La cultura hispánica de los siglos XVI y XVII
es posiblemente la más controvertida de todas las de la era
moderna, la más conflictiva, o sea la más apasionante.
Si es imposible ver sin pasión las hogueras inquisitoriales,
también es imposible leer el Quijote fríamente,
sin que el lector se sienta arrastrado y cautivado por su humor y
su armonía. En vez de emitir un juicio global, quizá
sea más útil exponer una breve serie de datos que, desde
el concreto punto de vista de la historia de la lengua, puedan dar
una idea de cómo se desarrolló en los territorios de
habla española la lucha entre las luces (el ansia de libertad,
la apertura a todo lo que es humano, la fe en la civilización
y el progreso) y las tinieblas (el absolutismo, el rechazo de lo nuevo
por el solo hecho de ser nuevo, la defensa encarnizada de los intereses
creados). Esta lucha, que se da en todas las sociedades y en todas
las épocas, tuvo en el orbe hispánico características
especiales.
Las luces están representadas ante todo por el humanismo renacentista,
en sus dos expresiones principales, la nórdica o erasmiana
y la italiana, expresiones que, una vez recibidas en España,
se fundieron sin dificultad en una sola (al contrario de lo que ocurrió
en Italia, donde Erasmo tuvo pocos admiradores decididos). El erasmista
Juan de Valdés era amigo de Garcilaso, el cual hizo que su
amigo Boscán tradujera al español El Cortesano
de Castiglione, libro que educó a miles de lectores europeos.
Y Boscán y Garcilaso renovaron a fondo la poesía castellana,
adoptando de la italiana no sólo los esquemas métricos,
sino toda una visión de lo humano. Por lo demás, el
amor a las letras griegas y latinas fue el mismo en Erasmo y en los
italianos (aunque Erasmo haya preferido a los moralistas y a los historiadores,
y los italianos a los oradores y a los poetas). Juan, de Valdés
tradujo del griego partes de la Biblia; Garcilaso compuso poemas en
latín.
El cardenal Cisneros, rector de la política
española durante la minoría de Carlos V, le ofreció
a Erasmo, en 1516, un puesto en España. Erasmo no aceptó
la invitación, en parte por sus muchos quehaceres y en parte
porque España le parecía demasiado bárbara; pero
en 1516, justamente, se desató en España una oleada
de traducciones de Erasmo sin paralelo en ningún otro país
europeo. Dos años antes, en 1514, el impresor de la universidad
de Alcalá, Arnao Guillén de Brocar, había publicado
en un espléndido volumen, envidia de Europa, la edición
príncipe del texto griego del Nuevo Testamento.*
Esta universidad de Alcalá, fundada en 1508 por el propio cardenal
Cisneros, fue durante la primera mitad del siglo XVI el hogar por
excelencia de las ideas modernas. Su ímpetu innovador se contagió
a la de Salamanca (aunque ésta, fundada en el siglo XII, tenía
demasiados compromisos con el pasado). Fueron momentos privilegiados
en la historia de la cultura hispánica. La labor de los humanistas
italianos residentes en Castilla, como Pedro Mártir de Angleria
y Lucio Marineo Sículo, y también en Portugal, como
Cataldo Áquila Sículo, estaba dando sus frutos. Pedro
Mártir se felicitaba de haberse trasladado a un país
tan sediento de conocimientos y tan virgen de humanismo: decía
que, de haberse quedado en Italia, habría sido un pajarillo
entre águilas o un enano entre gigantes. En España,
desde luego, fue un gigante. Una vez, durante un curso dado en Salamanca
sobre las difíciles (y divertidas) Sátiras de
Juvenal, los estudiantes lo levantaron en hombros y así, "en
triunfo", lo llevaron hasta su aula. La literatura de nuestra
lengua, en estos primeros decenios del Renacimiento, se escribió
en una atmósfera de entusiasmo.
En las Indias, como se llamaban las posesiones americanas de España,
la cultura que se fue implantando estaba hecha de la misma sustancia
que en la metrópoli. Es verdad que hacia 1550 las únicas
ciudades que podían llamarse centros de cultura eran México
y Lima, y tal vez Santo Domingo (la primera que tuvo universidad).
Pero, proporcionalmente, los ideales del Renacimiento y del humanismo
penetraron en América en la misma medida que en España.
