V. EL PAPEL DE LA MUERTE EN LA VIDA PS�QUICA

A LO largo de toda la historia, los seres humanos se han angustiado ante la certeza de que no podr�n escapar de la muerte. Tanto para mitigar la angustia que produce dicha certeza y la ansiedad que emana del ignorar qu� habr� de suceder despu�s de la muerte, como para satisfacer su curiosidad acerca de �sta en s� y plantear estrategias que la pospongan, se fueron desarrollando civilizaciones, religiones, historias y leyendas. Los hombres se preguntaron: �Qu� es la muerte? �Por qu� tambi�n yo habr� de morir? �El ser desaparece total y absolutamente... o hay un "M�s All�"? En el siglo V, Agust�n de Hipona postul� en su libro La ciudad de Dios que dicha ciudad espera a los cristianos piadosos despu�s de la muerte y quince siglos despu�s sus ideas a�n alientan a los creyentes. Por eso Montaigne opinaba: "El perpetuo trabajo de la vida es elaborar los fundamentos de la muerte." Pero, a pesar de haberse capacitado para hablar por tel�fono de un continente a otro, girar por los cielos alrededor del planeta, hacer a�icos un atol�n con una bomba nuclear, cambiarse las v�lvulas del coraz�n por otras de material pl�stico y poder averiguar de qu� muri� Tutankam�n hace tres mil a�os, el ser humano sigue siendo incapaz de vencer a la muerte.

Hay quien piensa que nuestro inconsciente no acepta la idea de la propia muerte. Creemos que s� concebimos nuestro fin, aunque nuestro inconsciente nos declare inmortales. En realidad, cuanto m�s d�bil se siente un sujeto, m�s cree en las fantas�as de inmortalidad, que tambi�n lo protegen del dolor frente a la p�rdida de los seres queridos. No es educado hablar de la muerte del otro, el que muri� siempre era bueno, cuando muere un ser querido morimos con �l. Frente al dolor por la idea de la propia muerte o la del ser amado, el hombre primitivo invent� los esp�ritus y por su culpabilidad los imagin� peligrosos. Las alteraciones f�sicas del muerto le sugirieron la divisi�n entre el cuerpo y el alma. Se consider� al alma como la m�s valiosa, ya que era la sobreviviente.

El mandamiento que dice "no matar�s" aparece para negar el sentimiento de triunfo que el vivo tiene acerca del muerto, muestra el linaje agresivo de la humanidad, ya que no existir�a una prohibici�n si no existiera el deseo de matar.

Desde la m�s remota antig�edad la elaboraci�n de esa angustia se ha ido enriqueciendo con la meditaci�n de poetas y fil�sofos, literatos y dramaturgos, y por supuesto, sin que en ella jacte la aportaci�n del humor. Por ejemplo, dos rabinos, acostumbrados a charlar de sus curiosidades sobre el M�s All�, convienen en que el primero que muera regresar� para contarle al otro c�mo es la cosa. En un momento dado, uno fallece y cierta noche, golpetea en la ventana del otro: "�Rabino Meyer, rabino Meyer! Soy Morris, �recuerda nuestro pacto? Pues bien, esto es de lo m�s aburrido. Comemos, comemos, comemos, todo el santo d�a. Al siguiente continuamos comiendo, comiendo, comiendo, y al otro d�a volvemos a lo mismo. Por ah� tenemos un rato de actividad sexual, pero luego continuamos comiendo, comiendo, comiendo." "�As� que �se es el M�s All�?" comenta resignadamente el rabino Meyer." "�No, qu� M�s All� ni qu� ocho cuartos! —prosigue el rabino Morris— Le hablo desde una llanura de Wisconsin: �Estos malditos me han reencarnado en un b�falo!"

Frente a este temor cuesta creer que haya situaciones en las que el ser humano tiende a morir por motivaciones ps�quicas, si bien �stas suelen ser inconscientes. El suicidio es un ejemplo familiar de esta circunstancia. El hecho de que haya existido a lo largo de toda la historia, en personas de todas las condiciones sociales, de varias edades, de ambos sexos y distribuidas sobre la Tierra, indica que responde a una motivaci�n esencial.

