Nuevos indígenas, nuevas dificultades (1750 - 1790)


El siglo XVII fue la etapa de las sublevaciones de los diversos grupos ind�genas que desde antes de la llegada de los espa�oles habitaban ese espacio. En cambio, el siglo XVIII, sobre todo en la segunda mitad, fue el tiempo de los ataques de unos reci�n llegados, los grupos n�madas, los apaches.

Conforme avanz� el siglo XVIII las autoridades espa�oles mostraron un creciente inter�s por la situaci�n de las provincias septentrionales del virreinato de la Nueva Espa�a. Era evidente que la ocupaci�n de esas provincias era una empresa sumamente complicada, especialmente por las grandes distancias que hab�a entre ellas y el centro del virreinato y por la belicosidad tan manifiesta de los pobladores ind�genas.

A ra�z del enorme levantamiento de 1680, como se vio, la Corona comenz� a establecer varios presidios a lo largo de esas provincias, desde Sonora hasta Texas. En el norte de la Nueva Vizcaya funcionaban cinco presidios hacia 1730: Paso del Norte, Casas Grandes, San Francisco de Conchos, Valle de San Bartolom� y Janos. En la porci�n sure�a estaban los de Cerro Gordo, Gallo, Pasaje, Santa Catalina Tepehuanes, Cuencam� y Mapim�. El costo de esos presidios, sufragado con fondos de las cajas reales de Zacatecas, Guadalajara, Sombrerete y Guanajuato, era enorme y crec�a a�o con a�o. Si en 1701 la Corona erogaba alrededor 226 000 al a�o en el sostenimiento de los presidios a lo largo del Septentri�n, en 1725 el costo se hab�a elevado a casi 445 000. La presencia de expedicionarios franceses en Texas, confirmada en 1689, hab�a alarmado a�n m�s a la Corona espa�ola. Las sublevaciones de tarahumaras y conchos hab�an quedado atr�s, pero apaches y europeos extranjeros comenzaban a amenazar las provincias septentrionales, cuya riqueza minera no era desconocida para franceses e ingleses.

Al igual que las misiones, los presidios se convirtieron en un eslab�n importante de la ocupaci�n espa�ola. Ello fue as� no s�lo por su funci�n de resguardar caminos y de perseguir a bandas de indios rebeldes. Los presidios eran verdaderos centros de poblamiento, pues adem�s de las familias de los soldados algunos vecinos optaron por vivir en las inmediaciones en raz�n de la seguridad que ofrec�a el contingente militar. En algunos casos los n�cleos de habitantes civiles cobraron tal solidez y estabilidad que la desaparici�n del presidio —decidida en las altas esferas gubernamentales de Espa�a o de la ciudad de M�xico— no significaba la desaparici�n de dichos asentamientos civiles. As� ocurri� por ejemplo con el presidio de San Francisco de Conchos, suprimido en 1751.

En 1724 el rey autoriz� el viaje del brigadier Pedro de Rivera con el fin de inspeccionar el estado de los presidios y en general la situaci�n de esas provincias. El objetivo era buscar modos de ahorrar gastos y a la vez de mejorar la capacidad militar de esos establecimientos.

Los presidios contaban en estos a�os con un capit�n y un destacamento que variaba entre 25 y 100 soldados. Cada soldado, que ganaba un sueldo de 450 pesos al a�o, ten�a 10 caballos, lo cual obligaba a contar con un hato de tama�o considerable que exig�a pastura, corrales y agua, as� como un dispositivo permanente de vigilancia. Rivera confirm� que los capitanes de los presidios comet�an grandes abusos. En ocasiones fung�an como intermediarios comerciales que revend�an las mercanc�as a altos precios a sus soldados; tambi�n era muy com�n que utilizaran a sus subordinados como peones de campo o pastores.

Rivera tambi�n critic� el descuido y mal estado de las fuerzas presidiales. Dif�cilmente pod�a esperarse una reacci�n r�pida y expedita de estos efectivos militares. Adem�s, Rivera mostr� su desacuerdo con el n�mero y la localizaci�n de los presidios. Por ello propuso suprimir algunos y cambiar de sitio a otros. De igual modo, Rivera recomend� la separaci�n de Sonora de la Nueva Vizcaya y su erecci�n como provincia independiente, cosa que se decret� en 1733.

La visita de Rivera tuvo lugar en una �poca de relativa paz en las provincias septentrionales. Hab�a noticias de ataques espor�dicos y de ocasionales levantamientos graves, como el de los seris en Sonora en 1725. Pero en la Nueva Vizcaya los a�os que van de 1700 a 1750 fueron en general de tranquilidad y de convivencia m�s o menos pac�fica con los indios. En este periodo los espa�oles lograron sofocar las �ltimas partidas de tobosos y conchos, que pr�cticamente dejaron de existir. El Bols�n de Mapim�, ese "desierto" tan temido por los espa�oles en el siglo anterior, ya no entra�aba peligro. Por esa situaci�n de paz las recomendaciones de Rivera fueron adoptadas en el reglamento de presidios de 1729, emitido por el virrey Casafuerte. En este reglamento se obligaba a las fuerzas presidiales a escoltar a los viajeros y recuas y a realizar recorridos de inspecci�n por diversas zonas. A la tropa de San Francisco de Conchos, por ejemplo, se le encomend� la tarea de realizar una inspecci�n anual por la Sierra Tarahumara. En el mismo sentido, el gobernador de Nueva Vizcaya vio reducido su fondo de guerra en dos terceras partes: de 6 000 a 2 000 pesos anuales. Los tiempos de paz parecen explicar el car�cter de estas medidas.

