EL NUEVO MUNDO

El otro acontecimiento importante del año 1492 fue el hallazgo del Nuevo Mundo. Es probable que fray Hernando de Talavera, en su ya citada respuesta a la reina Isabel, haya pensado en el viaje de Colón, cuyas posibilidades de ejecución estarían siendo sopesadas por entonces. Pero, entre la gente de las tres carabelas, Colón hubiera sido el menos indicado para propagar la lengua entre los "pueblos bárbaros y naciones de peregrinas lenguas" con que se topó. Hablaba mejor el portugués que el castellano. Y es curioso pensar que el primer contacto lingüístico entre el Almirante y el indio americano —contacto frustrado, por supuesto— haya sido ¡en árabe! En efecto, Colón, esperando que su navegación hacia occidente culminaría en las Islas de las Especias (la actual Indonesia), adonde los portugueses llegaban después de dar la vuelta a Africa y seguir hacia oriente, y sabiendo que había trato comercial asiduo entre el Islam y ese extremo oriente trajo en el primer viaje entre sus hombres a un intérprete de árabe.*

En todo caso, la respuesta de Talavera anuncia ya a Cortés y a Pizarro. El fraile-obispo decía que los pueblos conquistados tendrían "necesidad de recibir" las leyes del conquistador, y "con ellas" su lengua. Sólo que los conquistadores españoles, ávidos e impacientes, no esperaban a que los conquistados sintieran esa necesidad, sino que, adelantándose a ella, hablaban mejor del "derecho" absoluto que tenían de imponer sus leyes. Los cronistas españoles refieren cómo Pedrarias (Pedro Arias) Dávila solía "aperrear" a los indios con "lebreles e alanos diestros": al indio que cogían —y nunca fallaban— "lo desollavan e destripavan, e comían dél lo que querían". Alexander von Humboldt lamentó en uno de sus libros que la vida y las hazañas de alguno de esos perros (de nombre famoso, como "el Becerrillo" y su hijo y sucesor "el Leoncico") estuvieran mejor documentadas que la vida de Colón, en la cual hay tantas zonas oscuras. Esa atroz manera de imponer leyes estaba siendo practicada en las islas Canarias; quienes la introdujeron en el Nuevo Mundo fueron los compañeros de Colón, en el segundo viaje; para ellos, y para muchos que los siguieron, los indios no fueron hombres con quienes se combate, sino bestias a quienes se caza.


Fue también Pedrarias Dávila, hacia 1514, el primero que legalizó la conquista con el famoso "requerimiento", intimación hecha a los indios para que reconocieran, en ese momento mismo, la naturaleza de la Santísima Trinidad y los derechos del rey de España, otorgados por el papa, representante del dueño del mundo, o sea de Dios. La no aceptación del requerimiento confería automáticamente carácter de justa guerra a la matanza y a la violencia. ("[Si no aceptáis lo que os he dicho], yo entraré poderosamente contra vosotros, e vos haré guerra por todas las partes e maneras que yo pudiere [y os esclavizaré y os quitaré vuestras posesiones, y todo esto por culpa vuestra, no del rey, ni mía], ni destos cavalleros que conmigo vinieron.") Claro que los indios, ante semejante primer contacto con la lengua castellana, no se apresuraban a dar señales de aceptación. ¿Cómo iban a entender el requerimiento si, como dijo Fernández de Oviedo en 1524, "ni aun lo entendían los que lo leían"?