LAS PULSIONES

Cuando un animal tiene una motivaci�n seguida de una conducta muy fundamental, que no necesariamente le haya sido ense�ada, sino que, por as� decir, le brota espont�neamente, se habla de instintos. Cuando los psic�logos observan que una serie de conductas parecen gobernadas por un principio com�n, sospechan que est� operando alg�n instinto. As�, al constatar que en todas las circunstancias un perro da prioridad a salvar su pellejo, hablan de un "instinto de conservaci�n".

En el caso de los seres humanos, en lugar de instintos se habla de pulsiones, porque est�n ligadas a la experiencia y deseos del sujeto. El sujeto depende del deseo para su vida mental; este deseo lo hace moverse para buscar satisfacci�n, y crea la noci�n de perspectiva y de futuro.

Freud describi� la pulsi�n de vida como una tendencia a construir entidades m�s y m�s complejas, y reserv� el nombre de pulsi�n de muerte para designar la tendencia a disolver complejidades y a destruir objetos o al mismo sujeto.

Cuidar y criar a un ni�o no acaba con su alimentaci�n y aseo, sino que depende tambi�n de investirlo amorosamente y brindarle un sost�n c�lido y seguro. Sin embargo, es inevitable frustrarlo, pues tarde o temprano advertir� que la madre, que es lo m�s importante para �l, ama al padre y no solamente a �l y que busca en el padre una satisfacci�n que el ni�o no le puede dar. En ese momento ha aparecido una prohibici�n caracter�stica de las sociedades humanas, ya que no hay ni se tiene noticia de que haya habido alguna que haya permitido que los hijos procreen con los padres. Esta frustraci�n de no ser todo para la madre no podr� satisfacerse nunca. El psicoan�lisis atribuye una gran importancia a este corte que despierta un sentimiento de p�rdida y una ansiedad que se convierte en un verdadero motor de la psiquis. Precisamente, las p�rdidas introducen al ni�o en un proceso de simbolizaci�n que implica hablar y pensar, y lo impulsan a buscar eternamente algo que no ha de encontrar; sin embargo, lo llevan a crear proyectos humanos, tales como querer constituir una familia, crecer, desarrollar una ciencia, un arte, participar en la pol�tica, etc�tera.

En el capítulo anterior, al ocuparnos de la reacci�n humana frente al envejecimiento, se�alamos que el crecimiento del sujeto est� mental y afectivamente basado en el investir, desear, abrazar ideales. Ahora, como pre�mbulo al enfrentamiento con la muerte, debemos ocuparnos de lo que sucede cuando predomina, en cambio, la pulsi�n de muerte. Bajo este predominio, los objetos parecen prescindibles, no hacen falta, pues no hay nada que se desee conseguir: reina la quietud, el desinter�s y la desconexi�n con todo y con todos. La pulsi�n de muerte aparece entonces como un deseo de no desear. Se manifiesta en las depresiones severas, los suicidios, la psicosis, las angustias catastr�ficas, los miedos a la aniquilaci�n, y los sentimientos de futilidad.

Uno de los mecanismos que tiene el sujeto para resolver semejante situaci�n es proyectar lo malo afuera de s� mismo. Surge entonces la fantas�a de que si se elimina al otro se elimina al Mal. El concepto de pulsi�n de muerte se liga entonces con el de agresividad; los semejantes no aparecen como posibles compa�eros que pueden ser amados, sino que despiertan la tentaci�n de agredirlos, martirizarlos, desposeerlos y explotarlos. Este mecanismo se invoca para explicar los or�genes de la destructividad y la agresi�n al pr�jimo, las paranoias, los odios y guerras entre las naciones.26 [Nota 26] Las guerras, las matanzas, los homicidios, el Holocausto, son ejemplos extremos de estas situaciones. Se trata de eventos en los que el sadismo act�a con suprema eficiencia, considerando a los candidatos al exterminio como si fueran "nada", despoj�ndolos de su investidura humana, convirti�ndolos en cosas indiferentes y no significativas. El mal es una afirmaci�n de que el bien no tiene sentido y que se debe eliminar.

