En el escenario europeo de los siglos XVI y XVII los españoles
estuvieron bajo las candilejas y cuajaron en "figura" o "tipo".
El resto de Europa los vio como paradigmas de grandes virtudes o de
grandes vicios, y así lo español fue unas veces modelo
digno de imitación y otras veces objeto de repudio o de risa.
En un extremo está Castiglione, que alaba la "gravedad sosegada,
natural de España", y en el otro quienes, habiendo leído
por ejemplo la Brevissima relación de Las Casas en una
de sus muchas traducciones, sienten a España como la encarnación
de la crueldad y el fanatismo, o quienes inventan y transmiten historietas
sobre la vacuidad y fanfarronería de esos hombres que pisan fuerte
y hablan a voces dondequiera que van. Los españoles, por su parte,
fueron muy conscientes de su papel en el mundo y de las reacciones que
provocaban. Se explica que ciertos españoles modernos se sientan
retrospectivamente halagados por los juicios laudatorios, y escriban
alegatos en defensa de España contra la "leyenda negra"
originada en Las Casas.
Una cosa que llamó la atención de los demás europeos
fue el exagerado sentimiento de la honra, de la hidalguía,
de la grandeza, que llegaron a tener los españoles. Es
un hecho que ese exagerado sentimiento fue, en buena medida, la afirmación
de los "valores" nacionales contra una Europa que llamaba
humorísticamente "pecadillo de España" (peccadille
d'Espagne, peccadiglio di Spagna) la falta de fe en la Santísima
Trinidad, dogma rechazado por los judíos y los musulmanes, de
manera que se enderezó contra todos los españoles el ofensivo
mote de marranos que ellos habían lanzado contra moros
y judíos. En el sentimiento de honra confluían, pues,
la superstición de la "limpieza de sangre" y la ostentación
de ortodoxia, pero también los humos de quien ha dejado de ser
un don nadie y quiere subir más y más, y lo antes posible.
Para esos españoles hipersensibles, el tratamiento de vos
(perfecto análogo, hasta entonces, del vous francés
y del voi italiano) vino a ser insuficientemente respetuoso,
o sea ofensivo, de manera que sus subordinados tuvieron que cambiarlo,
casi de la noche a la mañana, por el nuevo e incómodo
de vuestra merced. La rapidez de la sustitución se puede
ver gráficamente en la cantidad de formas por que atravesó
ese pronombre entre 1615 y 1635 (y no durante los siglos que de ordinario
requieren los cambios lingüísticos) para llegar a usted:
por una parte, vuesarced, voarced, vuarced, voacé y vucé;
por otra, vuasted, vuested, vusted y uced (además del
bosanzé o boxanxé de los moriscos).
El Nuevo Mundo suministró un ancho teatro para
esta clase de exhibiciones. En 1591 el doctor Juan de Cárdenas,
español que llevaba menos de quince años de residir en
México, publicó aquí un libro en que contrasta
la discreción de los habitantes de la Nueva España con
la desconsideración y arrogancia de los españoles recién
llegados a la península, a los cuales aplica no uno, sino dos
apodos: chapetones y gachupines.* Fernández
de Oviedo cuenta la representativa historia del gachupín García
de Lerma, mercader vulgar e inculto que, tras conseguir mediante astucias
ser nombrado gobernador de Santa Marta (región de la actual Colombia),
ordenó al punto que le dijeran, no vuestra merced, sino
vuestra señoría, haciéndose servir "con
mucha solemnidad y ceremonias" como si fuera todo un grande de
España, "y de no menos espacio se limpiaba los dientes después
que acababa de comer, dando audiencia e proveyendo cosas, que lo solía
hacer el católico rey Fernando o lo puede hacer otro gran príncipe".
