Algunas memorias de mis tiempos |
El general Santa Anna se había situado
en la hacienda de San Antonio por considerarla punto estratégico
para atender a Tlalpan, ocupado por los americanos: a Padierna,
en que se encontraba el general Valencia, y México con el
convento de Churubusco, que se encuentra en el camino antes de la
garita de San Antonio Abad. El anuncio de la presencia del enemigo lo dio Alejo Barreiro. Como el señor Valencia me honraba con comisiones importantes; como tenía especial cuidado a título de mando de exponerme lo menos posible a los peligros, designándome los lugares menos inseguros, y como los muchachos ayudantes eran mis amigos, me citaron la víspera de la batalla para hacerme sus encargos. ¡Oh! qué noche; ¡oh! qué tiernas y apasionadas confidencias; ¡oh! qué riqueza de áurea, de angelical poesía la de aquellos hombres, que desprendidos de la vida por el sentimiento del deber, volvían los ojos a lo que dejaban de más amado en el mundo. A mi padre, le das mi reloj, Guillermo: dile que me perdone que es mi viejo de mi corazón. Oye (aparte) ¿la conoces? No le digas nada; deja que pase tiempo: vuélvele este relicario... no sé cómo no lo he tundido con mis besos... Ya está grande mi María... te oirá, háblale de mí. Tú me vas a ver: deseo distinguirme, deseo morir para dejarle mi nombre, que le dé orgullo... ¡Oh! aquella juventud; aquella aspiración a la gloria,
aquellas confidencias que tenían como invisibles testigos
a la muerte no se borrarán jamás de mi memoria. Recuerdo también las ilusiones y las esperanzas de victoria, tan sinceras, tan nobles de la generalidad, y tan dolorosamente desvanecidas. El momento en que el joven Agustín Iturbide se puso al
frente del Batallón de Celaya gritando: ¡Conmigo,
muchachos, mi padre es el padre de nuestra independencia! me conmovió
hondamente. González Mendoza, lanzándose como un torrente sobre
las cabezas enemigas, cantando con sus oficiales el Himno Nacional,
¡era magnífico! El asalto a Padierna, la llegada de los yankees, el encaramarse
uno al astabandera, derribarla, desgarrarla, repisotearla orgulloso,
fue horrible; yo lo veía a través de mi llanto y
aullaba como una mujer... me dolía la sangre, gemía
algo dentro de mí que se espantaba... la muerte hubiera
sido como agua pura y fresca para mi alma sedienta. Un instante, un solo instante, que apenas se habría podido
medir, con la luz del relámpago, tuvimos una alucinación
de victoria. Un oficial oscuro de Celaya, pequeño de cuerpo, delgado,
de movimientos rápidos y con estridente risa, se caló
su sombrero ancho forrado de tela, empuñó su espada,
dirigió unas cuantas palabras a los soldados que lo rodeaban
y prom, prorrom, marchó, arrostrando cuantos obstáculos
se oponían a su paso hasta Padierna... Allí, asaltó,
mató, aniquiló cuanto se le opuso... se asió
al astabandera, se encaramó y derribó hecho trizas
el pabellón americano... y restituyó a su puesto
nuestra querida bandera de Iguala, que parecía resplandecer
y saludamos como un ser dotado de corazón y grandeza. Todas las músicas prorrumpieron en dianas; todos los estandartes,
guiones y banderas se agitaron en los aires y todos vitoreamos
con lágrimas varoniles aquel instante robado a la fatalidad
de nuestro destino. Chuabilla, que así se llamaba el bravo oficial autor de
la hazaña que acabamos de referir, quedó mortalmente
herido... y en los últimos días que atravesó
acompañado de la música, sufría aún
las consecuencias de aquel arrebato, que coloca su sitial y su
fama en un lugar tan distinguido en nuestros fastos militares. La muerte gloriosa de Frontera, la impasibilidad del general
Salas, la herida de Blanco, todo haría detener a mi memoria,
si no la embargasen los últimos momentos de esa batalla. El declive de la loma que ocupaba el señor Valencia, que
era como base de una sección de la serranía del
Sur, estaba circundado de Mal País y hondísima
barranca, cuyos bordes, en semicírculo, daban al norte
o límite del pueblo de Coyoacán. Los americanos habían circunvalado la loma, penetrando
por el Mal País y la barranca hasta tener y como
abrazar nuestro campo. Pero a las alturas de Coyoacán se
había mandado como auxilio, pero sin orden de batirse,
la brillante división del general don Francisco Pérez,
que se situó perfectamente para coger entre dos fuegos
al enemigo. Entonces la confianza en el triunfo fue completa; llovieron felicitaciones,
se expidieron despachos y se entregaron a los más increíbles
delirios los hombres de aquella benemérita división. Creo de toda justicia mencionar al jefe don Agustín Zires,
que por dos veces desalojó a los americanos de Padierna
con heroica bravura; al señor García que perdió
una pierna en la acción, y al capitán Feliciano
Rodríguez, que aunque ayudante del señor Valencia,
se lanzaba con ardor a los mayores peligros, en auxilio de sus
compañeros de armas. Pero cayó la noche, se suspendió toda correspondencia
entre las filas del general Santa Anna y las nuestras. En la oscuridad
se sentían los avances del enemigo cabalmente del lado
que nos creíamos protegidos. El general Valencia mandó
expertos exploradores del terreno, los que volvieron diciendo
que todas las fuerzas del general Santa Anna se habían
retirado, dejando abandonados los puntos más importantes
y quedando nuestras posiciones encerradas y sin salida a discreción
del enemigo. El general Valencia conoció lo comprometido de tal situación
y nos comisionó a don Luis Arrieta y a mí para que
fuésemos a San Ángel a hacer presente al señor
Santa Anna nuestra posición. El señor Santa Anna se encontraba en San Ángel
en la casa del general Mora y allí acudían con el
tropel consiguiente a las circunstancias, políticos, soldados,
jefes, agiotistas, arrieros, etc., atropellados por correos que
entraban a caballo hasta el patio, en que se apiñaban mujeres,
ordenanzas, chimoleras y gente de la servidumbre; era el patio
un laberinto de piernas, tablas, canastos y estorbos de esos que
se escapan al inventario más perspicaz. El general, rodeado de sus favoritos, daba sus órdenes
junto de una mesita redonda alumbrada por un quinqué y
rodeada de escribientes. Penetramos a la estancia Arrieta y yo, y Arrieta, que era muy
pulcro y bien hablado, le expuso la situación que guardaba
el general Valencia. No me diga usted, no me diga usted, ése es un ambicioso
insubordinado, que lo que merece es lo que lo fusilen... ¡Borrachón! Señor, vuestra excelencia hará lo que crea justo; pero ese ejército no puede sacrificarse... Usted no debe darme lecciones... ¡estamos!, no empiece
yo mis escarmientos por ustedes... ¡Auxilio! ¡auxilio!
y exponer yo mis tropas a la lluvia, al desvelo... por un... (aquí
no es posible repetir las palabras que saltaron de los labios
de Santa Anna), mis soldados a la intemperie... ¿qué
dicen ustedes? (dirigiéndose a mí). Es que aquellos soldados no están bajo de techo...
ni divirtiéndose observé yo. ¡Eh, silencio!, lárguense ustedes de aquí...
fuera... malditos... Y nos salimos llenos de rabia y de dolor... La noche estaba oscurísima, llovía tupido, constantes
relámpagos alumbraban la serranía y se reflejaban
en las corrientes que descendían de las lomas. Tuvimos que hacer un inmenso rodeo casi a la espalda de los montes
de Zacatepec y la Campana. Después de una penosísima travesía llegamos
al campo... ni una avanzada, ni un rumor, parecía un desierto...
la tiniebla espesísima, las fogatas apagadas, el ruido
de la lluvia percibiéndose en las hojas y ramas de los
árboles que aparecían y desaparecían como
fantasmas con los relámpagos. Llegamos a la tienda del general, quien nos recibió en
la puerta... ¿Qué dice Santa Anna?, le preguntó
a Arrieta. Éste en buenas palabras le dio cuenta de nuestra
comisión. Entonces, como una explosión, desencajado, loco, perdido
en tempestades de ira... gritaba Valencia: Traidor, nos ha vendido,
nos entregan para que nos despedacen y acaben con la Patria!...
A esos gritos en la negra sombra, surgían como fieras,
grupos que se sospechaban... Al relampaguear se veían soldados
huyendo en varias direcciones, se oían como aullidos de
mujeres... estallaban truenos de fusil y de pistola, corrían
caballos sueltos desbarrancándose en la ladera... Realmente
la derrota estaba consumada en aquel momento. Al amanecer el 20 de agosto, los americanos, volteando nuestra
posición por movimientos efectuados con la velocidad del
relámpago, inclinaron su artillería y la nuestra
sobre las fuerzas dispersas que huían por el descenso de
las lomas y quedaron regueros de cadáveres, heridos que
se arrastraban moribundos; carros hechos pedazos y mujeres enloquecidas
de aullar, con los brazos levantados y los ojos de lobas perseguidas...