Los seres humanos interpretamos la realidad en t�rminos de tiempo y espacio. Una vez que nos hemos ubicado en ella, que "captamos" un tiempo que "fluye" desde el pasado hacia el futuro, la experiencia nos dir� que en este futuro aguarda nuestra muerte. Desde los tiempos de los hombres de los cavernas, que manten�an "vivos" a sus muertos ti��ndoles los huesos de rojo, el dolor causado por esta visi�n de la muerte mueve a la mente a generar modelos e ideas que mitigan de alguna forma la angustia que genera la idea de morir. "Escapar a la muerte ha sido el n�cleo de las religiones" (Unamuno, 1953). Las religiones dan por sentado que vendr�n las deidades a premiar nuestra heroica muerte en combate llev�ndonos al Valhalla, a transportarnos en una barca por el Nilo, a reencarnamos en otros seres, a instalarnos en un para�so.

Hoy las promesas m�sticas ya no resultan veros�miles y los modelos religiosos son menos eficaces para apaciguar la angustia. Es por eso que Macfarlane Burnet (1978) sostiene que tal vez el problema humano m�s importante es la actual remoci�n de todo apoyo cient�fico y filos�fico a la creencia de la persistencia personal despu�s de la muerte. Aun aqu�llos que no tienen creencias religiosas buscan perdurar a trav�s de una identidad simb�lica: cada persona desea que su nombre perdure en sus hijos, en sus obras, en su recuerdo: "Debemos plantar un �rbol, tener un hijo y escribir un libro", reza la sabidur�a popular. Hoy esa tendencia se refleja hasta en las invitaciones para dar la "Conferencia Fulano de Tal" en el Sal�n Mengano, del Instituto Zutano, del Centro Perengano, que ya no queda en la calle de los Sauces, sino en la Avenida comandante Tripudio Gonz�lez.

LA VOLUNTAD DE SEGUIR VIVIENDO

Del material revisado en este cap�tulo, y de lo dicho sobre el sentido de la vida en varias partes de este libro, queda claro que el seguir viviendo depende de cierta inserci�n biol�gica y psicol�gica en la realidad. La primera depende de la salud y la segunda de la voluntad de vivir, que son interdependientes. Desgraciadamente, las historias del soldado que corre a trav�s de los campos y s�lo muere cuando cumple la misi�n de anunciar la victoria en la batalla de Marat�n, y de la madre abnegada que fallece ni bien salva del naufragio a su �ltimo hijo, han sido exageradamente explotadas en melodramas cursis que han desvirtuado esa circunstancia al nivel de mito. No es as�. Para ilustrarlo, referiremos la historia de una anciana de 93 a�os, internada en un hospital de Florida (Robinson, 1995).

Pese a su demencia senil y a sus achaques, la mujer deambula por el hospital con vigor y aceptable inter�s, hasta que un an�lisis de rutina revela cierto grado de anemia y constipaci�n. Ante la negativa de la paciente de prestarse al tratamiento, los m�dicos recurren a sujetarla con un chaleco de fuerza y correajes, y aplicarle una enema y una transfusi�n. La anciana lucha, muerde, patalea, hasta que, humillada, advirtiendo que est� a merced de la voluntad ajena, cae en la cuenta de su decrepitud e impotencia. Entonces cede, se abandona y entra en un sopor que acaba r�pidamente con su vida.

Por el contrario, la historia abunda en casos de prisioneros de campos de concentraci�n que lograron sobrevivir al centrar su atenci�n en la construcci�n de un objeto al cual le otorgaban un significado protector especial (v�ase Richmond, 1995), reunirse para recordar poes�as, recreando una emoci�n est�tica compartida (v�ase Sempr�n, 1995), mirar las hojas de una palmera lejana, que asoma entre las crueles paredes de cemento de su prisi�n, volviendo a ver con la memoria im�genes muy bellas (v�ase Castillo, 1994). La revista Time del 25 de marzo de 1996 (p. 11) cuenta que el patriarca sudafricano de los bosqu�manos, Regopstaan Kruiper, de 96 a�os, quien hab�a entablado un juicio para que se les restituyeran sus tierras del Cabo San, muri� horas despu�s de enterarse de que, finalmente, se hab�a hecho justicia a las ocho familias de su clan.

