AL AMANECER DEL 1� DE ENERO DE 1880, encaramado en una de tantas palmas que adornan el paisaje, un tubero se distrae por unos instantes y observa, a lo lejos, las cimas descarnadas de los volcanes. Algunas garzas hacen equilibrios en los tamarindos y sauces cercanos al r�o de Colima. Apenas pueden divisarse algunos tejados: las huertas y los m�ltiples corrales con sus mangos, tamarindos, naranjos, limoneros, galeanas, primaveras y las matas de vainilla enroscadas en sus troncos, ocultan las casas y las venas abiertas de las calles. Pero ah�, escondida y viviendo desde hace siglos su l�nguida somnolencia, empieza su jornada Colima, mientras los zopilotes planean su ronda de muerte.
Sobre un total de 71 272 habitantes que tiene a la saz�n el estado, el municipio de Colima se lleva la mejor tajada: 40 966 residentes, extendiendo sus l�mites territoriales hasta la hacienda de La Queser�a. Lo que es la ciudad de Colima, si ciudad puede llamarse, suma 26 221 almas en sus cuatro secciones. Partiendo de los arruinados muros del convento de Almoloyan y por la nombrada calle de San Francisco, bordeando huertas una cuadra arriba del templo de la Salud, la ciudad vadea el r�o Principal, asciende el parapeto de la f�brica de hilados de La Atrevida y llega a la calle de San Cayetano: para arriba, desemboca en potreros; poco m�s abajo, brincando el R�o Chiquito, apenas avanza pocos metros por la calle de los Sotelo; mejor resulta caminar por la del Precipicio, alcanzar la calle de la Muralla, cruzar el Arroyo Seco m�s adelante y el puente cercano al Salat�n de Ju�rez sobre el arroyo del Manrique, subiendo hasta la Garita de M�xico, forzada salida de los arrieros que toman el Camino Real. Los l�mites de la ciudad desde la Garita de M�xico a los Llanos de Santa Juana corren por las Siete Esquinas y, desvi�ndose por la calle que viene desde el templo de la Salud, van a ba�arse a las Pe�uelas; de aqu� baja la calle de Santa Juana, larga y casi paralela al Manrique, que va dejando atr�s las cuadras formadas por las desembocaduras de las calles de los Almacenes, del Puente Zaragoza, la Principal, la del Jard�n N��ez, la del Hospital Civil, del Manzanillo, de las Calderas y por �ltimo la del Abasto.
Al topar con la del Abasto y entre los arroyos Secos y del Manrique vuelven a asomar los potreros. Unas cuantas manzanas en torno al Jard�n de la Concordia su punta extrema es la calle del Amor forman una cu�a con los Llanos de Santa Juana, donde suman sus menguados caudales el R�o Chiquito y el Arroyo Seco. A espaldas de este jard�n vuelve a ser necesario bordear el r�o de Colima, ascender por la calle de las Ranas y sentarse en los poyos del Puente Viejo o de Piedra. Unas 30 manzanas surcadas por las calles de la Amapola, la Teja, Tar�mbaro, la Armon�a y las Cabezas completan el rostro de la ciudad. Extramuros de este per�metro quedan regados algunos vivos, y los muertos: el cementerio cat�lico, como se nombra al p�blico, en la orilla m�s oriental de la ciudad, y el "pante�n de los gringos" en la salida a San Cayetano.
MAPA
2. El estado de Colima en el siglo XIX.
Dibujo basado en Gerald L. McGowan, Geograf�a pol�tico administrativa de la reforma. Una visi�n hist�rica, M�xico, El Colegio
Mexiquense/INEGI,
1991, p. 41.