Las ceremonias y el limpiarse muy despacio los dientes (con esa "gravedad
sosegada" que elogió Castiglione) estaban bien para los
grandes. Pero es como si cada español se hubiera sentido entonces
un grande. Para el resto de Europa, los españoles eran los fanfarrones
por antonomasia, los Rodomontes reencarnados (Rodomonte es el caudillo
de alma "altiva y orgullosa" que muere a manos de Ruggiero
al final del Orlando furioso) A fines del siglo XVI comenzaron
a circular en todas partes, menos en España, en un castellano
no siempre muy fluido, y con traducción a la lengua del país
en que se imprimían, series de Rodomontadas españolas,
frases pronunciadas por "el Capitán don Diego de Esferamonte
y Escarabombardón", o bien por "los muy espantosos,
terribles e invincibles capitanes Matamoros, Crocodilo y Rajabroqueles",
de las cuales vale la pena leer algunos ejemplos:
¿Qual será aquella grandíssima desvergonçada
que no se enamorará deste muslo esforçado, deste braço
poderoso, deste pecho lleno de fuerças y valentía?...
Voto a Dios, bellaco, si voy allá te daré tal bastonada
con este palo, que te haré entrar seis pies dentro de tierra,
que no te quedara mas del braço derecho afuera para quitarme
el sombrero [= para quitarte el sombrero en honor mío] quando
passare.
Si voy a ti, te daré tal puntapié llevándote
arriba, que cargado de diez carretadas de pan, más miedo ternás
de la hambre que de la caída.
Otro aspecto de lo mismo es la costumbre de las largas sartas de apellidos.
Quevedo la satirizó en el Buscón, donde hay un
personaje llamado Don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez
de Ampuero y Jordán ("no se vio jamás nombre tan
campanudo, porque acababa en dan y empezaba en don,
como son de badajo"), pero fueron sobre todo extranjeros los
que se rieron de ella. Hay en Voltaire un Don Fernando de Ibarra y
Figueroa y Mascareñas y Lampourdos y Souza, y en Alexandre
Dumas un Don Alfonso Oliferno y Fuentes y Badajoz y Rioles. Uno de
los últimos avatares de esa imagen es el nombre que da James
Joyce, en un pasaje del Ulysses, al representante de España
ante una especie de concilio: Señor Hidalgo Caballero Don pecadillo
y Palabras y Paternoster de la Malora de la Malaria.
Los testimonios sobre la manera de ser de los españoles tienen
un doble interés. El poeta italiano que habla de cómo
en Nápoles se ha puesto de moda besar ceremoniosamente las
manos y hasta "sospirare forte alla spagnuola", acusa a
sus habitantes de ser "quasi più spagnuoli che napolitani",
pero al mismo tiempo declara que eso es lo que está sucediendo.
Estos testimonios son muy abundantes. El novelista Carlos García
afirmaba en 1617 que el rey de Francia, Luis XIII, "el día
que quiere hacer ostentación de su grandeza al mundo, se honra
y autoriza con todo lo que viene de España: si saca un hermoso
caballo, ha de ser español; si ciñe una buena espada,
ha de ser española; si viste honradamente, el paño ha
de ser de España; si bebe vino, ha de venir de España";
y por los mismos años el dramaturgo Ben Jonson enumeraba en
un pasaje de The Alchemist las cosas españolas admiradas
por los ingleses: de nuevo la espada y el caballo gennet, o
sea jinete, arabismo que significaba el caballo de sangre árabe
y la persona que lo montaba), y también el corte de barba,
los guantes almizclados, las gorgueras, las caravanas, y una danza,
la pavana (aprendida por los españoles en Italia). La
expresión buen gusto, inventada al parecer por Isabel
la Católica, fue adoptada o calcada por el inglés
(gusto), el francés (goût), el italiano
(buon gusto) y el alemán (Geschmack).