LA MUERTE EN LA HISTORIA PERSONAL

El modo de concebir la muerte va cambiando desde el ni�o al adulto. El comienzo del conocimiento de la muerte, alrededor de los dos a�os, coincide con el inicio de la capacidad de simbolizaci�n. Entre el primer y el tercer a�o de vida, la muerte equivale a "partir". El ni�o teme a los muertos, a su retorno y a su venganza, igual que los hombres primitivos. Para �l, la muerte es siempre la muerte de otro. La noci�n de muerte personal aparece apenas entre el quinto y el noveno a�o de vida; alrededor de los diez la muerte es comprendida como una disoluci�n corporal irreversible, de modo que de esa edad en adelante su concepci�n del ni�o ya es semejante a la del adulto (Meyer, 1975)

El idealismo juvenil se vincula, por un lado, con la negaci�n de la muerte eventual y, por el otro, con la falta de reconocimiento de emociones agresivas, tanto en el joven como en los dem�s sujetos. Entre los 35 y los 40 a�os la noci�n de muerte se transforma de una idea abstracta en un problema personal (Jacques, 1965). La propia vida se reestructura en t�rminos de tiempo por vivir y no a partir del nacimiento (Neugarten, 1970). Este proceso implica una dolorosa reelaboraci�n, m�s madura, de la problem�tica humana en general, instante dram�tico que ha sido denominado "crisis de la edad media de la vida". Se admite y asume la existencia de limitaciones personales, la finitud de la vida propia y la de los seres queridos. Por ello, la patolog�a m�s frecuente es la depresi�n: la conciencia de que el lapso por vivir se acorta, de que el tiempo transcurre de prisa. El miedo a la muerte aparece bajo la forma de temor a las enfermedades y a la vejez.

As� como para el ni�o la muerte es siempre la muerte de otro, para el adulto maduro la muerte de otro siempre refiere a la propia. Los j�venes se alejan de los ancianos en virtud del temor y la culpa que inspiran la muerte y quienes est�n cerca de ella.

LA MUERTE EN LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD

Tambi�n los adultos han ido cambiando el modo de concebir la muerte desde la Antig�edad hasta nuestros d�as. Desde tiempos remotos, el hombre se ha negado a aceptar la muerte y el sexo como hechos de la naturaleza. La necesidad de mantener el orden social llev� a la comunidad a protegerse de estas fuerzas incontrolables. As�, el �xtasis amoroso y la agon�a de la muerte fueron objeto de una normatividad que trat� de encauzarlos. Por lo tanto, se comprende que el amor y la muerte constituyan puntos d�biles del sistema social, en virtud de que en ambos fen�menos lo natural es tan intenso, que son considerados como transgresiones (Bataille, 1957). Surgen entonces los ritos como intentos de controlarlos en alguna medida: los rituales, las prohibiciones e incluso la forma de adorar a la muerte fueron objeto de celoso control a lo largo de los siglos. Los generales atenienses vencedores de los lacedemonios en las islas Arginusas fueron condenados a muerte por haber abandonado los cuerpos de los soldados ca�dos en combate. Este control sobre las normas dio al hombre cierta ilusi�n de estar controlando a la muerte en s�.

Una de las ilusiones m�s difundidas ten�a como n�cleo la negaci�n a creer que la vida humana termine en el momento en que se produce la muerte biol�gica. Esta creencia es muy antigua, pues se encontraron dibujos y ofrendas en tumbas del periodo paleol�tico. As�, a la mentalidad primitiva le era dif�cil imaginar que la muerte acabara totalmente con la actividad f�sica y espiritual (Cassirer, 1951). Mientras que para la metaf�sica se debe probar la subsistencia del alma despu�s de la muerte, en el discurso natural de la historia de los pueblos la relaci�n es inversa: no se deb�a demostrar la inmortalidad sino la mortalidad. En cuanto a las �pocas hist�ricas, los restos hallados en cementerios cretenses y romanos indican que los muertos eran, a la vez, temidos y reverenciados; posiblemente dentro del universo pagano se les atribu�an poderes m�gicos y por ello se consideraban peligrosos.