Algunas calles, sobre todo las que ven m�s seguido las autoridades y las del rumbo que habitan los notables, est�n empedradas; las dem�s son de tierra suelta polvo en las secas, lodazales en las aguas donde crecen con frecuencia matorrales por no decir bosques. En cierta ocasi�n se comentaba en el cabildo que tanta era la maleza en algunos parajes que tras ella se escond�an los maleantes. En los suburbios como en el centro de la ciudad, a causa de los temblores, las lluvias, la desgana o la falta de recursos, numerosas casas muestran a principios de 1880 s�ntomas de ruina, en particular, trat�ndose de bardas. Las casas colimotas de la gente principal, con muros de adobe, teja, amplios corredores y su corral donde hab�a cuadra, gallinero y de vez en cuando alguna porqueriza, se concentran en las manzanas m�s pr�ximas a la Plaza de Armas. La miseria se reparte generosamente en las dem�s zonas.
Los pudientes procuran construir en sus casas fosas s�pticas porque, como hay tan s�lo una cloaca general para el sector del centro la ca�er�a es de barro, de vez en cuando se tapona o rompe, y notable resulta el quebranto. Los vecinos hacen el vertido de sus desechos directamente en las calles "�aguas!", se grita para poner sobre aviso al peat�n descuidado, aprovechando el desnivel natural, y quienes viven a orillas del r�o y de los arroyos, sobre las corrientes, por cierto m�s caudalosas que en nuestros d�as. A las playas del r�o de Colima, donde se alzan con licencia municipal enramadas y ba�os p�blicos, acuden tambi�n las mujeres del pueblo a lavar trastes y ropa. Aunque preocupan las condiciones higi�nicas de la capital del estado, poco se hace para su remedio a pesar de las voces de alarma que de vez en cuando se alzan a este prop�sito.
Era urgente implantar una pol�tica higi�nica porque de lo contrario "no ser� remoto que a mediados de esta estaci�n o a la salida de las aguas, las causas que hemos anunciado produzcan una epidemia en la capital". Por este c�mulo de motivos, las infecciones estaban a la orden del d�a. Para mayor agravamiento de la salud p�blica, por el rumbo de Placetas se hac�an socavones pan extraer arena que las lluvias convert�an en profundos charcos, y en los alrededores del r�o algunos vecinos acostumbraban cultivar arroz creando zonas empantanadas y malolientes por la abundancia de materia org�nica en descomposici�n. De ah� despegaban su vuelo a todas horas infinidad de mosquitos que torturaban al vecindario.
Para el consumo de agua en muchos hogares hab�a pozos. Exist�an algunas ca�er�as que repart�an el agua a los distintos rumbos; este servicio se abastec�a de las atarjeas de la f�brica de hilados de La Atrevida. En las sesiones del Cabildo era repetitiva la discusi�n del tema, o porque reventaban los ca�os o porque no ca�a el agua en las fuentes p�blicas las de la Plaza de la Concordia, Sangre de Cristo, Plaza del Dulce Nombre y la de Pe�uelas, y por la demanda de los habitantes de pajas para sus casas. Aunque oficialmente el agua era potable, los vecinos por precauci�n utilizaban pesados filtros de piedra o prefer�an la ofrecida por m�ltiples aguadores que recorr�an calle tras calle, de casa en casa, con sus burros y casta�as.
Durante el d�a era excepcional ver por las calles el paso de alg�n coche, charrete o guay�n jalados por caballos, propiedad de los m�s acaudalados; lo normal eran las mulas y burros de arrieros y campesinos. Pero tambi�n iban y ven�an gallos y gallinas, cerdos, perros y gatos contra los que el Ayuntamiento lanzaba bandos de polic�a obligando al vecindario a tenerlos recogidos en sus casas, bandos a los que nadie hac�a caso. Colima era por todo ello una ciudad rural, al ritmo de los campanarios y esquilas de El Beaterio, que fung�a de parroquia, La Salud, La Merced y La Sangre de Cristo, que eran los �nicos templos existentes.
