XXXI |
La infinita y desacordada variedad de las cosas
y los acontecimientos multiplica la ocasión de que nuestra desigualdad
radical dé muestra de sí. Y a la influencia de lo que
ocurre en torno de nosotros, únese acaso, para ello, otras más
lejanas y escondidas... Nuestra alma no está puesta en el tiempo
como cavidad de fondo cerrado e incapaz de dar paso a la respiración
de lo que queda bajo de ella. Hemos de figurárnosla mejor como
abismal e insondable pozo, cuyas entrañas se hunden en la oscura
profundidad del tiempo muerto. Porque el alma de cada uno de nosotros
es el término en que remata una inmensa muchedumbre de almas:
las de nuestros padres, las de nuestros abuelos; los de la segunda,
los de la décima, los de la centésima generación...;
almas abiertas, en lo hondo del tiempo, unas sobre otras, hasta el confín
de los orígenes humanos, como abismos que uno de otro salen y
se engendran; y a medida que se desciende, truécase en dos abismos
cada abismo, porque cada alma que nace viene inmediatamente de dos almas.
Debajo de la raíz de tu conciencia, y en comunicación
siempre posible contigo, flota así la vida de cien generaciones.
Todas las que pasaron de la realidad del mundo, persisten en ti de tal
manera; y por el tránsito que tú les das al porvenir mediante
el alma de tus hijos, gozan vida inmortal, en cuanto perpetúan
la esencia y compendio de sus actos, a que se acumulará la esencia
y compendio de los tuyos. ¿Qué es el misterioso mandato
del instinto, que obra en ti sin intervención de tu voluntad
y tu conciencia, sino una voz que, propagándose a favor de aquellos
pozos comunicantes, sube hasta tu alma, desde el fondo de un pasado
inmemorial, y te obliga a un acto prefijado por la costumbre de tus
progenitores? |