiones de una ciudad de tama�o mediano, mientras que incluso carece de sentido hablar del radio f�sico de los hoyos negros.

LAS ESTRELLAS EN LA B�SCULA

El 20 de julio de 1969, el mundo "civilizado", entendido como aqu�l que tiene acceso a la televisi�n, ve�a fascinado c�mo la humanidad daba sus primeros pasos, que en realidad eran peque�os brincos, sobre la superficie de la Luna. Por primera vez un ser humano experimentaba su peso en un cuerpo celeste diferente de la Tierra y, en este caso, se movi� con mucha mayor ligereza, a pesar del equipaje que llevaba sobre la espalda. La ley de la gravitaci�n universal lo explica, pues establece que la fuerza con la que se atraen dos cuerpos, su peso, aumenta en la misma proporci�n que la masa de cada uno de ellos. Como la masa de la Luna es decenas de veces menor que la de la Tierra, los 150 kilos terrestres del astronauta y su equipo se transformaron en menos de 25 kilos lunares. Por lo tanto el peso, la fuerza que ejerce un cuerpo material sobre otro por el simple hecho de ser, es una manera de determinar la masa, en particular la de las estrellas.

Los planetas giran interminablemente alrededor del Sol porque �ste los atrae con su fuerza de gravedad, de lo contrario seguir�an un camino recto hacia el vac�o, como el martillo que sale disparado cuando el atleta deja ir la cadena con que lo sujeta. Los sistemas de dos o m�s cuerpos orbitantes se mantienen por la fuerza de gravedad que act�a a trav�s de sus masas, y las caracter�sticas de sus �rbitas; como el periodo y la separaci�n entre los cuerpos, est�n determinadas por aqu�llas. Newton, al darse cuenta de esto, y aprovechando los par�metros orbitales de los planetas que tienen sat�lites, calcul� sus masas y la del Sol. La masa de este �ltimo es 330 000 veces mayor que la de la Tierra, que a su vez tiene una masa de �50 millones de billones de toneladas!

Determinar la masa de las estrellas parec�a imposible hacia la segunda mitad del siglo XVIII. Para hacerlo es necesario identificar sistemas orbitantes con dos o m�s estrellas, pero en esa �poca se cre�a que no exist�an. Nacido en la ciudad alemana de Hannover, entonces propiedad del imperio brit�nico, William Herschel emigr� a Gran Breta�a huyendo de la guerra. Ah� se coloc� r�pidamente como maestro de m�sica, pero su afici�n a la astronom�a le gan� un lugar en la historia. Herschel empez� a cobrar fama al descubrir Urano, aumentando as� el n�mero de los planetas que se conoc�an desde la antig�edad. Preocupado por el problema de las distancias, busc� pares de estrellas separadas por un peque�o �ngulo. Pensaba determinar la paralaje de la estrella m�s cercana a nosotros, midiendo su desplazamiento con respecto a la m�s lejana. Encontr� tantos sistemas dobles que tuvo que llegar a la conclusi�n de que en su mayor parte no se deben a un simple efecto de proyecci�n, sino que est�n asociados f�sicamente por la fuerza de gravedad. A estos sistemas de estrellas dobles se les llama binarias. La idea ya hab�a sido adelantada por Michell unos a�os antes, pero Herschel la desarroll� en 1782 y public� un cat�logo que inclu�a 269 estrellas dobles, a�adiendo el �ngulo que las separaba y la direcci�n de la l�nea imaginaria que las un�a. Veinte a�os m�s tarde inform� que la direcci�n de esta l�nea hab�a cambiado en el sistema doble que contiene a Castor (Figura 12), la estrella m�s brillante de la constelaci�n de los Gemelos. Con ello demostr� conclusivamente que este sistema es binario, y de paso —por si a�n hab�a alguna duda— la universalidad de la ley de gravitaci�n de Newton. Desafortunadamente no tuvo datos suficientes para determinar las masas de estas estrellas.

En la actualidad se cuenta ya con tal informaci�n para un n�mero importante de binarias, y con ella se ha encontrado que, por ejemplo, las masas de las estrellas del sistema V382 Cyg son 26.9 y 19 veces mayores que la del Sol, mientras que en L726-8 apenas son la d�cima parte de la masa solar. De gran inter�s result� encontrar estrellas que giran regularmente alrededor de un objeto tan tenue, que s�lo es posible distinguir —si acaso— con los m�s potentes telescopios. Una de estas estrellas es Sirio, para la que Bessel predijo en 1844 la existencia de una compa�era de masa aproximadamente igual a la del Sol (la de Sirio es 2.3 veces mayor). La predicci�n fue confirmada fotogr�ficamente (ver adelante figura 29). En 1916 el astr�nomo norteamericano Edward Barnard descubri� una estrella, la llamada de Barnard en su honor, que orbita alrededor de un cuerpo invisible. Se ha calculado que a su alrededor gira un par de cuerpos, de planetas, cuya masa es aproximadamente la mitad de la de J�piter. En 1987 un grupo de investigadores encontr� otras cinco estrellas que quiz�s tienen un sistema planetario asociado. Estos descubrimientos tienen importantes repercusiones en relaci�n con la b�squeda de formas de vida inteligentes m�s all� de nuestro Sistema Solar. Por desgracia, a la distancia a que se encuentran las estrellas, es hasta ahora imposible obtener una imagen de los planetas que pudieran tener.