Aquella avalancha rodaba, se escurría loca, espantosa,
en dirección de Churubusco. En la hondonada de una loma, tendido en el suelo, en mangas de
camisa muy ensangrentada se encontraba un joven como de veinticinco
años, de notable apostura. Un hombre lo atendía
con diligencia cariñosa, conociéndose sin esfuerzo
al facultativo diestro y experimentado. Acerquéme al grupo
y reconocí en el cirujano a mi ilustre amigo Antonio García
Gutiérrez, autor de El Trovador y honra de las letras
españolas. Antonio, ¿qué es esto?, ¿qué
haces aquí? Guillermo, ¡mi raza, mi raza!... Y en efecto, García Gutiérrez fue un ángel
de caridad en aquellas circunstancias, y yo cuando columbro entre
sus laureles su recuerdo, le veo con gratitud, resplandeciente
de bondad para con los defensores de mi patria. Me precipitaba como todos en dirección de Churubusco cuando
me alcanzó un dragón de los que tenía el
general Valencia como ordenanzas de mucha confianza. Emparejo
con el mío su caballo y me dijo que nos apartáramos
de la corriente, que tenía que hablarme de parte del general. Yo vacilé, porque sabía las órdenes terribles
que había recibido el general Peña y Barragán,
de fusilar a Valencia donde lo encontrase, sin más formalidad
que la identificación de la persona. El soldado me mostró
una contraseña para mí inequívoca, y lo seguí
por senderos llenos de precipicios. Debajo de un árbol,
con una manga morada y desfigurado totalmente, encontré
al señor general Valencia. Estaba a su lado José
María Velázquez de la Cadena, llamado en el ejército
el chico; mi compañero de colegio, oficial inteligentísimo
y con gran partido en la buena sociedad por su finura y tacto
de hombre de mundo. Nos dijo el general a dónde partía, las precauciones
que teníamos que tomar para encontrarlo, el nombre de Ferrer
que adoptaba y las comisiones, las de Cadena, referentes a asuntos
íntimos de familia, y las mías, cerca de personas
que se hallaban al lado del general Santa Anna y con las que deseaba
diligenciar garantías para su juicio o su salida del país. Con profunda amargura nos despedimos del general, después
de protestarle el cumplimiento fiel de sus encargos. El general
mostraba tristeza hondísima: más que todo por no
seguir peleando por la Patria. La familia del señor Valencia estaba viviendo en Cuautitlán,
y allá nos dirigimos haciendo un rodeo inmenso por las
lomas del Rey, los Morales y tierras de Santa Mónica y
Tizapán. Nuestros asistentes nos acompañaban contentos y en menos
que canta un gallo cambiaron de trajes bélicos por sombreros
de petate y calzoneras abiertas, sillas de arriero y adminículos
campestres. Las negras nubes que entoldaban nuestro espíritu, cedían
el paso a algunos rayos de luz de esperanza y dejaban que cantaran
las ilusiones a nuestro alrededor. Este Pepe Cadena, con sus ojos verdes, su nariz de águila,
su pelo rubio y sus manos tan expresivas como su lengua, era un
archivo precioso de crónicas escandalosas, un almacén
de chistes, una colección de genealogías subterráneas
de próceres y dignidades eclesiásticas y un mosaico
precioso de escritos, amores ilegítimos y falsificaciones
de todo género. De clarísimo talento, mucha lectura y principios científicos,
le hacía lugar distinguido, entre soldados que de oída
citaban lo mismo a Napoleón que al Moro Muza, lo propio
a Voltaire que a Chateaubriand, y que se creían a la altura
del propio Julio César, cuando sabían de memoria
algún capítulo de la Ordenanza. Pepe era consultado para las intrigas revolucionarias, se le
escuchaba al disponerse un banquete o recepción, y hombres
de cierta importancia como Basadre, Juan Peza Requena y otros,
lo aceptaban en su aprecio e intimidad. Burla burlando caminamos algunas leguas y pardeando la tarde
entramos en Cuautitlán, dejando a Cadena fuese en busca
de la familia del señor Valencia y citándolo para
la salida del pueblo. Atravesaba paso a paso la calle real, exánime de hambre
y sed, cuando en un balconcillo a raíz del piso de la calle,
llamaron mi atención los ojos más lindos, más
luminosos y más seductores que se pueden imaginar. Yo no
me precio de combustible; pero aquello era mucho para un corazón
con ciertas propensiones a lo frágil, como el mío. Acorté el paso, compuse mi postura, y con voz llena de
comedimiento pedí a aquella hermosa dama un vaso de agua. La señora, con exquisita cortesía, dio las órdenes
y me instó para que descansase, con tanta señoría
como finura. Dejé los caballos a la puerta, entré
en un saloncito muy limpio, con sus ladrillos colorados, con sillas
de tule y un gran cuadro con una Dolorosa, en la cabecera de la
sala. Mucho deben haber sufrido ustedes con su derrota...me
dijo la señora. Pero, ¿quién le ha dicho a usted? ¡Oh, luego se conoce!... y ustedes deberían
extraviar camino... ¿vinieron a ver a la familia de Valencia? Guardé silencio. No quiero ser imprudente; pero parece que veo el desastre...
Valencia y Santa Anna, cada cual por su lado cometiendo desaciertos...
Pérez voluntarioso, la caballería sin poder obrar
con jefes... ineptísimos... Me arrebató la cólera y puesto de pie le dije: Señora, eso es injusto; la caballería ha
sido heroica principalmente en el encuentro de San Jerónimo. ¿Quién la mandaba? El coronel Frontera. Lo mismo que todos... Señora, por Dios, no diga usted eso. Yo le he visto
caer acribillado a balazos y esforzándose por avanzar bañado
en sangre, vitoreando a México. Entretanto, la señora se alzaba pálida como una
muerta, avanzó, entró a la recámara, salió
con sus dos hijos... como dos ángeles... los puso frente
a la Virgen, y con un acento que encerraba todos los dolores,
clamó, dirigiéndose a la Virgen... ¡Madre
Santísima, ampara a estos niños que ya no tienen
padre...! y cayó al suelo como herida por un rayo. Yo salí precipitado de aquel lugar con el corazón
hecho pedazos. Entrada la noche me reuní a Cadena y emprendimos nuestra
marcha por la asperísima serranía de la Bata y Tepatlasco,
camino de Toluca. El terreno es de una desigualdad horrible, empinados cerros y
profundas cañadas; ondas de lomería y quiebras erizadas
de peñascos, el suelo rojo con un lodo tan resbaladizo,
que a cada paso caíamos sin poder avanzar; en la serranía
había dispersos jacales, silenciosos como macizos bañados
por la lluvia. Rendidos de golpes y fatiga, pedimos posada en un jacal. Después
de mil instancias, nos franquearon con suma desconfianza una cocinita;
pero ni mostrando el dinero pudimos adquirir ni una tortilla,
ni un huevo, ni nada para alimentarnos. Transidos de frío, medio atizando algunas brasas que morían
entre la ceniza, Cadena comenzó a recordar algunos episodios
de nuestra derrota y algunas peripecias de nuestro viaje. La gente del pueblecito advertida de nuestra llegada, rodeó
el jacal ocultándose y escuchando al través de los
carrizos. Cadena seguía hablando y yo le interrumpía completando
su narración. Aparecían algunas caras en la cocinita... La narración
seguía... Una vieja puso una cazuela en la lumbre; yo di
vuelo a la narración de la batalla... algunos trajeron
pan y botellas... Cadena narraba como un Lucano las hazañas
de nuestros héroes; algunos nos brindaban mezcal, eran
nuestros amigos... cenamos opíparamente. El señor Valencia estaba oculto en Toluca, en la casa
del señor Zozaya, donde nos recibió acompañado
del valiente y fiel capitán Feliciano Rodríguez.
Redacté el manifiesto que dio a la Nación el general
y nos dio nuevas instrucciones, con las que volvimos a México. El 9 de agosto, en medio de la agitación y de los toques
de alarma de la ciudad, mi familia dejó mi casa de México,
y en carros con muebles dispuso su traslado al rumbo de San Cosme.
Mi señora muy enferma con tres niños, uno de ellos
recién nacido y el resto de la familia achacosa y llena
de cuitas, buscaba en vano una casa en qué guarecerse y
no encontraba arrimo. Inesperadamente de una casa de rica apariencia, salió
un criado a ofrecer habitación a los viajeros, diciéndoles
que se arreglarían después sobre el precio y condiciones
del arrendamiento. La familia accedió y ocupó un departamento cómodo
y decente de aquel amplio edificio. Cuando yo tuve lugar de ver a mi familia, supe que vivíamos
en los bajos de esa casa, propiedad del señor don Lucas
Alamán. El hospedaje me fue altamente desagradable por mis hondas prevenciones
políticas por el señor Alamán, contra quien
había publicado todo género de dicterios y a quien
me pintaba mi fantasía como a un Rodin, tenebroso, sanguinario
y espanto del mismísimo Satanás. Aquella casa era como una casa encantada: reinaba constantemente
en ella un silencio profundo. Criados respetuosos, con sus chalecos negros; criadas ancianas
de armador, delantal y chiquiadores... toques en la capilla para
misa y rosario: a mediodía el ruido de la cadena del zaguán,
mientras duraba la comida. Antes de las diez de la noche todo
dormía. La pieza que yo ocupaba comúnmente en los bajos, daba
al jardín que estaba esmeradamente cultivado, con sus calles
de arena, crecido arbolado y fuentes primorosas. El señor Alamán, a la caída de la tarde,
pasaba por el frente de mi cuarto, con su sombrero de paja de
grandes alas, su grueso bastón y su levita de lienzo. Era el señor Alamán de cuerpo regular, cabeza hermosa,
completamente cana, despejada frente, roma nariz, boca recogida,
y como de labios forrados, con dentadura blanquísima, fina,
cutis fino, y rojo el color de las mejillas. Al pasar por mi cuarto
me decía: Señor don Guillermo, ¿damos una vuelta por
el jardín?... Yo contestaba brusco y de mala manera, porque como he dicho,
tenía fuertes prevenciones contra aquel señor. Pasaron días y más días, y siempre se repetía
la invitación que era perpetuamente rechazada. La señora mi madre, mortificada por mi conducta, en una
de las invitaciones me puso mi sombrero en la mano y dijo al señor
Alamán: Allá va, señor. Esa tarde hablamos de cosas indiferentes y de algunos oradores
españoles. Al siguiente día nos empeñamos
en discusiones literarias, a los quince días buscaba yo
al señor Alamán, por el encanto de sus narraciones
de viaje, su versación profunda en las literaturas latina
y española, sus tesoros de la historia anecdótica
de la Francia y la España. Por supuesto que no había
en estas conversaciones la más leve alusión a la
política. Creía entonces, como creo ahora al señor Alamán,
un fanático cerrado en política, que creyó
inmadura la independencia, y como una insurrección de criminales
el grito de Dolores, y estaba persuadido de que eran una serie
de delirios sacrílegos y peligrosos, los principios que
proclamó como dogmas la revolución francesa. Y estas creencias eran tan obstinadas en el señor Alamán,
que aunque él, el primero, denuncia en su historia abusos,
y censura prácticas funestas, encarece el sistema colonial,
cerrando los ojos a la verdad y condenando como charla impía
la propaganda de la libertad. En lo interior de la familia del señor Alamán,
todo era virtud, regularidad y orden. Se levantaba con la luz y se lavaba y componía. Escribía
en la sala que va a la calzada de la Tlaxpana, con unos cuantos
libros a la mano. Su escritorio elevado le hacía escribir
de pie, y su manuscrito lo asentaba en un libro como de caja,
sin una mancha, ni una borrada, ni una entrerrenglonadura, ni
ceniza en las hojas, porque no fumaba. Al escribir guardaba suma
compostura y casi no se le veía la cara, porque la visera
de la cachucha que usaba le hacía sombra. A las doce del día en punto se servía la comida
a la que asistía toda la familia, haciendo los honores
