III. �TICA Y SABER: LOS EMBLEMAS DEL VALOR

LA CIENCIA ISL�MICA

POR razones de un etnocentrismo a�n no superado, se olvida con frecuencia que los �rabes fueron los depositarios y labradores del conocimiento en todas sus formas por un periodo de cinco siglos que culmina al final de la Edad Media en Europa. La limitada incorporaci�n de ese conocimiento por las traducciones del �rabe al lat�n hechas predominantemente en Toledo y Cremona, contribuy� al Renacimiento, el cual dio el impulso definitivo a la ciencia y literatura occidentales.

Los fundamentos de la ciencia isl�mica se tendieron dos siglos despu�s de la emigraci�n de Mahoma de la Meca a Medina en 622. Despu�s de este acontecimiento, la H�gira, que marca el principio del calendario isl�mico, sigui� una expansi�n amplia y turbulenta. Dos siglos despu�s empez� un periodo de relativa estabilidad que dur� hasta el siglo XII y que dio lugar a lo que puede ser catalogado sin ambages como una de las grandes civilizaciones de la Tierra. As�, en los inicios de la dinast�a de los abad�es en Bagdad hacia el a�o 750 se tradujeron al �rabe los m�s importantes textos filos�ficos y cient�ficos de la antig�edad, en particular de los periodos hel�nico, persa e hind�. El califa Al-Ma’um fund� la Casa de la Sabidur�a, la primera de una vasta red de planteles de educaci�n superior y cient�ficos donde la traducci�n, la ense�anza y la investigaci�n fueron actividades sistem�ticas. En ella realiz� sus estudios el extraordinario astr�nomo-matem�tico Al- Kwarizimi (780-850), quien introdujo de la India los n�meros que ahora usamos con el nombre de ar�bigos. La traducci�n de su obra al lat�n en el siglo XII marc� el uso de las palabras �lgebra y algoritmo. Adem�s, AI-Kwarizimi recopil� mapas astron�micos, formul� las primeras tablas trigonom�tricas y produjo la m�s completa enciclopedia geogr�fica de entonces, en donde se empezaba a corregir a Ptolomeo. Estas y otras aportaciones de los ge�grafos isl�micos fueron, a diferencia de otros conocimientos, ignoradas por los europeos, con lo cual los errores de Ptolomeo se perpetuaron hasta los grandes descubrimientos del siglo XVI. Diferente suerte corrieron los Elementos de AI-Farghani, otro astr�nomo de Bagdad, que fueron traducidos al lat�n en Toledo y Cremona e influyeron decididamente en la cosmogon�a de Dante. En la misma �poca, el trabajo del m�dico de Bagdad Al-Razi (850-923) representa el apogeo de la alquimia ar�biga, uno de cuyos efectos fue la incorporaci�n de remedios minerales a la terap�utica, muchos siglos antes de Paracelso.

Hacia el siglo X hab�a m�s de 75 centros de educaci�n superior e investigaci�n en el Islam. Los dos polos de desarrollo fueron el oriental, que se inici� con los abad�es y abarc� hasta Persia, y el occidental, que floreci� en el sur de Espa�a bajo los omeyas en el periodo que ha sido llamado por Henry P�r�s "el esplendor de al-Andalus".

Las contribuciones de los estudiosos isl�micos al conocimiento fueron vastas. Los eruditos calcularon y precisaron el �ngulo de la ecl�ptica, los equinoccios y el tama�o de la Tierra. Inventaron el reloj de p�ndulo, explicaron la reflexi�n de la luz, la gravitaci�n y la atracci�n capilar. Usaban el globo terr�queo para ense�ar geograf�a y desarrollaron observatorios. Acumularon un enorme acervo de medicamentos qu�micos y vegetales . Establecieron hospitales, entre ellos los primeros asilos para enfermos mentales, e inicaron la ciencia de la anatom�a. Introdujeron la selecci�n gen�tica de caballos, produjeron nuevos injertos de m�ltiples plantas para el uso humano y mejoraron la agricultura y la vegetaci�n.

Algunas aportaciones merecen menci�n especial. El prosista Al-Jahiz (776-868) de Bagdad enfatiz� la unidad de la naturaleza y las relaciones entre grupos de organismos, con lo que esboz� la idea de una primera taxonom�a biol�gica casi un milenio antes de Linneo. El f�sico Alghazen (965-1039) inaugur� la teor�a �ptica y la fisiolog�a de la visi�n al proponer por primera vez que la luz llegaba de los objetos al ojo. Ibn al-Awwam de Sevilla produjo en el siglo XII el m�s importante tratado de agronom�a de la antig�edad. Los primeros mapas clim�ticos del mundo fueron elaborados por Al-Idrisi (1100-1165) para su protector el rey Roger II de Sicilia. Ibn al-Nafis (muerto en 1288) hizo la primera descripci�n de la circulaci�n pulmonar de la sangre. En los espl�ndidos observatorios de Maragheh (actualmente en Ir�n), fundado por Al-Tusi y en el de Ulugh Bey en Samarkanda se produjeron acuciosos cat�logos estelares y modelos matem�ticos de las revoluciones planetarias, particularmente el m�s acabado de Ibn al-Shatir. Muchos de los hermosos nombres con los que conocemos a las estrellas, como Aldebar�n, Altair, Betelgeuse, Vega o Deneb, fueron acu�ados all� y pasaron a Europa con los astrolabios �rabes.

Pocos sabios y pensadores en la historia de la humanidad pueden equipararse a Ibn-Sina, conocido como Avicena (980-1037). Este fil�sofo, m�dico y cient�fico persa produjo el Canon de medicina, uno de los libros m�s apreciados y famosos en la historia de esta disciplina. Su Kitab-ash-Shifa (Libro de la curaci�n) trata de l�gica, ciencias naturales, psicolog�a, geometr�a, astronom�a y m�sica. Con una delicada prosa po�tica, Ibn-Sina se introduce tambi�n al misticismo, como era la regla entre los eruditos del Islam. Su pensamiento, amalgamado al de San Agust�n, habr�a de tener efectos profundos en la escol�stica medieval, particularmente entre los franciscanos.

