HUMANISMO Y ANTIHUMANISMO

La cultura hispánica de los siglos XVI y XVII es posiblemente la más controvertida de todas las de la era moderna, la más conflictiva, o sea la más apasionante. Si es imposible ver sin pasión las hogueras inquisitoriales, también es imposible leer el Quijote fríamente, sin que el lector se sienta arrastrado y cautivado por su humor y su armonía. En vez de emitir un juicio global, quizá sea más útil exponer una breve serie de datos que, desde el concreto punto de vista de la historia de la lengua, puedan dar una idea de cómo se desarrolló en los territorios de habla española la lucha entre las luces (el ansia de libertad, la apertura a todo lo que es humano, la fe en la civilización y el progreso) y las tinieblas (el absolutismo, el rechazo de lo nuevo por el solo hecho de ser nuevo, la defensa encarnizada de los intereses creados). Esta lucha, que se da en todas las sociedades y en todas las épocas, tuvo en el orbe hispánico características especiales.

Las luces están representadas ante todo por el humanismo renacentista, en sus dos expresiones principales, la nórdica o erasmiana y la italiana, expresiones que, una vez recibidas en España, se fundieron sin dificultad en una sola (al contrario de lo que ocurrió en Italia, donde Erasmo tuvo pocos admiradores decididos). El erasmista Juan de Valdés era amigo de Garcilaso, el cual hizo que su amigo Boscán tradujera al español El Cortesano de Castiglione, libro que educó a miles de lectores europeos. Y Boscán y Garcilaso renovaron a fondo la poesía castellana, adoptando de la italiana no sólo los esquemas métricos, sino toda una visión de lo humano. Por lo demás, el amor a las letras griegas y latinas fue el mismo en Erasmo y en los italianos (aunque Erasmo haya preferido a los moralistas y a los historiadores, y los italianos a los oradores y a los poetas). Juan, de Valdés tradujo del griego partes de la Biblia; Garcilaso compuso poemas en latín.

El cardenal Cisneros, rector de la política española durante la minoría de Carlos V, le ofreció a Erasmo, en 1516, un puesto en España. Erasmo no aceptó la invitación, en parte por sus muchos quehaceres y en parte porque España le parecía demasiado bárbara; pero en 1516, justamente, se desató en España una oleada de traducciones de Erasmo sin paralelo en ningún otro país europeo. Dos años antes, en 1514, el impresor de la universidad de Alcalá, Arnao Guillén de Brocar, había publicado en un espléndido volumen, envidia de Europa, la edición príncipe del texto griego del Nuevo Testamento.* Esta universidad de Alcalá, fundada en 1508 por el propio cardenal Cisneros, fue durante la primera mitad del siglo XVI el hogar por excelencia de las ideas modernas. Su ímpetu innovador se contagió a la de Salamanca (aunque ésta, fundada en el siglo XII, tenía demasiados compromisos con el pasado). Fueron momentos privilegiados en la historia de la cultura hispánica. La labor de los humanistas italianos residentes en Castilla, como Pedro Mártir de Angleria y Lucio Marineo Sículo, y también en Portugal, como Cataldo Áquila Sículo, estaba dando sus frutos. Pedro Mártir se felicitaba de haberse trasladado a un país tan sediento de conocimientos y tan virgen de humanismo: decía que, de haberse quedado en Italia, habría sido un pajarillo entre águilas o un enano entre gigantes. En España, desde luego, fue un gigante. Una vez, durante un curso dado en Salamanca sobre las difíciles (y divertidas) Sátiras de Juvenal, los estudiantes lo levantaron en hombros y así, "en triunfo", lo llevaron hasta su aula. La literatura de nuestra lengua, en estos primeros decenios del Renacimiento, se escribió en una atmósfera de entusiasmo.