Figura 12. Kr�ger 60. Arriba en las tres fotos tomadas por Barnard en 1908, 1915 y 1920 (Observatorio de Yerkes). El cambio en la direcci�n de la l�nea imaginaria que une a las estrellas es evidencia suficiente de que se trata de un sistema de estrellas binarias.

LA GREY ESTELAR

Como se�alamos al principio de este cap�tulo, al observar el firmamento predominan las estrellas m�s tenues, que son en general las m�s distantes, y conforme usamos instrumentos m�s poderosos para ver el cielo, aumenta espectacularmente el n�mero de las estrellas que observamos. Esto sugiere que son una infinidad, y que con telescopios cada vez m�s potentes s�lo podremos penetrar m�s en un abismo sin fondo. Esto no es as�, el Universo, aunque inmenso, es finito. Tal aseveraci�n no se sostiene �nicamente en argumentos filos�ficos (tambi�n los hay para la afirmaci�n opuesta), sino en argumentos f�sicos s�lidos y observaciones cuidadosas que, por cierto, no consisten en la imposible e imprudente labor de contar cada una de las estrellas que hay en el Universo, sino en establecer de qu� forma se agrupan, y determinar de cu�ntas estrellas se compone cada grupo.

Nuestra especie tiene una imaginaci�n muy fecunda, y al observar el firmamento ha cre�do que las estrellas se agrupan de manera tal que forman figuras, las constelaciones, que semejan personajes o implementos relacionados con nuestra experiencia cotidiana; un cazador (Ori�n), una balanza (Libra), un aguador (Acuario), etc. Estas figuras, tan caras a los astr�logos, son meros artificios que resultan del particular punto de vista desde donde vemos el firmamento. No son en s� mismas una prueba de que las estrellas que las componen est�n realmente agrupadas, ya que pueden hallarse a muy diversas distancias. Consideremos la constelaci�n de Ori�n (Figura 13). La distancia a Betelgeuse es de 630 a�os luz, la que hay a Rigel es de 900 a�os luz, mientras que las estrellas que forman el cintur�n del cazador —d, e y x Ori— distan entre 1 300 y 1 450 a�os luz de nosotros. Es claro que la constelaci�n no es una entidad f�sicamente relacionada, aunque partes de ella, como las tres estrellas del cintur�n, podr�an efectivamente tener un origen com�n. Por otro lado, un observador que las viera desde un �ngulo que difiriera en 900 del nuestro, dif�cilmente distinguir�a la figura del cazador.

Figura 13. Posici�n espacial real de algunas de las estrellas de la constelaci�n de Orión y su proyecci�n en la b�veda celeste. El lector puede hacer el ejercicio imaginario de observarlas desde un punto de vista distinto para comprobar que la figura del cintur�n se da s�lo visto desde nuestra posici�n en el espacio.

Las estrellas, los cuerpos materiales, no se agrupan caprichosamente en figuras. Lo hacen debido a los dictados de las fuerzas de la naturaleza, entre los que destaca la fuerza de gravedad, por la cual los �rboles, las aguas, el aire y nosotros mismos, permanecemos adheridos a la Tierra. En ella reside la g�nesis de nuestro planeta, el Sol y las incontables estrellas. Por ella permanece la Luna al lado de la Tierra, los planetas giran alrededor del Sol, y hay estrellas agrupadas en pares o tercios. Otras asociaciones estelares, llamadas c�mulos abiertos, pueden contener hasta miles de estrellas, y espectaculares enjambres, los c�mulos globulares, comprenden cientos de miles (Figura 14 (a)). �Hasta d�nde llegan estos agrupamientos?, �cu�ntas estrellas pueden incluir?, �existe un orden jer�rquico en las asociaciones estelares? y, si existe, �cu�l es �ste?