Muchas otras cosas propagaron los españoles: juegos de naipes,
técnicas de guerra, usos mercantiles, la guitarra, la costumbre
de fumar (aprendida en el Nuevo Mundo, sobre todo en México),
etc., y todas ellas estuvieron acompañadas de algún
reflejo lingüístico, particularmente los exóticos
productos que España llevaba a Europa desde sus vastos dominios
coloniales. La palabra calebasse, en francés, no designa
la calabaza europea, que naturalmente ya tenía nombre, sino
la americana; la palabra spade, en inglés, nombre de
uno de los palos de la baraja, es la palabra española espada;
la palabra chicchera, en italiano (pronunciada KÍKKERA),
es adaptación de jícara, del náhualt xicalli.
He aquí una lista abreviada de vocablos españoles adoptados
por la lengua francesa en los siglos XVI y XVII: grandiose, bravoure,
matamore (matamoros, o sea 'valentón'), fanfaron y fanfaronnade,
hâbler (que no es 'hablar', sino 'hablar con fanfarronería'),
compliment y camarade; alcôve (alcoba), sieste,
pícaro, duègne (dueña, vieja que cuida a
una jovencita), mantille, guitare, castagnette (coexistían
en español castañuela y castañeta); chaconne,
passacaille y sarabande; créole, métis, nègre
y mulâtre; ouragan (huracán), embargo, caravelle,
canot (canoa), felouque (coexistían en español
falúa y faluca); cacao, chocolat, maïs, patate,
tomate, vanille (vainilla), tabac y cigare.
El italiano, el inglés, el alemán, el holandés
y otras lenguas europeas adoptaron también casi todos esos
vocablos, nueve de los cuales no son de raigambre española
antigua, sino que se originaron en el Nuevo Mundo. Las lenguas más
remotas, como el ruso, el polaco y el húngaro, tomaron sus
hispanismos por mediación del francés o del italiano.
En 1546, en presencia del papa y de un obispo francés, delegado
de Francisco I, Carlos V pronunció un discurso de desafío
al rey de Francia; el obispo se quejó de no haber entendido
bien, y el emperador le espetó la célebre respuesta:
"Señor obispo, entiéndame si quiere, y no espere
de mí otras palabras que de mi lengua española, la cual
es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana"
auténtica rodomontada (o, si se quiere, versión
suavizada del "requerimiento" que los capitanes de Carlos
V hacían a los indios), tanto más notable cuanto que
ese hombre que decía "mi lengua española"
la aprendió a los veinte años y nunca la habló
limpia de acento extranjero. En 1619 Luis Cabrera de Córdoba,
el historiador de Felipe II, afirmaba que éste había
logrado ver la lengua castellana "general y conocida en todo
lo que alumbra el sol, llevada por las banderas españolas vencedoras,
con envidia de la griega y la latina, que no se extendieron tanto".
Ya en la Italia de 1535, según testimonio de Juan de Valdés,
"así entre damas como entre caballeros" se tenía
por "gentileza y galanía" hablar español.
Cervantes decía en 1615 que en Francia "ni varón
ni mujer deja de aprender castellano". En 1525, cuando las fuerzas
de Carlos V derrotaron al rey de Francia, la situación era
muy distinta. Cuenta un historiador que, mientras Francisco I atravesaba
el campo de batalla con sus captores españoles, se topaba a
cada paso con grupitos de franceses igualmente capturados, y "él
los saludaba alegremente diciéndoles por gracia que procurasen
de aprender la lengua española, y que pagasen bien a los maestros,
que hacía mucho al caso". Lo dijo de chiste ("por
gracia"), pero fue eso lo que hizo Luis XIII en enero de 1615:
tomó un maestro de español y es de suponer que
le pagó bien porque hacía mucho al caso, ya que
en octubre iba a contraer matrimonio con una hija de Felipe III.