En las Indias, como se llamaban las posesiones americanas de España, la cultura que se fue implantando estaba hecha de la misma sustancia que en la metrópoli. Es verdad que hacia 1550 las únicas ciudades que podían llamarse centros de cultura eran México y Lima, y tal vez Santo Domingo (la primera que tuvo universidad). Pero, proporcionalmente, los ideales del Renacimiento y del humanismo penetraron en América en la misma medida que en España. Fernández de Oviedo, imbuido de italianismo y lector de Erasmo, es en Santo Domingo uno de los españoles más civilizados de su tiempo, y su Historia uno de los monumentos del humanismo, entendido éste en su sentido más amplio y generoso. Diego Méndez, "el de la Canoa", compañero de Colón en su último viaje y vecino también de Santo Domingo, es famoso por el testamento (1536) en que dejó a sus hijos su biblioteca, formada por solo diez libros, cinco de los cuales eran traducciones de Erasmo. Fray Juan de Zumárraga, primer obispo de México, reprodujo escritos de Erasmo y del erasmista Constantino Ponce de la Fuente. (Años después, este doctor Constantino fue encarcelado bajo acusación de luteranismo.) La Utopía del inglés Tomás Moro, amigo de Erasmo, tuvo innumerables lectores, pero ninguno tan extraordinario como Vasco de Quiroga, que quiso hacer realidad, en tierras de Michoacán, los ideales de justicia de ese libro revolucionario. Y Francisco Cervantes de Salazar, discípulo del erasmista Alejo Vanegas, no sólo tradujo a Juan Luis Vives, otro gran amigo de Erasmo sino que, a imitación suya, compuso unos Diálogos latinos impresos en México (1554), tres de ellos acerca de México y de su universidad, aún reciente pero ya activa.

Cuando murió Carlos V (1558), la ciudad de México celebró sus exequias con un catafalco adornado de composiciones poéticas en latín y en español (estas últimas en metros italianos), de todo lo cual quedó constancia en el Túmulo imperial de Cervantes de Salazar (1560).

Este Túmulo puede servir de símbolo de un acontecimiento trascendental. Mucho de lo que había vivido en la cultura española durante la época del emperador quedó sepultado con él. Felipe II, constituido en campeón de la ortodoxia católica contra las demás formas del cristianismo, inauguró un "nuevo estilo" nacional, absolutista e intolerante. No es que la libertad intelectual haya sido completa en tiempos de Carlos V., la Inquisición fue siempre muy poderosa, y la suspicacia de la iglesia española —la suspicacia, concretamente, de las órdenes monásticas, en particular la de los dominicos— frente a todo cuanto oliera a pensamiento demasiado personal en materias teológicas, filosóficas y científicas era muy aguda ya en el siglo XV. Cuando en 1478 (en vísperas del establecimiento definitivo de la Inquisición en España) un catedrático de Salamanca, Pedro de Osma, expuso ciertas ideas de un libro suyo acerca de la confesión sacramental, la autoridad eclesiástica mandó clausurar las aulas como si estuvieran endemoniadas, y, como dice uno de los documentos que relatan el suceso, "no permitió que se abriesen hasta haber quemado públicamente la cátedra y el libro en presencia de su autor, sin que se leyese [= sin que se diesen clases] en ellas hasta bendecirlas", esto es hasta exorcizarlas. Nebrija, discípulo de Pedro de Osma tuvo sus conflictos con la Inquisición como los tuvieron después otros dos catedráticos de Salamanca, fray Luis de León y Francisco Sánchez el Brocense. De hecho, todos los partidarios de una ciencia libre de trabas, o sea todos los erasmistas, sufrieron en una forma u otra la hostilidad del Santo Oficio.

Caso típico es el de Juan de Vergara, traductor de Aristóteles y de las partes griegas del Viejo Testamento en la Biblia Complutense, encarcelado durante dos años y medio sin otra razón que su erasmismo (a pesar de que Erasmo nunca fue condenado por Roma). Entristecido por la noticia, un estudiante español que se hallaba en París le escribía (1533) a su maestro Vives: "Tienes razón: España está en poder de gente envidiosa y soberbia, y bárbara además; ya nadie podrá cultivar medianamente las letras sin que al punto se le acuse de hereje o de judío; impera el terror entre los humanistas". A ese mismo propósito le escribía Vives a Erasmo: "Estamos pasando por tiempos difíciles, en que no se puede hablar ni callar sin peligro". Irónicamente, la última carta de Erasmo a Vergara, interceptada por los inquisidores contenía un elogio de los viajes de esa comunicación con otras gentes que es como "un injerto de la inteligencia", y le decía: "Nada hay mas hosco que los seres humanos que han envejecido en su pueblo natal, y que odian a los extranjeros y rechazan cuanto se aparta de los usos del terruño".