la señora doña Narcisa, su esposa, matrona adorable,
de trato finísimo y de bondad angélica. Un sacerdote
a quien llamaban tata padre creo que hermano del señor
Rodríguez Puebla, bendecía la mesa, y al concluir
la comida rezaba el Pan nuestro besando el pan, y pidiendo la
mano los criados a los amos. Se dormía siesta y se dejaba campo para el chocolate y
el rezo del rosario a la oración. Yo merecía a esa familia la honra de que me admitiese
en su seno, recibí distinciones del señor Alamán
que me hacen grata su memoria, y ante todo, empeña mi gratitud
el afecto con que siempre me trató y respetó mis
opiniones, no obstante la acritud y suficiencia tonta con que
a veces combatí las suyas. Cuando terminó el armisticio que se negoció después
de la batalla de Churubusco, yo me había presentado a mi
Cuerpo de Hidalgo, que se encontraba de Belén a Chapultepec
a las órdenes de don Félix Galindo. En el Paseo Bucareli estaba situado el Batallón Victoria,
y allí se distinguieron por su bravura heroica, Carrasco,
que venía luchando desde Palo Alto, Torrín, Bensegui,
Urquidi y Muñoz, diputados distinguidísimos. En la garita de Belén se veía al venerable general
Torrens, quien fue injusta y villanamente maltratado a fuetazos
por el general Santa Anna en uno de sus arrebatos brutales que
deshonran a un hombre. En la Casa Colorada, llamada también de Alfaro, estaba
el hospital militar de sangre, con el general Vanderlinden y el
doctor Luis Carreón a la cabeza... Era aquello un horror... A Santa Anna se le veía constantemente atravesar la calzada,
ya ordenando una marcha, ya reconociendo lugares peligrosísimos,
con valor temerario; ya riñendo a unos arrieros, ya dando
gritos y emprendiendo campaña con unos carreros, ya en
fin, dando acuerdos o conferenciando, con interrupciones, con
algunos jefes y empleados. Parece que le veo con su sombrero de jipijapa y su fuete en mano,
su paletó color de haba y su pantalón de lienzo
blanquísimo. Despilfarraba su actividad, desafiaba temerario
el peligro, y así como no podía llamársele
traidor, no podía sin justicia considerársele como
buen general, ni como hombre de Estado, ni como personaje a la
altura de la situación. Para podernos formar cabal idea de la acción del
Molino del Rey, sería necesario presentar con toda fidelidad
un cuadro en que se destacaran tres líneas o escalones
extensísimos, corriendo de Sur a Norte, desde la espalda
del Arzobispado, en la parte alta de Tacubaya, hasta el Rancho
de Anzures a la espalda de donde está hoy el monumento
de esa batalla, y tiene por límite la Casamata y el rápido
descenso a la Calzada de Anzures que desemboca en la Verónica. La primera línea en alto abrazaría el descenso
de la loma. La segunda la formaría un carril amplio y recto,
y la tercera la línea formada por los edificios unidos
del Molino de Harinas y la Pólvora, con una hundición
de terreno, y al frente del primer Molino la era extensísima,
y del Molino o Fábrica una barranca con su puente. Por
toda esa retaguardia corre la arquería altísima
de un agotado acueducto. Las fuerzas americanas tenían por punto de partida el
Arzobispado, las nuestras ocupaban el edificio primero con el
general Balderas, la parte exterior con el general León,
el punto donde está hoy el Monumento, con el 3o. de infantería
al mando de Echegaray, y la Casamata y sus vecindades, con el
general Álvarez mandando la caballería. Al tremendo empuje de las fuerzas americanas, se empeñaron
tres acciones. El arranque en la parte alta; en la línea
intermedia, combate infructuoso de las infanterías, sobre
los edificios; en la tercera línea y el acueducto, fuego
nutridísimo. Todo envuelto en humo, truenos y gritería
espantosa. En los Apuntes para la historia de la guerra con los Estados Unidos, se da idea bastante exacta de la batalla a que aquí ahora me refiero; pero mis impresiones personales hacen que reaparezcan en este momento a mi presencia, León, Balderas, Arrivillaga, Margarito Suazo, Gelati y Miguel Echegaray. León, alto de cuerpo, muy trigueño, recio de carnes,
serio al extremo, se siente herido, lo disimula, y cuando cae
se anima, levanta la voz y vitorea a México: le conducen
en una camilla, y habla de que le hagan pronto la curación
para volver al combate. Balderas, arrastrándose con la espada en alto, alienta
a sus soldados, desangrándose hasta caer en los brazos
de su hijo Antonio. ¡Qué escena de dolor! partía
el alma: el padre, moribundo, entero y valiente, el hijo trémulo,
anegado en llanto, tratando de hacer su voz serena. Fue conducido
a una choza cerca de la iglesita de Chapultepec, donde expiró. La historia de Arrivillaga tiene para mí algo de curioso. Arrivillaga era un relojero feicito, fofo de carnes, de ojo travieso,
boca risueña; el chico más alegre, servicial y honrado
que pueda imaginarse. Tan pronto confeccionaba una chicha sabrosísima, como
alistaba una caja de música, ayudaba a adornar una mesa,
un salón de baile o un altar de Viernes de Dolores. Frecuentaba una tertulia de personas apreciabilísimas,
a que concurrían, entre otros, Balderas y Manuel Balbontín,
modelo de caballeros y patriotas. En esa tertulia llamaban a Arrivillaga
el chato, unas veces, y otras, el capitán,
alusión a un noble mastín así nombrado, pero
que no tenía dientes, y esto se refería a la dulzura
de carácter y a lo inofensivo de Arrivillaga. Éste
se aficionó apasionadamente a Balderas, y cuando el general
marchó para el Molino del Rey, se declaró su compañero,
su asistente, sus pies y sus manos, como suele decirse. Balderas
cuidaba de no exponerlo a peligro alguno. El chato guardaba
del equipaje, disponía la comida, velaba por el orden,
tenía listas las armas y el caballo del jefe, y se hacía
querer de todos por su generosidad y finura. Al empeñarse la batalla del Molino, seguía ansioso
al jefe: cuando fue herido estuvo a su lado al caer; arrojó
las ropas y medicinas que tenía en las manos; recogió
una espada de un muerto, la empuñó, e incontenible,
frenético, sublime de coraje y bravura, se puso al frente
de un grupo de valientes, y embistió al enemigo; tan grande,
tan ardiente y tan irresistible, que restableció el orden
de la batalla, y acribillado de heridas, verificó su transformación
en héroe de aquella gloriosa jornada. Arrivillaga murió
de relojero de Palacio, y dejó un hijo, digno heredero
del nombre de su padre. Margarito Suazo era un artesano humildísimo, que se hizo
querer en su Cuerpo de Mina por su subordinación y bondad,
y así se le nombró abanderado. El día de la acción, Margarito se excedió
en el cumplimiento del deber. Atropellado por un gran número
y hecho una criba a bayonetazos, quedó por muerto, asido
a su bandera. Sintiendo que moría, se incorporó,
se despojó de su ropa, enredó su bandera a su cuerpo
que chorreaba sangre y expiró. Pero a más de Gelati, de Colombris y de Norris, el héroe
de aquella jornada fue Echegaray. ¡Oh, si yo fuese pintor! Si fuera pintor presentaría
aquel adalid, épico, glorioso, con su cabello rubio, flotando
como un resplandor de oro, alzado en los estribos, con su espada
fulgente, avanzar entre nubes de humo y metralla al retumbar de
los cañones; pisando cadáveres, avanzar, dispararse,
arrojar la espada, abalanzarse a los cañones que nos habían
quitado los enemigos, restituirlos, soberbio, festejoso, radiante,
a sus filas, obligando a la gloria a que diera a la misma derrota
las grandiosas proporciones del triunfo. Echegaray murió pobre, olvidado, con un anatema inmerecido:
duerme en un sepulcro casi ignorado. Yo le amé con toda
el alma; yo le defendí con ardor. Yo acato y ensalzo su
memoria, henchido de dolor por las injusticias del destino. La víspera del bombardeo de Chapultepec, tuve motivos
de recorrer los puntos ya ocupados por los enemigos, como preliminares
del asalto y toma de la llamada fortaleza. En los molinos de trigo
y de pólvora hormigueaban las fuerzas de Pilow, ciñendo
a poca distancia la parte occidental del cerro. Al Sur se destacaba
formidable artillería, y se veían escalones para
trepar la cerca y descender como en trampolines al interior, y
mucha fuerza en la hacienda de la Condesa, frente a un hornabeque,
defendido por soldados mexicanos. En la puerta del Bosque, que daba a la Calzada, estaba el general
Santa Anna con su numerosa comitiva de ayudantes, jefes, oficiales
y cuantos se acercaban a pedir instrucción y recibir sus
órdenes. A mi regreso de los puntos que acabo de describir, hablé
con el coronel Juan Cano, uno de los que después fue heroico
en aquel asalto en que perdió la vida. Cano era un hombre de treinta años, su cabeza germánica,
yucateca, pálido, carirredondo, de unos ojos penetrantes
y alegres; una boca llena de chiste y risa. Estatura regular,
rechoncho y listo de movimientos. Su trato era fácil, cortés
y franco: le mortificaba la farsa y la ceremonia. Aquel hombre
que a primera vista hubiera pasado por un colegial alegre o un
tertuliano de buen humor; aquel, afectísimo a comer al
aire libre y a las bromas de buena sociedad, era reflexivo y estudiosísimo;
la exactitud misma, en el cumplimiento y el más respetable
por lo caballeroso y decente, llamaba a sus amigos, como signo
de confianza, badulaque, badulaquillo, y sólo cuando lo
requería su obligación, daba a conocer sus vastos
conocimientos militares y el aprovechamiento de sus brillantes
estudios hechos en París. El señor Quintana Roo, su tío, le inspiró
sus excelentes estudios en literatura, y a mi me encantaba cuando
en sus ratos de solaz, me traducía elegantemente a Tácito
y se deleitaba con Virgilio. Yo tuve ocasión de conocer la rara energía del
carácter de Cano, por un grave disgusto que estalló
entre él y los generales Tornel y Santa Anna. Abandonado, como se sabe, el general Bravo, víctima de
la envidia y de los caprichos de Santa Anna, dejó mal defendida
la parte alta del cerro. El señor Cano le mandó
pedir cañones. Santa Anna le mandó al general Tornel y a otro general
no facultativo; pero igualmente de lengua fácil. Cano no
logró hacerse comprender, y cuando se retiraron los generales,
dijo en tono sarcástico: Yo pedí al general cañones y me mandó
faroles... Súpolo Santa Anna, llamó a Cano para reconvenirle,
y éste, con sumo respeto, pero con energía incontrastable,
le echó en cara su conducta indigna y poco patriótica
en aquellas circunstancias. Cano murió, dando ejemplo de valor sublime, alentando,
sereno y grandioso, a los que quedaban defendiendo a la patria,
en la parte alta del cerro. Allí murió también
el general Pérez, hombre modestísimo, que ejecutaba
casi desapercibido actos de valor y abnegación, que por
silenciosos no ha podido encarecer la historia. Como he dicho, yo estaba en la puerta del Bosque cerca del general
Santa Anna; pero éste, afrontando los fuegos a pecho descubierto,
y nosotros guarecidos por la casa del guardabosque. Por esta razón
he podido rectificar que en el llamado jardín botánico
había familias de alumnos, cuyos clamores y angustia difundían
el espanto; puedo asegurar que lo más reñido del
combate fue donde ahora se encuentra el monumento, y que la muerte
de Xicoténcatl, excelso, y de sus ínclitos soldados,
fue un tanto fuera de la tapia y cercano adonde está hoy
el edificio con la maquinaria para la conducción del agua. A propósito de los soldados de Xicoténcatl, no
olvidaré en mi vida un episodio que se impuso, trágico
y sublime a mi corazón de joven. Habían muerto, luchando como leones, Xicoténcatl
y sus soldados. El general Santa Anna seguía con ansiedad
las peripecias de aquel encuentro formidable. De pronto vio venir