Fernández de Oviedo, imbuido de italianismo y lector de Erasmo,
es en Santo Domingo uno de los españoles más civilizados
de su tiempo, y su Historia uno de los monumentos del humanismo,
entendido éste en su sentido más amplio y generoso.
Diego Méndez, "el de la Canoa", compañero
de Colón en su último viaje y vecino también
de Santo Domingo, es famoso por el testamento (1536) en que dejó
a sus hijos su biblioteca, formada por solo diez libros, cinco de
los cuales eran traducciones de Erasmo. Fray Juan de Zumárraga,
primer obispo de México, reprodujo escritos de Erasmo y del
erasmista Constantino Ponce de la Fuente. (Años después,
este doctor Constantino fue encarcelado bajo acusación de luteranismo.)
La Utopía del inglés Tomás Moro, amigo
de Erasmo, tuvo innumerables lectores, pero ninguno tan extraordinario
como Vasco de Quiroga, que quiso hacer realidad, en tierras de Michoacán,
los ideales de justicia de ese libro revolucionario. Y Francisco Cervantes
de Salazar, discípulo del erasmista Alejo Vanegas, no sólo
tradujo a Juan Luis Vives, otro gran amigo de Erasmo sino que, a imitación
suya, compuso unos Diálogos latinos impresos en México
(1554), tres de ellos acerca de México y de su universidad,
aún reciente pero ya activa.
Cuando murió Carlos V (1558), la ciudad de México celebró
sus exequias con un catafalco adornado de composiciones poéticas
en latín y en español (estas últimas en metros
italianos), de todo lo cual quedó constancia en el Túmulo
imperial de Cervantes de Salazar (1560).
Este Túmulo puede servir de símbolo de un acontecimiento
trascendental. Mucho de lo que había vivido en la cultura española
durante la época del emperador quedó sepultado con él.
Felipe II, constituido en campeón de la ortodoxia católica
contra las demás formas del cristianismo, inauguró un
"nuevo estilo" nacional, absolutista e intolerante. No es
que la libertad intelectual haya sido completa en tiempos de Carlos
V., la Inquisición fue siempre muy poderosa, y la suspicacia
de la iglesia española la suspicacia, concretamente,
de las órdenes monásticas, en particular la de los dominicos
frente a todo cuanto oliera a pensamiento demasiado personal en materias
teológicas, filosóficas y científicas era muy
aguda ya en el siglo XV. Cuando en 1478 (en vísperas del establecimiento
definitivo de la Inquisición en España) un catedrático
de Salamanca, Pedro de Osma, expuso ciertas ideas de un libro suyo
acerca de la confesión sacramental, la autoridad eclesiástica
mandó clausurar las aulas como si estuvieran endemoniadas,
y, como dice uno de los documentos que relatan el suceso, "no
permitió que se abriesen hasta haber quemado públicamente
la cátedra y el libro en presencia de su autor, sin que se
leyese [= sin que se diesen clases] en ellas hasta bendecirlas",
esto es hasta exorcizarlas. Nebrija, discípulo de Pedro de
Osma tuvo sus conflictos con la Inquisición como los tuvieron
después otros dos catedráticos de Salamanca, fray Luis
de León y Francisco Sánchez el Brocense. De hecho,
todos los partidarios de una ciencia libre de trabas, o sea todos
los erasmistas, sufrieron en una forma u otra la hostilidad del Santo
Oficio.
Caso típico es el de Juan de Vergara, traductor de Aristóteles
y de las partes griegas del Viejo Testamento en la Biblia Complutense,
encarcelado durante dos años y medio sin otra razón
que su erasmismo (a pesar de que Erasmo nunca fue condenado por Roma).
Entristecido por la noticia, un estudiante español que se hallaba
en París le escribía (1533) a su maestro Vives: "Tienes
razón: España está en poder de gente envidiosa
y soberbia, y bárbara además; ya nadie podrá
cultivar medianamente las letras sin que al punto se le acuse de hereje
o de judío; impera el terror entre los humanistas". A
ese mismo propósito le escribía Vives a Erasmo: "Estamos
pasando por tiempos difíciles, en que no se puede hablar ni
callar sin peligro". Irónicamente, la última carta
de Erasmo a Vergara, interceptada por los inquisidores contenía
un elogio de los viajes de esa comunicación con otras gentes
que es como "un injerto de la inteligencia", y le decía:
"Nada hay mas hosco que los seres humanos que han envejecido
en su pueblo natal, y que odian a los extranjeros y rechazan cuanto
se aparta de los usos del terruño".