Una de las últimas afirmaciones de los ideales de libertad del humanismo se encuentra en El concejo y consejeros del príncipe del erasmista Fadrique Furió Ceriol, español europeo educado en el "estilo Carlos V". Declara Furió que todos los modos de pensar son buenos, mientras los hombres que piensan sean buenos: "Todos los buenos, agora sean judíos, moros, gentiles, cristianos o de otra secta, son de una mesma tierra, de una mesma casa y sangre; y todos los malos de la mesma manera"; y afirma también que quienes dicen "que todo es del rey, y que el rey puede hacer a su voluntad,. y que el rey puede poner cuantos pechos [impuestos] quisiere, y aun que el rey no puede errar" (cosas todas que se dijeron en efecto en la España de Felipe II), son "enemigos del bien publico".

La historia vino a poner en estas palabras de Furió la misma ironía que en las de Erasmo cuando le hacía al prisionero Vergara el elogio de los viajes. El concejo y consejeros del príncipe se imprimió en Amberes en 1559. Ahora bien, justamente ese año de 1559 es el del triunfo definitivo del absolutismo y del oscurantismo (para decirlo en terminología moderna) sobre el deseo de libertad y de progreso. A los tres años de heredar la corona, y a un año apenas de la muerte de su padre, Felipe II mostró en 1559 lo que iba a ser su reinado (y el de sus sucesores). En el campo del pensamiento, los antierasmistas habían ganado la batalla. En ese año de 1559 habían obtenido una victoria espectacular: Bartolomé Carranza, arzobispo de Toledo, favorable a la libertad de pensamiento, fue encarcelado y destituido de su puesto. Felipe II apoyó siempre con brazo fuerte a los contrarreformistas triunfadores, y éstos le juraron fidelidad absoluta y demostraron teológicamente aquello que, según Furió, sólo un enemigo del bien público podría decir: "que el rey puede hacer a su voluntad". Felipe II y sus sucesores tuvieron casi rango de deidades (Es penoso ver cómo sor Juana Inés de la Cruz exalta hasta las nubes al imbécil Carlos II.) Pocas veces en la historia de los pueblos modernos ha habido una coalición tan íntima, y tan duradera además, entre Iglesia y Estado. Lo anterior a 1559, incluyendo el proceso contra Juan de Vergara, había sido apenas un ensayo. Ya se habían promulgado varios Índices de libros prohibidos, pero el del fatídico año de 1559, hecho bajo la supervisión del inquisidor Fernando Valdés, dejó muy atrás en severidad a sus predecesores. Las obras de Erasmo fueron confiscadas y quemadas, y lo único que de él se toleró fueron los tratados de gramática y retórica. Se pusieron en el Índice las obras completas de no pocos escritores españoles, comenzando con aquellos que habían huido de la península para ser libres en el extranjero, como Juan de Valdés y Miguel Servet, cumbres del pensamiento religioso europeo. Totalmente prohibidas quedaron las traducciones de la Biblia, pues su lectura vino a considerarse "fuente de herejías". (Lo curioso es que Fadrique Furió Ceriol había publicado un diálogo latino, Bononia, en que defendía lo contrario, argumentando erasmianamente que los apóstoles y evangelistas se habían servido del idioma hablado por el pueblo.) El solo deseo de estar al corriente de las novedades europeas era peligroso. Se elaboraron refinados mecanismos de control de la imprenta, y la importación de libros extranjeros quedó sometida a estrechísima vigilancia. La herejía se identificó por completo con la infamia social, de tal manera que los sospechosos de desviarse mínimamente del catolicismo oficial, o sea de lo que Erasmo llamaba "usos del terruño", quedaban automáticamente "deshonrados". Como remate de todo, en ese año de 1559, en noviembre, por decreto de Felipe II, les quedó prohibido a todos sus súbditos salir al extranjero a estudiar o a enseñar, para evitar contagios con ideas no "oficiales". **