El cristianismo hered� esas creencias en la sobrevivencia del alma y las extendi� hasta la eternidad (1 Ts: 4, 13-18). Para dicha doctrina, la muerte f�sica es seguida de un reposo necesario para aguardar la resurrecci�n en otro mundo diferente y superior a �ste. Los muertos eran enterrados cerca de las tumbas de los santos para que �stos cuidaran su sue�o, que pod�a ser perturbado si el muerto hab�a sido imp�o, o si sus sobrevivientes lo traicionaban, caso en el cual, no pudiendo descansar, regresar�a al mundo de los vivos. Para controlar los peligros del retorno, se instalaba a los muertos en el centro de la vida p�blica. Pero a pesar de esos rituales y de ser considerada como un fen�meno natural, la muerte se encontraba ligada a la desgracia y al mal. El cristianismo atribu�a el sufrimiento, el pecado y la muerte en este mundo al pecado original (G�nesis 3, 16-19). Aun en nuestros d�as, hay pensadores que consideran que la historia de nuestra civilizaci�n est� moldeada por la constante presencia del mal en la naturaleza humana (v�ase Alberoni, 1984; G�mez Caffarena, 1993).

Desde la Antig�edad hasta la temprana Edad Media, la actitud dominante frente a la muerte era de espera tranquila, familiar y resignada. Aries (1981) la llama "muerte familiar o domada". En esa �poca, la aristocracia impon�a tradiciones y creencias correspondientes a la Antig�edad. Aquel modo de concebir la muerte sigue reapareciendo tanto en la mente de campesinos descritos por Tolstoi, como en la de ancianos europeos de hoy en d�a. Incluye creer que la muerte es un hecho natural que acompa�a la vida, que debe ser aceptada con resignaci�n, pero que puede ser anunciada por presagios y fantasmas.

Los deseos y fantas�as de este modelo de muerte se manifestaron a trav�s de aspectos de la doctrina cristiana como la creencia en el m�s all�, el Juicio Final, el Para�so y el Infierno. Puesto que en aquel entonces se ten�a una concepci�n colectivista del destino humano, la muerte no era un drama individual, sino que involucraba a toda la comunidad.

A partir de los siglos XI y XII comenzaron a prevalecer los valores individuales y se debilit� el sistema comunitario. Cada persona daba mayor importancia a su concepci�n de s� misma y a su biograf�a. En ese contexto, la muerte cobr� un sentido m�s dram�tico y personal; en los medios ricos e ilustrados comenz� a manifestarse un inter�s por las im�genes de descomposici�n de los cad�veres; en el rito mortuorio empez� a tener importancia el muerto como individuo que desaparece y no s�lo como veh�culo o expresi�n de la muerte en general. Aries (1975) denomina a esta situaci�n "muerte propia" o "muerte del s� mismo".

Para atenuar el temor a esa muerte del s� mismo, se la empez� a representar en la pintura y el teatro (Juicio Divino) como una forma art�stica de negarla, poniendo a los muertos en id�nticas situaciones que los vivos. Para ocultar la decadencia inevitable, en el rito f�nebre se pas� a cubrir el cad�ver. Dado que la vida individual era mucho m�s valorada y dol�a perderla, tom� forma el deseo de ser inmortal. En la segunda mitad de la Edad Media, el hombre consolid� la noci�n de que existe una divisi�n entre un cuerpo mortal y un alma inmortal. Esta noci�n fue aceptada cada vez m�s, hasta llegar a ser casi universal en el siglo XVII (Jankelevitch, 1966). Se concibi� entonces un "M�s All�" que pod�a ser conquistado mediante rezos y misas. Como parte de esa importancia que cobraba lo individual, los testamentos se volvieron m�s elaborados para tener en cuenta a la descendencia.

El modelo de la "muerte del s� mismo" tuvo vigencia hasta el siglo XVIII. Sin embargo, ya a partir del siglo XVI hubo novedades y cambios profundos tanto en las costumbres como en la imaginaci�n de la �poca. La muerte, de familiar y domesticada, se fue tornando violenta y salvaje; ya no era tan remota, se volvi� fascinante y origin� una curiosidad erotizada (Danza de la Muerte).

En el siglo XIX, el romanticismo, que exaltaba por igual las pasiones violentas y las emociones desbordadas, tuvo una visi�n dram�tica de la muerte, la consider� terrible pero hermosa y dej� de asociarla al mal. Aparecieron en escena el dolor y la desesperaci�n frente a la muerte del otro, del ser amado, ya que cobraron importancia la familia nuclear y los sentimientos de sus miembros. La familia as� entendida reemplaz� a la comunidad tradicional. Junto con estos desplazamientos, se realz� la privacidad. La existencia del mal, la conexi�n entre muerte y pecado, y la plausibilidad de un Infierno empezaron a ponerse en duda. Los cat�licos, por referirnos a un grupo sensible a este proceso, empezaron a entender la idea de "Purgatorio" como instancia de purificaci�n, al cabo de la cual la vida en el "M�s All�", en lugar del Sue�o Tranquilo, deviene Gloria Eterna, en la que se reencontrar�n aquellos que fueron separados por la muerte.

