Los caminos eran malos. En las poblaciones y sus cercan�as los vecinos ten�an obligaci�n de desmontarlos, sobre todo si hab�a noticias de la pr�xima llegada de alg�n gobernante o de alg�n obispo. Durante largo tiempo los senderos permanec�an obstruidos por pantanos, por troncos de �rboles ca�dos o por desprendimientos de las rocas. En los caminos del desierto, las pezu�as de los animales o las ruedas de carros o carretas se hund�an en el polvo, y en los trayectos monta�osos, se destrozaban con los guijarros y los preduzcos.
Para llegar a los pueblos del sur de Nuevo Le�n, por el actual municipio de los Rayones, hab�a necesidad de cruzar el r�o treinta y siete veces. Era m�s o menos frecuente viajar a M�xico por esa ruta, pero la m�s usada era la de Saltillo. Problema muy grave era la falta de agua o de forrajes, que hab�a que llevar invariablemente, en prevenci�n.
Llegaban a Monterrey muy pocos viajeros. Los m�s comunes eran los mercaderes, pero algunos entraban s�lo cada a�o. Lo mismo suced�a con funcionarios del gobierno o dignidades de la Iglesia.
Los obispos hac�an, como hasta ahora, lo que se llama visitas pastorales. Hasta la erecci�n del obispado local, en 1777, las visitas de los obispos de Guadalajara sol�an recibirse cada 10 ó 20 a�os, pasaba tanto tiempo entre una y otra que se hizo com�n la expresi�n: "cada venida de obispo", para significar el prolongado espacio de un suceso a otro. Hubo, sin embargo, constante movimiento e intenso ir y venir de gentes, sobre todo con el auge de la ganader�a, como se explica en el cap�tulo relativo.
Si las comunicaciones internas eran lentas, mucho m�s lo fueron con Espa�a. La noticia, por ejemplo, de que el rey hab�a muerto, tardaba hasta un a�o en ser aqu� conocida. Como se acostumbraba que todos los vasallos se vistiesen de luto, suced�a que en Monterrey todo mundo andaba de negro, cuando en Espa�a nadie se acordaba ya del rey desaparecido.