Despu�s de 1748 el panorama se transform� de manera radical, en particular en la Nueva Vizcaya. Expulsados de las praderas de Nuevo M�xico por los comanches, los diversos grupos apaches comenzaron a emigrar hacia el sur, en un movimiento que algunos sit�an a principios del siglo XVIII. Es importante hacer notar que los apaches llevaban varios siglos de relaci�n m�s o menos pac�fica con grupos sedentarios, como los indios pueblo, y luego con los mismos espa�oles. Pero al emigrar hacia el sur parecen haber recuperado su antigua tradici�n y organizaci�n n�mada. Y a�n m�s que eso: al verse despojados de las zonas de caza de bisonte encontraron en los ganados de espa�oles un sustituto estrat�gico para su reproducci�n social. En 1748, el informe del capit�n del presidio de San Francisco de Conchos, Barroter�n, ya se�alaba la existencia de nuevos pobladores en el Bols�n de Mapim�: unos 400 apaches. Este movimiento de poblaci�n apache era una de las condiciones que presagiaba el inicio de una nueva etapa en la vida de la Nueva Vizcaya.

El mismo Barroter�n no dejaba de criticar las medidas restrictivas derivadas de la visita de Rivera. Se�alaba por ejemplo que las visitas encomendadas a ese presidio en la Tarahumara hab�an dejado de hacerse y que por ello se ten�a noticia de un gran n�mero de indios fugitivos que vagaban de un lado a otro. Barroter�n dejaba ver un temor que crecer�a con los a�os: los tarahumaras gentiles, o huidos, constitu�an un peligro muy serio para la provincia. La reuni�n de estos tarahumaras con partidas apaches se convertir�a en una de las amenazas m�s temidas por los militares espa�oles, ya que los tarahumaras conoc�an mucho mejor el terreno que los apaches.

En 1751 los apaches iniciaron sus incursiones en forma constante en la red de asentamientos y rutas de espa�oles del norte de la Nueva Vizcaya. Coincid�an estos ataques con reformas a los presidios: se suprim�an los de San Francisco de Conchos, Casas Grandes, Valle de San Bartolom�, y surg�an los de la Junta de los R�os y Guajoquilla (hoy Jim�nez); permanec�an los de Janos y el de Paso del Norte. En 1758 se form� el presidio del Carrizal, despu�s de que un peque�o grupo de pobladores originarios de Nuevo M�xico se hab�a asentado en ese lugar. Gilas, sumas, natajes, cholomes, venados y otros grupos apaches cometieron grandes robos de ganado en las haciendas cercanas a la villa de Chihuahua entre 1751 y 1753; tan graves fueron estos ataques, que el obispado de Durango vio reducido a la mitad el producto de los diezmos.

Al tiempo que nac�a esta nueva ola de violencia, tuvieron lugar varios descubrimientos mineros importantes en la zona serrana, es decir, lejos de la zona de guerra. Esos minerales, como hab�a ocurrido antes, se convirtieron en focos de atracci�n para algunos pobladores y con el tiempo se transformaron en asentamientos permanentes. Entre esos descubrimientos cabe destacar el de San Juan Nepomuceno (1745), el de Maguarichic (1749) y el de Topago, en Ch�nipas (1750). Por otra parte, el crecimiento de la villa de Chihuahua exig�a nuevas obras; as�, en 1751 se inici� la construcci�n del acueducto que abastecer�a de agua a la poblaci�n hasta bien entrado el siglo XIX. En ocasi�n de la jura del patronato de la Virgen de Guadalupe en diciembre de 1758, las autoridades de la villa organizaron una festividad de tres d�as. La procesi�n del d�a 11 cont� con la participaci�n de los gremios de carpinteros, alba�iles, canteros, herreros, zapateros, silleros, cerrajeros, zacateros, obrajeros, burreros, aguadores y veleros. Esta diversidad de oficios muestra la complejidad social que hab�a alcanzado este n�cleo de poblaci�n, sin duda alguna el m�s importante del norte de la Nueva Vizcaya.