La clase pol�tica, los ricachones y los miembros de la colonia extranjera avecindados en Colima acostumbraban vestir trajeados; el lino y la seda eran frecuentes y para las ceremonias oficiales se estilaba la ropa oscura, de preferencia el negro. Los empleados en las oficinas del gobierno del estado y del municipio, as� como quienes laboraban en el comercio giros mercantiles se les llamaba a las tiendas importantes, en horas de trabajo vest�an como sus patrones, de saco y corbata, y cuando apretaba el calor, con el debido permiso, atrev�anse a suprimir el saco, usando el chaleco sobre la camisa de manga larga. Los obreros, artesanos y abarroteros sin grandes pretensiones utilizaban los driles, en particular de color azul. La inmensa mayor�a de la poblaci�n, que a�n segu�a vinculada con el medio rural, usaba de ley el calz�n blanco, el huarache y el sombrero de palma, que contrastaba con el de fieltro o palma fina que gustaban tocar los de la clase propietaria. Las se�oronas, por su parte, pretend�an vestirse a la usanza de la capital de la Rep�blica. Cuando Santiago C�rdenas, uno de los comerciantes m�s emprendedores de la localidad y que impon�a la moda en Colima, tra�a zapatos o vestidos dizque procedentes de Par�s, la mercanc�a volaba. Las mujeres del pueblo por el contrario manten�an el tradicional rebozo y sus vestidos eran de espl�ndidos colores chillones.
Colima era una ciudad reprimida, por ello tanto sorprendieron sus reacciones libertarias cuando se produjo la epidemia de fiebre amarilla a�os despu�s. Los �nicos que ensayaban la libertad eran los ni�os. No tanto por falta de escuelas sino porque a�n no hab�a conciencia de su necesidad, algunos ni�os los menos o ayudaban a sus padres en las labores agr�colas, o se empleaban en las diversas industrias, o serv�an de mozos en las casas principales; la mayor�a corr�a de aqu� para all� persiguiendo pajarillos e iguanas, resortera en mano, volando papalotes, brincando por el r�o y escabull�ndose a las huertas para cortar mangos y tamarindos. Los hijos de ricos hac�an los mismos juegos, uni�ndose en aventuras maravillosas con los del pueblo, pero ya en casa sacaban sus soldaditos de plomo y organizaban desfiles y batallas de su imaginaci�n. Las ni�as hac�an el quehacer de la casa, aprend�an a tejer y bordar, experimentaban viej�simas recetas dom�sticas y tocaban el piano.
Temprano se despertaba la poblaci�n; temprano se acostaba. Al anochecer, los serenos cebaban de aceite de coquito los candiles de calles y plazas, casi siempre colgados de escuadras de madera o soportes de hierro adosados a los muros de casas y esquinas. Poco dinero hab�a para iluminar la ciudad y pocos eran los faroles, por eso resultaba atrevido salir de casa en las horas de la noche. Un traspi�s, un tropez�n, una ca�da estrepitosa o simplemente un buen susto esperaban al noct�mbulo. Los serenos daban vueltas por cada barrio, gritando las horas y el "avemar�a", mientras que los polic�as hac�an su ronda cit�ndose para determinada hora en alg�n punto estrat�gico seg�n las �rdenes giradas al respecto. En este rengl�n la preocupaci�n era constante y siempre se encontraban recursos para seguir ampliando el n�mero de celadores del orden p�blico.
El ritmo del d�a lo daba, como ya dijimos, la iglesia: misas tempraneras y el rosario vespertino, actos en los que se daban cita las do�as colimotas y las muchachas en b�squeda de la santidad o del futuro esposo. Los caballeros acud�an, entre otros sitios de distinci�n, al Casino Alem�n, donde adem�s de leer la prensa local, estaban al tanto de la que se publicaba en Guadalajara y en la capital de la rep�blica. En ocasiones y con orgullo, alguno que otro vecino tra�a bajo el brazo para extenderlo pomposamente en el centro de los contertulios alg�n rotativo norteamericano o germano.