Una de las últimas afirmaciones de los ideales de libertad
del humanismo se encuentra en El concejo y consejeros del príncipe
del erasmista Fadrique Furió Ceriol, español europeo
educado en el "estilo Carlos V". Declara Furió que
todos los modos de pensar son buenos, mientras los hombres que piensan
sean buenos: "Todos los buenos, agora sean judíos, moros,
gentiles, cristianos o de otra secta, son de una mesma tierra, de
una mesma casa y sangre; y todos los malos de la mesma manera";
y afirma también que quienes dicen "que todo es del rey,
y que el rey puede hacer a su voluntad,. y que el rey puede poner
cuantos pechos [impuestos] quisiere, y aun que el rey no puede errar"
(cosas todas que se dijeron en efecto en la España de Felipe
II), son "enemigos del bien publico".
La historia vino a poner en estas palabras de Furió la misma
ironía que en las de Erasmo cuando le hacía al prisionero
Vergara el elogio de los viajes. El concejo y consejeros del príncipe
se imprimió en Amberes en 1559. Ahora bien, justamente ese
año de 1559 es el del triunfo definitivo del absolutismo y
del oscurantismo (para decirlo en terminología moderna) sobre
el deseo de libertad y de progreso. A los tres años de heredar
la corona, y a un año apenas de la muerte de su padre, Felipe
II mostró en 1559 lo que iba a ser su reinado (y el de sus
sucesores). En el campo del pensamiento, los antierasmistas habían
ganado la batalla. En ese año de 1559 habían obtenido
una victoria espectacular: Bartolomé Carranza, arzobispo de
Toledo, favorable a la libertad de pensamiento, fue encarcelado y
destituido de su puesto. Felipe II apoyó siempre con brazo
fuerte a los contrarreformistas triunfadores, y éstos le juraron
fidelidad absoluta y demostraron teológicamente aquello que,
según Furió, sólo un enemigo del bien público
podría decir: "que el rey puede hacer a su voluntad".
Felipe II y sus sucesores tuvieron casi rango de deidades (Es penoso
ver cómo sor Juana Inés de la Cruz exalta hasta las
nubes al imbécil Carlos II.) Pocas veces en la historia de
los pueblos modernos ha habido una coalición tan íntima,
y tan duradera además, entre Iglesia y Estado. Lo anterior
a 1559, incluyendo el proceso contra Juan de Vergara, había
sido apenas un ensayo. Ya se habían promulgado varios Índices
de libros prohibidos, pero el del fatídico año de 1559,
hecho bajo la supervisión del inquisidor Fernando Valdés,
dejó muy atrás en severidad a sus predecesores. Las
obras de Erasmo fueron confiscadas y quemadas, y lo único que
de él se toleró fueron los tratados de gramática
y retórica. Se pusieron en el Índice las obras completas
de no pocos escritores españoles, comenzando con aquellos que
habían huido de la península para ser libres en el extranjero,
como Juan de Valdés y Miguel Servet, cumbres del pensamiento
religioso europeo. Totalmente prohibidas quedaron
las traducciones de la Biblia, pues su lectura vino a considerarse
"fuente de herejías". (Lo curioso es que Fadrique
Furió Ceriol había publicado un diálogo latino,
Bononia, en que defendía lo contrario, argumentando
erasmianamente que los apóstoles y evangelistas se habían
servido del idioma hablado por el pueblo.) El solo deseo de estar
al corriente de las novedades europeas era peligroso. Se elaboraron
refinados mecanismos de control de la imprenta, y la importación
de libros extranjeros quedó sometida a estrechísima
vigilancia. La herejía se identificó por completo con
la infamia social, de tal manera que los sospechosos de desviarse
mínimamente del catolicismo oficial, o sea de lo que Erasmo
llamaba "usos del terruño", quedaban automáticamente
"deshonrados". Como remate de todo, en ese año de
1559, en noviembre, por decreto de Felipe II, les quedó prohibido
a todos sus súbditos salir al extranjero a estudiar o a enseñar,
para evitar contagios con ideas no "oficiales". **
El liderazgo intelectual quedó definitivamente en otras naciones.