Estas dos estampas, la de los perros y la del requerimiento, corresponden ciertamente a uno de los lados de la conquista, el lado siniestro. En el lado derecho está, en primer lugar, la estampa de quienes se opusieron a esa violencia y a esa farsa. El propio Oviedo protestó ante Carlos V contra ambos abusos, con tanta mayor convicción cuanto que a él le tocó alguna vez la vergüenza de espetarles el requerimiento a unos indios en nombre de Pedrarías. (Él mismo cuenta qué informe le dio luego a Pedrarias: "Señor, parésçeme que estos indios no quieren escuchar la teología deste requerimiento, ni vos tenéis quien se lo dé a entender. Mande vuestra merced guardalle hasta que tengamos algún indio déstos en una jaula, para que despacio lo aprenda, e el señor obispo se lo dé a entender".) Y con Oviedo están no sólo Las Casas y los muchos españoles que defendieron al indio, afirmando categóricamente, por principio de cuentas, su dignidad de seres humanos contra quienes encontraban más expedito tratarlos como animales, sino también los muchos frailes que, casi desde el primer momento, se pusieron a hacer aquello que fray Hernando de Talavera había sentido como la tarea humana más urgente de todas, en vista de los hechos consumados: aprender la lengua de los vencidos y así comunicarse con ellos para enseñarles el cristianismo. A esta tarea se dedicaron en especial los franciscanos y los dominicos, y más tarde también los agustinos y los jesuitas. El iniciador fue el franciscano Pedro de Gante, no sólo nacido en Gante, cuna de Carlos V, sino ligado con el emperador por "estrecho parentesco" (fray Pedro fue hijo ilegítimo). A mediados del siglo XVI, la verdadera catedral de México no era la de los españoles, "pequeña, fea, pobre y desmantelada", sino la iglesia de San José de los Naturales, hecha de siete naves que, sin paredes intermedias, comunicaban con un inmenso atrio (en las naves cabían 10 000 personas, y en el atrio 70 000). Fray Juan de Zumárraga, primer obispo de México e introductor de la imprenta en el Nuevo Mundo (1532), publicó varias Doctrinas en español, para que los evangelizadores tuvieran a la mano una exposición clara, de lo esencial del cristianismo y en ella se basaran a la hora de predicar en la lengua de los indios. (Estas Doctrinas cristianas de Zumárraga son notables por su acentuado erasmismo.) La mitad de la abundante producción bibliográfica de México durante el primer siglo de la hispanización consiste en Artes (gramáticas) de diversas lenguas, Vocabularios para traducir de esas lenguas al español y viceversa, y Doctrinas cristianas compuestas en esas mismas lenguas, sin contar los confesionarios (manuales para los confesores de indios), los devocionarios, las cartillas para niños y otras cosas menores. Los franciscanos Alonso de Molina y Maturino Gilberti, especializados respectivamente en la lengua "mexicana" y en la "mechuacana", escribieron gramáticas, diccionarios y doctrinas. En ninguna otra región americana hubo tamaña actividad. Las artes, los vocabularios y las doctrinas que se hicieron en el Perú se imprimieron al principio en España (la imprenta llegó a Lima en 1582).

En el lado luminoso de la conquista hay todo un álbum de estampas que no hace falta desplegar aquí, como tampoco hace falta recalcar el lado sombrío. El bien medido endecasílabo que resume la respuesta de los españoles patriotas, "Crímenes son del tiempo y no de España", merece ciertamente ser escuchado. Pero importaba subrayar la calidad dual de la conquista de América, que es también la calidad dual de la concepción española de la vida, bárbara y estrecha por un lado, sobre todo en contraste con la concepción italiana, pero impregnada por otro de un humanismo que, justamente en el primer siglo de la conquista, se tradujo no sólo en humanitarismo compasivo, sino también en deseo de compartir y comunicar. Al lado de los brutos primitivos, como Pedrarias, hubo desde un principio los civilizados y civilizadores; como Vasco de Quiroga; al lado de los destructores ciegos, como Pedro de Alvarado, los preocupados por el bien público, como Antonio de Mendoza; al lado de los frailes que por celo religioso quemaron gran cantidad de códices (imitadores en esto de Cisneros), los frailes conservadores y estudiosos del vivir prehispánico, como Bernardino de Sahagún; y al lado de los buscadores de fama y riqueza, como Cortés y los Pizarro, los maestros y defensores, como Pedro de Gante, Motolinía y Las Casas. El "requerimiento" a que sí contestaron los pobladores de América fue el que sí entendieron: no la intimación, sino la invitación.

