AP�NDICE III

EL CAD�VER

Jane Goodall, investigadora de la conducta social de los monos, refiere la actitud de una mona ante la muerte de su beb� durante una epidemia de poliomielitis. Por un tiempo lo acarre� pero, al constatar su inercia, lo arroj� a un matorral y prosigui� sus actividades. Goodall comenta que esta actitud frente a la muerte se�ala una clara diferencia con los humanos, para quienes sus muertos no son meros objetos. En realidad, ya sea por temores supersticiosos, porque ya han dejado de competirnos, o por mil y una razones m�s, las personas suelen ser m�s respetadas cuando muertas que cuando vivas. Antiguamente, dos ej�rcitos que momentos antes hab�an cometido todo tipo de atrocidades por matarse mutuamente, hac�an una tregua para recoger a sus muertos. Algunos pueblos enterraban a sus h�roes de pie. En muchas culturas se los colocaba en posici�n fetal, para que regresaran al antro materno. En la tumba de Palenque, el interior del sarc�fago no s�lo tiene forma de �tero, sino que se encontraba pintado de rojo para aumentar la semejanza con este �rgano (Matos Moctezuma, 1987).

Otros pueblos pon�an una moneda en la boca de sus muertos, para que pudieran pagar el traslado al otro mundo, o colocaban en la tumba reliquias de santos para que los protegieran en el M�s All�. De acuerdo con el Evangelio de Mateo, Jes�s orden� comer el pan y beber el vino ceremonial que simbolizar�an a su cuerpo, como condici�n para ser resucitado el �ltimo d�a y acceder a la vida eterna. Por el contrario, hay sociedades que niegan un lugar en el cementerio28 [Nota 28] a los traidores a la patria, los comediantes, las prostitutas y los suicidas; otras aceptan enterrarlos, pero boca abajo, o contra los muros.

As� como la muerte est� �ntimamente imbricada con todas las etapas de la vida, tampoco hay un momento en que se pase en forma neta de ser vivo a cad�ver. "Morimos gradualmente y por pedazos", dec�a hace cuatro siglos Ambroise Par�, y hoy los cirujanos se apresuran a extirpar �rganos de cad�veres recientes, porque todav�a se encuentran vivos y pueden salvar la vida de un semejante... y no tan semejante, pues a veces se toman de animales.

Esa muerte gradual hace que muchas veces quepan dudas sobre si alguien est� realmente muerto, circunstancia que aconseja esperar cierto tiempo antes de enterrarlo o incinerarlo. Seg�n Her�doto, Padre de la Historia, quien vivi� hace 2500 a�os, los persas enterraban a sus cad�veres cuando los olores pestilentes atra�an a las aves de presa. Hace 2400 a�os Licurgo obligaba a los espartanos a retener 11 d�as sus cad�veres. Plat�n ped�a que se esperaran tres d�as y los romanos requer�an de una semana a nueve d�as. Cuando muere un papa, el cardenal camarlengo se cerciora de su muerte golpe�ndole tres veces la frente, mientras lo llama por su nombre de bautismo (por si olvid� que al ascender al papado hab�a adoptado uno distinto). El temor de ser enterrado vivo llev� a ciertas personas aprensivas a estipular en sus testamentos que, antes de enterrarlos, se les clavara una daga en el coraz�n, o se les enterrara en una tumba con un cordel sujeto a una campana, que har�an sonar en caso de despertar.

Los restos a veces son dislocados para distribuir las reliquias y multiplicar as� los elementos del poder religioso o del poder pol�tico: durante el siglo XVII los cuerpos de los reyes franceses descansaban en Saint-Denis, sus v�sceras en Notre-Dame y sus corazones en Valde Gr�ce (Thomas, 1989). Para que no se perdiera ni la m�s peque�a parte del muerto, en el antiguo Egipto, los trapos manchados, hisopos sucios, los tejidos que hab�an tenido contacto directo con el cad�ver y aun lo que se barr�a del suelo, se depositaba en distintos jarros. Lo que se hace con el cad�ver se adapta tambi�n a las condiciones sociales. As�, los pueblos n�madas no suelen enterrar a sus muertos, sino que los incineran.

Un resto humano que siempre trajo problemas religiosos te�rico-pr�cticos ha sido la placenta. �Qu� hacer con ella? Muchos animales, aun los no carn�voros, se la comen. El pat�logo F. Gonz�lez-Crussi (1995) refiere que, de un conjunto de m�s de trescientas culturas humanas investigadas, s�lo siete parec�an indiferentes a lo que se hiciera con ella.

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