Un Galileo, un Descartes, un Newton hubieran sido imposibles en los
dominios de Felipe II y su dinastía. El helenismo, tan promisor
en tiempos de Cisneros y de Carlos V, quedó prácticamente
muerto; la tipografía helénica llegó a desaparecer
del todo, y los pocos que sabían griego se hacían sospechosos
(podían leer los evangelios en su lengua original, o sea que
"se apartaban" de la mayoría que sólo sabía
leerlos en la traducción de la Vulgata). España; el
país de Europa que en esta segunda mitad del siglo XVI estaba
en posición ideal para ser la adelantada de los estudios árabes
(y no sólo por el contacto excepcional que había tenido
durante siglos con el Islam, sino porque aún vivían
en su territorio miles de personas que hablaban y leían y escribían
árabe), fue durante Felipe II máxima desdeñadora
de lo árabe. El Arte y el Vocabulista arávigo
de Pedro de Alcalá nunca tuvieron sucesores. Fue en Francia
y en Holanda donde se inició, a fines del siglo XVI, el arabismo
moderno. (Cuando los "ilustrados" del XVIII quisieron hacer
una clasificación de los manuscritos árabes existentes
en El Escorial, tuvieron que acudir a un experto extranjero, el maronita
sirio Miguel Casiri.) También se le fue a España de
las manos otro liderazgo: el del hebraísmo. La edición
del texto hebreo de la Biblia Complutense había sido obra de
judíos conversos, en particular Pablo Coronel, autor además
del léxico hebreo-latino impreso al final del Viejo Testamento.
Era natural que fueran conversos o descendientes de conversos los
sabios en esta materia. Hacia 1570 había cuatro grandes hebraístas
en España: Alonso Gudiel en la universidad de Osuna, y fray
Luis de León, Gaspar de Grajal y Martín Martínez
de Cantalapiedra en la de Salamanca. Todos, salvo el último,
eran de origen converso. La persecución desatada contra ellos
en 1572 es una de las muestras más repugnantes del antisemitismo
oficial (Gudiel murió tragicamente en la cárcel). Durante
estos acontecimientos, otro humanista, Benito Arias Montano, publicaba
en Amberes (1569-1573) la llamada Biblia Regia, políglota
como la Complutense; pero los sabios que se encargaron de la edición
del texto hebreo no fueron ya españoles.
En la época de Carlos V, desde Juan Luis Vives, que en 1520
hablaba del triste papel que hacían en Europa los españoles,
llenos de "concepciones bárbaras de la vida que se transmiten
unos a otros como de mano en mano", hasta Andrés Laguna,
que en 1557 decía que sus paisanos se habían granjeado
el aborrecimiento de todos los europeos (los turcos inclusive) a causa
de su soberbia, nunca dejaron de escucharse voces que llevaron a cabo
una auténtica labor de autocrítica nacional. En la época
de los Félipes esas voces fueron metódicamente reprimidas.
Por otra parte, en tiempos de Carlos V no hubo casi
ningún escritor español que no fuera devoto de su rey
(es muy representativo el soneto de Hernando de Acuña que celebra
la hegemonía española y sueña con "un Monarca,
un imperio y una Espada" para todo el mundo), y esa devoción
fue fruto espontáneo del entusiasmo. Pero a partir de Felipe
II el patriotismo se fue convirtiendo, cada vez más, en consigna.
Alonso de Ercilla intercaló en su Araucana visiones
heroicas de las batallas de Saint-Quentin y de Lepanto; Fernando de
Herrera dedicó a don Juan de Austria dos odas encomiásticas,
una por la victoria de Lepanto y otra por el escarmiento que les dio
a los pobres moriscos de las Alpujarras. Cervantes era seguramente
sincero cuando decía que la batalla de Lepanto fue "la
más alta ocasión que vieron los siglos pasados ni esperan
ver los venideros". Algo de fervor patriótico y católico
hay en El Brasil restituido, comedia de Lope de Vega que celebra
la reconquista de Bahía de manos de los holandeses por una
escuadra hispano-portuguesa, o en comedias de Calderón como
la que celebra las victorias de Wallenstein contra los protestantes
y la que celebra (como el famoso cuadro de Velázquez) la toma
de Breda. Pero ¿qué decir del libro de 1631 en que un
numeroso coro de poetas Lope de Vega entre ellos festejó
como hazaña sobrehumana, digna de Júpiter, el que Felipe
IV, en un coto cerrado, y detrás de una barrera, y rodeado
de cortesanos y de criados, hubiera matado un toro de un arcabuzazo?