hacia la puerta a un soldado de Xicoténcatl; le pareció
un desertor, un cobarde; el soldado daba pasos largos y precipitados;
estaba pálido y brillaban sus ojos como llamas. ¡Bribón! ¡Cobarde! le gritó
Santa Anna fuera de sí de ira. ¿Dónde
está su coronel? El soldado hizo alto; vio a Santa Anna; sin decir palabra, rodaron
dos lágrimas de sus ojos; quitó la mano de sobre
su pecho despedazado por las balas y cayó muerto frente
al general. No asistí, ni puedo dar cuenta de lo ocurrido en los diversos
puntos en que se empeñó el combate, particularmente
del lado del Sur y Suroeste. La posición que yo ocupaba,
me permitía oír los partes repetidísimos
que daban al señor Santa Anna; el retumbar de los cañones;
redoblar las descargas de infantería; los gritos de los
soldados, los ayes de los heridos, el desgajarse con estruendo
las ramas de los árboles y el trajín de los que
acudían a diversos puntos con parque y con camillas. Santa Anna estaba entero y valiente, queriendo atenderlo a todo,
no atinando; pero dando ejemplo de valor temerario y alentando
a los soldados. Los del Sur asaltan. Los detiene Xicoténcatl. Ya avanzaron Pillow y Quillman... Los hornillos se frustraron. Vea usted, están en la azotea del Castillo. Y aquella congoja despedazaba mi alma, al extremo de que creía
que me iba a matar el dolor. Y mi bosque, mi encanto, nido de mi infancia, mi vergel de niño,
mi recreo de joven, mi templo de hombre. Cada árbol guardaba un recuerdo mío; a cada tronco
me había arrimado como al pecho de un abuelo; cada arbusto
me había mecido como en los brazos de una nodriza. Cuando
en el silencio de la noche atravesaba esos sitios, alumbrados
por la luna, se me figuraba recorrer una región etérea,
que se comunicaba con la eternidad. Y así humanizado ese precioso bosque, verlo lastimado,
herido, atropellado por el invasor, me atormentaba como si viera
pisoteado y ultrajado el cuerpo de mi padre. Terminado el combate, como si rodaran repentinas las penas, que
contenían un torrente, nuestras tropas revueltas, hirvientes;
se precipitaron por las calzadas de la Verónica y de Belén,
en un tumulto, en un atropello, en una gritería y confusión
tales, que es más fácil imaginar que describir. Apenas recuerdo en ese espantoso remolino de hombres, armas,
caballos, rugidos de desesperación y muerte, el capitán
Traconis, con su cabeza rizada y sus ojos frenéticos al
lado de Barreiro, a quien llamábamos el gachupín,
por su modo de hablar; a Comonfort, sereno; a García Torres
y a don Antonio Haro al lado de Santa Anna, comportándose
con una bizarría a todo elogio. Santa Anna pensó acudir a la garita de San Cosme; pero
ese punto lo cuidaba el general Rangel. Rangel era un hombre rubio, esforzado, de algunos conocimientos
científicos. No pudiendo en la juventud seguir sus estudios,
se hizo impresor en la imprenta de Palacio1,
allí le conoció el señor Tornel, quien le
expidió un despacho de oficial y lo alentó en su
carrera. Dirigióse a la Garita de Belén, Santa Anna, le
parecía abandonada por el general Terrés, y allí
le ultrajó y le cruzó la cara con su fuete. Carrasco, en la fuente de Bucareli, hizo prodigios de valor,
así como Béistegui, oficial del Batallón
Victoria, fue asombro de intrepidez en una batería de Belén
de las Mochas, hoy Cárcel de Belén. Santa Anna había renunciado a la Presidencia; le había
sustituido el señor Peña y Peña, quien nos
dijeron que estaba en Toluca, de paso para Querétaro, y
que allí se reuniría el Congreso. Muchos diputados, y yo entre ellos, esperamos el resultado de
una Junta de Guerra, citada por Santa Anna, a las oraciones de
esa noche en la Ciudadela, y en cuya junta debía decidirse
si se defendía o se abandonaba la ciudad. A la junta concurrieron:
como Presidente, el señor Santa Anna; el señor don
Lino Alcorta, ministro de la Guerra; los generales Pérez,
Carrera y Betancourt, y el señor Olaguíbel, gobernador
del Estado de México. Ya se sabe que semejantes juntas, por regla general son comedias;
se hace siempre lo que quiere el jefe, y el jefe quería
evacuar la ciudad, a pesar de las juiciosas y patrióticas
observaciones del señor Olaguíbel. Sin atender a consideración alguna, ni disponer nada,
Santa Anna pernoctó esa noche en Guadalupe, a donde le
llevó en su coche don Ignacio Trigueros. El resto de nuestras fuerzas tomaban el 11 el camino de Querétaro,
al mando del general Herrera. [...] Al descender la pedregosa y precipitada Cuesta China
la caudalosísima corriente humana que había salido
de México, y destacarse bajo tendidos horizontales, cercada
de empinadas serranías y dominando verdes llanuras, el
inesperado contrasentido de carruajes y caballos; trajes cortesanos,
sombrillas, toldos, sorbetes y accesorios de lujo, confundiendo
colores, equivocando conjeturas, provocando enigmas y patentizando
dolores, no puede describirse. Próceres y sirvientes, empleados y vagos, pizpiretas alegres
y madres de familia agobiadas con el niño que llevaban
en brazos, la maleta y el plumero, el anafre para improvisar comida,
y la guitarra, como esperanza muda de futuro solaz. Allegados al inmenso desbordamiento, y matizando su colorido
de un modo especial, marchaba en dispersión y como ganado
trashumante, enjambre de mendigos, vendedores de tortillas, bizcochos,
frutas, etc., aparecidos de a pie y a caballo, y de indios que
parecían brotar de entre la jarilla, las quiebras del terreno
y las peñas. Así penetramos a Querétaro, y las vertientes de
aquella inundación se arremolinaban en las plazas, se escurrían
por callejones y vericuetos, y estancaban en los suburbios de
la ciudad, que conmovida y como convulsa de sorpresa, abría
los brazos hospitalarios a los huéspedes, y encendía
el tráfico y el ruido hasta sus últimos rincones. Los mesones, las casas particulares, las accesorias y las chozas,
hervían en forasteros, y viéndose que muchos quedaban
sin abrigo alguno, se dispuso de los conventos, y aquellos santos
retiros entraron, en un decir ¡Jesús! al holgorio
y al trato mundano. El gobernador, alto, pálido, ceremonioso y seco, con sus
ínfulas políticas y de mayordomo de monjas, procuró
local para las habitaciones del presidente y ministros, y también
para oficinas y cuarteles. La Casa de Diligencias, entonces perfectamente servida y atendida,
fue el centro de las personas más visibles y acomodadas,
como Godoy, Muñoz Ledo, Cardoso, etc. Otros próceres, con fama de rigurosamente económicos
o de corta fortuna, ocuparon el Carmen, marcándose entre
los primeros Lacunza y Lafragua, y siendo de los segundos, Comonfort,
Talavera y algún otro. Los ricos de Querétaro hospedaron en sus casas a sus amigos
de México, y los palacios, que así pudieran llamarse,
de don Cayetano Rubio, Figueroa, Samaniego, Domínguez,
etc., se declararon en festín perpetuo, obsequiando a los
huéspedes. Fondas y bodegones, puestos de comistrajo y chimoleras, se multiplicaron
en las plazas de arriba y abajo, calles centrales y camino de
tierra adentro. Los pollos cortesanos, fingiéndose turistas, aguerridos,
valentones y campestres; las pollitas escrupulosas y asustadizas,
con los modales de los payos, la burla de las encogidas
queretanas, el tono del potentado labriego, la insolencia del
fraile, molesto con la presencia de los irrespetuosos libertinos;
la infinita variedad de trajes que formaban mosaicos caprichosos;
la manta y el cuero, el huipil y la manteleta; el sombrero
de petate y el sorbete; el pito y el tamboril del músico
silvestre, la jaranita y el bandolón; el voceo del carcamanero
y el quejumbroso grito de los tamales cernidos, todo formaba un
conjunto sólo para visto. Por la naturaleza de las cosas se formaron dos agrupaciones políticas,
exageradas sin ser hostiles pero en agitación continua. Una de estas agrupaciones era la de la Paz, que se creía
del Consejo e intimidades del gobierno, y otra de la Guerra. En la primera, sobresalían Lacunza y Lafragua, a quienes
llamaban príncipes de la Paz y formaban tertulia
en la casa de don Víctor Covarrubias, personaje de cierta
aristocracia, rumboso, sociable y obsequioso. Allí iban
Lacunza y Lafragua a reforzar sus convicciones con suculentas
meriendas, aromático chocolate y bizcochos de los afamados
de la población. La Casa de Diligencias era el asilo de los partidarios de la
guerra y ardía en disputas, y la imaginación y el
patriotismo forjaba planes, ideaba batallas y otro Sinaí
hacía resplandecer el derecho entre truenos y relámpagos. En otra casa, Ponciano Arriaga, Pradel y Gabino Bustamante y
don Pío Villanueva gozaban particular estimación
como redactores del periódico que defendía la guerra. A la vez que aquellos focos de sabiduría y patriotismo
llamaban la atención de la República entera, como
a oscuras, en una callejuela mal compaginada y estrecha que lleva
el nombre de la calle de la Palma, en una casita baja, reducida
y mal ajuareada, vivía yo con mi familia, sino rayano en
la miseria, muy en íntimas relaciones con la escasez, las
cuitas y las enfermedades. La casuca tenía a la entrada un cuartito largo y angosto
como caja de sombrilla; brillaban las paredes por su desnudez
y blancura, y la puerta y ventanilla que daba a la calle, cuyo
alféizar solía usarse de sillón de lectura,
por la falta de marcos, bastidores y vidrios restrictivos de las
libertades del viento. Toscas sillas de tule, como incrustadas en el muro, un ancho
tablón habilitado de mesa con mapas, papeles y libros,
vasos con agua pura y ordinarios candeleros con bujías
apagadas. He ahí el ajuar de Fidel y el paradero
de políticos fervientes en ciernes, militares científicos
de uniformes raídos y mugrosos y próceres generosos
y encumbrados que asistían benévolos a aquella tertulia
que iluminaba la inteligencia y perfumaban los más delicados
sentimientos del patriotismo. La tertulia era matutina, la presidía el señor
Pedraza, fumando y haciendo rodar su purillo entre el índice
y el pulgar; Otero asistía con una provisión de
bizcochos en los bolsillos del pantalón; Iglesias cabizbajo
seguía a Otero, rascándose con el dedo meñique
su calva precoz. Alejo Barreiro, con su mímica expresiva, daba batallas;
Segura, a quien llamábamos la Mayenza, trazaba un plano
en el ala de un mosquito, y Manuel Payno zurcía una leyenda
fantástica y llena de sal, de un estornudo o del alarido
de un comanche o del suspiro de una monja desesperada. Con frecuencia se refería cada uno a sus aventuras y campañas,
y esto dio origen a la formación de los Apuntes para
la historia de la guerra con los Estados Unidos, allí
engendrados, allí corregidos y de allí desplegando
sus alas vigorosas para recorrer el país sobre los recientes
campos de batalla, produciendo a sus autores amarguras, duelos,
quebrantamientos de huesos, y odios entre la benemérita
clase y el inmortal tres cuartos, como llamaban los tunos
al general Santa Anna. [...]Trajín e instalaciones de familia por una parte;
por otra, reuniones de patriotas incandescentes; por aquí,
la miseria solicitando arrimo; por acullá, la juventud
ideando placeres, por todas partes brotando industrias, celebrándose
tratos, estableciéndose relaciones y atizando la extraordinaria
galvanización que alentaba a la Ciudad Santa de tierra
adentro, así llamada por sus muchos y magníficos
templos. Instalóse el señor Peña y Peña como
presidente, y aunque mucho muy sigilosamente se reanudaron las
negociaciones de paz, comisionando al señor don Luis Cuevas
y al licenciado don Miguel Atristáin para que tuviesen
sus conferencias en la Villa de Guadalupe con míster Tríst
