Hija de la necesidad es esta transformación
continua; pero servirá de marco en que se destaque la energía
racional y libre desde que se verifique bajo la mirada vigilante de
la inteligencia y con el concurso activo de la voluntad. Si en lo que
se refiere a la lenta realización de su proceso, ella se ampara
en la oscuridad de lo inconsciente, sus direcciones resultantes no se
sustraen de igual modo a la atención, ni se adelantan al vuelo
previsor de la sabiduría. Y si inevitable es el poder transformador
del tiempo, entra en la jurisdicción de la iniciativa propia
el limitar ese poder y compartirlo, ya estimulando o retardando su impulso,
ya orientándolo a determinado fin consciente, dentro del ancho
espacio que queda entre sus extremos necesarios.
Quien, con ignorancia del carácter dinámico de nuestra
naturaleza, se considera alguna vez definitiva y absolutamente constituido,
y procede como si lo estuviera, deja, en realidad, que el tiempo lo
modifique a su antojo, abdicando de la participación que cabe
a la libre reacción sobre uno mismo, en el desenvolvimiento
de la propia personalidad. El que vive racionalmente es, pues, aquel
que, advertido de la actividad sin tregua del cambio, procura cada
día tener clara noción de su estado interior y de las
transformaciones operadas en las cosas que le rodean, y con arreglo
a este conocimiento siempre en obra, rige sus pensamientos y sus actos.
La persistencia indefinida de la educación es ley que fluye
de lo incompleto y transitorio de todo equilibrio actual de
nuestro espíritu. Uno de los más funestos errores, entre
cuantos puedan viciar nuestra concepción de la existencia,
es el que nos la hace figurar dividida en dos partes sucesivas y naturalmente
separadas: la una, propia para aprender; aquella en que se acumulan
las provisiones del camino y se modelan para siempre las energías
que luego han de desplegarse en acción; la otra, en que ya
no se aprende ni acumula, sino que está destinada a que invirtamos
en provecho nuestro y de los otros, lo aprendido y acumulado. Cuánto
más cierto no es pensar que, así como del campo de batalla
se sale a otra más recia y difícil, que es la vida,
así también las puertas de la escuela se abren a otra
mayor y más ardua que es el mundo! Mientras vivimos está
sobre el yunque nuestra personalidad. Mientras vivimos, nada hay en
nosotros que no sufra retoque y complemento. Todo es revelación,
todo es enseñanza, todo es tesoro oculto, en las cosas; y el
sol de cada día arranca de ellas nuevo destello de originalidad.
Y todo es, dentro de nosotros, según transcurre el tiempo,
necesidad de renovarse, de adquirir fuerza y luz nuevas, de apercibirse
contra males aún no sentidos, de tender a bienes aún
no gozados; de preparar, en fin, nuestra adaptación a condiciones
que no sabe la experiencia. Para satisfacer esta necesidad y utilizar
aquel tesoro, conviene mantener viva en nuestra alma la idea de que
ella está en perpetuo aprendizaje e iniciación continua.
Conviene, en lo intelectual, cuidar de que jamás se marchite
y desvanezca por completo en nosotros, el interés, la curiosidad
del niño, esa agilidad de la atención nueva y candorosa,
y el estímulo que nace de saberse ignorante (ya que lo somos
siempre), y un poco de aquella fe en la potestad que ungía
los labios del maestro y consagraba las páginas del libro,
no radicada ya, en un solo libro, ni en un solo maestro, sino dispersa
y difundida donde hay que buscarla. Y en la disciplina del corazón
y la voluntad, de donde el alma de cada cual toma su temple, conviene,
aun en mayor grado, afinar nuestra potencia de reacción, vigilar
las adquisiciones de la costumbre, alentar cuanto propenda a que extendamos
a más ancho espacio nuestro amor, a nueva aptitud nuestra energía,
y concitar las imágenes que anima la esperanza contra las imágenes
que mueve el recuerdo, legiones enemigas que luchan, la una por nuestra
libertad, la otra por nuestra esclavitud.
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