Adem�s de la amenaza creciente de los n�madas, los espa�oles tuvieron que enfrentar en la segunda mitad del siglo XVIII una amenaza exterior: la expansi�n europea desde el norte. Franceses, rusos e ingleses avanzaban sostenidamente desde sus posesiones en Norteam�rica sin ocultar su inter�s por vincularse con las ricas explotaciones mineras del septentri�n novohispano. En ello hab�a un cambio de gran importancia: la regi�n septentrional dejaba de ser exclusivamente una frontera con territorios desconocidos, habitados por n�madas belicosos, y comenzaba a ser una frontera con el movimiento expansivo de otras potencias europeas. Por si hiciera falta, una guerra europea, la de Siete A�os (1757-1763), hizo expl�cita esa nueva condici�n del septentri�n. En esa guerra Francia perdi� sus principales colonias americanas, Canad� y la Luisiana. Inglaterra, la gran vencedora, conserv� a la primera, y Espa�a, aliada de Francia, recibi� la segunda.
Los habitantes del septentri�n novohispano sab�an de las andanzas de los franceses en Texas desde 1689. M�s tarde, a mediados del siglo XVIII, las autoridades espa�olas ve�an con gran preocupaci�n el avance de los rusos, que ya para 1760 ten�an un puesto de avanzada a unos ochenta kil�metros de la bah�a que m�s adelante se llamar�a de San Francisco, en la Alta California.
Este cambio de la frontera hizo m�s evidente la debilidad de las posesiones espa�olas en el septentri�n, y m�s a�n por la prolongada guerra con los n�madas. Estos obstaculizaban el comercio, dificultaban la ocupaci�n de nuevas tierras, pues incluso, como se vio, algunos puntos ten�an que abandonarse y por ello inhib�an el avance espa�ol; la Corona ten�a que gastar sumas cada vez mayores en el sostenimiento de los presidios.
El r�gimen borb�nico, en cuyas manos estaba la Corona espa�ola desde principios del siglo XVIII, emprendi� un enorme esfuerzo pol�tico a partir de 1760. El objetivo era reforzar el dominio sobre sus posesiones americanas, aumentar la extracci�n de recursos y consolidar la hegemon�a pol�tica del poder p�blico por encima de cualquier otra fuerza pol�tica o sector social. Este proyecto dio paso a las reformas borb�nicas, las que incluyeron una gran variedad de medidas en materia fiscal, militar, econ�mica, pol�tica y religiosa. En la Nueva Espa�a, el visitador Jos� de G�lvez (1765-1771) tuvo a su cargo la implantaci�n de las primeras medidas, entre ellas una de las m�s importantes: la expulsi�n de los jesuitas, decretada por el rey Carlos III en febrero de 1767. En la Nueva Vizcaya la orden de expulsi�n fue cumplida a partir de junio de ese a�o y signific� el desmantelamiento de las misiones y propiedades jesuitas.
Las misiones que estaban a cargo de los jesuitas eran las siguientes: en la Alta Tarahumara, Tem�sachic, Matachic, Santo Tom�s, Tutuaca, Papigochic, Sisoguichic, Car�chic, Narachic, Nonoava, Coy�chic, Chinarras, Temeichic, San Francisco de Borja, Temochic, Tonachic, Norogachic y Guaguachiqui; en la Baja Tarahumara: Ch�nipas, T�cora, Moris, Batopilillas, Babaroco, Santa Ana, Guazapares, Cerocahui, Tubares, Satev�, Nabugami y Baburigame. Adem�s, los jesuitas contaban con los colegios de Parral y de Chihuahua y con un gran n�mero de propiedades urbanas y de haciendas, tales como Tabalaopa, San Diego, M�upula, Ci�nega de los Padres, Dolores y San Marcos. A partir de entonces se inici� el saqueo de los bienes de las misiones, lo cual afect� profundamente a los n�cleos ind�genas congregados en ellas.
A causa de esos saqueos se rompi� una relaci�n econ�mica que las misiones hab�an logrado establecer entre s� y sobre todo con los pueblos y centros mineros m�s importantes, como Cusihuiriachic y la misma villa de Chihuahua. Algunos espa�oles o descendientes de espa�oles y mestizos se hab�an ido asentando junto a las misiones. Al momento de la expulsi�n de los jesuitas, aprovecharon el r�o revuelto para apropiarse de grandes extensiones de tierras y de tomas de agua, generalmente las de mejor calidad. El ejemplo m�s v�vido tal vez sea el de la antigua misi�n de Tem�sachic, que perdi� 36 sitios de ganado mayor en la zona conocida como la Bav�cora. Sin duda alguna, como se�ala Benedict, los tarahumaras perdieron desde entonces la posibilidad de una relaci�n econ�mica m�s o menos igualitaria con el resto de la sociedad local. Los beneficiarios fueron los no indios, que m�s adelante formar�an los pueblos del valle del Papigochic.