Hasta el siglo XIX, el que iba a morir lo sab�a, tomaba sus disposiciones, se desped�a de sus seres queridos y presid�a, incluso por anticipado, la ceremonia de su muerte. Pero desde la primera mitad de nuestro siglo no sab�a de manera expl�cita que iba a morir. La muerte comenz� a desaparecer de la vida p�blica, el duelo se rechaz�; apareci� una prohibici�n en torno a la muerte, semejante a la que se daba en otros momentos frente a la sexualidad. Hoy, la sociedad deja de participar en los rituales f�nebres, no s�lo desinteres�ndose del moribundo, sino tambi�n abandonando al muerto a su familia. En los pa�ses industrializados domina una concepci�n que puede designarse "muerte invisible", que est� llegando tambi�n a los pa�ses en desarrollo (Gorer, 1965). Esta conducta se debe al deseo de negar la existencia de la enfermedad y la muerte, a la incapacidad de tolerar la muerte del otro ya que se ve inminente la posibilidad de la propia muerte.

En nuestros d�as, la participaci�n de la familia en la muerte se ve muy acotada, o desaparece casi del todo cuando el enfermo es hospitalizado (Thomas, 1983). Los adelantos de la medicina han dado popularidad al hospital como �nico sitio adecuado para el que va a morir; aunque el recurso de la hospitalizaci�n tambi�n se debe a que las familias actuales dif�cilmente pueden hacerse cargo del cuidado de un enfermo terminal. A ello se suma que el hospital coloca a la muerte fuera del hogar y permite mantenerla a distancia. En el medio hospitalario, la prolongaci�n de la vida, aunque sea vegetativa, se vuelve un fin en si mismo, y el personal recurre a tratamientos que pueden conservarla en forma artificial durante d�as o semanas. En este caso, la muerte deja de ser un fen�meno natural y necesario: es una falla del sistema m�dico. En consecuencia la muerte no pertenece m�s al que va a morir ni a su familia: se encuentra organizada por una burocracia que la trata como algo que le pertenece (Horgan, 1996). El duelo tambi�n desaparece como pr�ctica, los funerales se hacen breves y la cremaci�n se vuelve frecuente.

Nuestra sociedad, mercantil y triunfalista, tiene pocos h�bitos y actitudes compartidos. Sin embargo, se ha unificado en una respuesta de verg�enza frente a la muerte. Admitirla parecer�a aceptar un fracaso en el mandato social de ser felices y tener �xito. La muerte, de ser un hecho esencial en la existencia humana, pasa a ser un acontecimiento absurdo, padecido en la ignorancia y la pasividad: es una falla sin justificaci�n, puesto que ya no se cree en la existencia del mal (que le dar�a sentido) ni en la sobrevivencia del alma (que la anular�a). Esta p�rdida de sentido hace que el temor a la muerte sea poco manejable, de la misma manera en que es penoso asumir las propias limitaciones y aceptar que s�lo podemos sobrevivir en las identificaciones que nuestros hijos tengan con nosotros, en nuestras ideas, obras y ense�anzas.

DUELO

Vivir implica reconocer que las cosas de la vida son transitorias y que hemos de padecer una interminable sucesi�n de p�rdidas: aceptar el hijo que la madre quiera al padre en lugar de ser todo para ella, la p�rdida del pecho, dejar el hogar para asistir a la escuela, soportar que la madre atienda a un nuevo hermano, mudanzas, abandono de la escuela al graduarse y del hogar al casarse y, por supuesto, el fallecimiento de seres queridos, a lo que se une la dolorosa necesidad de admitir los propios defectos y errores. Una cierta aceptaci�n de estas p�rdidas hace posible el crecimiento y la vida. La labor ps�quica de desprendimiento de los seres y situaciones amadas que han desaparecido se llama "duelo". Implica la rememoraci�n y evocaci�n del ser amado perdido y de los momentos pasados, la reactualizaci�n de las p�rdidas y de las identificaciones con los muertos. Depende de la capacidad de retener un buen recuerdo, una buena imagen y muchas veces una identificaci�n con los aspectos mejores del objeto perdido. Tambi�n es necesario que se asuma el derecho a tener un destino diferente al que ten�an los muertos amados, esto es, a seguir viviendo a pesar de que ellos han muerto. Cada situaci�n nos pone en la disyuntiva de negar la p�rdida y a�orar lo pasado, o aceptar que es algo de la vida que ya pas� y enfocar entonces una situaci�n nueva.