El liderazgo intelectual quedó definitivamente en otras naciones. Un Galileo, un Descartes, un Newton hubieran sido imposibles en los dominios de Felipe II y su dinastía. El helenismo, tan promisor en tiempos de Cisneros y de Carlos V, quedó prácticamente muerto; la tipografía helénica llegó a desaparecer del todo, y los pocos que sabían griego se hacían sospechosos (podían leer los evangelios en su lengua original, o sea que "se apartaban" de la mayoría que sólo sabía leerlos en la traducción de la Vulgata). España; el país de Europa que en esta segunda mitad del siglo XVI estaba en posición ideal para ser la adelantada de los estudios árabes (y no sólo por el contacto excepcional que había tenido durante siglos con el Islam, sino porque aún vivían en su territorio miles de personas que hablaban y leían y escribían árabe), fue durante Felipe II máxima desdeñadora de lo árabe. El Arte y el Vocabulista arávigo de Pedro de Alcalá nunca tuvieron sucesores. Fue en Francia y en Holanda donde se inició, a fines del siglo XVI, el arabismo moderno. (Cuando los "ilustrados" del XVIII quisieron hacer una clasificación de los manuscritos árabes existentes en El Escorial, tuvieron que acudir a un experto extranjero, el maronita sirio Miguel Casiri.) También se le fue a España de las manos otro liderazgo: el del hebraísmo. La edición del texto hebreo de la Biblia Complutense había sido obra de judíos conversos, en particular Pablo Coronel, autor además del léxico hebreo-latino impreso al final del Viejo Testamento. Era natural que fueran conversos o descendientes de conversos los sabios en esta materia. Hacia 1570 había cuatro grandes hebraístas en España: Alonso Gudiel en la universidad de Osuna, y fray Luis de León, Gaspar de Grajal y Martín Martínez de Cantalapiedra en la de Salamanca. Todos, salvo el último, eran de origen converso. La persecución desatada contra ellos en 1572 es una de las muestras más repugnantes del antisemitismo oficial (Gudiel murió tragicamente en la cárcel). Durante estos acontecimientos, otro humanista, Benito Arias Montano, publicaba en Amberes (1569-1573) la llamada Biblia Regia, políglota como la Complutense; pero los sabios que se encargaron de la edición del texto hebreo no fueron ya españoles.

En la época de Carlos V, desde Juan Luis Vives, que en 1520 hablaba del triste papel que hacían en Europa los españoles, llenos de "concepciones bárbaras de la vida que se transmiten unos a otros como de mano en mano", hasta Andrés Laguna, que en 1557 decía que sus paisanos se habían granjeado el aborrecimiento de todos los europeos (los turcos inclusive) a causa de su soberbia, nunca dejaron de escucharse voces que llevaron a cabo una auténtica labor de autocrítica nacional. En la época de los Félipes esas voces fueron metódicamente reprimidas.

Por otra parte, en tiempos de Carlos V no hubo casi ningún escritor español que no fuera devoto de su rey (es muy representativo el soneto de Hernando de Acuña que celebra la hegemonía española y sueña con "un Monarca, un imperio y una Espada" para todo el mundo), y esa devoción fue fruto espontáneo del entusiasmo. Pero a partir de Felipe II el patriotismo se fue convirtiendo, cada vez más, en consigna. Alonso de Ercilla intercaló en su Araucana visiones heroicas de las batallas de Saint-Quentin y de Lepanto; Fernando de Herrera dedicó a don Juan de Austria dos odas encomiásticas, una por la victoria de Lepanto y otra por el escarmiento que les dio a los pobres moriscos de las Alpujarras. Cervantes era seguramente sincero cuando decía que la batalla de Lepanto fue "la más alta ocasión que vieron los siglos pasados ni esperan ver los venideros". Algo de fervor patriótico y católico hay en El Brasil restituido, comedia de Lope de Vega que celebra la reconquista de Bahía de manos de los holandeses por una escuadra hispano-portuguesa, o en comedias de Calderón como la que celebra las victorias de Wallenstein contra los protestantes y la que celebra (como el famoso cuadro de Velázquez) la toma de Breda. Pero ¿qué decir del libro de 1631 en que un numeroso coro de poetas —Lope de Vega entre ellos— festejó como hazaña sobrehumana, digna de Júpiter, el que Felipe IV, en un coto cerrado, y detrás de una barrera, y rodeado de cortesanos y de criados, hubiera matado un toro de un arcabuzazo? En cuanto a los elogios prodigados a Carlos II y a su aberrante política, son sencillamente grotescos***


