XXIV |
Hombres hay, muchísimos hombres, inmensas
multitudes de ellos, que mueren sin haber nunca conocido su ser verdadero
y radical; sin saber más que de la superficie de su alma, sobre
la cual su conciencia pasó moviendo apenas lo que del alma está
en contacto con el aire ambiente del mundo, como el barco pasa por la
superficie de las aguas, sin penetrar más de algunos palmos bajo
el haz de la onda. Ni aun cabe, en la mayor parte de los hombres, la
idea de que fuera posible saber de sí mismos algo que no saben.
¡Y esto que ignoran es acaso la verdad que los purificaría,
la fuerza que los libertarla, la riqueza que haría resplandecer
su alma como el metal separado de la escoria y puesto en manos del platero!...
Por ley general. un alma humana podría dar de sí más
de lo que su conciencia cree y percibe, y mucho más de lo que
su voluntad convierte en obra. Piensa, pues, cuántas energías
sin empleo, cuántos nobles gérmenes y nunca aprovechados
dones, suele llevar consigo al secreto cuyos sellos nadie profanó
jamás, una vida que acaba. Dolerse de esto fuera tan justo, por
lo menos, cual lo es dolerse de las fuerzas en acto, o en conciencia
precursora del acto, que la muerte interrumpe y malogra. ¡Cuántos
espíritus disipados en estéril vivir, o reducidos a la
teatralidad de un papel que ellos ilusoriamente piensan ser cosa de
su naturaleza; todo por ignorar la vía segura de la observación
interior; por tener de si una idea incompleta, cuando no absolutamente
falsa, y ajustar a esos límites ficticios su pensamiento, su
acción y el vuelo de sus sueños! ¡Cuán fácil
es que la conciencia de nuestro ser real quede ensordecida por el ruido
del mundo, y que con ella naufrague lo más noble de nuestro destino,
lo mejor que había en nosotros virtualmente! ¡Y cuánta
debiera ser la desazón de aquel que toca al borde de la tumba
sin saber si dentro de su alma hubo un tesoro que, por no sospecharlo
o no buscarlo, ha ignorado y perdido! |