comisionado por los Estados Unidos, de los que míster Polk
era presidente en aquellos momentos. Ahora es forzoso dar un paseo por la galería extensa,
en que figuran los personajes que se hicieron visibles en este
memorable desenlace de la paz y la guerra. Era el señor Peña y Peña personaje monumental,
y como quien dice, la encarnación de la ciencia jurídica. Furia simétrica, rostro virreinal por lo ancho y gravedoso,
pecho fornido, ojos meditabundos, blanco y de colgante patilla
y un continente lleno de majestad y compostura. Su voz pausada, su toser imperativo y sus ceremoniosos modales,
hacían de él un tipo que exigía veneración
de los hombres del altar y del trono. Visiblemente adherido a la paz, porque así se lo inspiraba
su recta conciencia y la exagerada opinión del poder americano,
sus consejeros predilectos eran: Pedraza, Lafragua, Lacunza, Riva
Palacio y Rosa. El círculo en que se hallaba le era extraño, su
atmósfera había sido de abogados y clérigos,
sus grandes autores, el rey don Alfonso, Justiniano, y las Pandectas,
y sus ideales de gobierno, fray Payo de Rivera y el conde de Revillagigedo. Sin malicia y sin mundo, sin luz bastante en su cerebro para
afrontar la situación, mantenía el poder como una
ascua, pronto a soltarla. Era fanático el señor Peña, y su presencia
en una cantamisa o monjío constituían una solemnidad,
por lo mismo, sus relaciones con gente de iglesia eran numerosísimas. El señor Peña y Peña nació en el
humilde pueblo de Tacuba en 1789, hizo brillantes estudios en
el seminario, y ocupó puestos elevadísimos desde
sus tempranos años. Casó con la señora Osta,
hija de don Miguel, de distinguida familia, y vivió muchos
años en la calle del Calvario, frente a la Alameda. Murió el señor Peña y Peña en 1850,
y se le hicieron suntuosísimas honras. En la vida íntima, era Peña y Peña dulce
y amoroso: el señor don Mariano Riva Palacio, que fue su
pasante, le debió favores a su padre. Amaba con pasión a los niños y le encantaban sus
travesuras, inclusive que se lanzaran a la fuente que estaba en
el patio de su casa, calle de Corpus Christi, con todo y vestido. Don Pedro María Anaya. Carnes como sólidas, rígidas
y enjutas, alto, anguloso, seco, cutis amarillo y abolsada la
piel del rostro, nariz roma, boca grande, lampiño como
pergamino mojado, penetración y severidad en los negros
ojos, pómulos salientes, franqueza y altas prendas pintadas
en su ancha y elevada frente. Una vez me preguntaban quién era don Pedro Anaya y yo respondí, casi sin pensarlo: Es un hombre de palo con un corazón de ángel. Era serio y monosilábico; pocas veces, muy pocas, se le
vio reír. Se conocía cuando se conmovía,
en una tosecilla seca que le era peculiar, y sonaba entre sus
labios sin descomponer su fisonomía, como los acentos de
un zorro de cartón. Nació en Huichapan en 1795, sentó plaza de cadete
en 1815. Y apenas era capitán en 1821, al proclamarse la
Independencia. Fue designado para la expedición de Guatemala,
donde contrajo relaciones y dejó un hijo. Era la personificación
del honor y la probidad, de firmísimas ideas liberales;
se separó de la carrera en las administraciones de Bustamante
y Paredes, firmó el decreto de manos muertas, como
presidente del Congreso en 1847, y conquistó lauros inmortales
en Churubusco. El señor Peña y Peña, a nuestra llegada
a Querétaro, era el personaje culminante, a pesar de que
su duración en el poder debía ser muy corta, y él,
con su buena fe, la aceleraba procurando a toda costa y con diligencia
suma la reunión del Congreso. De mis apuntaciones de aquellos días, que copio en seguida,
resulta que los personajes a quienes yo graduaba de más
influyentes en el desenlace que iban a tener los sucesos, eran
los siguientes, es decir, en lo ostensible para el público,
en mi esfera, y según mi modo de juzgar las cosas: Don Manuel de la Peña y Peña y don Pedro María
Anaya, presidentes. Licenciado Miguel Atristáin y don Luis G. Cuevas, comisionados
para el tratado de Guadalupe. Comisión de Relaciones, encargada de dictaminar por la
paz o por la guerra (Cámara de Diputados). Licenciados José María Jiménez, Teodosio
Lares, Mariano Macedo, J. M. Lacunza. Hablaron por la guerra: Nació en Oaxaca, y tengo idea de que estudió en
San Ildefonso, sin distinguirse como estudiante. Cierta celebridad le vino de ser representante en los grandes
negocios que tenían las casas de Mackintosh y la de don
Francisco Iturbe con el gobierno, y de su matrimonio con una hermana
del señor canónigo Berazueta, de poderoso influjo
en el clero. Los intereses que representaba le ponían en contacto con
el gobierno, y de ahí nació su injerencia con los
tratados de paz. Santa Anna le cobró particular afición
y confianza, y dejó en su casa a su esposa, al emprender
sus operaciones contra los americanos. Hilario Elguero ............................................................................................................ Don Luis Cuevas ...................................................................................................(sic) El señor Jiménez era nativo de Puebla. Moreno, cabeza voluminosa, ojos saltones, anchas espaldas, cuerpo
regular y macizo. Profundísimo en jurisprudencia y teología,
hablaba pausado y metódico, con voz dulce y recalcando
la ll como buen poblano. En la tribuna distribuía lógico su discurso, encadenaba
sus silogismos y producía su palabra reminiscencias de
púlpito. En el trato familiar era chancero e ingeniosísimo,
y con los amigos fino y obsequioso. Don Teodoro Lares, carirredondo, pelinegro, coloradito, de anteojos
y risueño, nació en Aguascalientes, hizo sus estudios
en Guadalajara y se radicó en Zacatecas como director del
Instituto. Grande era su erudición, escribía correcto y hablaba
con acento pronunciado de payo, debilísimo de carácter
y muy admirador de los prohombres del partido conservador, cayó
en el Imperio y le tocó representar papeles principales,
siendo en realidad un colegial bien educado y sin mundo. El licenciado Macedo, un dandy, un petimetre, un dije
sin mancha ni arruga, afiligranado y como vaciado en un molde
de perfecta elegancia. Tez morena, mirada que dulcificaban los anteojos, negra y delgada
patilla, voz dulcísima. El primero en el acatamiento a las damas y personas de respeto. Era el señor Macedo, a quien todo el mundo llamaba don
Marianito, por cariño, nativo de Guadalajara, y no tenía
el más leve resabio de payo, por el contrario, alguien
le tachaba de atildado y ceremonioso, y que andaba de puntillas.
Creyente cerrado, sus relaciones eran de gente de Iglesia y próceres
políticos. En la tribuna era metódico y templado; en los negocios
de cálculo, certero, y en el trato íntimo, de finura
incomparable. Netamente pertenecía Macedo al partido moderado; pero
tenía amistades íntimas que sabía conservar
con exquisito tino y circunspección. El bufete de Macedo era acreditadísimo, y cuando figuró
en el Congreso, ya tenía reputación, aunque los
exaltados le inculpaban injustamente como conservador, porque
aunque liberal, no seguía nunca bandería ni gustaba
comprometer su independencia. Al levantar el velo para exponer este retrato de Ponciano Arriaga,
me siento incapaz por dos razones: la primera, porque soy parcial,
parcial como con Cardoso, como Ramírez, como todos los
que eran rayos de luz de mi misma alma y sangre de la vida de
mis más íntimos afectos. Eso de quien a feo ama,
hermoso le parece, y cuando se ama lo hermoso ¿qué
sucederá? Por otra parte, las fases de la inteligencia y de las facultades
de Arriaga eran muy varias, y me acontece lo que al pasar por
una galería de cuadros de distintos asuntos de autores
eminentes: se ríe con los borrachines y los tunos de Goya,
se deleita con las Madonas de Rafael y Murillo, se pone nervioso
con las batallas de Salvator Rosa, tiembla con el naufragio de
la Novara y se espanta con los fatídicos frailes
de Zurbarán. Así yo con Arriaga en su estudio, meditando silencioso,
le admiro. En Guanajuato, desafiando a Arista, me espanta; contrariando
el golpe de Estado de Comonfort, me arrastra y subyuga; me alegra
en los fandangos de chinacates; en la tribuna me encanta; como
patriota es un bello ideal; como amigo, sin tipo con qué
compararlo, ni ternura con qué encarecerlo. Nació Ponciano en San Luis; hizo allí sus estudios
y desempeñó cátedras con grande lucimiento. Entusiasta por la Independencia y apasionado por todo lo mexicano,
diose a conocer en unos toros de aficionados en que se formaron
dos cuadrillas de toreros, una de españoles y otra de mexicanos. En trajes de capitanes, en mil pormenores, se estableció
cierta competencia que empeñó vivamente el amor
propio de los unos y los otros. Diose la corrida; cada toro tocaba a cuadrilla diferente. El
público se convirtió en facciones que aplaudían
frenéticamente. La cuadrilla de españoles, por su riqueza y por lo bien
elegido de bichos y de diestros, estaba por las espumas. Llegó su turno a los mexicanos, y picaron y capearon admirablemente,
lloviéndoles flores, galas y agasajos de las lumbreras. Al poner unas banderillas Arriaga, el toro matrero le siguió
y acometió a la mala; iba a correr el banderillero, cuando
oyó algún silbido de los españoles; entonces
se volvió Arriaga contra el toro, con tal arrojo, con tal
furia, tan inesperadamente, dándole con las banderillas
y arrojándose sobre él, que el toro corrió
espantado, gritando los espectadores ¡Viva México!
en medio de los palmoteos y dianas. Tal circunstancia le dio tal popularidad, que los más
infelices tenían orgullo en ser amigos de don Ponciano,
quien siempre les servía con el mayor cariño y desinterés
como abogado gratuito y como valedor incomparable. Al estallar la revolución de religión y fueros
en 1833, Ponciano estableció un periódico vehementísimo
con otros estudiantes, y se hizo el periódico más
decidido y sangriento, cuando ya Arista estaba en Guanajuato prevenido
contra las iras de Santa Anna. El periódico de los pronunciados
le dijo a Arriaga intimidándole, que esperaba que repitiera
sus bravatas frente a los cañones de Guanajuato. Arriaga
se alistó en la guardia nacional, marchó a Guanajuato,
y en lo más empeñado de la sangrienta toma de Guanajuato,
luchando temerario, gritó desde una trinchera: Díganle a Arista que aquí está Ponciano
Arriaga, el de las bravatas del periódico de Guanajuato. Arista supo este rasgo de Arriaga a quien no conocía,
y desde entonces conservó por él profunda estimación. Alto, flaco, anguloso, de ojos pequeños, con rastros de
viruelas en la cara, barba rala y cabello que descubría
por hileras su calva, voz que salía dulcísima y
vibrante de su dentadura blanca. Era en extremo nervioso: subía a la tribuna desgarbado
y vacilante, temblaba al entrar en acción como Massena
y pasaba su diestra sobre la frente como para arrancarle las ideas;
pero insensiblemente su voz se aclaraba, su cuello se erguía,
volvía el rostro a los lados y se encaraba con su auditorio:
entonces no corría sudor, ni se precipitaba su elocuencia,
procedía como por explosiones y pausas; pero en ideas tan
enérgicas, tan contundentes, como el ariete que a cada
golpe parecía derribar con estrépito el muro en
que se defendían sus enemigos. Y ese mismo hombre, entre sus amigos, condescendiente y humilde,
alegraba la tertulia, animaba el baile y convocaba a los pobres
para darles de comer en sus fiestas domésticas. Arriaga
con Gabino Bustamante y Pradel redactaban el periódico
de la guerra en Querétaro. Licenciado don Manuel Doblado. Se alza el telón.
