En el fracaso, en la desilusión, que no provengan del
fácil desánimo de la inconstancia; viendo el sueño
que descubre su vanidad o su altura inaccesible; viendo la fe que, seca
de raíz, te abandona; viendo el ideal que, ya agotado, muere,
la filosofía viril no será la que te induzca a aquella
terquedad insensata que no se rinde ante los muros de la necesidad;
ni la que te incline al escepticismo alegre y ocioso, casa de Horacio,
donde hay guirnaldas para orlar la frente del vencido; ni la que, como
en Harold, suscite en ti la desesperación rebelde y trágica;
ni la que te ensoberbezca, como a Alfredo de Vigny, en la impasibilidad
de un estoicismo desdeñoso; ni tampoco será la de la aceptación
inerme y vil, que tienda a que halles buena la condición en que
la pérdida de tu fe o de tu amor te haya puesto, como aquel Agripino
de que se habla en los clásicos, singular adulador del mal propio,
que hizo el elogio de la fiebre cuando ella le privó de salud,
de la infamia cuando fue tildado de infame, del destierro cuando fue
lanzado al destierro.
La filosofía digna de almas fuertes es la que enseña
que del mal irremediable ha de sacarse la aspiración a un bien
distinto de aquel que cedió al golpe de la fatalidad: estímulo
y objeto para un nuevo sentido de la acción, nunca segada en
sus raíces. Si apuras la memoria de los males de tu pasado,
fácilmente verás cómo de la mayor parte de ellos
tomó origen un retoñar de bienes relativos, que si tal
vez no prosperaron ni llegaron a equilibrar la magnitud del mal que
les sirvió de sombra propicia, fue acaso porque la voluntad
no se aplicó a cultivar el germen que ellos le ofrecían
para su desquite y para el recobro del interés y contento de
vivir.
Así como a aquel que ha menester aplacar en su espíritu
el horror a la muerte, y no la ilumina con la esperanza de la inmortalidad,
conviene imaginarla como una natural transformación, en la
que el ser persiste, aunque desaparezca una de sus formas transitorias,
de igual manera, si se quiere templar la acerbidad del dolor, nada
más eficaz que considerarlo como ocasión o arranque
de un cambio que puede llevarnos en derechura a nuevo bien: a un bien
acaso suficiente para compensar lo perdido. A la vocación que
fracasa puede suceder otra vocación; al amor que perece, puede
sustituirse un amor nuevo; a la felicidad desvanecida puede hallarse
el reparo de otra manera de felicidad... En lo exterior, en la perspectiva
del mundo, la mirada del sabio percibirá casi siempre la flor
de consolación con que adornar la copa que el hado ha vuelto
silenciosa; y mirando adentro de nosotros, a la parte de alma que
llega tal vez a revelarse si lo conocido de ésta se marchita
o agota, ¡cuánto podría decirse de las aptitudes
ignoradas por quien las posee; de los ocultos tesoros que, en momento
oportuno, surgen a la claridad de la conciencia y se traducen en acción
resuelta y animosa!
Hay veces, ¿quién lo duda?, en que la reparación
del bien perdido puede cifrarse en el rescate de este mismo bien;
en que cabe volcar la arena de la copa, para que el cristal resuene
tan primorosamente como antes; pero si es la fuerza inexorable del
tiempo, u otra forma de la necesidad, la causa de la pérdida,
entonces la obstinación imperturbable resultaría actitud
tan irracional como la conformidad cobarde e inactiva y como el desaliento
trágico o escéptico. El bien que muere nos deja en la
mano una semilla de renovación; ya sean los obstáculos
de afuera quienes nos lo roben, ya lo desgaste y consuma, dentro de
nosotros mismos, el hastío: ese instintivo clamor del alma
que aspira a nuevo bien, como la tierra harta de sol clama por el
agua del cielo.
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