Otro gigante fue el padre de la historiograf�a, Ibn-Khaldun (1332-1406). Arnold Toynbee, el prolijo historiador contempor�neo, considera que su Kitab al-ibir (Historia universal)[Nota1] 1 es "el m�s grande trabajo en su tipo creado por mente alguna". Juez y cultivador de la l�gica, Ibn-Khaldun aplic� su mente privilegiada y sistem�tica para entender los escollos de su propia vida en la �poca en que las amenazas externas y las confronta clones internas debilitaban ya la civilizaci�n isl�mica. En suma, Ibn-Khaldun es el primero que intenta establecer una teor�a de la historia m�s all� de la mera acumulaci�n de hechos. El extraordinario periodo de aportaciones isl�micas al conocimiento hab�a empezado a declinar hacia el siglo XII, coincidiendo con el despertar europeo. Sin embargo a�n hubo tiempo para que florecieran eruditos y fil�sofos de la talla de Omar Kayyam, AI-Razi, Avempace y Averroes.

Hay abundantes evidencias de la influencia que ejerci� el pensamiento isl�mico en Europa, mediante las traducciones latinas. Pero no s�lo quedaron marcadas la filosof�a y la ciencia: en la poes�a de San Juan de la Cruz se ha reconocido el sentir de Ibn al-Arabi, el inmenso m�stico de Murcia. Es probable que Cop�rnico haya le�do a Ibn al- Shatir y no hay duda de que estaba familiarizado con Al-Battani, ya que lo cita docenas de veces. As� vemos que los llamados padres de la ciencia moderna fueron los nietos de las tradiciones hel�nico-persa-hind�es por ser los hijos de los eruditos �rabes.

EL ESTUDIO DE LA MEDICINA HERBOLARIA MEXICANA

En la historia de la ciencia mexicana destaca el cap�tulo de las plantas medicinales como un ejemplo notable de las complejas relaciones que existen entre el conocimiento emp�rico y el cient�fico, la ciencia b�sica y la aplicada, la ideolog�a, los valores imperantes y la vida acad�mica. Adem�s, el an�lisis de la herbolaria aut�ctona vendr�a a ser el antecedente de la moderna ciencia biom�dica de nuestro pa�s. Por ambas razones es relevante hacer una breve recapitulaci�n de su desarrollo durante la Colonia y el siglo XIX.

Los franciscanos que llegaron a la Nueva Espa�a en 1529 ten�an una visi�n ambiciosa. Pretend�an nada menos que desarrollar una sociedad ideal basada en los principios de la Utop�a de Tom�s Moro. Entre ellos estaba fray Bernardino de Sahag�n (1499-1590), franciscano espa�ol que pas� a la Nueva Espa�a en 1529. Despu�s de permanecer muchos a�os en el Colegio imperial de Santa Cruz de Tlatelolco, la primera casa de estudios superiores del pa�s fundada por el virrey Mendoza y el obispo Zum�rraga en 1536, se le comisiona, en 1557, para recopilar datos sobre los ind�genas. Con ese objeto aprende el n�huatl, elabora mi cuestionario y trabaja con informantes que le responden en su idioma original. Su trabajo toma forma definitiva en el llamado C�dice Florentino en n�huatl y su versi�n en espa�ol, la c�lebre Historia general de las cosas de la Nueva Espa�a. En este notable documento, que para muchos representa un trabajo pionero de la etnograf�a, se describen los nombres y usos de m�ltiples plantas medicinales usadas por los ind�genas, incluidas las psicotr�picas, cuyo an�lisis ulterior llenar�a, como veremos, cap�tulos fascinantes de la ciencia nacional.

En el mismo Colegio de Tlatelolco se encomend� a Mart�n de la Cruz, un curandero ind�gena, la descripci�n de los m�todos terap�uticos que �l conoc�a. Como resultado aparece en 1552 un c�dice en lat�n profusamente ilustrado con dibujos de plantas medicinales, sus nombres nahuas, la descripci�n de sus efectos y su aplicaci�n. La versi�n en lat�n fue hecha por Juan Badiano, con cuyo nombre se conoce en la actualidad. El manuscrito desapareci� hasta que fue hallado a principios de este siglo en la biblioteca del Vaticano por Emmart, quien realiz� su primera edici�n moderna en 1940. La segunda edici�n fue hecha en M�xico en 1964, a iniciativa del fisi�logo Efr�n del Pozo, por el Seguro Social, con su hermoso nombre latino: Libellus de medicinalibus indorum herbis.

A finales del siglo XVI aparece en la Nueva Espa�a el toledano Francisco Hern�ndez (1517-1587), llamado el Protom�dico de Indias, quien es comisionado por Felipe II para estudiar la medicina ind�gena mexicana en 1570. Hern�ndez viaja por la Nueva Espa�a durante siete a�os acompa�ado de escribanos, dibujantes y m�dicos indios. El producto de sus estudios, la Historia de las plantas, sirvi� de base para una edici�n hecha por Xim�nez en 1615. Hubo otras ediciones en los siglos XVI y XVII, pero la publicaci�n definitiva de la obra la hace la Universidad Nacional Aut�noma de M�xico cuidadosamente preparada por un grupo de eruditos encabezados por el mismo Efr�n del Pozo. A�n en el siglo XVI el sevillano Nicol�s Monardes describi� algunos usos de plantas medicinales de los mexicanos usando ejemplares e informaci�n que le llegaban de las Indias.

Por desgracia, este rico panorama de estudio pr�cticamente desapareci� durante buena parte del periodo colonial. Los propios curanderos fueron perseguidos por la Inquisici�n bajo el cargo de herej�a, pues utilizaban alucin�genos considerados "cosa del demonio". Menci�n aparte merece el notable sacerdote y erudito Jos� Antonio de Alzate (1737-1799), nacido en Ozumba y pariente de Sor Juana In�s de la Cruz, quien entre sus informes m�dicos, astron�micos y meteorol�gicos, aport� informaci�n sobre la bot�nica medicinal ind�gena en su publicaci�n semanaria titulada Gazetas de Literatura. Si bien fueron las matem�ticas, las ciencias naturales y la medicina las que m�s atrajeron su atenci�n, Alzate hizo contribuciones fundamentales a la astronom�a, la f�sica y la qu�mica. Es por esto que fue miembro de sociedades cient�ficas internacionales, en particular de la Academia de Ciencias de Par�s. Fue Alzate quien identific� en 1777 el uso ritual de la mariguana entre curanderos ind�genas, lo cual implica una r�pida adopci�n cultural de un psicotr�pico probablemente importado como fuente de fibra de c��amo desde Asia a trav�s de la Nao de la China.