El único caso ilustre de crítica del imperio en el siglo XVII es el "memorial" versificado, atribuido con toda verosimilitud a Quevedo, en que el autor le dice a Felipe IV que es inhumano mantener en Europa una ilusión de dominio a costa de la sangre y el bienestar de los españoles. Pero entre la crítica abierta y la adulación descarada quedaban vías intermedias. Una de ellas era la reticencia, que es el arte de decir cosas sin decirlas. En 1609, Bernardo de Aldrete sugiere con un discreto "y no digo más" que la represión de los moriscos de las Alpujarras fue demasiado salvaje. De manera parecida el historiador José de Sigüenza, en 1600, en el momento en que casi va a decir lo que piensa de la manera innoble como Fernando el Católico y su brazo militar Gonzalo Fernández de Córdoba (alias "el Gran Capitán") se apoderaron del reino de Nápoles, se para en seco y estampa sólo este comentario: "Aquí se quedan mil hoyos y pleitos que se averiguarán el Día del Juicio". La represión convirtió a los escritores de lengua española en grandes maestros del arte de la reticencia, de la cautela, de cierta "hipocresía heroica", como alguien la ha llamado. Y el más grande de esos maestros fue Cervantes.

Otra vía intermedia es la imparcialidad artística. Así como el Velázquez de la Rendición de Breda pone en los rostros holandeses (calvinistas) la misma nobleza que en los españoles (católicos), así también el Ercilla de la Araucana presta a los indios chilenos y a sus dominadores un mismo alto nivel de cualidades humanas. Ni siquiera los corsarios ingleses Francis Drake y John Hawkins aparecen como monstruos en la Dragontea de Lope de Vega. Por lo demás, la desproporción entre lo celebrado y la manera de celebrarlo se pierde de vista cuando el resultado es una obra de arte. La victoria de Saint-Quentin fue insignificante, pero El Escorial es ciertamente un edificio estupendo. También la rendición de Breda fue un episodio intrascendente. Las hazañas exaltadas por muchos poetas y prosistas y autores teatrales del siglo XVII se reducen a menudo a nada, son exageración pura. En manos de escritores como Quevedo y Calderón, la hipérbole llega a veces a la cumbre del arte. (Góngora, también maestro de la hipérbole, es siempre más complejo: exalta ciertamente a los monarcas, pero en un largo pasaje de las Soledades deplora muy de veras los males que la codicia de los exploradores y conquistadores trajo a la humanidad.)

Desde el punto de vista de la historia de la lengua, los breves datos que anteceden tienen una doble importancia. Por una parte, explican el relativo raquitismo y atraso del vocabulario castellano en todos aquellos sectores (política, economía, ciencia, filosofía, etc.) en que los demás países del occidente europeo se adelantaron a España —raquitismo y atraso cuyas consecuencias siguen siendo actuales—. Y, por otra parte, ayudan a comprender la naturaleza peculiar del lenguaje literario español del siglo XVII, su especialísima riqueza. Algo que no consiguió coartar Felipe II fue la fantasía. Más aún: es como si la obra de quienes escribían en España hacia 1615, hombres criados bajo el austero régimen de Felipe II, fuera producto, más que de genios individuales, de una como necesidad social, colectiva, de hallar nuevas entradas y salidas en un edificio cuyas puertas estaban tapiadas. La literatura de nuestra lengua eclipsaba en esos momentos a todas las demás. En 1615 Lope de Vega llevaba escritos, entre muchísimas otras cosas, varios centenares de piezas teatrales. En 1615, un siglo después de los inicios de ese humanismo erasmiano que Felipe II sofocó, Miguel de Cervantes —"un ingenio lego", poseedor, como Shakespeare, de "poco latín y menos griego"— publicaba la Segunda parte del Quijote, envidia de todas las literaturas y culminación de no pocas de las ideas de Erasmo. En 1615, menos de un siglo después del injerto de los modos italianos en la poesía española, circulaban de mano en mano, manuscritas, las Soledades de Góngora. Finalmente, en 1615 se hallaba en pleno auge otra literatura, no la del humor y la fantasía, sino la del desengaño y el ascetismo razonado, producto también de un estado de ánimo colectivo que de ninguna manera había sido el dominante en tiempos de Carlos V.