Las misiones fueron entregadas a los franciscanos y m�s adelante se secularizaron, es decir, se entregaron a la jurisdicci�n del obispado de Durango. Los bienes de los jesuitas pasaron a un organismo creado ex profeso denominado Temporalidades. El r�gimen de misiones obligaba a la Corona a pagar un s�nodo a los misioneros, una especie de sueldo. De ah� que desde siempre la Corona estuviera interesada en acabar con las misiones.
Otra medida de los Borbones fue de �ndole militar. Por primera vez en la Nueva Espa�a se organiz� un ej�rcito propiamente dicho, es decir, profesional y de car�cter permanente. Como parte de este proyecto militar, se envi� al comandante Rub� a recorrer los presidios del septentri�n con fines muy semejantes a los del brigadier Rivera 50 a�os atr�s: buscar a la vez una reducci�n en los costos de los presidios y mejorar su funci�n militar. Rub� realiz� un largo recorrido por los presidios y decidi� finalmente que �stos se colocaran en una l�nea que segu�a muy de cerca el paralelo 30, hasta donde llegaban efectivamente los dominios de la Corona (con la sola excepci�n de Santa Fe y San Antonio de B�jar). El criterio de Rub� fue m�s bien de car�cter militar: los presidios deb�an ubicarse de tal modo que impidieran la entrada de los n�madas, o bien que facilitaran su persecuci�n y castigo. Asimismo propuso y se acept� la creaci�n de una inspecci�n de presidios con sede en la villa de Chihuahua. El primer inspector fue un sobrino del visitador G�lvez, Bernardo de G�lvez, quien m�s tarde escal� en la burocracia colonial hasta llegar a virrey de la Nueva Espa�a. Una vez que la propuesta de Rub� fue aprobada en 1772, varios presidios se trasladaron hacia el norte. En Chihuahua el nuevo sistema signific� el traslado de los presidios a las m�rgenes del r�o Bravo: as�, surgieron los de San Elizario, a unos kil�metros al sur de Paso del Norte, y los de San Carlos (el actual Manuel Benavides); se mantuvieron los de Carrizal y Junta de los R�os, y se suprimieron los de Guajoquilla y Cerro Gordo. Tambi�n se crearon cuatro compa��as volantes que en distintos momentos tuvieron su sede en Pilares, Guajoquilla, San Pablo (el actual Meoqui), San Francisco de Conchos y Namiquipa. G�lvez dej� pronto el cargo y fue sustituido por el coronel Hugo O'Connor, quien emprendi� intensas campa�as contra los apaches desde su base de operaciones, el presidio del Carrizal.
Para el septentri�n novohispano en su conjunto, los Borbones planearon un gigantesco esfuerzo de expansi�n espa�ola que deb�a llevar los dominios efectivos del rey quiz� hasta el paralelo 37, es decir, a la altura del actual San Francisco, California. Para ello era menester, sin embargo, controlar la guerra contra los n�madas y junto con ello promover el desarrollo econ�mico, particularmente el de la miner�a. Para dise�ar este proyecto ambicioso, el visitador G�lvez permaneci� tres a�os en Sonora, donde m�s bien enloqueci� ante la complejidad de los problemas que presentaba esta �rea para el proyecto gubernamental. Pero G�lvez, con ayuda del virrey, propuso la creaci�n de una instancia gubernamental con amplias facultades militares y fiscales, as� como administrativas y religiosas. En 1776 nac�a por orden del rey Carlos III la Comandancia General de las Provincias Internas, como se denominaba a las provincias septentrionales (Nueva Vizcaya, Nuevo M�xico, Coahuila, Texas, las Californias, Sonora y Sinaloa), que tendr�a su sede en Arizpe. El primer comandante fue Teodoro de Croix, quien en medio de un gran conflicto con el virrey Bucareli —opuesto a perder mando sobre el territorio septentrional— lleg� a Chihuahua en marzo de 1778. All� vivi� hasta fines de septiembre de 1779; vale la pena repasar algunas de sus medidas m�s importantes.