No es sino hasta la �poca previa a la Independencia que renace el inter�s por la flora medicinal con la extensa exploraci�n bot�nica hecha por Mart�n de Sess�, m�dico aragon�s comisionado del Jard�n Bot�nico de Madrid y el mexiquense Jos� Mar�a Moci�o, fil�sofo, m�dico y bot�nico de formaci�n, naturalista, aventurero y explorador de vocaci�n. Los resultados de esta extraordinaria exploraci�n no se editaron sino hasta 1893 debido a que la inquietud previa a la guerra de Independencia tom� a Sess� y Moci�o por sorpresa e impidi� el desarrollo de sus investigaciones. Decidieron trasladarse con su herbario a Espa�a, pero se encontraron con la guerra napole�nica.

Jos� Mar�a Moci�o es, quiz�s, el mayor explorador mexicano. En 1800 hab�a recorrido la costa del Pac�fico desde Canad� hasta Guatemala, hab�a descendido a los cr�teres en erupci�n de varios volcanes y poco despu�s tendr�a en su haber el mayor herbario del continente. En su estancia en Espa�a lleg� a ser cuatro veces presidente de la Academia de Ciencias de Madrid, en cuya sede incluso vivi� durante la invasi�n napole�nica, cuando muri� su amigo y protector Sess�. El gobierno de Jos� Bonaparte lo confirm� en su puesto, pero al retirarse los franceses en 1812 fue hecho prisionero y encadenado. Al ser liberado huy� a Francia en un carro de mulas en el que llevaba sus manuscritos e ilustraciones que sumaban m�s de 1 400 folios de las plantas mexicanas recolectadas en sus expediciones. El naturalista suizo Agust�n de Candolle qued� maravillado con la colecci�n y Moci�o se la prest� para que la llevara a Ginebra. Cuando en 1817 Moci�o solicit� permiso para regresar a Espa�a pidi� sus originales a De Candolle quien, ansioso de no perderlos, pidi� ayuda a todos los ginebrinos que supiesen dibujar, con lo cual consigui� reproducir en una semana 1 200 dibujos de Moci�o. Este enferm� gravemente y muri� en Barcelona en 1820. A la larga sus originales se perdieron y todo lo que queda de su trabajo son las copias ginebrinas.

Poco despu�s de la Independencia, en 1832, aparece en Puebla un Ensayo para la materia m�dica de M�xico, la primera de las farmacopeas que fueran editadas posteriormente por la Sociedad Farmac�utica de M�xico. La �ltima edici�n es de 1952.

En 1848 nace en Quer�taro el gran naturalista y primer fisi�logo mexicano Fernando Altamirano. Estudi� en la Facultad de Medicina y posteriormente realiz� dos viajes a Ginebra para estudiar las litograf�as de Moci�o. Tradujo por primera vez al castellano la obra de Francisco Hern�ndez y public� m�s de 250 art�culos sobre temas farmacol�gicos y fisiol�gicos de las plantas mexicanas.

A instancias del general Carlos Pacheco, titular de la Secretar�a de Fomento, se comisiona en 1889 al doctor Fernando Altamirano, que en esa �poca era preparador de farmacia y fisiolog�a de la Escuela de Medicina, a crear el Instituto M�dico Nacional, instituci�n dedicada a impulsar la investigaci�n de nuestros recursos m�dicos. El instituto fue una de las primeras casas de investigaci�n cient�fica del pa�s. Contaba con laboratorios de historia natural, a cargo de Jos� Ram�rez y Alfonso Herrera; de qu�mica anal�tica, bajo la direcci�n de Francisco R�o de la Loza; de terap�utica con Juan Govantes; de bot�nica bajo la direcci�n de Manuel Urbina, y de climatolog�a bajo la jefatura de Domingo Orva�anos. El laboratorio de fisiolog�a, a cargo del propio Altamirano, fue el primero de la especialidad en el pa�s. El instituto fue notablemente productivo. Aparte de publicar frecuentemente en La Naturaleza, la revista cient�fica nacional m�s importante de la �poca, los miembros del instituto fundan revistas propias, como El Estudio y los Anales del Instituto M�dico Nacional que aparecen hasta 1912. El estilo enciclop�dico, personal y anecd�tico de sus autores es un deleite, aparte de la cuantiosa aportaci�n que hacen para entender las plantas medicinales de M�xico. Sin embargo, esta labor es interrumpida con la desatinada clausura del instituto ordenada por el presidente Carranza en 1917. Afortunadamente el material de herbario, las publicaciones y los extraordinarios dibujos de Adolfo Tenorio fueron llevados a la Casa del Lago, donde, como relevo del Instituto M�dico Nacional se fund� el Instituto de Biolog�a de la UNAM. Hoy d�a todo esto se encuentra en el Herbario Nacional del propio instituto, en Ciudad Universitaria.

En el mismo Instituto de Biolog�a laboraron dos ilustres capitalinos: el �ltimo de los naturalistas m�dicos, el bot�nico Maximino Mart�nez, y el primero de los fisi�logos modernos, Fernando Ocaranza Carmona.

Maximino Mart�nez (1888-1964) recopil� la informaci�n del Instituto M�dico Nacional y form� un cat�logo extenso de plantas medicinales, sus efectos y sus ejemplares de herbario. En 1934 public� un libro que a�n se consigue en la Lagunilla, Las plantas medicinales de M�xico de la Editorial Botas. Afortunadamente acaba de ver la luz su extenso cat�logo de plantas mexicanas editado por el Fondo de Cultura Econ�mica.

Fernando Ocaranza (1876-1965) naci� y muri� en la ciudad de M�xico. Estudi� en la Facultad Nacional de Medicina al tiempo que empez� a ejercer en el Hospital Militar. Ya recibido fue director del Hospital Municipal de Guaymas hasta 1915, cuando regresa a la capital para iniciar la c�tedra de fisiolog�a en la facultad y en la Escuela M�dico Militar. Fue jefe del Laboratorio de Fisiolog�a del Instituto de Biolog�a, desde donde empez� a formar la escuela mexicana de fisiolog�a. Fue director de la Facultad de Medicina de 1924 a 1934 y rector de la Universidad desde este a�o hasta 1938. Public� un texto de Fisiolog�a general en 1927 y otro de Fisiolog�a humana en 1940.

Los ilustres alumnos de Ocaranza, J. J. Izquierdo, Arturo Rosenblueth y Efr�n del Pozo, asistidos por la inesperada transfusi�n de refugiados espa�oles de la guerra civil, entre los que hab�a destacados investigadores m�dicos y naturalistas, tendieron los firmes cimientos de la fisiolog�a mexicana actual.

