Viejas venganzas y nuevos derechos sociales


Gran cantidad de documentos de la �poca, as� como informes de testigos directos, revelan el car�cter vengativo de la rebeli�n arenista ocurrida en el oto�o de 1914. Este movimiento ten�a sus ra�ces en un autonomismo desafiante de larga historia y en la polarizaci�n pol�tica y social ocurrida en la d�cada anterior. Recordemos que muchos dirigentes pueblerinos se hab�an enfrentado al gobierno porfirista con motivo de la imposici�n de autoridades locales, que mermaba su autonom�a, y por causa de los aumentos en las contribuciones prediales, que pon�an en riesgo su subsistencia. Asimismo, vecinos de los pueblos sosten�an pleitos con hacendados y rancheros para conseguir m�s tierras, y con los patrones de talleres y f�bricas para exigirles mejores condiciones de trabajo. No hay que olvidar, sin embargo, que las pugnas no eran solamente con personas ajenas a los pueblos; tambi�n involucraban, con frecuencia, a los pueblerinos ricos de extracci�n ind�gena, que eran agricultores fuertes, acaparadores de tierras, propietarios de talleres, e incluso caciques del pueblo.

Con la llegada del obrero Antonio Hidalgo al poder, sus militantes esperaban r�pidas mejoras; pero al ser derrocado, �stas se vieron frustradas. Los dirigentes maderistas fueron las primeras v�ctimas del triunfo de la Liga de Agricultores, mientras que, en los pueblos, los partidarios y clientes de esta organizaci�n buscaron vengarse y recuperar el poder perdido. Abundaron los despidos de empleados y maestros, as� como las vejaciones y el constante empe�o de funcionarios liguistas por cumplir con las elevadas cuotas de la leva para el ej�rcito federal. No es de sorprender, pues, que el gobierno revolucionario confiscara m�s tarde gran parte de las propiedades rurales y urbanas de funcionarios huertistas y, especialmente, las de los odiados dirigentes de la liga.

Durante su gubernatura provisional, en 1914, M�ximo Rojas nombr� interventores y estableci� destacamentos militares en las haciendas de los liguistas, con el fin de asegurar la producci�n para su gobierno. Adem�s de estos actos punitivos oficiales contra los llamados "enemigos de la Revoluci�n", los jefes revolucionarios llevaron a cabo muchos actos aut�nomos de reparto de tierras y ajustaron cuentas contra clientes de la liga. Varios caciques que hab�an sido partidarios de �sta en sus pueblos perdieron tambi�n sus bienes, que fueron distribuidos de inmediato. Hay que reconocer que otros actos de esta naturaleza fueron probablemente simple bandolerismo, fruto de la confusi�n y del ambiente de guerra.

Las venganzas, por supuesto, se presentaron en muchas otras partes de M�xico, sobre todo cuando se alternaban en el poder las diferentes facciones revolucionarias. Pero en el caso de Tlaxcala, las frustraciones de los revolucionarios locales pueden haber suscitado un radicalismo m�s profundo, el cual chocar�a finalmente con las posturas de los pol�ticos constitucionalistas m�s moderados.

El reparto arenista de tierras respond�a a los anhelos de justicia social, pero parece que tambi�n a motivos m�s pragm�ticos, como aprovisionamiento de tropas, enriquecimiento y venganzas personales. Inicialmente dichos repartos no estuvieron sujetos a tr�mites burocr�ticos que les dieran cauce; tampoco eran fruto de una orden superior espec�fica, pues hab�an empezado antes de que el propio Arenas los decidiera. La rebeli�n arenista dio rienda suelta a los repartos de tierras, y los hizo cada vez que hubo oportunidad; la mejor fue cuando Arenas tuvo el mando militar carrancista de la cuenca del alto Atoyac. El resto del tiempo, el reparto y la explotaci�n de propiedades vari� seg�n diferentes circunstancia y motivos. Veamos a continuaci�n algunas de esas circunstancias.

El general arenista Trinidad Telpalo tom� la ex hacienda de Nanacamilpa, ubicada en el occidente de Tlaxcala y fraccionada mucho antes de 1910, y desaloj� de ah� a parte de los copropietarios, muchos de los cuales eran peque�os agricultores pueblerinos, para meter a los suyos, explotar los bosques y vender las maderas en la ciudad de M�xico. Por su parte, el general arenista Antonio Mora aprovech� las magueyeras de las haciendas de Calpulalpan, controladas por �l, en tanto que su hom�logo Adolfo Bonilla extra�a la producci�n de seis enormes haciendas en los municipios de Hueyotlipan y Espa�ita. No lo hicieron solos, sino por medio de una pir�mide de lugarteniente —jefes de destacamentos militares— y de juntas agraristas de los pueblos vecinos, y a veces tambi�n mediante "empresarios" invasores que ofrecieron sus servicios. Hubo casos en que las juntas agrarias de los pueblos explotaron haciendas enteras, en ocasiones en colaboraci�n con las juntas de otros pueblos.