Al lado de los que aprendían español "por gentileza
y galanía" estaban los muchos que lo hacían por
conveniencia. Como decía en 1659, en no muy buen español,
el flamenco Arnaldo de la Porte, autor de una gramática y un
diccionario españoles para uso de sus compatriotas: "Nos
está de verdad la lengua española necesaria por los
infinitos negocios que se han cada día de tratar en las cortes
de Madrid y de Bruselas, y por otras pláticas y estudios privados
que consisten en explicar la mente de los authores españoles".
Casi un siglo antes, Benito Arias Montano había propuesto fundar
en Lovaina una verdadera cátedra de lengua española
en beneficio de los súbditos de los Paises Bajos, "por
la necessidad que tienen della, ansí para las cosas públicas
como para la contratación", o sea para el comercio. (No
de otra suerte, el día de hoy; miles de politólogos
y economistas necesitan en todas partes saber inglés.)
Para responder a esa necesidad, durante mucho tiempo, sobre todo entre
1550 y 1670, salió de las imprentas europeas una cantidad impresionante
de gramáticas españolas y de diccionarios que relacionaban
el español con alguna o algunas de las otras lenguas. Dos de
las gramáticas más antiguas se imprimieron justamente
en Lovaina: Útil y breve institución para aprender
los principios y fundamentos de la lengua hespañola (1555)
y la Gramática de la lengua vulgar española (1559);
las dos son anónimas. Entre los autores extranjeros de gramáticas
españolas están el italiano Giovanni Mario Alessandri
(1560), los ingleses Richard Percivale (1591), John Minsheu (1599)
y Lewis Owen (1605), los franceses Jean Saulnier (1608) y Jean Doujat
(1644), el alemán Heinrich Doergangk (1614) y el holandés
Carolus Mulerius (1630). Entre los autores de diccionarios, el italiano
Girolamo Vittori (1602), el inglés John Torius (1590) y los
franceses Jean Palet (1604) y François Huillery (1661). Otros
hicieron las dos cosas: gramática y diccionario. Los más
notables son el inglés Richard Percivale (1591), el francés
César Oudin (1597, 1607), el italiano Lorenzo Franciosini (1620,
1624), el ya mencionado Arnaldo de la Porte (1659, 1669) y el austriaco
Nicholas Mez von Braidenbach (1666, 1670). Franciosini y Oudin fueron
traductores del Quijote. Oudin, que publicó también
unos Refranes (1605) con traducción francesa, tuvo el
acierto de incluir en la segunda edición de su diccionario
(1616) un Vocabulario de xerigonza, que no es sino el de germanía
de Juan Hidalgo. Si se tiene en cuenta que esta lista de autores no
es completa, y que sus gramáticas y diccionarios tuvieron por
lo común gran número de reediciones, adaptaciones, refundiciones
y aun traducciones (la Grammaire et observations de la langue espagnolle
de Oudin, por ejemplo, se tradujo al latín y al inglés),
se entenderá mejor lo que fue, en esa coyuntura de la historia,
la necesidad europea de aprender la lengua española.
En comparación con la lista anterior, la de autores españoles
es exigua. En cuanto a diccionarios bilingües, el único
importante es el Vocabulario de las dos lenguas toscana y castellana
de Cristóbal de las Casas, publicado en Sevilla en 1570
(y muy reeditado a partir de 1576, aunque ya no en Sevilla, sino en
Venecia). También puede mencionarse el muy tardío Diccionario
de las lenguas española y francesa de Francisco Sobrino
(1705). Pero, aunque poco numerosos, los autores españoles
de gramáticas destinadas a extranjeros merecen una mención
aparte por la importancia que tiene su labor para la historia de la
lengua. La necesidad de explicar las peculiaridades del castellano
en su realidad viva los obligó a prescindir de las categorizaciones
latinas de Nebrija y a reflexionar por cuenta propia. Muchas de las
gramáticas de autores extranjeros, en particular la de César
Oudin, se hicieron también a base de conocimento directo de
la lengua hablada, pero los españoles tenían la ventaja
inestimable de poseer como materna esa lengua cuya estructura se empeñaban
en explicar. Casi todos ellos fueron, además, hombres de cultura
superior. Los más señalados, aparte de los autores de
las ya citadas gramáticas anónimas de Lovaina, son éstos:
Francisco Thámara, humanista, traductor de Erasmo (Suma
y erudición de gramática, Amberes, 1550); Alfonso
de Ulloa, dedicado en Italia al negocio librero (Introdutione...
