En agosto de 1680 dio inicio la que tal vez fue la rebeli�n ind�gena m�s imponente del septentri�n en la �poca colonial. Comenz� en los asentamientos de Santa Fe, en Nuevo M�xico. Los historiadores han discutido si hubo alg�n acuerdo entre los diversos grupos ind�genas, pues adem�s de los indios del pueblo se levantaron los conchos, tarahumaras y tobosos, que renovaron sus ataques intermitentes. Fue un gigantesco movimiento de violencia en contra de la presencia de los espa�oles, en contra de su econom�a y de su religi�n.
Unos dos mil habitantes de Nuevo M�xico huyeron hacia el sur luego de perder a 21 misioneros franciscanos y a 380 vecinos. El Nuevo M�xico quedar�a abandonado (de espa�oles) durante m�s de una d�cada. Parad�jicamente este movimiento de poblaci�n, con direcci�n norte-sur, es decir, en sentido inverso a la direcci�n primordial de la ocupaci�n espa�ola del septentri�n, tuvo fuertes repercusiones en la zona tarahumara y de los conchos, pues esos colonos se establecieron tanto en la misi�n de Guadalupe, donde fundaron Paso del Norte, como en Namiquipa y hasta en el Papigochic, incrementando la presencia de espa�oles en una tierra en donde no eran nada apreciados. Pero tambi�n esos nuevos pobladores trajeron noticias de que los indios pueblo hab�an logrado expulsar a los espa�oles. Algunos tarahumaras se enteraron de ello.
En 1684 los conchos organizaron su �ltimo levantamiento como grupo �tnico plenamente definido. Destruyeron como de costumbre las misiones, atacaron ranchos, destruyeron s�mbolos cristianos y asesinaron a diestra y siniestra. La misi�n de San Francisco de Conchos fue destruida, junto con la de Nombre de Dios. La respuesta espa�ola fue igualmente feroz, tambi�n como de costumbre.
Las noticias del levantamiento de 1680 llegaron hasta Madrid, en donde se tom� la decisi�n de fundar varios establecimientos militares en las tierras septentrionales. Al norte de Parral se fundaron dos presidios: el del Paso en 1683, y el de San Francisco de Conchos en 1685. En �ste se nombr� capit�n vitalicio a Juan Fern�ndez de Retana, de quien se hablar� m�s adelante. Al a�o siguiente se autoriz� la creaci�n del presidio de Casas Grandes y en 1691 se fund� el de Janos. Estos presidios inclu�an por lo menos a dos decenas de soldados bien armados, con sus respectivas cabalgaduras, y la construcci�n de fortines. La Corona espa�ola no tuvo m�s remedio que gastar fuertes sumas en la defensa de sus posesiones en la Nueva Vizcaya y en general en el septentri�n novohispano.
En 1690, en medio de una sequ�a, dio inicio un nuevo ciclo de levantamientos, que no concluir�a sino hasta 1698. Al parecer, indios conchos asaltaron en abril la misi�n jesuita de Yep�mera y mataron a un misionero con fama de abusivo, el padre Foronda, y a dos espa�oles m�s. Los indios de la misi�n se sumaron a los rebeldes y juntos robaron el ganado y se encaminaron a saquear la misi�n jesuita m�s alejada de Parral, Tutuaca. Tambi�n destruyeron las misiones de Cajurichic, Tom�chic, Matachic y Cocom�rachic. El gobernador de Nueva Vizcaya orden� desde Parral que el general Juan Fern�ndez de Retana encabezara la fuerza espa�ola destinada a aplastar a los rebeldes, con ayuda de auxiliares conchos y tarahumaras provenientes de las misiones de Huejotit�n. El 19 de abril los rebeldes atacaron a las fuerzas espa�olas, situadas en Papigochic. El ataque fue feroz, pues los indios hab�an sido aleccionados por los cabecillas de que los arcabuces europeos no disparar�an y que en caso de muerte a causa de espada o lanza los rebeldes resucitar�an tres d�as despu�s. Este mismo argumento hab�a sido utilizado por los chamanes tepehuanes en el levantamiento de 1616. El desenlace de la batalla favoreci� a los espa�oles, quienes luego se empe�aron en perseguir a las bandas dispersas de rebeldes. Algunos prisioneros declararon que desde cuatro a�os atr�s se ven�a preparando el levantamiento y que el objetivo era exterminar a los misioneros y a todos los espa�oles. Los rebeldes tambi�n se�alaron que 11 naciones ind�genas estaban de acuerdo con la rebeli�n, entre ellos los tarahumaras, conchos, apaches, tobosos, jovas y chizos. Las tropas espa�olas, al mando de Retana, mantuvieron una constante cacer�a de cabecillas, brujos y rebeldes, que se extendi� durante varios a�os.