Es obligatorio hacer un par�ntesis y decir dos palabra acerca de la prensa de Colima. Los peri�dicos nac�an y mor�an al calor de una candidatura pol�tica, de las circunstancias del momento, para favorecer o combatir a alg�n grupo o corriente, para lanzar diversos exabruptos, calumnias, chismes o rumores al mentidero cotidiano. Frente a la estabilidad que manten�a el peri�dico oficial, El Estado de Colima, destaca lo ef�mero de muchas de las publicaciones que asomaban a la vida p�blica colimense. En ocasiones, a lo m�s lograban ense�ar la nariz un par de n�meros; en otras, sobreviv�an por m�s tiempo, para desaparecer y resurgir despu�s. Pero casi siempre, como acontece seguido en la provincia, la prensa local ten�a por horizonte el chismorreo que divierte y amuela. Es raro encontrar el peri�dico sesudo. Parece que siempre nuestro periodismo casero tuvo preferencia obsesiva por todo lo que significa justamente diversi�n y perjuicio. El despelleje era algo normal y normativo, sobre todo cuando dos colegas convert�an sus p�ginas en palenque y se enzarzaban en peleas de gallos. Por otra parte, si bien han existido siempre mastodontes cuyo �nico objetivo era desnudar vidas ajenas y envilecer la honra del vecino, tambi�n hubo intentos nobles y altruistas, con la pretensi�n de construir una sociedad mejor, impulsando nobles sentimientos, alentando la paz, el orden y el progreso, procurando un Colima ut�pico. Sin embargo, tan pronto como se chocaba con la dura y pelona realidad, o se ca�a en los vicios antes se�alados o se cerraba la aventura period�stica con la ruina del rotativo.
Dejemos de lado la prensa y volvamos al Casino Alem�n, donde los vecinos pueden cotorrear a rienda suelta unas cuantas horas de tertulia y jugar al billar, escuchando a Rojas Vertiz, un virtuoso que estrena una de sus composiciones en el piano de cola. En una mecedora est� Agustin Schacht, bebiendo cerveza; Brackel-Welda y Christian Flor, c�nsul del imperio, hablan en alem�n; Ram�n R. de la Vega pontifica rodeado de un par de regidores; Miguel Baz�n r�e en un rinc�n, del brazo de Gildardo G�mez; mes�ndose sus afortunadas barbas, Francisco Santa Cruz bosteza, teniendo a un lado, t�mido y silencioso, a Esteban Garc�a. Por el portal cruza meditabundo Doroteo L�pez, echando una mirada de reojo al casino; Chencho Orozco, empleado del estado, lo saluda quit�ndose el sombrero. Por la puerta entra Augusto Morrill, huyendo un instante de su droguer�a: �l representa en Colima los intereses norteamericanos. Adolfo Kebe, de inmediato, le pide confirmaci�n acerca de lo que tanto se habla sobre el m�ster del caf�..
Un enjundioso art�culo publicado en el Daily Alta California el 6 de noviembre de 1879, traducido y remitido para los colimenses, no dej� de sorprender: los capitales extranjeros segu�an enamorados de Colima. La avalancha de inmigrantes ricos y pobres de los �ltimos a�os parec�a que no iba a interrumpirse. De hecho, su presencia en la ciudad de Colima era notable: Oetling Hermanos y C�a., Kebe van der Linden y C�a., Alejandro Oetling y C�a., Sucesores, Riensch Held y C�a., Agust�n Schacht, Schmidt y Madrid, Enrique Ohlmeyer, Guillermo Voges, Jorge M.. Oldenbourg, las boticas de Augusto Morrill y Alejandro Forbes, Christian Flor; el hotel de Albarelli y la industria algodonera de Doench, entre otros, eran indicios claros de una posici�n influyente en las actividades mercantiles de la capital de este estado. Ahora no se trataba de la corriente germana, tan insistente en los a�os anteriores, sino de los vecinos del norte, quienes, sin olvidarse de su doctrina visceral del Destino Manifiesto, ve�an ahora al sur del R�o Bravo la panacea de sus negocios. El caso que despertaba los �nimos y hac�a so�ar a los colimenses, era la compra que mister Fortune dec�a haber realizado de la hacienda de Agua Zarca, considerada como "el jard�n de Colima". En aquellos a�os, el beneficio del caf� en Colima se hab�a venido desarrollando con creciente inter�s. Los sabihondos sentaban c�tedra sobre el prodigioso futuro cafeticultor de Colima, que en virtud del clima hacia extraordinariamente rentable su cultivo, que por otro lado era de muy buena calidad. Debido a su relativa cercan�a al mar estaba predestinado a abastecer a los Estados Unidos de Am�rica.