En cuanto a los elogios prodigados a Carlos II y a su aberrante política,
son sencillamente grotescos***
El único caso ilustre de crítica del imperio en el siglo
XVII es el "memorial" versificado, atribuido con toda verosimilitud
a Quevedo, en que el autor le dice a Felipe IV que es inhumano mantener
en Europa una ilusión de dominio a costa de la sangre y el
bienestar de los españoles. Pero entre la crítica abierta
y la adulación descarada quedaban vías intermedias.
Una de ellas era la reticencia, que es el arte de decir cosas sin
decirlas. En 1609, Bernardo de Aldrete sugiere con un discreto "y
no digo más" que la represión de los moriscos de
las Alpujarras fue demasiado salvaje. De manera parecida el historiador
José de Sigüenza, en 1600, en el momento en que casi va
a decir lo que piensa de la manera innoble como Fernando el Católico
y su brazo militar Gonzalo Fernández de Córdoba (alias
"el Gran Capitán") se apoderaron del reino de Nápoles,
se para en seco y estampa sólo este comentario: "Aquí
se quedan mil hoyos y pleitos que se averiguarán el Día
del Juicio". La represión convirtió a los escritores
de lengua española en grandes maestros del arte de la reticencia,
de la cautela, de cierta "hipocresía heroica", como
alguien la ha llamado. Y el más grande de esos maestros fue
Cervantes.
Otra vía intermedia es la imparcialidad artística. Así
como el Velázquez de la Rendición de Breda pone
en los rostros holandeses (calvinistas) la misma nobleza que en los
españoles (católicos), así también el
Ercilla de la Araucana presta a los indios chilenos y a sus
dominadores un mismo alto nivel de cualidades humanas. Ni siquiera
los corsarios ingleses Francis Drake y John Hawkins aparecen como
monstruos en la Dragontea de Lope de Vega. Por lo demás,
la desproporción entre lo celebrado y la manera de celebrarlo
se pierde de vista cuando el resultado es una obra de arte. La victoria
de Saint-Quentin fue insignificante, pero El Escorial es ciertamente
un edificio estupendo. También la rendición de Breda
fue un episodio intrascendente. Las hazañas exaltadas por muchos
poetas y prosistas y autores teatrales del siglo XVII se reducen a
menudo a nada, son exageración pura. En manos de escritores
como Quevedo y Calderón, la hipérbole llega a veces
a la cumbre del arte. (Góngora, también maestro de la
hipérbole, es siempre más complejo: exalta ciertamente
a los monarcas, pero en un largo pasaje de las Soledades deplora
muy de veras los males que la codicia de los exploradores y conquistadores
trajo a la humanidad.)
Desde el punto de vista de la historia de la lengua, los breves datos
que anteceden tienen una doble importancia. Por una parte, explican
el relativo raquitismo y atraso del vocabulario castellano en todos
aquellos sectores (política, economía, ciencia, filosofía,
etc.) en que los demás países del occidente europeo
se adelantaron a España raquitismo y atraso cuyas consecuencias
siguen siendo actuales. Y, por otra parte, ayudan a comprender
la naturaleza peculiar del lenguaje literario español del siglo
XVII, su especialísima riqueza. Algo que no consiguió
coartar Felipe II fue la fantasía. Más aún: es
como si la obra de quienes escribían en España hacia
1615, hombres criados bajo el austero régimen de Felipe II,
fuera producto, más que de genios individuales, de una como
necesidad social, colectiva, de hallar nuevas entradas y salidas en
un edificio cuyas puertas estaban tapiadas. La literatura de nuestra
lengua eclipsaba en esos momentos a todas las demás. En 1615
Lope de Vega llevaba escritos, entre muchísimas otras cosas,
varios centenares de piezas teatrales. En 1615, un siglo después
de los inicios de ese humanismo erasmiano que Felipe II sofocó,
Miguel de Cervantes "un ingenio lego", poseedor, como
Shakespeare, de "poco latín y menos griego"
publicaba la Segunda parte del Quijote, envidia de todas las
literaturas y culminación de no pocas de las ideas de Erasmo.