lingua castigliana, Venecia, 1553); Cristóbal de Villalón,
otro erasmista (Gramática castellana, Amberes, 1558);
Juan Miranda (Osservationi della lingua castigliana, Venecia,
1565, gramática muy reeditada y muy plagiada por las que se
publicaron después); Antonio de Corro, uno de los grandes protestantes
españoles, compañero de Casiodoro de Reina (Reglas
gramaticales..., Oxford, 1586); Ambrosio de Salazar, establecido
en Francia y dedicado sólo a la enseñanza del español
(Espexo general de la gramática..., Rouen, 1614), y
los también profesores Juan de Luna (Arte breve y compendiosa...,
París, 1616), Jerónimo de Tejeda (Gramática
de la lengua española, París, 1629), Marcos Fernández
(Instruction espagnole, Colonia, 1647) y Fransisco Sobrino
(Nouvelle grammaire espagnolle, Bruselas, 1697).
Es notable el contraste entre semejante proliferación
de gramáticas españolas para uso de extranjeros y la
falta de interés de los españoles por las lenguas extranjeras,
salvo la italiana, que muchísimos conocían por la simple
lectura, sin necesidad de manuales. Rarísimos españoles
de estos siglos supieron hablar alemán, holandés, inglés
y aun francés. ¿Por qué iban a aprender lenguas
extranjeras, si los extranjeros se encargaban de aprender la castellana?
La difusión europea de nuestra lengua está implicada
en la famosa "profecía" de Nebrija. Por eso es digna
de mención la Gramática para aprender a leer y escrivir
la lengua francesa de Baltasar de Sotomayor, impresa en Alcalá
en 1565 junto con un Vocabulario francés-español
hecho por el francés Jacques Ledel ("Jacques de Liaño").
Sotomayor no piensa como pensaba Nebrija. "La grandeza de España
ha venido en tanta pujanza" dice, que un español
alerta necesita "tener conocimiento de las más lenguas
que en Europa se hablan". A la corte acuden personajes de lugares
sujetos a España que no hablan español, y "hácese
desagradable el trato, y muchas veces perjudicial y dañoso".
Remedio: aprender idiomas. "Dos principalmente me parece que
son los más necesarios, italiano y francés." Otra
razón: la actual reina de España es francesa (Isabel
de Valois, tercera mujer de Felipe II), y "uno de los mayores
entretenimientos" de la corte es el trato con las damas, "de
las cuales muchas son francesas".**
Mano a mano con la difusión de la lengua de España iba
la de su literatura. Podemos tomar como ejemplo el caso de Alfonso
de Ulloa, que en la portada de su gramática, para atraer compradores,
anunciaba una explicación de las palabras difíciles
de La Celestina, y que editó, refundió y tradujo,
siempre en Venecia, gran número de best sellers españoles,
de interés histórico como la Vida de Carlos V
y la Vida de Colón atribuida a su hijo Fernando Colón;
de interés moral como el Diálogo de la dignidad del
hombre de Fernán Pérez de Oliva, el libro sobre
la "honra militar" de Jerónimo Ximénez de
Urrea y el Remedio de jugadores de Pedro de Covarrubias (consejos
a los enviciados en los juegos de naipes); pero sobre todo de interés
literario: novelas como la anónima Questión de amor
y el Proceso de cartas de amores de Juan de Segura, las Epistolas
de fray Antonio de Guevara, las Cartas de refranes de Blasco
de Garay y otras más. Para lectores de fuera
de España, pero interesados en la literatura española,
se compusieron continuaciones del Lazarillo y de la Diana,
respectivamente por Juan de Luna y por Jerónimo de Tejeda,
autores ambos de gramáticas. Fuera de España se compusieron
unos Diálogos muy apazibles que corrieron por Europa
en castellano y en ediciones bilingües (traducción francesa
por Juan de Luna, italiana por lorenzo Franciosini); fuera de España,
naturalmente, se compusieron las Rodomontadas españolas,
que corrieron en la misma forma (la traducción italiana, por
Franciosini). No pocas obras literarias se reeditaron mucho mas en
el extranjero que en España. Sobre todo, es asombrosa la cantidad
de traducciones de libros españoles que se hicieron en Europa
durante estos dos siglos, comenzando con las novelas de Diego de San
Pedro, Cárcel de Amor y Arnalte y Lucenda, y
siguiendo con La Celestina, los escritos todos de Antonio de
Guevara y Pero Mexía y muchísimos más. Para las
traducciones del Quijote véase la nota [al pie]***.
