El rostro bonancible de la Villa de Colima


S�ntoma de un rejuvenecimiento de la provincia cuando termina la d�cada de los ochenta del siglo XVII, es el bonancible rostro de su villa que, para el bachiller P�rez de Le�n, es "la �ltima que por estos t�rminos tiene la Am�rica", rodeada de monta�as, con "planes espaciosos y admirables, con abundancia de aguas para siembras de cacao, a�il, ca�a, arroz, frijol, ma�z y chile", seg�n la describe Diego de Lazaga, dominando el paisaje el Volc�n de Colima —de fuego— y el de Zapotl�n —de nieve—.

La traza de la villa es ajedrezada y sus casas de teja de proporci�n regular son, sin embargo, "bajas, muy h�medas y de ninguna comodidad ni aire con unos corralones grandes". Las calles estrechas y sin nombre, con la Plaza de Armas al centro, en torno de la cual se alzaba la iglesia parroquial con torre, las Casas Reales con corredor al frente, la Sala de Cabildos, la Real C�rcel, el Estanco de Tabacos y la Gasa del Diezmo, am�n de las moradas de los notables y algunas tiendas de ropas y de otras mercanc�as que se introduc�an. En las calles adyacentes y muy cerca de la plaza, la casa del p�rroco, la Real Estafeta, los conventos de San Juan de Dios y de la Merced, y las Reales Alcabalas. Colima manten�a inalterable su rostro y traza.

Destacaba la presencia del clero secular al frente de la iglesia parroquial y de dos conventos de regulares, el uno de mercedarios, el otro de religiosos de la orden de San Juan de Dios.

Del convento de San Juan de Dios, Juan de Montenegro dice que residen habitualmente entre cuatro y seis religiosos, y en su hospital, donde se curan los enfermos pobres, hay "cuatro y seis camas".

De la Villa de Colima, el cosm�grafo Villase�or dice que "es su situaci�n en c�lido temperamento, y la pureza de los aires que la ba�an le hacen menos sensible que otros"; es decir, caliente pero con un delicioso vientecillo que hace m�s ligero el bochorno. Por otra parte, a la villa la "adornan" —as� se expresa— tres templos: la parroquia y los conventos de la Merced y San Juan de Dios.

Acabando el a�o de 1789, la "gran Villa de Colima" comenzaba a respirar de nuevo, aunque sus vecinos no se percataran bien a bien de ello. En otras palabras: dinero hab�a pero tambi�n sal�a a raudales sin gran provecho y advertencia de los lugare�os; es decir, el dinero corr�a a otras manos porque en definitiva "todo es giro". Entre las provincias m�s socorridas por el comercio incipiente de Colima se observa el inicio de un protagonismo particular del sur de Jalisco y de la ciudad de Guadalajara, la que a partir de estas fechas habr�a de conseguir lo que no hab�a podido lograr en los dos largos siglos anteriores.

En 1793 la poblaci�n de la Villa de Colima constaba de 1 939 almas de espa�oles, 85 castizos, 181 mestizos y 2 109 mulatos, sumando en total 4 314; y en haciendas y ranchos, 676 espa�oles, 99 castizos, 252 mestizos y 2 302 mulatos, cuyo total era de 3 329. As� pues, entre quienes viv�an en la villa y su distrito, la poblaci�n ascend�a a 7 643 personas. Agr�guense a estos n�meros los moradores y vecinos de otras parroquias, cabeceras, haciendas y rancher�as a lo largo y ancho de su territorio, siendo los principales n�cleos de poblaci�n, adem�s de la Villa de Colima, San Francisco de Almoloyan (1405 personas de raz�n), Tecalitl�n (1 204) y Xilotl�n (1 099). "Las personas de raz�n" sumaban en total 12 815.

La rica provincia de Colima, sin embargo, poco produc�a a juicio de unos y de otros porque en ella radicaba un mal end�mico: "no conocer sus habitantes el semblante a la hambre". Tal dolencia tra�a Consigo otra: como bastaba alzar la mano para sustentarse, la ley del m�nimo esfuerzo era norma general. El talante de los moradores de esta regi�n, por consiguiente, acumulaba extraordinaria dosis de desgana, y cuando �sta se pon�a a prueba, estallaba la violencia, efecto de miserias atrasadas, frustraciones reprimidas, esp�ritu de anarqu�a. "En todos aquellos parajes se puede decir que se vive sin Dios, sin ley ni rey." Sin duda, hombres y mujeres de la provincia de Colima mostraban claros signos de esp�ritus independientes y orgullosos de su propia dignidad.

Por soluci�n a tan arraigado mal, ya puesto de relieve por el bachiller Jos� Miguel P�rez de Le�n, el ilustrado Diego de Lazaga propon�a a modo de terapia social algunas medidas: una autoridad efectiva y pol�tica de fomento que mejorara los �ndices econ�micos de la poblaci�n.

Si se a�ade a la desidia el car�cter violento, el drama de una sociedad es inevitable. Aunque mucho se hab�a ganado en los �ltimos a�os, segu�an urgiendo los remedios, y si fuera necesario, dr�sticos. Pero desidia y violencia, esp�ritu independiente y orgullo de s� mismos no se daban solos. Tambi�n la iron�a, el sarcasmo, la broma, el juego, la cr�tica a la autoridad constituida, eran otros s�ntomas indudables del car�cter regional, como lo era la convivencia y mestizaje m�s o menos placenteros de las razas —espa�oles, naturales y negros— que fue determinando el talante de los lugare�os.


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