CIENCIA B�SICA Y APLICADA; UNA FALSA DISYUNTIVA

Algunos sectores del p�blico en general y del gobierno en particular tienen la creencia de que en un pa�s con grandes necesidades y pocos recursos, como es M�xico, el papel de la ciencia, si es que tiene alguno, deber�a abocarse a resolver los problemas que prevalecen en la sociedad. Esta creencia est� teniendo efectos catastr�ficos para el desarrollo de la ciencia y justifica el que la pr�ctica de la investigaci�n haya sido vista como un lujo innecesario que cultivan algunos individuos marginales, jactanciosos y totalmente dispensables. �sta es una creencia err�nea.

Desde el punto de vista de la aplicaci�n del conocimiento, que no es por cierto el �nico ni el m�s s�lido �ngulo desde el que se puede juzgar la labor cient�fica, podemos distinguir tres actividades de investigaci�n, no s�lo ligadas secuencialmente, sino estrechamente interrelacionadas: la ciencia b�sica, la ciencia aplicada y la producci�n de tecnolog�a. La ciencia pura o b�sica est� dedicada a la generaci�n de conocimientos nuevos sobre cualquier aspecto o fen�meno del mundo. Es una labor que se basa en la curiosidad, la vocaci�n, el genio y el gusto de quien la realiza. Se trata, con el arte y la sabidur�a, de una de las grandes aventuras est�ticas y espirituales de la humanidad, y su producto es un tipo de conocimiento particular que se obtiene mediante la aplicaci�n de un m�todo riguroso y generalmente aceptado cuyo producto es finalmente vertido en forma de un escrito particular: el trabajo cient�fico. Es muy claro que la astrof�sica, la teor�a de las part�culas subat�micas o la investigaci�n cerebral no se cultivan para producir m�s pan sino para obtener una idea cada vez m�s fehaciente de lo que es nuestro Universo. Este tipo de conocimiento modifica sustancialmente nuestra percepci�n y nuestra actitud ante el mundo, es decir, ante la naturaleza y la vida; en pocas palabras: es parte fundamental de la cultura. Sin las teor�as de la relatividad o de la evoluci�n nuestra imagen del mundo ser�a diferente. S�lo por esta raz�n la ciencia b�sica merecer�a ser mantenida por la sociedad de la misma manera que se mantienen los parques nacionales y las orquestas sinf�nicas.

En segundo t�rmino, la ciencia b�sica aglutina en las universidades a mentes dotadas y experimentadas que son gu�as y maestros de nuevas generaciones. Proveen en estos lugares los fundamentos cr�ticos y de erudici�n que garantizan la continuidad del saber. M�s a�n, ofrecen a los j�venes en formaci�n profesional la posibilidad de ejercitar una pr�ctica met�dica para la resoluci�n de problemas, de cultivar una duda sistem�tica sobre su entorno, y les proporcionan las herramientas intelectuales para abordar inc�gnitas. As�, una universidad en la que no se cultive la ciencia b�sica es simplemente informativa en vez de formativa.

En tercer lugar, la ciencia b�sica se llama as�, entre otras razones, porque es la base sobre la que se edifican las aplicaciones. Con los conocimientos nuevos, los cient�ficos aplicados pueden abocarse a problemas espec�ficos y los tecn�logos pueden inventar utensilios. A su vez, las nuevas tecnolog�as ofrecen a la ciencia b�sica oportunidades diferentes para continuar su indagaci�n sobre la naturaleza del mundo. Ciencia y t�cnica forman una unidad indisoluble de retroalimentaci�n. Las tres labores de la ciencia est�n tan ligadas que de hecho no podemos diferenciarlas, sobre todo en lo que se refiere al m�todo y al procedimiento intelectual para llevarlas a cabo. Las demostraciones de esta afirmaci�n son muy numerosas. Mencionar� s�lo algunas de ellas.

La producci�n de prismas de cristal en manos de Newton condujo al descubrimiento de la composici�n de la luz y la fabricaci�n del telescopio. Este juguete curioso estuvo sin aplicaci�n aparente hasta que, en manos de Galileo, revel� hechos insospechados sobre la naturaleza de los planetas, incluyendo el nuestro. A continuaci�n estos descubrimientos se usaron para la fabricaci�n de instrumentos y c�lculos de navegaci�n que, a su vez, cambiaron incesantemente los mapas del planeta. El c�rculo se va ampliando con instrumentos cada vez m�s complejos y con mentes acuciosas. La tecnolog�a basada en la ciencia sigue los mismos pasos, y sea en la producci�n de materiales nuevos para electr�nica o de nuevas drogas para la industria de los medicamentos, el desarrollo parte de nuevos descubrimientos. Esto lo entienden muy bien las grandes compa��as comerciales que mantienen a cient�ficos b�sicos en su planta dedicados a investigar lo que se les antoje.

Es as� que hay una mezcla de razones utilitarias, est�ticas y did�cticas para estimular el desarrollo de la ciencia b�sica en cualquier parte. Ahora bien, no nos podemos dejar llevar por un entusiasmo desaforado. Creer a ciegas que la inversi�n en grandes instrumentos o la prioridad muy alta que se da a la ciencia, como ha sucedido a veces en pa�ses en v�as de desarrollo con la promesa de que con ello se va a tomar un atajo para alcanzar el desarrollo, es una gran falacia de corte demag�gico. La actividad cient�fica se construye muy lentamente a trav�s de generaciones de maestros y alumnos en linajes que conforman escuelas y l�neas de pensamiento. La ciencia se aprende haci�ndola al lado de quien sabe. Por diversas circunstancias, algunas disciplinas alcanzan mayor madurez que otras en un sitio determinado. Lo que se debe hacer es estimular la ciencia que ya existe. No se crean tradiciones cient�ficas por decreto. Tampoco quiere esto decir que una inversi�n sustancial e inteligente en la ciencia deja de dar dividendos. Vale la pena mencionar que Espa�a reinici� su labor cient�fica a la muerte de Franco y en tres lustros ha sobrepasado el nivel de varios pa�ses latinoamericanos gracias a una generosa y h�bil pol�tica cient�fica.