Esta violencia tarahumara parec�a explicarse tambi�n por un nuevo descubrimiento minero: el real de minas de Santa Rosa de Cusihuiriachic de 1687. Seg�n la leyenda, una pareja de enamorados huy� y acamp� en una serran�a; encendi� una hoguera para pasar la noche, y cu�l no ser�a su sorpresa cuando al amanecer descubrieron plata fundida. El novio enfrent� la furia de su suegro con el mejor argumento: un prometedor descubrimiento de plata. El padre perdon�, los novios se casaron y fueron felices y los espa�oles vieron incrementada la riqueza minera de esta porci�n de la Nueva Vizcaya. Ante la noticia, cientos de personas acudieron presurosas. Un a�o despu�s, en 1688, el gobernador de Nueva Vizcaya autorizaba la creaci�n de una nueva jurisdicci�n, una alcald�a mayor que tendr�a a su cargo los asuntos de toda la Alta Tarahumara. Como en el caso de Parral, aunque ciertamente a menor escala, el nuevo mineral se convirti� en un importante punto de avanzada de la ocupaci�n espa�ola en pleno territorio tarahumara. Los rancheros llegaron y despojaron de tierras a rancher�as tarahumaras; ante su pesar, los jesuitas vieron c�mo aumentaban las ofensas de los pobladores civiles sobre los ind�genas. Los jesuitas no dejaban de lamentar este contacto entre espa�oles y tarahumaras. Estos religiosos ten�an muy claro que el arribo de nuevos vecinos espa�oles no hac�a m�s que exacerbar los �nimos. Por ser la poblaci�n espa�ola m�s importante al norte de Parral y por estar ubicada en territorio tarahumara, Cusihuiriachic desempe�� un papel importante en la organizaci�n de las ofensivas contra los sucesivos levantamientos de este grupo ind�gena.
Entre 1695 y 1696 varios acontecimientos presagiaron nuevas dificultades: una epidemia, que mat� s�lo a ni�os y a mujeres; un cometa, el desbordamiento del r�o Papigochic, la supuesta aparici�n de un gigante, y un terremoto en abril de 1696. En este a�o los misioneros comenzaron a notar que un gran n�mero de indios abandonaba las misiones y se dirig�a a las partes altas de la sierra, cargando grandes cantidades de alimentos. Retana, el capit�n del presidio de San Francisco de Conchos, lleg� nuevamente al Papigochic en enero de 1697. Desde all� emprendi� una campa�a contra los rebeldes, logrando capturar a unos noventa flecheros, de los que ejecut� a m�s de cuarenta en marzo. Las cabezas de los rebeldes fueron cortadas y colocadas en palos para que sirvieran de escarmiento. Pero esta represi�n s�lo calde� los �nimos y en mayo los rebeldes destruyeron e incendiaron la misi�n de Tom�chic y m�s tarde la de Arise�chic. Los jesuitas se vieron obligados a abandonar sus misiones y a refugiarse en Papigochic, bajo el amparo de las tropas de Retana. Por ese abandono cayeron las misiones de Yep�mera y Cocom�rachic y m�s tarde las misiones franciscanas de Namiquipa y Bach�niva. Tambi�n la de Sisoguichic fue destruida. El 24 de junio Retana logr� derrotar a los rebeldes, haci�ndoles m�s de sesenta muertos. De nuevo se repiti� el escarmiento de cortar cabezas y fijarlas en palos, as� como la destrucci�n de sembrad�os. Por sus pr�cticas represivas, que inclu�an la tortura a los prisioneros, y sus continuas sentencias a muerte, Retana era temido por los tarahumaras. Las buenas relaciones de los jesuitas con Retana propiciaron que esos religiosos, autores de gran n�mero de documentos sobre estas rebeliones, expresaran su benepl�cito con la actuaci�n del militar.
La campa�a contra los tarahumaras, que se extendi� el resto del a�o de 1697 y el de 1698, se vio complicada por los constantes ataques de los tobosos en el sur, y por los levantamientos de pimas y de los indios guazapares, que obligaban a los espa�oles a dispersar sus fuerzas. A fines de ese a�o, la gran escasez de alimentos, producida en buena medida por la destrucci�n de los cultivos, debilit� finalmente la resistencia de los rebeldes. Para 1699 la paz parec�a florecer en el territorio tarahumara, pero tambi�n era evidente que el esfuerzo de reconstrucci�n y recuperaci�n de los espa�oles durante el periodo subsiguiente a la muerte de Teporaca hab�a sido barrido.