En ciertos sujetos, en cambio, parecer�a que lo �nico importante es lo que ya se perdi� y que nada de lo existente tiene el menor significado. Se trata de personas que sufren procesos melanc�licos: viudas que envejecen alabando al marido muerto, mientras pasan a su lado candidatos que podr�an hacerlas felices. En su novela Sabbath's Theater, Philip Roth (1995) describe un personaje cuya madre, de ser alegre y emprendedora, se vuelve una muerta en vida cuando su hijo fallece en la segunda Guerra Mundial, con lo cual no s�lo arruina su existencia, sino la de toda la familia. Uno de los motivos de su dolencia es no concebir una p�rdida, no poder dar por perdido lo perdido, y hacerle eternos reclamos al destino.

Los ritos relacionados con la muerte abren un espacio para la expresi�n de la tristeza. El tipo de velatorio, el permanecer en casa durante un tiempo estipulado para recibir el p�same de amigos y familiares, la prohibici�n de asistir al pante�n durante el primer mes, las ceremonias religiosas, dan un marco legalizado de corte en la vida cotidiana, que permite y favorece la elaboraci�n del duelo.

Martin Heidegger argumenta que el Ser es un Ser-hacia-la-muerte (Sein zum Tode) y por eso el ser implica ansiedad.

Epicuro opinaba: "Cuando nosotros estamos, la muerte no est�; y cuando la muerte est� nosotros no estamos. Luego es irracional temerle a la muerte." El pensamiento de Lucrecio iba por esos mismos carriles: "Antes de nacer y despu�s de morir, hubo y habr� una eternidad de nada... No se nos ocurrir�a temerle o lamentar no haber existido en esos eones que precedieron nuestro nacimiento; luego no hay raz�n para temerle a la comparable no existencia que seguir� a la muerte."

OTRAS COSMOVISIONES

Huelga decir que las consideraciones hechas hasta aqu� describen en todo caso la historia de la muerte en la cultura occidental, pero si bien morir es una propiedad fundamental de todo ser humano, las culturas difieren en su visi�n. Se dice por ejemplo que el hombre del M�xico antiguo no tem�a a la muerte sino a la vida, que le resultaba dif�cil, azarosa y llena de incertidumbres. A este conjunto de incertidumbre y fatalidad se le llamaba Tezcatlipoca, un verdadero demonio o dios de la desgracia. Mientras que para los cristianos la resurrecci�n a un goce o a un sufrimiento eterno depende de haber llevado o no una vida piadosa, el mito mexicano, por el contrario, no aplaza el castigo para despu�s de la muerte, sino que expone al hombre a la angustia durante su vida terrena. Este sentimiento asociado a la vida hac�a que los mexicas llamaran al ni�o reci�n nacido "prisionero de la vida" (Westheim, 1983). La muerte pon�a, por lo tanto, fin a una situaci�n de dolor en la vida, concebida como una sucesi�n de cat�strofes. La religi�n promet�a una felicidad: la de morir para servir a los dioses; en consecuencia, la muerte era para ellos el principio de la existencia verdadera y Tl�loc, dios de la lluvia, recib�a en el para�so terrenal a los que hab�an sufrido durante su vida. Ah� renac�an, transformados en otros.