La mayor parte de los grandes autores religiosos fueron traducidos
también a las lenguas europeas. (La descripción bibliográfica
de todo lo que se tradujo llenaría fácilmente un volumen
del tamaño de este que el lector tiene en las manos.) ( N.E.
Se refiere a la edición completa de Los 1001 años
de la lengua española.)
Por último, la literatura española sirvió de
inspiración y de estímulo a las demás. Guevara
no sólo le dio a La Fontaine la idea de "El villano del
Danubio", sino que inspiró en Inglaterra toda una teoría
de la prosa artística, el "eufuismo": el libro de
John Lyly, Euphues, tbe Anatomy of Wit homenaje al wit
('ingenio') del fraile español, traslada al inglés los
artificios retóricos del Marco Aurelio. Madeleine de
Scudéry y Madame de La Fayette se inspiraron en las novelescas
Guerras de Granada de Ginés Pérez de Hita; Honoré
d'Urfé, en la Diana de Montemayor; Jean-Pierre Florian,
en la Galatea de Cervantes; los moralistas La Bruyère
y La Rochefoucauld, en Baltasar Gracián; Paul Scarron imitó
las poesías burlescas de Góngora; Le Cid y Le
Menteur de Corneille son adaptaciones, respectivamente, de Las
mocedades del Cid de Guillén de Castro y de La verdad
sospechosa de Ruiz de Alarcón; y si el Don Juan de Molière
no es imitación directa del de Tirso de Molina, es porque en
sus tiempos el personaje creado por el dramaturgo español pertenecía
ya al legado literario europeo gracias a las traducciones e imitaciones
que se habían hecho sobre todo en italiano y en francés.
También los escritores religiosos franceses se inspiraron en
la riquísima producción ascético-mística
de España. (Uno de ellos, san Francisco de Sales, fue lector
asiduo de obras como el Libro de la vanidad del mundo y las Meditaciones
devotíssimas del amor de Dios de fray Diego de Estella,
publicadas en 1562 y 1576 respectivamente, muy reeditadas hasta el
siglo XVIII, traducidas al francés, al italiano, al latín,
al inglés, al alemán, al holandés, al polaco,
al checo, al eslovaco y hasta al árabe, muy reeditadas asimismo
en algunas de estas traducciones y quizás no leídas
ya por nadie en nuestros tiempos.)