La hispanización del Nuevo Mundo ofrece ciertas semejanzas con la romanización de Hispania y con la arabización de España. Al igual que los romanos y los árabes (y a diferencia no sólo de los visigodos, sino también de los ingleses, franceses y holandeses que colonizaron otras regiones de América), los conquistadores y pobladores españoles se mezclaron racialmente desde un principio con los conquistados, y este mestizaje de sangre fue, desde luego, el factor que más contribuyó a la difusión de la lengua y cultura de España. Los romanos latinizaron con pasmosa rapidez toda la península (salvo el territorio vasco), y el latín de los escritores hispanos de los primeros siglos de nuestra era no tenía ya nada que pedirle al de los italianos. Los moros arabizaron profundamente a España, y a partir del siglo VIII no pocos españoles, además de adoptar la religión de los conquistadores, se enseñaron a hablar y escribir un árabe tan bueno como el de Bagdad o de El Cairo. En la historia americana, particularmente en la de México y del Perú, abundan los testimonios de la facilidad y la gracia con que los niños indios, en escuelas fundadas para ellos, aprendían la lengua española. El primer siglo de la conquista ofrece nombres de escritores de sangre americana como los mexicanos Hernando de Alvarado Tezozómoc y Fernando de Alva Ixtlilxóchitl y los peruanos Felipe Guamán Poma de Ayala y Garcilaso Inca de la Vega. A fines del siglo XVI ya estaban echadas en todo el nuevo continente las raíces de la lengua nacional de los países hispanoamericanos de hoy.

Sin embargo, ni la cristianización ni la hispanización del Nuevo Mundo fueron nunca completas. La tarea de fray Hernando de Talavera y sus sucesores, en la España del siglo XVI, no fue fácil, y eso que se trataba de aprender una sola lengua, el árabe. Pero las lenguas americanas se contaban por centenares. Para la mayoría de ellas no hubo gramáticas ni diccionarios ni doctrinas cristianas. Por otra parte, los concilios de obispos celebrados en Lima y en México durante la segunda mitad del siglo XVI llegaron a conclusiones pesimistas en cuanto a la eficacia de las doctrinas impresas en lenguas indígenas. Como los "naturales" no podían ser sacerdotes (y muchísimo menos obispos), era necesaria la presencia continua de predicadores españoles o criollos que conocieran las distintas lenguas, y, desgraciadamente, el fervor religioso de la primera hora ya se había entibiado a fines del siglo. Los obispos peruanos y mexicanos resolvieron "que a los indios se pongan maestros que les enseñen la lengua castellana, por haberse conocido, después de un prolijo examen, que aun en el más perfecto idioma de ellos no se pueden explicar bien y con propriedad los misterios de la santa fe católica sin cometer grandes disonancias e imperfecciones". Pero esta castellanización total no pasó de ser un buen deseo.**

Así como el mapa de la península ibérica se llenó primero de topónimos romanos y luego de topónimos árabes, así el de América se llenó de topónimos españoles: Santa Fe, Laredo, Monterrey, Durango, Compostela, Guadalajara, León, Salamanca, Zamora, Lerma, Córdoba, Valladolid, Mérida, Trujillo, Antequera, Granada, Cartagena, Santander, Málaga, Segovia, Medellín, Guadalupe, Aranzazu, Lérida, Cuenca... (muchos de estos topónimos se repiten en distintos países). Provincias más o menos extensas se llamaron Nueva España, Nueva Galicia, Nuevo León, Nueva Vizcaya, Nueva Extremadura (en México), Nueva Segovia, Castilla del Oro (en Centroamérica), Nueva Granada, Nueva Andalucía, Nueva Córdoba, Nueva Extremadura (en Sudamérica). También en las Filipinas: Nueva Cáceres, Nueva Écija, Nueva Vizcaya. El nombre de Santiago, gran protector de los conquistadores, se repite en todas partes, por lo general en unión de un topónimo americano: Santiago de Cuba, Santiago Papasquiaro, Santiago Ixcuintla, Santiago Zacatepec, Santiago Jamiltepec, Santiago Atitlán, Santiago de Chuco, Santiago de Cao, Santiago de Pacaraguas, Santiago de Chocorvos, Santiago de Huata, Santiago de Chile. También abundan otros topónimos religiosos: San Juan de Puerto Rico, San Francisco, Los Angeles, Santa Ana Chiautempan, San Pedro Xilotepec, San Antonio del Táchira, San José de Cúcuta, Asunción del Paraguay, San Miguel de Tucumán, Concepción de Chile... (En 1813 se quejaba el mexicano fray Servando Teresa de Mier de tantos nombres de santos, que "confunden los lugares, convierten la geografía de América a letanías o calendario, embarazan la prosa e imposibilitan la belleza de las musas americanas".)