Las diferencias entre las concepciones que tienen los distintos pueblos no son arbitrarias, sino que est�n ligadas con la geograf�a, el clima, a las relaciones sociales, el conflicto con otros pueblos, etc. As�, para Matos Moctezuma (1987) la concepci�n de los antiguos mesoamericanos se deriva del hecho de que la subsistencia depende de la muerte misma y de su imposici�n a otros grupos a trav�s de la guerra. La temporada de secas era el momento en que los hombres iban a la guerra para apoderarse del producto del enemigo, cuyos graneros estaban llenos. Tambi�n la forma de morir condicionaba el lugar al que ir�a el individuo despu�s de la muerte. El ciclo guerrero tendr�a su culminaci�n con el sacrificio de los cautivos en la fiesta de Panquetzaliztli, en honor de Huitzilopochtli. La muerte tambi�n ten�a sus dominios; as�, el norte lo reg�a el Tezcatlipoca Negro y su s�mbolo era el t�cpatl o cuchillo de sacrificio. Su reino era el mundo del mictlampa o lugar de los muertos y del fr�o.

Como la mayor�a de las antiguas civilizaciones, los pueblos mesoamericanos ten�an una concepci�n c�clica del tiempo. Nacimiento y muerte no eran principio y fin de un proceso irreversible, sino etapas de un ciclo y estaban �ntimamente relacionados. Mircea Eliade se refiere a varios pueblos que practican rituales que corresponden simb�licamente al retorno al vientre materno (regressus ad uterum), con el fin de renacer hacia un nuevo estado de cosas. Como parte de esa concepci�n, Matos Moctezuma (1987) asocia el hecho de que el momento en que nace el ni�o ocurre cuando la menstruaci�n se ha detenido en nueve ocasiones, con la costumbre de los antiguos pueblos de M�xico de colocar el cuerpo muerto en la misma posici�n que se encontraba en el vientre materno y en el mismo ambiente de humedad. El interior del sarc�fago de la tumba de Palenque tiene la forma de una matriz y estaba pintado de rojo. "Hemos encontrado —describe Matos Moctezuma— una estrecha relaci�n vida-muerte que se manifiesta de la siguiente manera: el individuo al morir regresa al vientre materno, por lo que es necesario que recorra ocho pasos hasta llegar al noveno, que aqu� se constituye en el vientre universal, la Tierra."

En la Introducci�n de este libro hemos subrayado que tanto la civilizaci�n occidental como las vertientes judeocristianas y grecorromanas que le dieron origen no adjudicaban papel alguno a la muerte en el proceso de la vida y la consideraban como su verdadera ant�poda, una especie de antivida. Por el contrario, a trav�s de todo el texto nos hemos esforzado en mostrar que la vida, tal como la vemos en cualquier punto y en cualquier escala de nuestra biosfera, desde los genes de la muerte hasta los ciclos ecol�gicos, no tendr�a la forma y propiedades que tiene de no ser por esa muerte que es parte de ella. Por eso resulta interesante que los antiguos mexicas tuvieran una visi�n dual, en la que vida-muerte forman un todo indivisible (L�pez Austin, 1995; Matos Moctezuma, 1995), que constituye una concepci�n m�s acorde con la que est� generando la ciencia hoy en d�a.

Las sociedades del �frica negra como la mandeka de Senegal, o los kikuyu de Kenia, dan m�s valor a los s�mbolos y tradiciones que a la rentabilidad y a los j�venes que producen y consumen (Thomas, 1992). Los ancianos tienen un lugar importante y est�n incluidos en el c�rculo productivo, encarg�ndose de trabajos que pueden llevarse a cabo en su condici�n f�sica, tales como la cester�a y la distribuci�n de plantas medicinales. Tambi�n se encargan de la educaci�n de los ni�os en historia y genealog�a, funci�n que los convierte en personajes muy respetados e importantes, pues son depositarios de tradiciones y sabidur�a. El cumplimiento de estas funciones ayuda a resguardarlos de deterioros seniles. De todos modos, la limitada tecnolog�a de estos pueblos les permite agregar muy pocos a�os de senectud pues, como vimos en el cap�tulo III, la duraci�n de la senectud depende de la capacidad que tiene una cultura de prever, compensar y resolver los problemas de salud. Esto se refleja en que pocos viejos sobreviven en esas culturas africanas.

Por una parte, estos escasos ancianos recuerdan m�s hechos pasados que las dem�s personas y, por otra, una se encuentran m�s cercanos a la muerte. A esto se agrega que tienen con �sta una mayor familiaridad y a veces la buscan, ya que creen que renacer�n en el vientre de una mujer de su linaje. Sus funerales son fiestas importantes de la comunidad, la cual siente que es continuada por estos muertos que llevan los mensajes de los vivos a los antepasados.

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