Cuando te agregas en la calle a una muchedumbre
a quien un impulso de pasión arrebata, sientes que, como la hoja
suspendida en el viento, tu personalidad queda a merced de aquella fuerza
avasalladora. La muchedumbre, que con su movimiento material te lleva
adelante y fija el ritmo de tus pasos, gobierna, de igual suerte, los
movimientos de tu sensibilidad y de tu voluntad. Si alguna condición
de tu natural carácter estorba para que cooperes a lo que en
cierto momento el monstruo pide o ejecuta, esa condición desaparece
inhibida. Es como una enajenación o un encantamiento de tu alma.
Sales, después, del seno de la muchedumbre; vuelves a tu ser
interior; y quizá te asombras de lo que clamaste o hiciste.
Pues no llames sólo muchedumbre a esa que la pasión
de una hora reúne y encrespa en los tumultos de la calle. Toda
sociedad humana es, en tal sentido, muchedumbre. Toda sociedad a que
permaneces vinculado te roba una porción de tu ser y la sustituye
con un destello de la gigantesca personalidad que de ella colectivamente
nace. De esta manera ¡cuántas cosas que crees propias
y esenciales de ti no son más que la imposición, no
sospechada, del alma de la sociedad que te rodea! ¿Y quién
se exime, del todo, de este poder? Aun aquellos que aparecen como
educadores y dominadores de un conjunto humano, suelen no ser sino
los instrumentos dóciles de que él se vale para reaccionar
sobre sí mismo. En el alarde de libertad, en el arranque de
originalidad con que pretenden afirmar, frente al coro, su
personalidad emancipada, obra quizá la sugestión del
mismo oculto numen. Genio llamamos a esa libertad, a esa originalidad,
cuando alcanzan tal grado que puede tenérselas por absolutamente
verdaderas. Pero ¡cuán rara vez lo son en tal extremo,
y cuántas la contribución con que el pensamiento individual
parece aportar nuevos elementos al acervo común, no es sino
una restitución de ideas lenta y calladamente absorbidas! Así,
quien juzgara por apariencias materiales habría de creer que
es la corriente de los ríos la que surte de agua a la mar,
puesto que en ella se vierten, mientras que es de la mar de donde
viene el agua que toman en sus fuentes los ríos.
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