En las noches de verano el firmamento se engalana con un cintur�n de luz. Un observador primerizo probablemente dir� que est� hecho de nubes, que es una serpiente de nubes, como cre�an los nahoas. Se trata de la V�a L�ctea, que, como Galileo descubri� al apuntar su telescopio hacia ella, est� compuesta por una multitud de estrellas. Herschel fue el primero en cuantificar la forma de esta banda o disco, contando el n�mero de estrellas en sectores escogidos del firmamento, y suponiendo que las estrellas m�s d�biles est�n m�s alejadas. De este modo produjo la primera representaci�n tridimensional de la V�a L�ctea, nuestra galaxia. Las galaxias son los mayores conglomerados de estrellas; la nuestra tiene un di�metro de 150 mil a�os luz, un grosor de 1000 a�os luz, y contiene alrededor de cien mil millones de estrellas. El Sol reside en un sitio intermedio de la galaxia, que no es la �nica ni la mayor de las muchas que existen.

 



Figura 14. (a) C�mulo globular M 15. (b) Galaxia de Andr�meda y sus dos galaxias sat�lites (las concentraciones de luz más cercanas a Adr�meda). (c) Sector del cúmulo gal�ctico de H�rcules. (d) Mapa de una regi�n del universo. Cada punto —invisible a la escala de la fotograf�a— es una galaxia. En esta foto est�n representadas millones de ellas. Se puede observar que, a gran escala, el Universo presenta regiones en donde casi no hay galaxias.

En 964 apareci� el Libro de las estrellas fijas, obra del astr�nomo �rabe Al-Sufi, en el que se reporta la existencia de una "peque�a nube" en la constelaci�n de Andr�meda. Una serie de fotos tomadas por el astr�nomo brit�nico Isaac Roberts mostraron que esta "peque�a nube" era en realidad un cuerpo enorme de forma espiral (Figura 14 (b)). Al mostrar sus fotos a la Asamblea Real de Astronom�a, efectuada en Londres en 1888, m�s de un asistente exclam� que se trataba de un sistema planetario en formaci�n, como lo hab�an imaginado Kant y Laplace 100 a�os antes. Al igual que todas las estrellas y objetos de aspecto nebular, se crey� que la nebulosa de Andr�meda era parte de nuestra V�a L�ctea, ya que "ning�n investigador competente [...] puede ahora sostener que exista una sola nebulosa que sea un sistema estelar de rango comparable a la V�a L�ctea" (Agnes Clerke, historiadora y astr�noma, 1890). Esta creencia fue pulverizada treinta y tres a�os despu�s por Edwin Hubble, que de boxeador aficionado de peso completo pas� a ser un peso completo en la historia de las ideas. Usando un importante trabajo de Henrietta Leavitt, astr�noma del Observatorio de Harvard, demostr� que el objeto nebuloso de Andr�meda est� a una distancia —2.2 millones de a�os luz— mucho mayor que el tama�o de nuestra galaxia y, por tanto, que constituye un sistema estelar equivalente. El descubrimiento de Hubble ampli� s�bitamente el tama�o del Universo, e inici� una era en la que por fin se pudo plantear la cuesti�n del origen del Universo m�s all� de mitos y creencias religiosas.

Se piensa que la V�a L�ctea y la galaxia de Andr�meda son extremadamente parecidas en su forma y contenido estelar. M�s a�n, ambas tienen a su vez galaxias sat�lites; las de Andr�meda se pueden ver en la figura 14 (b), las de nuestra galaxia —las nubes de Magallanes— son el gran espect�culo nocturno del hemisferio sur. Esto significa que tambi�n existen agrupaciones de galaxias, siendo las m�s sencillas los pares o tercetos. Sin embargo no termina ah� la organizaci�n jer�rquica del Universo. La V�a L�ctea y Andr�meda son las dos galaxias m�s grandes de un conjunto de al menos 20 galaxias asociadas en lo que los astr�nomos conocemos como Grupo Local. Y ya en la palabra local puede el lector adivinar que el Universo se extiende y organiza a escalas a�n mayores; en c�mulos de varios miles de galaxias y cuyo di�metro es de decenas de millones de a�os luz (Figura 14 (c)), y en c�mulos de c�mulos —superc�mulos— de cientos de millones de a�os luz de di�metro, que contienen cientos de miles de galaxias y miles de millones de estrellas cada una (Figura 14 (d)). Una sensaci�n de insignificancia e invalidez produce contemplar por vez primera este panorama. Con el tiempo esta sensaci�n va acompa�ada de una revalorizaci�n de nuestra inteligencia, que se agiganta alcanzando regiones cada vez m�s remotas, superando las limitaciones que creemos tener; "�Oh, cu�n grande es su profundidad!, �qui�n podr� llegar a sondearla?" (La Biblia, Eclesiast�s VII.25).

EL GRAN RESUMEN DE HERTZSPRUNG Y RUSSELL

En las secciones anteriores se han presentado las caracter�sticas f�sicas b�sicas de las estrellas, sin intentar establecer relaciones entre ellas. Son pasos necesarios pero insuficientes para entenderlas. Ahora debemos reunir estos fragmentos de informaci�n —la temperatura, la luminosidad, la masa, el radio, la rotaci�n, su composici�n qu�mica, la distribuci�n y el movimiento espacial, etc.— y establecer relaciones entre ellos para desarrollar una representaci�n global de las estrellas, la que debe ser congruente con leyes f�sicas ya escritas o, en su defecto, propiciar el desarrollo de las del porvenir.

