XXIII

Un arranque de sinceridad y libertad que te lleve al fondo de tu alma, fuera del yugo de la imitación y la costumbre, fuera de la sugestión persistente que te impone modos de pensar, de sentir, de querer, que son como el ritmo isócrono del paso del rebaño, puede hacer en ti lo que la obra justiciera del tiempo verificó en la inscripción de la torre de Alejandría. Deshecho en polvo leve, caerá de la superficie de tu alma cuanto es allí vanidad, adherencia, remedo; y entonces, acaso por primera vez, conocerás la verdad de ti mismo. Despertarás como de un largo sueño de sonámbulo. Tu hastío y agotamiento son quizá, cual los de muchos otros, cosa de la personalidad ficticia con que te vistes para salir al teatro del mundo: es ella la que se ha vuelto en ti incapaz de estímulo y reacción. Pero por bajó de ella reposan, frescas y límpidas, las fuentes de tu personalidad verdadera, la que es toda de ti; apta para brotar en vida, en alegría, en amor, si apartas la endurecida broza que detiene y paraliza su ímpetu. Allí está lo tuyo, allí y no en el esquilmado campo que ahora alumbra el resplandor de tu conciencia. ¿Por qué llamas tuyo lo que siente y hace el espectro que hasta este instante usó de tu mente para pensar, de tu lengua para articular palabras, de tus miembros para agitarse en el mundo, cuyo autómata es, cuyo dócil instrumento es, sin movimiento que no sea reflejo, sin palabra que no sea eco sumiso? ¡Ése no eres tú! ¡Ése que roba tu nombre no eres tú! ¡Ése no es sino una vana sombra que te esclaviza y te engaña, como aquella otra que, mientras duermes, usurpa el sitio de tu personalidad e interviene en desatinadas ficciones, bajo la bóveda de tu frente!