�TICA Y CONOCIMIENTO

La ciencia europea se ech� a caminar con augurios mesianicos. La ilustraci�n en el siglo XVIII anunci� que el conocimiento cient�fico ser�a el principal medio para liberar a los seres humanos al proveer informaci�n veraz sobre el mundo. Los pensadores de las revoluciones francesa y norteamericana fueron hijos de esta filosof�a de la ciencia. Sin embargo, demasiado pronto surgieron los obst�culos de esta esperanza. Si, como se pensaba, la raz�n hab�a conducido a la Revoluci�n francesa y �sta hab�a dado lugar al Terror y al Imperio, la raz�n no pod�a constituir un camino certero para la liberaci�n. As� surgi� la reacci�n pesimista y antirracional del romanticismo. Oigamos a Tolstoi: "La ciencia carece de sentido, puesto que no tiene respuesta para las �nicas cuestiones que nos importan, las de qu� debemos hacer y c�mo debemos vivir." Esta terrible declaraci�n floreci� con gran claridad y argumentaci�n entre los existencialistas y aun hoy es popular entre artistas e intelectuales humanistas. Sin embargo, una de las caracter�sticas de la modernidad en la acepci�n pol�tica y a�n general que se da a este t�rmino, es el confiar al conocimiento objetivo, que supuestamente s�lo proporciona la ciencia, el destino del ser humano. Es decir, el saber cient�fico ser�a el �nico ver�dico, por lo que en �l ha de basarse la acci�n humana, en especial las empresas del Estado y de las instituciones. Dos visiones polares y parciales de la ciencia con algo de verdad y de ficci�n cada una.

Es necesario aceptar que la idea de que la ciencia ser�a el principal veh�culo de liberaci�n o salvaci�n del ser humano ha fracasado en gran medida. Vivimos una �poca en la que, al mismo tiempo que se acumula vertiginosamente la mayor informaci�n cient�fica de la historia, los valores �ticos se han derrumbado, tanto los personales, que permiten a cada quien regir su vida, como los colectivos, que configuran una esfera de conductas aceptables para el bien com�n. Y lo cierto es que la ciencia no ha venido a sustituir ninguna de esas �ticas, ni la personal ni la social. Alejados de la �tica religiosa tradicional los individuos se han aislado y enajenado progresivamente, pero tampoco han buscado en la soledad o en el conocimiento cient�fico el sentido a su existencia. Han optado por huir hacia cualquier est�mulo que les garantice el olvido de s� mismos. El pat�tico y abrumador �xito de una televisi�n demencial y utilitaria as� lo atestigua.

Ciertamente, la ciencia aporta a la vida pr�ctica conocimientos acerca de la naturaleza y de la t�cnica que permiten actuar sobre ciertos aspectos de la existencia, suministra normas para razonar, instrumentos y disciplina para aplicar lo ideado y, adem�s, clarifica. Sin embargo, la tensi�n a a que alud�a Tolstoi entre la esfera de los saberes cient�ficos y la consecuci�n de la bienaventuranza que da la moral, parece, por el momento, indisoluble. En su descargo podemos arg�ir que la ciencia no ha dicho lo que el hombre debe hacer con el conocimiento; de hecho, es el divorcio entre el saber y su aplicaci�n, entre el saber y los valores, lo que constituye una fuente de gran inseguridad.

Ahora bien, si ya no es la moral y si tampoco es la ciencia, �qui�n o qu� dar� la pauta �tica del ser humano? Para Michel Henri, el fil�sofo de Montpellier, desde Galileo y Descartes se inici� una divisi�n en los or�genes de la ciencia entre las cualidades sensibles del mundo que fueron puestas de lado y las formulaciones matem�ticas de ciertas propiedades de los objetos, con lo que naci� el enfoque fisicomatem�tico de la naturaleza que caracteriza a la ciencia desde entonces. Al dejar de lado las cualidades sensibles del mundo, el azul del cielo, la serenidad de un paisaje, la suavidad de un olor, la belleza de la forma, el predicamento del dolor, no s�lo se eliminan elementos fenomenol�gicos de los objetos, sino nuestra propia vida. Esto es as� porque, como el propio Descartes lo intuy�, las sensaciones no est�n en las cosas mismas sino en nosotros: lo que se ha dejado de lado es la experiencia humana en toda su dimensi�n. Es precisamente la vida fenomenol�gica —lo subjetivo— la que, en aras de la objetividad, se ha relegado.

Esto, que pudo parecer razonable desde el punto de vista metodol�gico, una supuesta necesidad para que el saber pudiera ser corroborado por otros y se volviera universal, trajo como consecuencia indeseable pensar que lo subjetivo, nuestra vida interna misma, no tiene importancia. Y, sin embargo, es curioso que una de las razones por las que las teor�as de Einstein y los grandes f�sicos de la d�cada de los veinte se hayan considerado revolucionarias es por haber vuelto a incluir al observador en el mundo de la ciencia, al menos en la teor�a y en el c�lculo. La esencia de la teor�a de la relatividad es precisamente la noci�n de que no podemos hacer afirmaciones absolutas sobre el mundo sin tomar en cuenta la perspectiva del observador. El actual resurgimiento de la ciencia cognitiva y, en su marco, de un abordaje sistem�tico de la conciencia podr�a, si tiene �xito, venir a contrarrestar esta artificial dicotom�a entre lo objetivo y lo subjetivo que late en el fondo del m�todo cient�fico actual. Pero, a pesar de ello, al haberle dado a la ciencia el status de verdad �nica se ha generado el cientificismo, una ideolog�a lejana al ideal y motivo de una ciencia modesta y profundamente humanista. En pocas palabras: la negaci�n o relegaci�n de la subjetividad implica una destrucci�n de lo esencialmente humano. Por esta raz�n, entre otras, la ciencia por s� misma y en su concepci�n actual no va a resolver el problema �tico del ser humano. Para lograrlo debe revaluar sus fundamentos, sus m�todos y enlazarse con los otros conocimientos.

Como hemos repetido, hay muchos otros saberes aparte de la ciencia. Est� el saber que la antecede y sobre el que se basa, el saber operacional, es decir, saber moverse, emplear la mano con fineza, saber hablar, todo el saber que anida en nuestro cuerpo vivo. Adem�s est� el saber del arte en todas sus modalidades, que se refiere, precisamente, a esa interioridad y nos hace experimentar las potencialidades din�micas de nuestro ser. Existe el saber de la literatura que ilumina lo que es �nico, individual, experiencial e irrepetible. Est� tambi�n la sabidur�a. Llamamos sabios a las personas que han profundizado en la vida y la cultura acumulando una experiencia y una reflexi�n sistem�ticas. Sabios son quienes se han explorado a s� mismos, como prescrib�an desde hace ya 25 siglos Her�clito y Buda.