Al pie de una alta loma de un pueblecillo juguetón y contento,
su río de turbias aguas y sus manantiales numerosos, su
torre estirando el cuello para ver la llanura y sus casitas bajas
de puerta y ventanas pintadas de blanco y con el frente empedrado. Vese aquí y acullá un retazo de banqueta como anuncio
de casa de polendas y uno que otro farol, cuyos vidrios verdes
parecen más bien cárceles que asilos de la luz.
En las solitarias calles, transeúntes de calzón
blanco, arrieros y mayordomos en caballos flacos y cuellos largos,
tal cual hacendado con su manso caballo de silla guarnecida de
plata, algún señorito en su cuaco brioso y relancista,
y por Corpus y San Juan un coche de camino presidido de la remuda,
con su camisa, flotando sus colchones y envoltorios en la tablilla
y sus criadas debajo de la caja, en la hamaca, sacando las cabezas
como nido de golondrinas. Por poco que conozca nuestros pueblos el que esto leyese, completará
el cuadro con cerdos vagabundos recorriendo las calles, asnitos
sueltos en paseos tranquilos o dando suelta a eróticos
rebuznos y grupos de canes en solaces. Una que otra carreta que
rechina al rodar trabajoso, un atajo de burros o de mulas que
arma polvareda. En este teatro, allá por los años del Señor,
de 1833, galleaba un chicuelo pobrísimo, pero de honrada
familia, tan ágil para el piso, como listo para la riña,
tan primer lugar en la escuela, como sin segundo para relatar
la vida y milagros de Pedro de Urdimalas, como para monaguillo
de la parroquia o encantar a las ancianas oficiando el Viacrucis
o el rosario. La pobreza había caído de plano sobre la familia Doblado, al extremo de ocupar al chico en trabajos muy secundarios, y por los días en que voy hablando, su ocupación era cuidar una era en que tenían sus padres una poca de cebada y frijol. Por ese tiempo hacía su visita y pasó por aquel
pueblo, que no era otro sino San Pedro Piedra Gorda, del estado
de Guanajuato, el celebérrimo obispo de Michoacán,
don Juan Cayetano Portugal, vecino de allí, a quien presentaron
al jovenzuelo Doblado, como un fenómeno de talento y aplicación.
Hablóle el señor Portugal, le hizo preguntas sobre
sus estudios y acabó por darle algunas monedas, diciéndole: Yo te bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo; tú serás uno de los hombres más eminentes
de mi patria. Aquella profecía elevó al quinto cielo la reputación
de Doblado, de suerte que, cuando, en virtud de una ley del estado
de Guanajuato, se pidió a Piedra Gorda, al niño
pobre que saliese de la escuela con mejores calificaciones, sin
titubear se designó a Doblado, quien montado en un rocinante
tísico y averiado de las patas y del lomo, dejo el hogar
paterno, en medio de las bendiciones y lágrimas de sus
deudos. A poco de estar en el colegio, el bendecido niño de Piedra
Gorda ocupó el primer lugar en su cátedra, y se
distinguió por su facundia en juegos y travesuras, su complicidad
en robillos de despensa, su participación en amoríos
y su tipo reservado, audaz, ambicioso, sutil y manirroto. El colegial avanzaba rápido en sus estudios; era, sin
pretenderlo, consultor y caudillo; pero la escasez le tullía,
la hambre le acogotaba, y aunque despejado y arbitrista, no le
hallaba punta a la hebra del socorro de sus necesidades. Una noche que brillaba la luna, alumbrando el juego de pelota
del colegio donde se hallaban varios muchachos, oyendo contar
cuentos, pasó sin duda una inspiración singular,
tras el cristal de la sorprendente inteligencia de Doblado, y
exclamó, oyendo algo estupendo... Eso lo pasé yo la quinta vez que me morí. Cómo andamos ahí dijeron algunos. Lo que ustedes oyen, mucho más extraordinario. ¡Cuenta! ¡Cuenta! Con dos condiciones. Veamos cuáles. La primera, que al primero que interrumpa con impertinencias
se le expulse de la rueda. ¿Y la segunda? Que si agradare mi relación y quieren que siga,
me han de dar algo para mis gastos, correos y papeles que necesito.
¿Convenido? Convenido. Pues atención. Y los chicos formaron rueda en el suelo, y enmudecieron, oyéndose
en el más profundo silencio los gritos y ladridos lejanos
de fuera de las tapias del colegio. Yo realmente desconozco mi origen, ni sé quiénes
fueron mis padres; presumo que vengo del polo Antártico
y me consta, como probaré a su tiempo, que Dios me concedió
el don especialísimo de resucitar después de sepultado,
en otra tierra, con otro nuevo nombre y en nueva infancia, juventud
y vejez, corriendo en cada renacimiento nuevas y maravillosas
aventuras, con la facultad de recordar lo pasado con toda claridad,
como lo van ustedes a ver, si me prestan atención; de suerte
que los prodigios, el viento y las tempestades, sus arcanos, la
tierra, sus milagros, las aguas y sus intimidades, cavernas y
subterráneos, me han confiado. En estas variadas tases
de mi vida, he sido trovador y guerrero, sacerdote de sectas distintas,
marino y aeronauta, ajusticiado por perverso, y a las puertas
de la canonización por santo milagroso. Amante apasionado,
esposo feliz, viudo inconsolable... En fin, lo he sido todo y
de todo quiero informaros... cesando por ahora porque me encuentro
fatigado, y algunos recuerdos anublan mis ojos de lágrimas
y embargan mi voz... Doblado calló, y el silencio sobrevino a su mutismo. Al principio, los chicos quisieron interrumpir burlones, después
escucharon, luego conmocionados cercaron al narrador. Su palabra
era tan fácil, el colorido de la narración tan bello
y tan interesante, su aplomo tan grande, que aun los persuadidos
de que se trataba de una fábula, se asombraron de aquella
maravilla de improvisación. Abrazaron a Doblado, le emplazaron para la noche siguiente y
llovieron en su mano las monedas, empeñándole a
que continuase su historia. A la siguiente noche todos los chicos acudieron puntuales y curiosos
de escuchar a Doblado, tendieron sus capotes en el suelo en semicírculo
al frente de la botadera, asiento prominente del narrador. Restablecido el silencio, anudó de esta manera el cuentista
su relación pendiente: "Uno de mis nacimientos, o mejor dicho, el que mejor recuerdo,
me representa un ánade blanco como espuma, que no sé
con qué motivo se entraba por un gran salón como
Pedro por su casa; tenía el lomo muy ancho el ánade,
y tambaleaba al andar; pero lo singular era que lloraba como criatura
y casi articulaba palabras humanas de idioma desconocido. "Los concurrentes de ambos sexos que ocupaban el salón,
eran singularísimos: en las cabezas de los hombres se veían
como pequeños arbustos de menudas y verdes ramas que sombreaban
los rostros, y en las cabezas de las mujeres flores preciosísimas
en sus tallos, que eran adorno delicioso y defensa de sus cabezas. "A la presencia del ánade maravilloso, todos los
circunstantes mostraron asombro: uno, compadecido de los dolientes
gritos, desenvainó su puñal y rajó con el
lomo del ánade; al abrirse en medio de la sangre que caía
sobre las blancas plumas convenidas en hojas de clavel, apareció,
sonriendo, un niño blanco, rubio, risueño, tendiendo
sus preciosas manecitas a una de las damas que era nada menos
que la reina, que lo llenó de besos y caricias. "Casi sin intervalo de tal escena, la reina se hundió
en el suelo con todo y su nueva adquisición, y lo mismo
sucedió con otros personajes prominentes, a mi juicio,
por la riqueza de sus trajes, y era que aquel salón era
un punto avanzado de Palacio en que se recibía y comunicaba
subterráneamente por salones lujosísimos con las
habitaciones reales, habiendo en el pavimento escotillones y tramoyas,
por donde se verificaban aquellas mágicas y repentinas
desapariciones. "Los ejercicios gimnásticos en aquella mi patria,
comenzaban desde la edad más temprana, y consistían
en trapecios y columpios elevadísimos y que se sujetaban
a vaivenes más o menos impetuosos, según el parecer
de los maestros. "Había voladores como los de los aztecas y, por último,
pequeños globos que sostenían a un niño a
poca distancia con velocidad extraordinaria. "Todos estos ejercicios los motivaba, que los que allí
fungían de cabalgaduras eran avestruces gigantescos, domesticados
y enseñados como nuestros caballos; esas inmensas aves
servían para los viajeros y para las tropas, no permitiéndose
el caballo sino para las cercanías de las ciudades y para
los paseos, de suerte que los grandes viajes eran por el aire
con la mayor violencia y comodidad, y los caballos en los aires
tenían cierto carácter de grandeza y majestad imposible
de describirse. "Las grandes hileras de aves colosales perdiéndose
en las nubes, los estandartes y banderas, los aparatos para conducir
los heridos y descender a tierra, las músicas, todo era
inesperado y fantástico. "Por supuesto que había sus sabios muy conocedores
que fijaban los días del combate para que no un aguacero
o una granizada trastornara los planes de guerra. "Después de mil maravillosas aventuras y de ocupar
puestos muy eminentes en el Estado, mataron en una batalla al
narrador que tenía el nombre de Kerchuffs, y a quien mandaron
retratar en un gran papalote que se elevaba en los aires los días
de gran formación de las tropas en el espacio." Al dar por terminada su relación esa noche el narrador,
el entusiasmo se desbordó, le pasearon en triunfo por todo
el colegio y se pronunciaba el nombre de Doblado con fanática
admiración, lloviéndole propinas, obsequios y consideraciones. Al acercarse los exámenes, suspendió sus pláticas
nuestro amigo, quien sacó los primeros premios, y cuando
las vacaciones llevaron a los chicos al seno de sus familias,
se difundió la fama de aquel colegial extraordinario, abismo
de gracia y elocuencia. Al rector del colegio había llegado la noticia de las
milagrosas aventuras de Doblado, y cuando volvieron a continuar
sus estudios los chicos, promovió la continuación
de los cuentos de aquel nuevo Guzmán de Alfarache o Lazarillo
de Tormes. Doblado organizó las reuniones cuidando de sus propinas y comenzó por una de sus mil transmigraciones, con el nombre de Motetes. Éste era un muchacho crespo, moreno, de ojos negros, de
movimientos listos, valiente y dadivoso, hijo bueno y excelentísimo
amigo; pero con una inventiva tan estupenda para las maldades
y diabluras, que ni en los pasados ni en los presentes tiempos,
se le reconocía rival. El sombrero con la parte superior averiada, la camisa en descote
insolente, el pantalón clareado y suplido con un paliacate...
