La producción agrícola en general disminuyó, pero el problema principal consistía más bien en quiénes podían aprovecharla. Durante el periodo revolucionario, parte de la producción fue absorbida por las requisiciones forzosas de los diversos grupos armados, así como por los saqueos y asaltos a bandoleros. La ganadería resultaba una empresa muy arriesgada, porque unos y otros no cesaban de robar animales para montar, cargar o comer.
La producción pulquera, la de mayor importancia comercial por décadas en Tlaxcala, descendió en los años de lucha armada, sobre todo como consecuencia de las altas tributaciones fiscales impuestas a las haciendas que cultivaban magueyes, de las campañas moralizadoras emprendidas por algunos gobiernos revolucionarios que prohibieron o limitaron la venta del pulque, y de las frecuentes interrupciones al transporte ferroviario. Sin embargo, para la década de 1920 se produciría una recuperación sustancial de este mercado, debido, entre otras cosas, a que las haciendas pulqueras del norte aún no habían sido afectadas por la reforma agraria.
Agricultores grandes y pequeños, hacendados y pueblerinos tuvieron que adaptarse a los riesgos del trabajo en condiciones de guerra. Algunos grandes propietarios dejaron de producir, como el estadounidense McCullough en 1913; otros optaron por la aparcería, dejando así los riesgos en manos de los cultivadores. En cambio, hubo quienes decidieron defender sus propiedades a toda costa, como los 20 hacendados del distrito norteño de Morelos que solicitaron al gobernador huertista un permiso para armar a 200 hombres. Es probable que los ranchos de los pequeños agricultores fueran los más afectados. No tenían recursos para pagar un cuerpo armado, ni el prestigio para poder solicitar un destacamento militar, además de que sus casas y trojes no estaban provistas de torreones y murallas que facilitaran su defensa.
No obstante todo eso, el gobernado Hernández señaló en su informe final de mayo de 1918 que existía "relativo bienestar en el estado", ya que en el distrito de Juárez y en la zona central se habían obtenido buenas cosechas en muchas haciendas y en terrenos de los pueblos, con lo cual se desvanecían los riesgos de una hambruna. La abundante producción que solía alcanzar el distrito de Juárez era de importancia fundamental para el gobierno en su lucha por organizar el suministro de víveres para la población del estado. Por ese motivo, los hacendados de Juárez gozaron de una relativa invulnerabilidad frente a algunos gobiernos revolucionarios, mientras que muchas haciendas del sur fueron dadas en aparcería a campesinos de los pueblos. En esta region, aun las haciendas no expropiadas, como la de Atoyac, de la familia Kennedy, no eran capaces de concluir contratos de aparcería con los pueblos, ni de reclamar las cosechas, el ganado o los aperos llevados por los agraristas a sus pueblos vecinos; éstos simplemente ignoraron la orden de devolución dada por el gobernador Hernández y se quedaron con todo, como una forma de compensar sus carencias ancestrales y de presionar para que se les otorgaran nuevos derechos sociales.
Un ejemplo de las grandes diferencias que había entre los distritos de la entidad lo encontramos en el dominio que los hacendados tenían sobre sus fincas. Mientras que para los del sur y occidente de Tlaxcala el problema central era cómo recuperar el control sobre sus propiedades, los hacendados del norte y noreste apenas fueron afectados territorialmente, y sus quejas se referían sobre todo a cuestiones laborales.
Para 1920, en gran parte del estado, aun en la zona arenista, la producción agrícola se recobraba con rapidez; sin embargo, en numerosas regiones, lo concerniente a la propiedad de las cosechas y de las tierras continuaba siendo un tema candente y representaba un callejón sin salida para un gobierno que parecía atrapado entre intereses opuestos.