Ciencia, arte, sabidur�a. Tres �reas del conocimiento que al parecer no hemos sabido acoplar y establecer uniones entre ellos que provean de una amplia plataforma en la que el conocimiento florezca en toda su dimensi�n. La filosof�a podr�a, y quiz�s debiera, recuperar un papel central en esta empresa, lo cual vendr�a a constituir uno de los retos m�s provechosos del futuro. No es �sta una ambici�n ut�pica, ya que en varios momentos esplendorosos de la cultura el conocimiento estuvo unificado. Vuelvo sobre mis ejemplos favoritos de esta uni�n. Los constructores de las catedrales g�ticas supieron acoplar la matem�tica, el an�lisis de materiales, la arquitectura, la pintura, la �tica y la contemplaci�n en su tarea. La ciencia isl�mica del periodo de oro y la asombrosa labor de Leonardo podr�an ser otros ejemplos. En nuestro siglo El juego de los abalorios de Hermann Hesse constituye una novela que plantea precisamente esa plataforma com�n, como veremos al final del cap�tulo VI.

LOS ABISMOS DEL VALOR

Uno de los mayores problemas del mundo moderno es, parafraseando a John Dewey (1859-1952), el psic�logo y fil�sofo pragmatista de Vermont, restaurar la integraci�n entre las creencias del ser humano sobre el mundo en el que vive (y que constituyen en gran medida el �mbito de la ciencia) y las creencias sobre los valores que deben guiar su comportamiento (y que conforman el mundo del mito, la moral y la religi�n). Estos dos mundos se encuentran en conflicto, sobre todo en lo que se refiere a la moral cristiana y las leyes cient�ficas. La soluci�n que ofrece el propio Dewey a este conflicto es notable, ya que propone la redefinici�n del mundo religioso de tal manera que abandonemos la idea de un mundo moral antecedente y trascendente del mundo f�sico. La fe no consiste entonces en una devoci�n a entidades metaf�sicas, sino en una devoci�n a valores ideales de nuestro mundo que, una vez conseguidos, constituir�an nuestra salvaci�n. Esto es una exhortaci�n a confiar en nuestras propias posibilidades de salvaci�n.

Sin embargo, considero que una profunda reforma del mundo espiritual como la que propone Dewey seguramente no bastar�a para promover un encuentro verdaderamente significativo del mundo de la ciencia y la moral. Tambi�n se requiere una reforma de la visi�n de la ciencia. Por ejemplo, en vez de que exista una dicotom�a entre mente y materia, entre naturaleza y cultura, o entre conciencia y cerebro, se requiere una teor�a cient�fica monista o unitaria en la que estos pares de t�rminos no resulten antag�nicos sino que sean dos elementos o facetas de un mismo proceso en evoluci�n. De esta manera se ha propuesto, a partir de la feraz teor�a de los sistemas y sus desarrollos ulteriores hasta las teor�as del caos y la teolog�a de procesos, que el mundo natural dista de ser una materia pasiva a la que se opone una mente o un esp�ritu activos sino que se trata de un proceso complejo, de un devenir vibrante, creciente y plet�rico de valor. Adem�s, el cambio en el mundo de la ciencia incluir�a un examen de la teor�a del valor desde un punto de vista de la ciencia cognitiva. Esbocemos un posible abordaje.

En un sentido psicol�gico el valor es el extremo m�s amplio de una serie de categor�as cognitivas en las que se encuentran los intereses, actitudes, creencias y opiniones, siendo estas �ltimas el extremo estrecho del continuo. Como se puede ver, se trata de disposiciones cualitativas de la mente que incluyen ciertos sentimientos y juicios en una unidad de efectos formidables sobre el comportamiento. El an�lisis filos�fico de este �mbito de la mentalidad y comportamiento humanos ha recibido el nombre de axiolog�a o teor�a del valor. Es posible que la tarea m�s ambiciosa de la axiolog�a haya sido el intentar unificar los diversos sentidos del valor, como el econ�mico, el moral y el est�tico bajo un tratamiento com�n. En este sentido se considera que el valor se manifiesta como cualquier objeto que tenga alg�n inter�s y que, por lo tanto, tiene un precio que el ser humano est� dispuesto a pagar para usarlo y disfrutarlo. El valor es, de esta forma, el contenido de un deseo que se tiene como bueno, sea como medio para alcanzar alg�n fin o como un objetivo en s� mismo. Ahora bien, el valor no es en concreto este o aquel objeto del deseo, sino lo preferible y lo deseable en forma general, es decir, la gu�a y la norma de las elecciones y sus criterios de juicio.

Muchas son las respuestas que se han ofrecido a la pregunta de que es bueno. Los hedonistas opinan que el placer, los pragmatistas que la satisfacci�n, lo humanistas creen que es el desarrollo de la potencialidad humana, los cristianos el amor a Dios y al pr�jimo, los budistas la plenitud y la claridad mental que son intr�nsecas a la benevolencia, los cient�ficos el conocimiento objetivo y comprobable. Nos percatamos, de esta forma, que el valor es variable, adem�s de que no podemos afirmar que algo es bueno porque se le desea, o que se le desea porque es bueno. A pesar de estas variantes es interesante recordar que para m�ltiples pensadores existe, adem�s de los m�ltiples y variables intereses y valores circunstanciales, una especie de valor b�sico y subyacente cuya demanda sobre los seres humanos es imperativa.

El imperativo categ�rico es uno de los conceptos m�s fascinantes de nuestro multicitado fil�sofo Immnanuel Kant. Se trata de una ley moral que es incondicional, es decir, que no depende de fines o motivos y que est� sujeta a la raz�n. El propio Kant la concibi� en los t�rminos de un aforismo de sabidur�a: act�a de acuerdo con aquel precepto que consideres deba convertirse en un precepto universal. De esta manera nuestras acciones poseen valor moral porque las hacemos por su propia significaci�n y no por los fines que de ellas se deriven. Queda claro que la ley moral fundamental se deriva, de acuerdo con Kant, de la raz�n y no de la emoci�n; es decir que, en su concepci�n, existir�an dos imperativos distintos, uno impulsado por el deseo particular y que es necesariamente relativo, y otro impulsado por el deber mismo y que es v�lido para todos los seres humanos en cualquier circunstancia. Este es el imperativo categ�rico. Es evidente que una separaci�n tan tajante entre raz�n y emoci�n no es apropiada para sustentar semejante propuesta, y el propio Kant escribi� que la ley moral universal nos produce admiraci�n o incluso veneraci�n, con lo cual los elementos emocionales entran en juego. De esta forma, en la vida pr�ctica, que es lo que interesa a la �tica, la ley universal s�lo se puede manifestar en los individuos de acuerdo con ciertos deseos particulares.