En 1615, menos de un siglo después del injerto de los modos
italianos en la poesía española, circulaban de mano
en mano, manuscritas, las Soledades de Góngora. Finalmente,
en 1615 se hallaba en pleno auge otra literatura, no la del humor
y la fantasía, sino la del desengaño y el ascetismo
razonado, producto también de un estado de ánimo colectivo
que de ninguna manera había sido el dominante en tiempos de
Carlos V.
* El Nuevo Testamento es
el tomo final de la llamada Biblia "Complutense" (Complutum
era el nombre romano de Alcalá), pero fue el que se imprimió
primero. El texto griego original va acompañado de la "Vulgata",
o sea la traducción latina de san Jerónimo que durante
diez siglos habla sido el único alimento bíblico de
la cristiandad. Dos años después, en 1516, Erasmo publicó
su propia edición del texto griego del Nuevo Testamento, acompañándolo
de una nueva y revolucionaria versión latina. Pero la tipografía
griega de la edición erasmiana es inferior a la del Nuevo Testamento
de Alcalá, calificada por los conocedores como la más
bella de todos los tiempos. Los primeros volúmenes de la Biblia
Complutense (1515-1517) contienen el Viejo Testamento, y su disposición
es mucho mas compleja: el lector que la abre en una página
cualquiera se encuentra con seis textos: 1) el hebreo original; 2)
la antigua versión caldea (o siríaca); 3) la traducción
griega de "los Setenta", hecha por los judíos helenizados
de Alejandría en el siglo III a.C. (la tipografía de
esta parte es más pequeña y mucho menos elegante que
la del Nuevo Testamento); 4) la Vulgata de san Jerónimo; 5)
una traducción latina literal de la versión caldea;
y 6) una traducción latina literal de la versión griega.
** Añádase que los
inquisidores del tiempo de Felipe II, además de exacerbar la
censura contra la libertad de pensamiento, la extendieron a la "libertad
de lenguaje". El contraste con la época de Carlos V es
aquí especialmente marcado. Obras como La lozana Andaluza
(1528), que todavía a comienzos del siglo XX escandalizaba
a Menéndez Pelayo, o como el Cancionero de obras de burlas
y provocantes a risa (1519), donde hay piezas extraordinariamente
libres, desenfadadas y "verdes", como la ya mencionada Carajicomedía,
dejaron de ser posibles. De haber vivido en tiempos de Felipe II el
canónigo sevillano Diego López de Cortegana, que tradujo
en 1513 el Asno de oro de Apuleyo, donde hay escenas muy fuertes
para mentalidades castas (y que tradujo también, en 1520, la
Querella de la paz de Erasmo, invectiva contra la estupidez
de las guerras), ciertamente hubiera tenido que dedicarse a otros
quehaceres. La España "oficial" de Felipe II fue
muy gazmoña en todo lo relativo al sexo. Las escenas o expresiones
"libres" de la literatura española existente, comenzando
con La Celestina, fueron metódicamente castigadas".
***Carlos II no llegó
ni siquiera a matar un toro de un arcabuzazo. Lo que le celebraron
los poetas fue una "ínclita hazaña", una "heroica
acción" de tipo distinto. El 28 de enero de 1685 paseaba
el rey con algunos de sus cortesanos, en coche, por las orillas de
Madrid, cuando vio a un humilde cura que, acompañado del sacristán,
llevaba el viático a un enfermo. Con enorme pasmo de los cortesanos,
y de algunas mujeres que lavaban en la poca agua del río Manzanares,
el rey cedió su coche al cura y al azorado sacristán,
se puso al estribo, "de gentilhombre", e hizo que sus paniaguados
acompañaran a pie al Santísimo hasta casa del moribundo.
La convocatoria a los poetas fue inmediata, y no menos inmediata la
respuesta: el 3 de febrero, menos de una semana después de
ejecutada la heroica acción, los poetas de Madrid se reunieron
en casa de don Pedro de Arce, uno de los cortesanos, para leer un
número increíble de composiciones encomiásticas.
La convocatoria llegó con natural retraso a tierras americanas,
y varios poetas de la Nueva España, uno de ellos Sor Juana,
unieron su voz a la de sus colegas peninsulares. (Es notable cómo
algunos de esos celebradores del pobre Carlos II dicen que un rey
devoto del Santísimo Sacramento vale infinitamente más
que un rey que gana batallas militares o diplomáticas.)
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