en una bolsa pan y queso, en la otra un trompo o un celemín
de huesos de chabacano. En una vez le asaltó un perro enorme, y al abalanzársele,
Motetes se puso en cuatro pies y le ladró o gruñó
al perro, de modo que el can volvió grupas y echó
a correr espantado. En una riña que tuvo con un boticario, éste le
siguió con un palo, el chico saltó sobre el mostrador
y parado en él gritó al enemigo: Ni un paso más, porque barro y derribo todo el botamen
de la botica. Con lo que el boticario entró en transacción. Llamaba a un vendedor por la calle, y después de ver el
electo proclamado, le preguntaba si vendía... Sí, niño. Pues consuélese usted, porque otros no venden, y
echaba a correr. Ya se vengaba de un músico que le perseguía, untando
sebo en las cuerdas de su violín, con lo cual quedaba sin
tocar el artista con derrame de bilis. Ya introducía un trozo de hielo en una trompa que sonaba
destemplada. Ya se ponía a comer limón gesticulando frente a
un flautista, que con la boca aguanosa no daba tonos. Una ocasión se introdujo al coro de una iglesia, y con
suma sutileza y disimulo rajó los pliegues de los fuelles
del órgano. Cuando el caso lo requirió, trató
de dar un lleno el órgano y produjo un ronquido ruidoso
y ridículo que hizo carcajear a todos los fieles cristianos. Ya se entraba a una mercería muy serio, a preguntar si
había herraduras para mosquitos o pistolitas para matar
pulgas; ya les gritaba tostadas a las molenderas de chocolate,
injuria alusiva a la lumbre que se ponía debajo del metate
y les tostaba el vientre. Para atar un cohete a la cola de un perro, y prenderlo haciendo
que corriese desatinado; para poner zapatos con cáscaras
de nuez a un gato, de modo que anduviese trastravillando; para
atar un papel a la cola de otro gato y verlo dar vueltas enloquecido;
para esto Motetes era único en su género. Y a tanto llegó el entusiasmo de sus oyentes, que se le
quedó a Doblado el nombre de Motetes, que conservan
hasta el día los pocos compañeros de colegio que
le sobreviven. El rector se decidió a escuchar a Motetes, disponiendo
las cosas de modo de confundirse con los otros colegiales, y así
lo verificó. Hablaba esa noche Doblado, de la condensación o consolidación
porosa de una nube, que habitada se convirtió en isla flotante,
y donde acontecieron cosas estupendas. Y era tal la gala del estilo, tan profundo el interés
que dio a la narración, tan vivo y poético el colorido
de su leyenda, que el buen rector estuvo a punto de declarar sobrenatural
al niño sublime, para plagiar la calificación
que se hizo de Víctor Hugo. Con verdadero asombro, y en conversación familiar, habló
el rector, de Doblado, con una gran señora, tan opulenta
como bella, y tan inteligente como generosa. La rica matrona comprometió al rector a que la disfrazase
y la colocara de modo de escuchar a Doblado. Esa noche, en no sé cuál de sus vidas se pintaba
Doblado, huérfano, doliente, recogido por unos audaces
marinos y navegando en mares tempestuosos. Ocurre un tremendo naufragio, que describe divinamente el narrador,
como lo hizo Byron en Don Juan; como Pereda, como el poeta
de inspiración más valiente. Rendido, reluchando
con las olas, perdió el sentido... al volver en sí
se halló en medio de un silenciosísimo arenal, sin
un árbol, sin agua, sin un accidente cualquiera que ofreciera
vida... El náufrago estaba totalmente desnudo y había
quedado en su cuello una medalla de la Virgen María, recuerdo
de su santa madre. Quitóse la medalla del cuello, la puso en la arena y se
arrodilló para besarla; al poner los labios en ella, el
suelo se hundió precipitándose de cabeza Motetes
al fondo de un pozo profundísimo, tentando las paredes
de aquel abismo, cayeron unas piedras y tendiendo la mano, se
persuadió que estaba en la primera de las gradas de una
escalera de caracol. Subió entonces intrépido, comenzó a percibir
débiles y blanquísimos destellos, subió más
y más, y de pronto y vestido por arte de milagro, se halló
en el centro de un delicioso vergel, lleno de árboles frondosos
y bellos, con cascadas risueñas y lindas flores, con frescura
en el ambiente perfumado en que revolaban pintadas mariposas y
se oían los cantos dulcísimos de aves melodiosas. Del seno de una fuente de clarísimos cristales, sin siquiera
rastros de humedad, salió una joven tan deslumbradora de
belleza, tan dulce de mirar y tan enamorada de acento, que hubiera
requerido un alma ad hoc para admirarla y para amarla. Llamó al joven y le dijo: Toma esta llavecita de oro, busca una peña que está
frente a mí, y en que está incrustada la chapa de
esa llave, abre la peña, se convertirá en puerta
que da a la habitación que te doy en premio de tu amor
a Dios, a tus padres y tus talentos, lo mismo que a tu noble ambición
de ser útil a tu patria y a tu familia; yo nunca te abandonaré. Practicó el niño lo que le dijo el hada, después
de decirle palabras tan tiernas y sentidas, que apenas se oía
al narrador entre los sollozos de los circunstantes. La gran matrona compañera del rector se retiró
sin decir palabra, suplicándole a su amigo que el domingo
próximo enviara a Doblado con cualquier pretexto a su casa. Fue en efecto el afortunado colegial; lo llevó la señora
a su sala y le dijo: Yo soy sirvienta del hada que vio usted en la fuente, y
ésta (mostrándole una llave) es la llave de la habitación
de usted, sígame. Siguió Doblado los pasos de la dama y encontró
un departamento perfectamente amueblado, con estantes y libros,
útiles de aseo y cuanto se pueda imaginar para comodidad
y bienestar de un joven. Ésta es la casa de usted, aquí vivirá,
aquí concluirá usted su carrera y encontrará
una segunda madre. Así ingresó Doblado a aquella
opulenta familia, así encontró una generosa protectora
a quien amó y reverenció toda su vida y así
fue su entrada en el gran mundo. Ocasión tendremos de ocuparnos más detenidamente
de este personaje. Cuando fue al Congreso de Querétaro
tenía treinta años. Era rubio y de ojos azules y pequeños, pero vivísimos;
de boca pequeña y labios finísimos, de cuerpo mediano
pero ágil y bien hecho, muy pulcro en el vestir y con los
hábitos de gran señor con uno que otro dije de payo
que le agradaba. El señor licenciado José María Cuevas. La
familia de los señores Cuevas es originaria de Lerma, el
padre o abuelo de don José María fue dueño
de la hacienda riquísima del Mayorazgo, de donde se colige
su opulenta fortuna, influencia y relaciones. Hizo brillantísimos estudios en el Colegio de San Ildefonso,
y decía que le habían educado los jesuitas a quienes
profesó toda su vida profunda admiración, y cuyas
máximas morales o de conducta en el recto sentido de la
palabra, citaba frecuentemente en su conversación familiar. Moreno, hermosa y amplia frente coronada de escaso y disperso
cabello, nariz proporcionada, ligeramente curva, boca recogida,
de finos labios y movimientos graciosos, alguna barba que sombreaba
su rostro sin comunicarle aspereza. Constantemente andaba con la cabeza inclinada, era cargado de
hombros, y en su asiento parecía doblado y como al dormirse. Abordaba la tribuna con cierta timidez que se parecía
al miedo, su voz era opaca y como que reclamaba atención
y silencio. Su decir era con espontaneidad elocuente, como corriente clara
bajo sauces; tenia la manía de estirarse el cuello de la
camisa y de repetir, como aparte, cortando su peroración:
pues señor, pues señor. Jamás se dio por entendido de aplausos o signos de reprobación;
nunca se dirigió a sus contrarios, nombrándolos
por su nombre: era el Bayardo de la tribuna. En sociedad era afable y le encantaban las reminiscencias de
colegio, no conocía la vanidad y refería sus derrotas
en el foro de un modo sencillo y franco. Aunque en exterior engañaba con algo de enfermizo y monástico,
era cazador notable, manejaba las armas con destreza y tenía
bien sentada su reputación de jinete. Casó el señor Cuevas en temprana edad con la señorita
Etanillo, mujer hermosísima y de virtudes angelicales. En el hogar era el señor don José María
sincero y obsequioso con sus amigos; franco y cariñoso,
caballero y galán con su señora y de ternura sin
igual para con sus hijos. Observaba sin gazmoñería las prácticas religiosas
e hizo de su familia el ornamento de nuestra sociedad. Realmente, el señor Cuevas era un liberal moderado, es
decir, que estaban en su convicción los principios liberales,
menos en los que creía heridas sus creencias religiosas
y las inmunidades de la Iglesia. La decisión y firmeza con que defendía esos fueros,
hacían que los exaltados lo considerasen como filiado en
el partido conservador o enemigo de la independencia, lo que era
altamente injusto y desmintió con pruebas su patriotismo. El salón en que el Congreso reunido en Querétaro
celebró sus sesiones, estaba situado en el edificio llamado
la Academia, viendo a un costado del opulento templo de San Francisco. Era, propiamente hablando, un galerón ovalado con una
sola puerta y sin ventana ni tragaluz; el cielo de bóveda
de piedra, el pavimento enlosado y una ventanilla en el fondo
con su reja de fierro. Contra la pared, y descendiendo al suelo, había después
de un amplio tránsito que recorría la mitad del
óvalo una tosca gradería de cal y canto en que se
colocaron sillas para los diputados. Parece que estoy viendo el salón: en el centro de la gradería
superior se colocó el dosel, la mesa para el presidente
y los secretarios que tenían de frente un gran Santo Cristo
con el enorme tintero de plata al pie de la cruz. Veo bajo el dosel el busto del señor Jiménez Caberón,
moreno, ojos saltones, con lo que debía ser blanco de los
ojos, rojo. A la izquierda de la fila, en primer término, Doblado,
de pelo gris, ojos chicos, barbilampiño y nariz apericada;
allá al frente, Elguero, blanco, chupado de carrillos,
con sus hermosos ojos negros y su boca grande de dentadura de
marfil; acullá el padre Madrid, obispo, con su sotana morada,
flaco, de anteojos y rostro monjil amarillento y enfermizo; don
José María Cuevas hecho una & hundido en el
cuello de la camisa, apoyando con su mano la mejilla y sus oscuros
anteojos verdes que parecían aislarlo del mundo. Permanecía en la sesión silencioso y cabizbajo,
viéndosele como coronilla sacerdotal la calva. Arriaga, en chirlos el cabello, dejando al descubrir la calvicie;
frente abierta y franca, ojos pequeños, negros, de atrevimiento
indecible, hoyoso de viruelas, boca húmeda y dentadura
alegre y luciente; era como el adalid de la gracia. Micheltorena se sentaba no lejos, con su cabellera pachona como
de duque de comedia de capa y espada, abullonados rizos entrecanos
sobre las sienes, finísimo y adamado, se recordaba su valor
por su indolencia al hablar de los grandes peligros, y su ciencia
por la divagación con que constantemente veía al
cielo, porque la astronomía era su pasión favorita. No correspondía con su natural modestia su modo de hablar
pomposo y retumbante, hasta en la conversación familiar. ¿De qué será bueno le preguntaban
un monumento para Hidalgo, señor general? De mármol duradero o de bronce eterno respondió
con la mayor naturalidad, como diría una cocinera de un
guiso en aceite y vinagre o con salsa de mostaza. Era valiente Micheltorena hasta olvidarse de la muerte. En lo
más recio de la batalla de la Angostura, no se levantaba
de su catre en donde estaba. Distraído tomó un libro
y no lo soltó sino hasta concluir el capítulo, envuelto
casi por los enemigos. El público se agolpaba a las anchas puertas del salón,
de pie y haciendo olas las caras y cabezas. No había salón de desahogo, ni cosa que se le pareciera,
de suerte que los diputados descansaban de pie contra la pared,
y allí eran sus conversaciones, consultas y altercados. Antes de pasar adelante, quiero referir un incidente que influyó
mucho en el ánimo de los que vacilaban de buena fe, entre
votar por la paz y la guerra. Al llegar el gobierno a Querétaro, el señor Peña
y Peña provocó una junta de gobernadores para que
expusiesen los recursos que los estados podían poner a
disposición del gobierno, dado el caso que el Congreso
se decidiese por la guerra. La junta se instaló con el número que pudo reunirse
de gobernadores, presidiéndola uno de los ministros, y
fungiendo como secretarios Zarco y yo. Algunos de los gobernadores estaban representados por personas
elegidas por ellos. Se hicieron notables en aquella junta, Ocampo por Michoacán,
el licenciado Adame por San Luis Potosí, y el señor
Mesa, gobernador de Querétaro. Los elementos de que podían disponer los estados eran
realmente exiguos, todos ellos sufrían por causa de la
guerra; las rentas apenas podían cubrir las necesidades
más precisas, los giros estaban en completa parálisis,
los campos abandonados, los caminos desiertos. No obstante, Guanajuato, Michoacán, San Luis y otros estados,
manifestaron que se esforzarían, exponiendo las conveniencias
de la guerra y lo muy justificado de los grandes sacrificios de
la nación. Tocó su turno al gobernador de Querétaro, persona
de grandes polendas y oráculo del alto clero queretano.