Ahora bien, si consideramos que raz�n y emoci�n se enlazan, en particular en las personas con un adecuado desarrollo del car�cter, resulta que los actos m�s valiosos se efect�an por razones-emociones particularmente elaboradas, como puede ser el amor, la compasi�n, la simpat�a o la existencia de ciertos ideales y valores. A lo que Kant se opuso de manera tajante es al utilitarismo, es decir, a basar la moral en los efectos de los actos.

Independientemente de las dificultades que pueda plantear la idea de Kant, es de la mayor trascendencia la posibilidad de una moral universal y profundamente arraigada en los seres humanos que se desarrolla y se expresa particularmente en algunos de ellos. Se trata de una especie de deseo y voluntad universales cuya semilla se encuentra en todos los seres humanos pero que s�lo se desarrolla y manifiesta sus frutos en aquellos que la cultivan. La vida vendr�a a ser una lucha continua en la cual la ley aparece como una demanda incondicional que reclama cumplimiento por su propio valor, porque en s� misma nos convence de su validez. Esto es, los requerimientos morales universalmente v�lidos y que est�n cifrados en las disposiciones �ticas de todas las religiones mayores nos son evidentemente convincentes.

Como se puede suponer por la profundidad de su trascendencia, el imperativo categ�rico de Kant ha sufrido cr�ticas y correcciones continuas. El gran fil�sofo existencialista Karl Jaspers (1883-1969) lo ha retomado y rebautizado como el requerimiento incondicional. Este requerimiento es de tal magnitud que en situaciones excepcionales puede conducir incluso a la p�rdida de la vida. En aras del requerimiento —por ejemplo la verdad o la lealtad— una persona puede dejarse matar. Y una de las caracter�sticas de una vida aut�nticamente cr�tica y filos�fica es, precisamente, aprender a morir: S�crates o Tom�s Moro son m�rtires de la filosof�a que nos lo recuerdan.

Ahora bien, corrigiendo la idea de Kant, Jaspers dice que lo incondicional no es cosa del conocimiento racional sino de la fe. Es precisamente del lugar que no es susceptible de fundarse objetivamente de donde surge el requerimiento incondicional. Lo incondicional se vuelve patente s�lo en la experiencia humana de ciertas situaciones y puede entonces manifestarse en actos que, por su origen y naturaleza, se vuelven trascendentales. Con esta modificaci�n, Jaspers traslada el origen de la ley moral incluso m�s all� de la raz�n y la emoci�n a un sector m�s central y m�s amplio: un fondo de inconcebible profundidad. De ese fondo indescifrable mana la libertad. En lo incondicional se lleva a cabo una elecci�n y, si se toma adecuadamente, la resoluci�n se convierte en hechos, en sustancia. �Qu� significa esta met�fora de profundidad? Se refiere, precisamente, a aquello que es �ltimo, infinito y no condicionado en nuestra vida, un elemento probablemente inscrito en la propia biolog�a de la especie, como lo considera Theodosius Dobzhansky, el famoso evolucionista ruso-norteamericano, o quiz�s aun m�s all�, en la cualidad misma del proceso de desarrollo que rige y constituye al mundo.

EL PORVENIR DE UN ABORTIVO

El mundo de la �tica surge en cada nueva ruta de conocimiento y t�cnica que abre la ciencia. Los dilemas de los f�sicos de Los �lamos y sus colegas durante la construcci�n de la bomba at�mica en 1945 o las decisiones cotidianas que deben tomar los m�dicos en cuanto a ayudar a morir a sus pacientes desahuciados son ejemplos dram�ticos de esta confrontaci�n y de la dif�cil encrucijada. Es ineludible en cada caso repensar el �mbito de la �tica y ejercer la prudencia m�s refinada para guiar la acci�n. Me he de referir, como ejemplo de este conflicto, a uno de los temas de actualidad: una hormona abortiva.

Una nueva sustancia conocida como RU 486, tomada en conjunci�n con prostaglandinas en las primeras nueve semanas de la gestaci�n, es extraordinariamente efectiva para terminar el embarazo. La potencialidad de un f�rmaco abortivo para la reducci�n de sufrimientos, riesgos y costos del procedimiento quir�rgico es innegable. Sin embargo, por razones que es f�cil adivinar, el uso de esta droga se ha restringido a Francia, donde se descubri�. En la propia Francia la distribuci�n ha sido muy limitada. El laboratorio Roussel, subsidiario del gigante alem�n Hoechst, decidi� descontinuar su distribuci�n en 1988, posiblemente por m�ltiples amenazas, incluso de bombas, o por haber considerado que la sustancia no producir�a las ganancias esperadas. Por ejemplo, varios hospitales, en particular los cat�licos, amenazaron con suspender sus compras completas al laboratorio si comercializaba el producto. En contraste, un grupo de especialistas que asistieron al Congreso Mundial de Ginecolog�a y Obstetricia en Rio de Janeiro en 1989 decidieron boicotear los productos de Hoechst si no se comercializaba el RU 486. As�, la posibilidad de que Roussel decida lanzar el producto depende de que minimice sus riesgos financieros. Se ha sugerido la fundaci�n de un laboratorio subsidiario que s�lo produzca este f�rmaco, o bien que esto se haga a trav�s de asociaciones humanitarias.

Etienne-Emil Baulieu, medico investigador franc�s, desarroll� el RU 486 cuando trabajaba para los laboratorios Roussel. Baulieu se ha vuelto un defensor de la sustancia argumentando que, seg�n la Organizaci�n Mundial de la Salud, 200 000 mujeres mueren al a�o por abortos mal realizados y que podr�an salvarse con el uso de su f�rmaco. La cifra real es seguramente muy superior.

Es evidente que el uso potencial de este abortivo se encuentra envuelto en una apasionada din�mica �tica y legal que conviene valorar. Para ello parece indispensable referirnos en primer lugar a los hechos biol�gicos, para sobre ellos edificar el debate moral.

