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La visión intuitiva y completa de un alma personal, de modo que, junto con la facultad que constituye su centro, junto con la tendencia dominante que le imprime sello y expresión, aparezca, en la imagen que se trace de ella, el coro de los sentimientos e impulsos secundarios: la parte de vida moral que se desenvuelve más o menos separadamente de aquella autoridad, nunca absoluta, es la condición maestra en el novelador y el poeta dramático que imaginan nuevas almas, y en el historiador que reproduce o interpreta las que fueron. Pero sólo hasta cierto punto puede el arte reflejar lo que en la complexidad personal hay de contradictorio y disonante, porque está en la propia naturaleza de la creación artística perseguir la armonía y la unidad, y reducir la muchedumbre de lo desordenado y disperso a síntesis donde resplandezca en su esencia la substancia que la realidad presenta enturbiada por accidentes sin valor ni fuerza representativa.

La diversidad de elementos que el artista cuida de reunir en torno a la nota fundamental de un carácter, para apartarle del artificio y al abstracción, componen, por necesidad intrínseca del arte, una armonía más perfecta que la que se realiza en el complexo del carácter real. Y sin embargo: cuando un gran creador de caracteres, dotado del soberano instinto de la verdad humana, presta su aliento a un personaje de invención y hace que hierva en él, abundante y poderosa, la vida, lo disonante y lo contradictorio tienen bríos para manifestarse, como por la propia fuerza de la verdad de la concepción; y se manifiestan sin ser causa de disconveniencia en el efecto artístico, sin menguar su intensidad: antes bien realzándola por la palpitante semejanza de la ficción del arte con la obra de la naturaleza. Tal pasa en el inmenso mundo de Shakespeare, el más pujante alfarero del barro humano; cuyas criaturas, movidas por el magnetismo de una enérgica y bien caracterizada pasión, que las hace inmortalmente significativas, muestran al propio tiempo toda la contradicción e inconstancia de nuestro ser, alternando el fulgor del ideal con la turpitud del apetito, nobleza olímpica con rastrera vulgaridad, impulsos heroicos con viles desfallecimientos.

Te hablaba, hace un instante, del Redentor del mundo. Pues bien: la impresión de realidad humana, aunque única y sublime; el interés hondísimo que para nosotros nace de ver cómo de mortales entrañas irradia y se sustenta tan inefable luz, no serían tales, en la figura que esculpe con poética eficacia la palabra candorosa de los evangelistas, sin inconsecuencias que no se concilian con la igualdad capaz de abismar nuestra mente, de exaltarnos a la adoración , de fascinarnos y humillarnos, mas no de suscitar el conmovido sentimiento de humana simpatía con que reconocemos la palpitación de nuestra naturaleza, en aquel que la levantó más alto que todos, cuando su esperanza se eclipsa en el huerto de los olivos; cuando su constancia padece tentación en la cumbre de la montaña; cuando su mansedumbre se agota, y el látigo movido por su mano, en un arranque que parece de Isaías, restalla sobre la frente de los mercaderes; cuando la desesperación del hambre burlada le muerde la carne mortal, y lanza un anatema sin razón ni sentido sobre la higuera sin fruto; cuando la esperanzza vuelve a huirle, en la cruz, y reconviene al Padre que le ha abandonado. Por inconsecuencias como éstas, por discordancias como éstas, hay naturalidad, hay verdad, siéntese el calor y aroma de la vida, en el más grande y puro de los hombres.