En primer lugar De Croix no compart�a la idea de Rub� de privilegiar la funci�n militar de los presidios. M�s bien, ve�a los presidios como un mecanismo para fortalecer la ocupaci�n de la provincia, lo que significaba dar a los presidios una funci�n de poblamiento, incluida la vigilancia de rutas y caminos. Por tal raz�n esos establecimientos deb�an estar cerca de los n�cleos de poblaci�n para protegerlos y para facilitar adem�s su propio abastecimiento. En Chihuahua este cambio de estrategia signific� el establecimiento de una triple l�nea defensiva: la primera constituida por los presidios de Janos, San Buenaventura, Carrizal y San Elizario, y los de Pr�ncipe, Norte, San Carlos y San Sab�, contando un total de 600 hombres de tropas presidiales, tropa ligera y auxiliares; la segunda consist�a en los 520 hombres de las compa��as volantes en Guajoquilla, Conchos y Chihuahua; la tercera compuesta por las compa��as milicianas ubicadas en Anc�n de Carros, Julimes, Chorreras, Agua Nueva, Santa Clara y Namiquipa.
En segundo t�rmino, y en coherencia con la idea de involucrar a los grupos sociales en la estrategia gubernamental, De Croix decidi� repoblar �reas ubicadas al noroeste de la villa de Chihuahua, con el fin de asegurar la ruta a Sonora -elemento crucial en la estrategia global para fortalecer el dominio espa�ol sobre el septentri�n- y mejorar la defensa contra los n�madas. As� se explican las dotaciones a Casas Grandes, Namiquipa, Las Cruces y San Buenaventura de fines de 1778. Los colonos deb�an cumplir funciones militares, y por ello recib�an privilegios y derechos tales como la portaci�n de armas y la exenci�n de impuestos. Estos ejidos se repartieron en lotes y solares individuales entre los fundadores, pero al mismo tiempo una porci�n considerable se destin� a usos comunes. Con el tiempo, los pueblos fueron perdiendo parte de sus dotaciones y s�lo durante la reforma agraria, posterior a la Revoluci�n de 1910, se reintegraron a los vecinos.
La presi�n militar de los espa�oles oblig� a algunas partidas apaches a solicitar la paz, lo cual ocurri� en el oto�o de 1779 con los mescaleros encabezados por el jefe Patule. Pero estos pactos eran vistos con desconfianza por los espa�oles, pues ya se hab�an dado casos en que los apaches s�lo acced�an a la firma de acuerdos de paz para dedicarse a combatir a los comanches, sus ac�rrimos enemigos. Tambi�n era com�n que hicieran las paces en un lado para atacar en otro.
En el tiempo en que De Croix estuvo en Chihuahua aprob� la fundaci�n de un obraje, o una f�brica de textiles, que utilizaba a los presos, concesionada a los se�ores Mart�n de Mari�elarena y Manuel de Urquidi. Otro obraje fue abierto en la hacienda de Encinillas. Con estos establecimientos se inici� la manufactura de productos textiles a mayor escala.
En 1788 entr� en vigor la ordenanza de intendencias en la Nueva Espa�a. Se trataba de una profunda reorganizaci�n administrativa, ideada por los reformadores borb�nicos para mejorar la administraci�n y reforzar el control territorial. Surgieron entonces 12 intendencias (una de ellas era la de la Nueva Vizcaya) y tres territorios, entre ellos Nuevo M�xico. Con esa reforma desaparecieron los alcaldes mayores y los gobernadores de provincias, es decir, los funcionarios que hab�an gobernado desde los inicios del periodo colonial. La capital de la intendencia de Nueva Vizcaya se mantuvo en Durango. Pero se nombraron 12 subdelegados en la porci�n norte de la intendencia: Chihuahua, San Ger�nimo, Parral, Santa B�rbara, Valle de Allende, Guajoquilla, Cusihuiriachic, Batopilas, San Buenaventura, Valle de Olivos y despu�s en Topago y El Refugio. Esta reorganizaci�n pol�tica de la Nueva Espa�a se considera la base de la estructuraci�n pol�tica del pa�s, una vez que alcanz� su independencia. De ese mismo modo hay que considerarla para la porci�n norte�a de la Nueva Vizcaya. Sin duda alguna, la creaci�n de estas unidades administrativas (en este caso las subdelegaciones) obedec�a a razones demogr�ficas y econ�micas, que respond�an a su vez a los complejos procesos de poblamiento y repoblamiento que se han mencionado a lo largo de esta obra.