 * El Nuevo Testamento es el tomo final de la llamada Biblia "Complutense" (Complutum era el nombre romano de Alcalá), pero fue el que se imprimió primero. El texto griego original va acompañado de la "Vulgata", o sea la traducción latina de san Jerónimo que durante diez siglos habla sido el único alimento bíblico de la cristiandad. Dos años después, en 1516, Erasmo publicó su propia edición del texto griego del Nuevo Testamento, acompañándolo de una nueva y revolucionaria versión latina. Pero la tipografía griega de la edición erasmiana es inferior a la del Nuevo Testamento de Alcalá, calificada por los conocedores como la más bella de todos los tiempos. Los primeros volúmenes de la Biblia Complutense (1515-1517) contienen el Viejo Testamento, y su disposición es mucho mas compleja: el lector que la abre en una página cualquiera se encuentra con seis textos: 1) el hebreo original; 2) la antigua versión caldea (o siríaca); 3) la traducción griega de "los Setenta", hecha por los judíos helenizados de Alejandría en el siglo III a.C. (la tipografía de esta parte es más pequeña y mucho menos elegante que la del Nuevo Testamento); 4) la Vulgata de san Jerónimo; 5) una traducción latina literal de la versión caldea; y 6) una traducción latina literal de la versión griega.

** Añádase que los inquisidores del tiempo de Felipe II, además de exacerbar la censura contra la libertad de pensamiento, la extendieron a la "libertad de lenguaje". El contraste con la época de Carlos V es aquí especialmente marcado. Obras como La lozana Andaluza (1528), que todavía a comienzos del siglo XX escandalizaba a Menéndez Pelayo, o como el Cancionero de obras de burlas y provocantes a risa (1519), donde hay piezas extraordinariamente libres, desenfadadas y "verdes", como la ya mencionada Carajicomedía, dejaron de ser posibles. De haber vivido en tiempos de Felipe II el canónigo sevillano Diego López de Cortegana, que tradujo en 1513 el Asno de oro de Apuleyo, donde hay escenas muy fuertes para mentalidades castas (y que tradujo también, en 1520, la Querella de la paz de Erasmo, invectiva contra la estupidez de las guerras), ciertamente hubiera tenido que dedicarse a otros quehaceres. La España "oficial" de Felipe II fue muy gazmoña en todo lo relativo al sexo. Las escenas o expresiones "libres" de la literatura española existente, comenzando con La Celestina, fueron metódicamente castigadas".

***Carlos II no llegó ni siquiera a matar un toro de un arcabuzazo. Lo que le celebraron los poetas fue una "ínclita hazaña", una "heroica acción" de tipo distinto. El 28 de enero de 1685 paseaba el rey con algunos de sus cortesanos, en coche, por las orillas de Madrid, cuando vio a un humilde cura que, acompañado del sacristán, llevaba el viático a un enfermo. Con enorme pasmo de los cortesanos, y de algunas mujeres que lavaban en la poca agua del río Manzanares, el rey cedió su coche al cura y al azorado sacristán, se puso al estribo, "de gentilhombre", e hizo que sus paniaguados acompañaran a pie al Santísimo hasta casa del moribundo. La convocatoria a los poetas fue inmediata, y no menos inmediata la respuesta: el 3 de febrero, menos de una semana después de ejecutada la heroica acción, los poetas de Madrid se reunieron en casa de don Pedro de Arce, uno de los cortesanos, para leer un número increíble de composiciones encomiásticas. La convocatoria llegó con natural retraso a tierras americanas, y varios poetas de la Nueva España, uno de ellos Sor Juana, unieron su voz a la de sus colegas peninsulares. (Es notable cómo algunos de esos celebradores del pobre Carlos II dicen que un rey devoto del Santísimo Sacramento vale infinitamente más que un rey que gana batallas militares o diplomáticas.)

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