A su vez, los peones de las haciendas formaban a veces sus propias colonias agr�colas dentro de aqu�llas, con sus casas y hasta su escuela; otros abandonaron las fincas y se fueron a trabajar por su cuenta; tambi�n hubo los que se quedaron como aparceros, le�adores o tlachiqueros de los nuevos poseedores, muchos de ellos jefes militares. Otros m�s se mantuvieron casi en la misma situaci�n que antes, como en la hacienda Santa Cruz, donde el administrador acept� las directivas de la junta agraria de Hueyotlipan para poder continuar explotando la propiedad.

Despu�s del asesinato de Arenas, el gran reto para el gobernador carrancista Luis Hern�ndez fue "normalizar" aquella situaci�n agraria. Aun cuando logr� transferir a los jefes militares de Arenas, no pudo controlar a muchos de los dirigentes agraristas de los pueblos, como Pedro Susano, por ejemplo, los cuales se colocaron como presidentes municipales o diputados en las elecciones de 1918. Seg�n Hern�ndez, �stos constitu�an "una nueva casta de caciques".

Por otro lado, es muy importante tener presente que la nueva Constituci�n de 1917 preve�a mejores condiciones sociales para la poblaci�n mexicana, expresaba un gran anhelo de cambio que se hab�a manifestado en demandas de tierras, libertad, protecci�n laboral y educaci�n. En el caso de Tlaxcala, estos anhelos ten�an no s�lo ra�ces profundas, como vimos en cap�tulos previos, sino que ya se hab�an concretado, aunque en forma limitada, antes del arribo del constitucionalismo. Por ejemplo, las huelgas de peones de 1912, que contaron con el apoyo del gobierno radical maderista de Antonio Hidalgo, consiguieron modificar desde entonces las relaciones de trabajo en muchas haciendas de los distritos de Ocampo y Morelos. Las deudas, los pr�stamos y las raciones fueron abolidos a cambio de un salario m�s elevado y pegujales de mayores dimensiones. Con este logro, los peones se hab�an adelantado a un objetivo del importante decreto del general Pablo Gonz�lez, emitido en septiembre de 1914, que elimin� las deudas de los peones de todas las haciendas de Puebla y Tlaxcala. Este mismo decreto estableci� asimismo la jornada laboral de ocho horas, aument� los salarios a 80 centavos por d�a e impuso condiciones a los industriales para el despido de los obreros.

En aquel entonces, tambi�n los trabajadores de las f�bricas ten�an una experiencia previa en la lucha por sus derechos y en su organizaci�n laboral, radicalizada con motivo de los problemas padecidos durante el huertismo. Durante 1915 y 1916, con el obrero M�ximo Rojas como comandante militar y el profesor Porfirio del Castillo como gobernador provisional, los sindicatos textileros y ferrocarrileros obtuvieron un fuerte apoyo en sus conflictos laborales en contra de los patrones y administradores. Los hacendados e industriales terminaron aceptando el d�a laboral de ocho horas, as� como las condiciones de despido que les impuso el gobierno constitucionalista, en tanto que los trabajadores pod�an acudir a las autoridades municipales para presentar sus demandas sobre irregularidades en las relaciones de trabajo. En otras palabras, el autoritarismo patronal hab�a sido fuertemente mermado, y las condiciones laborales mejoraron.

El movimiento agrario de Tlaxcala se anticip� al decreto de Venustiano Carranza de enero de 1915, e incluso fue m�s radial de lo que �ste permit�a. Recordemos los esfuerzos del gobierno maderista para establecer colonias agr�colas en las haciendas del estado. Tras el par�ntesis del r�gimen huertista, los jefes revolucionarios tlaxcaltecas iniciaron el reparto de tierras, el cual se intensific� con el liderazgo de Domingo Arenas. En 1917 el gobernador Daniel R�os Zertuche emiti� un decreto que vino a realizar el proyecto de Antonio Hidalgo: la creaci�n de colonias agr�colas con parcelas de cinco a 15 hect�reas en haciendas intervenidas por el gobierno. Los colonos pagaron sus predios por medio de accesibles anualidades, en tanto que a los antiguos propietarios se les compens� con bonos especiales emitidos por el gobierno del estado. De la misma manera, el siguiente gobernador, Luis Hern�ndez, intent� acelerar el reparto de tierras con una pol�tica de apoyo a los campesinos de los pueblos. En a�o y medio se erigieron casi 90 comit�s agrarios con el fin de solicitar formalmente las tierras dotadas anteriormente por Arenas. Pero estos dos gobernadores estaban convencidos de que esto no ser�a posible si no se resolv�a el problema agrario. Por cierto, ninguno de los dos era originario de Tlaxcala, y ambos hab�an sido enviados ah� por Carranza con el prop�sito de restablecer el control sobre la entidad.


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