Era el señor Mesa alto, flaco y enhiesto, como formado
de un tablón. Corbata blanca y grueso bastón con puño de oro,
paliacate curiosamente doblado, y caja de oro de rapé.
Hablaba pausado y campanudo, mostrando en acciones y palabras
mucha ceremonia y circunspección. Comenzó su discurso el señor Mesa con una estadística
de Querétaro, llena de primores, en que se escapaban verdaderos
chistes, dichos con la mayor formalidad. Concluyó ofreciendo sus preces por el acuerdo del gobierno;
preces que, como decía Zarco, no podíamos inventariar
en el material de la guerra. Sea que el mismo señor Mesa no quedase contento de su
contingente de preces o cualquiera otra cosa, hizo un acto reflexivo
y dijo: Podría ofrecer a la junta una hermosa pieza de artillería,
que no dudo seria utilísima; pero es el caso, que se tuvo
que cargar con piedras hace tiempo, y le quedó la boca
un si es no es ladeada, de suerte que se tira a la derecha y de
fijo pega la bala en la izquierda. Aquella explicación, que tenía todas las trazas
de ridícula, indignó profundamente a Ocampo, que
sin poderse contener me dijo: Ponga usted, señor secretario, que el estado de
Querétaro contribuye para la guerra con la carabina
de Ambrosio. La junta se disolvió a poco, sin éxito alguno,
sirviendo sólo para los alegatos de los que opinaron por
la paz. Las contestaciones de los comisionados de Guadalupe, aunque trasporadas,
incompletas y como en fracciones, avivaban la inquietud y ponían
al descubierto temores y esperanzas. Entre los partidarios de la paz, había ricos finos y egoístas,
que lamentaban la pérdida de sus comodidades, su teatro,
su paseo y los halagos de su posición. Éstos nos pintaban ruines y sin crédito, impotentes,
cobardes y asustados, exagerando la altura de sus caballos y el
alcance de sus espadones. A los yankees les suponían manazas
como de gigantes, bocas en que desaparecía medio toro como
una soleta, y pujanza hercúlea y sobrenatural. No es posible, es una temeridad esa lucha; es que se nos
sacrifique estérilmente. Los partidarios de la guerra pintaban nuestros recursos para
la lucha y nuestra pérdida inmensa. A éstos se unían
los tragabolas, los matasietes, los espadachines
y fanfarrones, y cada centro de conversación era un campo
de Agramante. Por fin, las sesiones del Congreso; reunido se abrieron, convirtiendo
las circunstancias y el silencio religioso en solemnísimo
aquel acto. El medio óvalo de gradas estaba ocupado por los diputados;
de pie y hasta la puerta de la calle, se agolpaba la multitud,
ordenada, silenciosa; los hombres con las cabezas descubiertas
y atentos como en misa. De los oradores que tomaron la palabra, recuerdo sólo
a don Hilario Elguero, que habló en pro de la paz y a don
José María Cuevas, que se declaró por la
guerra. Ya hemos descrito al señor Elguero; estaba, por los días
en que habló, enfermo. Abordó encorvado la tribuna,
pálido y con el brazo derecho sobre el estómago,
que era su padecimiento. El metal de la voz de Elguero era dulcísimo y con vibraciones
delicadas y expresivas. A medida que hablaba, su fisonomía
se coloraba ligeramente, y sus hermosos ojos acentuaban, realzaban
y embellecían su pensamiento. El orador tenia sus pretensiones, sabor ciceroniano en sus discursos,
sin duda por la versación en los escritores latinos; pero
sus imágenes eran resplandecientes y de grande originalidad. Con imperceptible artificio, presentó su decisión
por la paz, como arrancada a sus afectos, a sus convicciones,
a su manera personal de sentir; tenía que limpiar su orgullo
de mexicano de su frente y que enjugar sus lágrimas de
humillación para sacrificar todo al bien de su patria. Cada párrafo, cada inflexión de voz del orador,
la seguía estremecida la multitud, y como que saltaba conmoviendo
al auditorio... y al pintar a la Patria, de rodillas sobre los
despojos de sus glorias y de sus hijos, parecía que gemía
el aire y que lloraban los muros de la Cámara. No era una
elocuencia arrebatada, ni tampoco una debilidad femenil, era el
sentimiento sincero del patriota sensible de grande corazón
y bondad; pero extraviado por la alucinación del poder,
quizá exagerado, de los enemigos. Cuando se discutió el tratado de paz, el señor
licenciado don José María Cuevas, que había
opinado constantemente por la guerra, se encontraba enfermo en
la cama, y aun así suplicó al presidente, por medio
de un enviado, se le concediese la palabra, en contra, protestando
que asistiría cuando le llegase su turno; el presidente
lo apuntó para el fin del debate, en debida consideración
a su enfermedad. El debate tocaba a su fin, un día al concluir la tarde.
El local de la Cámara estaba muy sombrío, con sus
paredes lisas y su maciza bóveda. El escaso número
de bujías se había distribuido, por la configuración
del salón, de manera que sólo se percibían
los rostros de los diputados como exhumándose de abismos
de tinieblas, la multitud que estaba agolpada del medio del salón
a la calle, se percibía como un muro que rugía animado,
y como que comunicaba sordo acento a lo tenebroso y lo desconocido.
El silencio imponía terrible majestad a aquel cuadro. Inesperadamente, y sin el más leve ruido, se abrió
el muro que obstruía la puerta del salón y dio paso
a una camilla, con su lecho blanco como mármol, y sobre
él a una persona envuelta como en una mortaja, en una profusa
capa con su cuello de nutria, del que se destacaba una hermosa
cabeza como de bronce, con su pelo ralo, su frente augusta y sus
anteojos verdes, que comunicaban a sus facciones cierta inmovilidad
cadavérica. Aquel cuerpo tendido en el lecho era el señor
licenciado don José María Cuevas. Todos los diputados se pusieron en pie. La camilla se depositó cerca de las primeras gradas, y
el espectro descendió de aquella especie de ataúd
y quedó de pie a su cabecera. El presidente dijo, después de tomar los diputados asiento: Tiene la palabra el señor Cuevas. El señor Cuevas abordaba, aun sano, la tribuna, con cierto
encogimiento; su voz era apagada y con cierto dejo catarral; tenía
la manía de estirarse, hablando, el cuello de la camisa,
y repetir muy frecuentemente, pues señor, pues señor,
todo esto en el orden común; pero al exaltarse se transfiguraba,
su voz era vibrante y sonora, y sus manías desaparecían. En medio de un silencio sepulcral, comenzó su discurso
el señor Cuevas, y fue robusteciéndose, animado,
hasta estallar en desbordamientos de ideas, en tempestades magníficas
de conceptos sublimes, en inspiradas, en increíbles revelaciones
de patriotismo. Aquella especie de fantasma tenía entre sus labios lo
subyugador y lo sublime. La Cámara escuchó primero atenta, después
asombrada, al último enloquecida con aquel mapa de elocuencia.
Los diputados dejaron sus asientos y rodearon al orador a su lado
y de pie en las gradas. El orador, alto, erguido, omnipotente, con su palabra recorría
toda la extensa gama de los sentimientos, ya dulce y persuasivo,
ya terrible, ya quejoso y doliente como el desamparo... ¡Oh!
no, en mi vida he asistido a una ostentación de la palabra
que me haga más honda impresión. Los diputados, pálidos, con los ojos brillando de lágrimas,
los labios entreabiertos ansiosos, los cuerpos trémulos,
escuchaban como sombras que obedecían una evocación
mágica. Concluyó de hablar el orador y cayó
como exánime sobre la camilla... entonces, como si se tratara
de un padre por el amor de un niño o un ser de cristal,
se le rodeó, se le abrigó y se le prodigaron cuidados
al hombre que se había hecho adorable. Los diputados se disputaron el honor de llevarlo a su casa en hombros y sin saber cómo se armó una procesión de cirios y hachones que acompañó al orador hasta su casa. Los tratados de paz se ratificaron y aprobaron al fin, y regresaron a la capital los emigrados con mayor contento y ansiedad que lo que habían tenido al llegar a Querétaro. 1 Situada entonces
donde ahora están las caballerizas, contigua a la entrada
al jardín, en aquel jardín botánico a cargo
de don Miguel Bustamante. |