Pero varios a�os despu�s, en 1761, el obispo de Durango, Tamar�n y Romeral, escrib�a a Madrid para dar alarmantes noticias sobre la situaci�n de su jurisdicci�n. Tan graves eran los ataques y robos de los apaches, que solicitaba la creaci�n de dos presidios m�s y el env�o de tres o cuatro mil hombres. Tambi�n ped�a una expedici�n con fuerzas de la Nueva Vizcaya, Sonora y Sinaloa, apuntalada con fuerzas organizadas por los hacendados, para batir a los n�madas. Esta �ltima solicitud no era extra�a. Desde la d�cada anterior, las autoridades hab�an ordenado a los propietarios que prepararan a sus peones para el combate contra los apaches, so pena de multarlos con 200 pesos. De la misma manera, los habitantes de los pueblos de espa�oles deb�an organizar milicias para ese efecto. Como se ver�, estas medidas, que buscaban involucrar a los pobladores en la guerra contra los indios, ser�an una constante en la historia local en las d�cadas subsiguientes.

Tamar�n sab�a lo que dec�a. Desde 1759 hab�a iniciado una larga visita por su obispado, que lo llev� a recorrer m�s de once mil kil�metros. De esa visita Tamar�n obtuvo la informaci�n con la que elabor� su obra titulada Demostraci�n del vast�simo obispado de la Nueva Vizcaya, que ahora es una de las mejores fuentes para conocer el estado de la provincia en esos a�os. Tamar�n relataba los abandonos de haciendas y ranchos, la reducci�n de los hatos, la muerte de vecinos y arrieros, la inseguridad de los caminos y la notable incapacidad de las fuerzas presidiales para enfrentar la amenaza de los apaches. Por esa raz�n solicitaba a las autoridades un aumento notable en el n�mero de efectivos, cosa que por lo dem�s hab�a ocurrido desde 1727, a pesar de las recomendaciones de Rivera. Tamar�n describ�a la dif�cil situaci�n creada por la d�bil defensa espa�ola en Guajoquilla as� como los ataques de los enemigos en el camino entre San Francisco de Conchos y Chihuahua. Otra zona atacada por los apaches era la cercana a Cusihuiriachic, donde la hacienda de La Laguna hab�a sido "desamparada" por su propietario. Igual ocurr�a en la hacienda de El Carmen, junto a Buenaventura, donde viv�an 26 familias de sirvientes; en 1763 estaba a punto de abandonarse a causa de que los "enemigos entran y salen cuando quieren, se llevan lo que encuentran y tambi�n matan gente". San Buenaventura s�lo resist�a a los apaches por los 15 soldados que viv�an all�, pertenecientes al presidio de Guajoquilla. El presidio de Janos se hallaba en plena zona de guerra y Tamar�n dec�a que "toda aquella. tierra est� inundada de indios enemigos, se han despoblado haciendas y pueblos porque �stos los arruinaron, a cada paso se encuentran se�ales de muertes que hicieron".

Tambi�n eran muchos los estragos en las cercan�as de la villa de Chihuahua. Al comentar las dificultades para llevar le�a para las fundiciones de metal -costaba cuatro reales la carga-, el obispo se�alaba que los le�adores se arriesgaban mucho, dada la abundancia de enemigos y el largo trayecto que ten�an que recorrer para obtener la le�a. La lejan�a de los bosques era una de las secuelas de la explotaci�n minera de Santa Eulalia. Tamar�n conclu�a:

"Y arruinada que sea la villa de Chihuahua, toda la Vizcaya corre gran riesgo, el Nuevo M�xico no hallar� recursos, pues all� es el �nico que tienen y carecer�n de todo, o la gente de raz�n tendr� que abandonarlo".

Ya desde entonces hab�a tres rutas principales de ataque de los n�madas: la del noroeste, que pegaba en Casas Grandes, Janos y hasta el Papigochic; la del norte, que atacaba Paso del Norte, Encinillas y hasta la villa de Chihuahua; y la del oriente, que atacaba desde el Bols�n de Mapim� los precarios asentamientos de las m�rgenes de los r�os Conchos y Florido, desde Guajoquilla y el Valle de San Bartolom�, hasta Julimes.

Los ataques se intensificaron en las d�cadas de 1760 y de 1770. En 1771 se dec�a que desde 1748 hab�an muerto 4 000 personas y que los da�os ocasionados por los apaches ascend�an a 12 millones de pesos. En 1777 se informaba que en la parte norte de la Nueva Vizcaya hab�an perecido 991 personas en estos ataques, 154 hab�an sido capturados, 74 era la cifra de haciendas abandonadas y 33 000 la de reses robadas.

Nicol�s Lafora, un asistente del comandante Hugo O'Connor, y el cura Jos� Agust�n de Morfi, asistente a su vez del caballero de Croix, repitieron en gran medida las descripciones de Tamar�n. La provincia pod�a desaparecer si no se controlaba y reprim�a la amenaza apache. En 1778 el padre Morfi narraba c�mo los apaches robaban ganado, incluso en las goteras de la villa de Chihuahua; las persecuciones eran generalmente in�tiles. El 13 de mayo de 1778 Morfi escribi� en su diario que 60 hombres no pudieron dar alcance a tres indios que hab�an robado seis caballos en el S�uz. A diferencia de las anotaciones de Rivera en 1727, Lafora y Morfi se expresaban de los apaches en t�rminos severos, como un enemigo irreconciliable, como "salvajes" que deb�an ser exterminados para asegurar la posesi�n espa�ola. �ste era el resultado del cambio en las condiciones de la provincia.


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