El RU 486 act�a bloqueando la acci�n de la progesterona, una hormona del ovario que se incrementa notablemente en el embarazo y prepara al �tero para la pre�ez. Si ocurre la concepci�n, las c�lulas que producen progesterona se preservan, con lo que aumentan los niveles de progesterona y esta hormona act�a sobre la parte m�s interna del �tero, llamada endometrio, para que permanezca en su lugar en vez de desprenderse con la menstruaci�n. De esta forma el embri�n puede implantarse en el endometrio. A las nueve semanas de embarazo la placenta suple al cuerpo l�teo del ovario en la producci�n de progesterona. Adem�s, los niveles altos de esta hormona, al actuar sobre el cerebro, previenen que se genere un nuevo ciclo de ovulaci�n. En los �ltimos lustros se ha establecido que la progesterona funciona en el endometrio afectando la transcripci�n de genes en el n�cleo de sus c�lulas. Baulieu ha analizado los pasos de comunicaci�n entre la hormona y los genes, pasos que implican centralmente a un receptor de la hormona que se encuentra situado en las c�lulas del endometrio. El RU 486 se fija a este receptor sin que ocurran los cambios siguientes en los genes; es como si coloc�ramos una copia defectuosa de una llave en una cerradura, que s� logra penetrar pero no logra abrir la puerta, e impide que la llave adecuada entre en la cerradura. De esta manera el endometrio no se mantiene y el embarazo se interrumpe. Los mismos efectos hacen que la sustancia pueda tener efectos anticonceptivos tradicionales al impedir la ovulaci�n. Baulien ha acu�ado el neologismo de contragestivo para incluir estas dos propiedades farmacol�gicas.

La terminolog�a y los conceptos que inciden en el debate �tico se pueden y se deben cuestionar. Por ejemplo, el momento preciso de la concepci�n es incierto. Existe un proceso continuo a partir de la penetraci�n de la cabeza del espermatozoide al �vulo y que se contin�a con la mezcla del material gen�tico de las dos c�lulas y la primera divisi�n del huevo. Las divisiones celulares siguientes no garantizan a�n la gestaci�n ya que tiene que ocurrir la implantaci�n del huevo en la matriz. A continuaci�n, y en etapas sucesivas, el embri�n va adquiriendo una forma indistinguible de la de otros vertebrados, mam�feros, o primates, y finalmente toma una forma decididamente humana hacia las nueve semanas, cuando termina el estadio embrionario, desaparece la cola y empieza el periodo fetal. No es posible distinguir rasgos individuales en el feto hasta la doceava semana.

Con estos datos es muy dif�cil establecer un momento preciso como indicador de la existencia de un ser humano, y la definici�n depende de creencias y actitudes dogm�ticas m�s que de hechos. Afirmar que con cualquier proceso contraceptivo o abortivo se yugula la gestaci�n de un ser humano es sin duda correcto, pero esto puede llevar a actitudes extremas como la de considerar la masturbaci�n masculina un crimen, ya que es un procedimiento que tambi�n mata c�lulas que pueden dar origen a seres humanos.

No se puede ni se debe evadir el aspecto �tico al tratar sobre un f�rmaco cuyo efecto es terminar la gestaci�n. Sin duda alguna provocar un aborto es un procedimiento que debe ser evitado a toda costa. Cualquier �tica que asuma un compromiso con la vida, en particular con la vida humana, debe condenar el aborto. Lo que se deber�a hacer es ofrecer opciones, como la adopci�n y la prevenci�n del embarazo no deseado. Hoy d�a s�lo un descuido o la falta de informaci�n en la pareja, especialmente en la mujer, pueden conducir a un embarazo no deseado. Sin embargo, hay que considerar que existen muchas mujeres que tienen dificultades con los procedimientos anticonceptivos existentes y que otras muchas, en particular las de clases marginales, no tienen siquiera acceso a la informaci�n ni a los procedimientos. Un n�mero sorprendentemente alto de estas mujeres muere o sufre serias complicaciones por el legrado quir�rgico mal practicado. Es indudable que la gran mayor�a de ellas recurren a este procedimiento en un estado de desesperaci�n.

El propio respeto a la vida humana y el deseo de evitar el sufrimiento deben hacer pensar a quienes militan contra toda forma de aborto que, aunque el aborto provocado sea �ticamente indeseable, es necesario tomar en cuenta no s�lo al embri�n, sino a la madre y al entorno en general. Sabemos que la mayor�a de las personas, en caso de una disyuntiva extrema, como cuando la vida de la embarazada est� en peligro, elegir�an sacrificar al embri�n y no a la madre. Adem�s, como hemos visto, no tiene bases s�lidas hablar de crimen o de infanticidio cuando se trata de una c�lula, de un cigoto o a�n de un embri�n indiferenciado. Sustituir una pr�ctica quir�rgica traum�tica y riesgosa por un f�rmaco que act�a antes de la novena semana de la gestaci�n, cuando el embri�n a�n no adquiere forma humana, parece una alternativa �tica extrema mientras se difunde la informaci�n que prevenga los embarazos no deseados y promueva la adopci�n. Desde luego que antes de ponerla en pr�ctica ser�a necesario informar apropiadamente a la pareja, y en especial a la mujer, de las alternativas disponibles al abortivo e, incluso, intentar persuadir�as de que las tomen. Queda claro que en el fondo de este problema est� la sexualidad y la �tica personal asociada a ella.

LECTURAS

D�az, J. L. (1976), �ndice y sinonimia de las planas medicinales mexicanas, Instituto Mexicano para el Estudio de las Plantas Medicinales Mexicanas, M�xico.

Dobzhansky, T. (1971), The Biology of Ulimate Concern, Meridian, Nueva York.

Gingerich, O. (1986), "Islamic astronomy", Scientific American 254, pp. 68-75.

Jaspers, K. (1949/1965), La filosof�a, FCE, Mexico.

Kant, I. (1785/1977), Fundamentaci�n de la metaf�sica de las costumbres. Cr�tica de la raz�n pr�ctica. La paz perpetua, Editorial Porr�a, Sepan Cuantos..., M�xico.

Schumacher, E. F. (1973), Small is Beautiful, Abacus, Londres.

Turner, F. (1991), Tempest, Flute, & Oz, Persea Books, Nueva York.

Whitehead, A. N. (1926/1974), Religion in the making, Meridian, Nueva York.

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