* El Diario del primer viaje registra lo que el Almirante iba pensando y sintiendo a partir del 12 de octubre: su tristeza por no hallar especias ni metales preciosos (que era lo más importante); su esperanza de hallarlos más tarde; su extrañeza e incomprensión frente a los seres humanos que ningún europeo había visto; y, sobre todo, su asombro ante la naturaleza de las nuevas islas: "muchos árboles muy disformes de los nuestros" (muy disformes: nada parecidos), "tan disformes de los nuestros como el día de la noche, y assí las frutas, y assí las yerbas y las piedras y todas las cosas", sin olvidar los "peces tan disformes de los nuestros que es maravilla", jaspeados y pintados como gallos, y de tan hermosos colores "que no ay hombre que no se maraville y no tome gran descanso a verlos". En cambio, Hernán Cortés se complacerá, después, en subrayar las semejanzas entre España y las nuevas tierras en que él ha penetrado: el cacique de Iztapalapa tiene "unas casas nuevas, que son tan buenas como las mejores de España"; en Cozalá hay "tales y tan buenos edificios, que dizen que en España no podían ser mejores", entre ellos una casa de aposentamiento y fortaleza que es mejor y más fuerte y más bien edificada que el castillo de Burgos"; México-Tenochtitlán "es tan grande como Sevilla", y tiene una plaza "tan grande como dos vezes la de la ciudad de Salamanca"; Tlaxcala "es muy mayor que Granada y muy más fuerte"; en México "hay a vender muchas maneras de filado de algodón..., que parece propriamente alcaicería de Granada en las sedas, aunque esto otro es en mucha mayor quantidad"; también "venden colores para pintores quantos se pueden hallar en España"; hay frutas de muchas manera", en que hay cerezas y ciruelas que son semejables a las de España"; "hay hombres como los que llaman en Castilla ganapanes, para traer cargas"; y el colmo: en Cholula hay "mucha gente pobre... que piden como hazen los pobres en España". Era, pues, natural que los territorios por él conquistados se llamaran la Nueva España.

** En 1769, exactamente 250 años después de la llegada de Cortés a Veracruz, un arzobispo de México, Francisco Antonio de Lorenzana, citando las conclusiones de los concilios americanos de fines del siglo XVI, prohibió a sus curas y vicarios enseñar la doctrina en lenguas indígenas, y los obligó a emplear el castellano hasta en el trato diario con sus feligreses indios, "para que aprendan y se suelten a hablarle aun en aquellas cosas de comercio, trato económico y de plaza, que ellos llaman tianguistlatollí". Lorenzana añadía una razón personal: los obispos deben dialogar con el pueblo, y no podía pedírsele a él que aprendiera los idiomas hablados en su inmensa arquidiócesis "mexicano, otomí, huasteco, totonaco, mazahua, tepehua, zapoteco, tarasco y otros innumerables" (en Cuautitlán y Tlalnepantla, a pocas leguas de la ciudad de México, tenía que haber predicadores en español, en náhuatl y en otomí). Lorenzana era casi tan iluso como lo habían sido los señores del Consejo de Indias de Madrid, que hacia 1596 redactaron una "cédula", destinada al virrey del Perú, en la cual se prohibía a los indios el empleo de su lengua nativa (cédula que Felipe II, cuerdamente, no aprobó). El hecho es que si en España sobrevive una lengua prerromana, el Vasco, en Hispanoamérica sobreviven innumerables lenguas prehispánicas.

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