Hacia 1900 exist�a un rico caudal de informaci�n sobre distintos aspectos de las estrellas, en particular acerca de su temperatura, su comportamiento espectral y su luminosidad intr�nseca. El momento era propicio para intentar una primera s�ntesis. �sta fue emprendida por el astr�nomo dan�s Ejnar Hertzsprung, que relacion� la luminosidad intr�nseca con la temperatura. Public� sus conclusiones en 1905 y 1907 en una revista alemana de fotograf�a cient�fica y escasa circulaci�n, por lo que su trabajo pas� inadvertido hasta que Henry Russell, director del observatorio de la Universidad de Princeton, lleg� independientemente al mismo resultado siete a�os m�s tarde. Este qued� plasmado en el diagrama llamado de Hertzsprung-Russell, o diagrama HR (Figura 15), en el que se expone en forma gr�fica la luminosidad de una estrella (eje vertical, la luminosidad aumenta hacia arriba) como funci�n de su temperatura (eje horizontal, la temperatura aumenta hacia la izquierda).

Su gran descubrimiento consisti� en encontrar que la temperatura y la luminosidad intr�nsecas tienen una relaci�n precisa, delimitando regiones bien definidas del diagrama HR. La mayor parte de las estrellas, incluido el Sol, ocupan una franja que corre de abajo a la derecha (baja luminosidad y temperatura) hacia arriba a la izquierda (alta luminosidad y temperatura). Esta franja recibe el nombre de secuencia principal. La masa y el radio de las estrellas que est�n en la secuencia principal tambi�n aumenta al desplazarnos en la misma direcci�n; las estrellas menos masivas y m�s peque�as son, como es de esperarse, relativamente fr�as y poco luminosas, y a los casos extremos se les llama enanas rojas. Por ejemplo, la estrella de Barnard tiene una temperatura de 3 000 grados, y su luminosidad, masa y radio son siete, dos y dos veces menores que las cantidades correspondientes en el Sol. El extremo opuesto de la secuencia principal lo ocupan las estrellas calientes, muy luminosas, y de gran masa y tama�o. Un ejemplo de estas gigantes azules es Spica, la mano derecha de la constelaci�n de la Virgen, que tiene una temperatura de 30 000 grados, es casi cien mil veces mas luminosa que el Sol, y su masa y radio son diez veces mayores. Es importante recalcar que la abrumadora mayor�a de las estrellas est�n colocadas sobre la secuencia principal, y se�alar que la mayor parte de ellas se hallan colocadas en la parte inferior derecha de la secuencia principal; es decir, abundan las que son de poca masa. Estas dos caracter�sticas del diagrama HR son de importancia medular para las teor�as de formaci�n y evoluci�n estelar.

Figura 15. Diagrama de Hertzsprung-Rusell. La temperatura est� representada en el eje horizontal y aumenta hacia la izquierda. La luminosidad aumenta hacia arriba. Los tama�os relativos de las estrellas est�n representados en la figura. Las marcas de masa (en unidades solares) son s�lo v�lidas para la secuencia principal, que es la traza principal. Las gigantes y supergigantes est�n arriba a la derecha, las enanas blancas abajo a la izquierda.

Hay otras regiones del diagrama en donde tambi�n se acumulan estrellas: la parte superior derecha est� poblada por astros muy luminosos a temperaturas que van desde los 15 000 hasta los 3 000 grados, supergigantes como Rigel y Betelgeuse. Otras, no tan grandes y luminosas como las supergigantes, como Arturo y Antares por ejemplo, ocupan la regi�n de las gigantes. Como veremos, las gigantes y supergigantes se encuentran en una fase evolutiva posterior a la de secuencia principal; las primeras provienen de objetos hasta cinco veces m�s masivos que el Sol, las segundas de gigantes azules como Spica. Poco luminosas y en general a altas temperaturas, las enanas blancas est�n colocadas en la parte inferior izquierda del diagrama. Esta regi�n corresponde al cementerio estelar, ya que las enanas blancas son estrellas en v�as de extinci�n.

Las consecuencias del diagrama HR son de fundamental importancia para comprender la constituci�n, estructura, origen, evoluci�n y muerte de las estrellas. No hay teor�a sobre alguno de estos temas que no se refiera a este diagrama. Dado que las estrellas son a su vez el �pice sobre el que descansa el edificio mismo de la astronom�a, podemos afirmar sin asomo de duda que el diagrama HR es la piedra de Rosetta de esta disciplina.

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