VI. CONCLUSI�N

PEDRO BOSCH GIRAL
SUILMA M. FERN�NDEZ-VALVERDE

EN ALGUNAS ocasiones el recuerdo de la vida de los grandes pensadores puede ser un buen pretexto para intentar hacer un balance de su obra. A menudo ser� un motivo para enjuiciar fr�a y distanciadamente las teor�as que se obtuvieron, sin el apasionamiento y la ceguera que producen la entrega total: hasta qu� punto hay que atribuirle el descubrimiento de la fisi�n nuclear a Otto Hahn y no a Lise Meitner, sin tomar en cuenta que a�n habr� quien lo reclame para Ida Noddack. Sin embargo, de no haber sido por las vicisitudes hist�ricas, Meitner y Hahn hubiesen trabajado juntos y seguramente habr�an firmado ambos tanto el art�culo que informa sobre el resultado experimental como el art�culo que lo interpreta. �Hasta qu� punto se puede decir que sin la presi�n de las necesidades de la guerra se dispondr�a hoy del conocimiento necesario para el funcionamiento de las centrales nucleoel�ctricas o de la tecnolog�a indispensable para curar ciertos tipos de c�ncer?

Situar la obra cient�fica de estos pioneros de las ciencias nucleares en funci�n de nuestra �poca es erigirse en juez, funci�n que no es ni de nuestro gusto ni de nuestra incumbencia. No olvide el lector, antes de pronunciarse, que los investigadores son como los trabajadores de cualquier otra especializaci�n: los estimula o los frustra su entorno. Son seres humanos miembros de una comunidad, preocupados por sus recursos y por su situaci�n pol�tica y social. �Hasta qu� grado sus decisiones est�n determinadas por la sociedad o son ellos los que controlan personalmente los acontecimientos? No olvidemos tampoco que las consecuencias de todo quehacer cient�fico se deben tambi�n a los jefes de gobierno , a los industriales o a los militares. Son estas consecuencias lo que s� podemos y debemos subrayar aqu�, pues tan trascendentales descubrimientos generaron no s�lo un sinf�n de aplicaciones pr�cticas, sino tambi�n una forma original de organizar la ciencia.

En este �ltimo terreno, aunque, menos obvios, los adelantos han sentado las bases de una nueva manera de pensar que arranca de los congresos Solvay, reuniones que Einstein llamaba "El aquelarre de las brujas". Ernest Solvay (1836-1922), industrial belga, y Walther Nerst (1864-1941) fueron los primeros que pensaron en organizar una reuni�n en la cual los f�sicos pudiesen discutir libremente los problemas m�s candentes de su campo. La primera se realiz� en 1911, por invitaci�n y adem�s con gastos pagados, con el mecenazgo de Solvay, para los cient�ficos m�s famosos de la �poca. En el primer consejo se encontraban M. Curie, A. Einstein, P. Langevin, M. de Broglie, F. A. Landerman y V. M. Goldschmidt, entre otros. Se celebraron en total siete reuniones. Desde entonces los investigadores de la radiactividad siguieron el ejemplo y se crearon nuevos comit�s para influir en las decisiones del gobierno; as� se formo el Comit� Frank en Estados Unidos, que desaconsej� el uso de la bomba at�mica. Joliot encabez� el movimiento �tomos para la Paz, con la esperanza de que el uso de la energ�a nuclear fuese s�lo en beneficio de la humanidad.

Hoy en d�a el OIEA (Organismo Internacional de la Energ�a At�mica) agrupa a los pa�ses que cuentan con instalaciones nucleares. No cabe duda de que �ste es el primer paso hacia una justa internacionalizaci�n de la ciencia.

En cuanto a las aplicaciones pr�cticas, son innumerables. Hemos mencionado anteriormente las centrales nucleoel�ctricas, pero no menos importantes son los usos que se dan a los is�topos radiactivos, tanto en las ciencias de la atm�sfera, en la medicina y hasta en la esterilizaci�n de los alimentos y material quir�rgico. En el Ap�ndice 1 se detallan estas aplicaciones, y en el Ap�ndice 2. se presentan los pa�ses que tienen centrales nucleoel�ctricas en operaci�n. Y aunque estas listas sean impresionantes, quiz�s la aplicaci�n m�s importante sea entender el mundo que nos rodea. S�lo desde el descubrimiento de la radiactividad y de la fisi�n nuclear se logra explicar, por ejemplo, por qu� el Sol ha radiado calor y luz sin cambios perceptibles durante toda la historia de la civilizaci�n. Ninguna reacci�n qu�mica en el Sol podr�a explicar su luminosidad desde los tiempos de las pir�mides y mucho menos desde la �poca de los dinosaurios.

Para finalizar, hay que destacar que los descubrimientos aqu� rese�ados no son s�lo acontecimientos de dimensiones hist�ricas sino que, adem�s, constituyen un excelente ejemplo de la evoluci�n de la ciencia; que no sigue una serie de pasos sucesivos y l�gicos sino que se desarrolla siguiendo trayectorias a menudo azarosas.

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