* Para la palabra chapetón,
que originalmente significaba 'inexperto, bisoño', no se ha
hallado explicación convincente. La historia de la palabra
cachupín (gachupín)es curiosa. En la Diana
de Montemayor hay un personaje que dice.- "Yo os prometo [= 'os
aseguro'] a fe de caballero, porque lo soy, que mi padre es de los
Cachopines de Laredo...", o sea que como prueba irrefutable de
su calidad de hidalgo aduce ese linaje paterno. Laredo, poblacho sin
lustre, tenía el mérito supremo de hallarse en la costa
cantábrica, entre la Montaña de Santander y el país
Vasco. En Laredo no había habido nunca ninguna "mala raça"
de moros ni de judíos. La arrogancia de montañeses y
vizcaínos, para los cuales todos los demás españoles
leoneses, castellanos, levantinos, extremeños, andaluces
eran sospechosos de poca "limpieza de sangre", no dejó
de hacer ruido; y, como la Diana fue leída por todo
el mundo, los Cachopines de Laredo se hicieron proverbiales. En 1605
son mencionados por Cervantes (en el Quijote) y por el poeta
Andrés Rey de Artieda. La mención, en los dos casos,
está hecha con cierto retintín de burla, pues ¿cómo
averiguar si quienes así presumían habían nacido
en efecto en Laredo, y si en Laredo había en efecto un linaje
de apellido Cachopín? Un soneto famoso, escrito en México
antes de 1604 por un criollo ("Vine de España por el mar
salobre/ a nuestro mexicano domicilio..."), zahiere al peninsular
que llega a la Nueva España dándose humos y pisando
fuerte, siendo que allá "tiraba la jábega en Sanlúcar"
(en Sanlúcar, cuya playa, según Cervantes, era un hervidero
de pícaros). Por otra parte, los Cachopines de Laredo no eran
atezados como la masa de los españoles, sino rubios y ojiazules.
En la escala de aprecio racial, donde negros y gitanos ocupaban los
escalones ínfimos, ellos ocupaban el más alto. (En una
ensaladilla de Navidad introduce Góngora a unos gitanos que
le cantan a Jesús recién nacido: "A vos, el Cachopinito,
/ cara de rosa...")
**Hubo otra Gramática
francesa, que en la primera edición (Douai, 1624) tiene
como autor a fray Diego de la Encarnación, y en la segunda
(Madrid, 1639) a Diego de Cisneros, seguramente porque dejó
de ser fraile. Cisneros desconoce el precedente de Sotomayor, pues
dice: "Si bien se hallan muchas gramáticas en francés
de pocos años a esta parte para aprender español, sola
ésta hay en español para aprender francés".
(Este Diego de Cisneros tradujo las "Experiencias y varios discursos
de Miguel, señor de Montaña, o sean los Ensayos de
Montaigne, pero su traducción quedó inédita.)
Por otra parte, el andariego Juan Ángel de Sumarán publicó
en Ingolstadt, en 1626, un Thesaurus linguarum que contiene
cuatro gramaticas: española para italianos (o sea en italiano),
española para franceses, y francesa y alemana para hispanohablantes
(la gramática alemana es caso único). Y un francés
que hispanizó su nombre como "Bartelmo Labresio de la
Puente" publicó en París en 1666 unos Paralelos
de las tres lenguas, castellas, francesa e italiana, que contiene
tres gramáticas: francesa e italiana para hispanohablantes,
y española para franceses. El primer manual para aprender inglés
es el de James Howell, Gramática de la lengua inglesa, prescriviendo
reglas para alcançarla (Londres, 1662).
***Son apenas unas diez las
ediciones del Quijote publicadas en Madrid a lo largo del siglo
XVII. En cambio, las publicadas en castellano durante
el mismo lapso en ciudades de habla no castellana Lisboa, Valencia,
Barcelona, Bruselas, Amberes y Milán son en total unas
veinte. Y estas cifras palidecen ante las de las traducciones: los
lectores de francés pudieron leer el Quijote en su lengua,
a lo largo del siglo XVII, en mas de veinte ediciones. Las primeras
traducciones fueron la inglesa de Thomas Shelton (1612) y la francesa
de César Oudin (1614). Siguieron, ya completo el libro en sus
dos partes, la italiana de Lorenzo Franciosini (1622) y la holandesa
de Lambert van der Bosch (1657), notable por ser el primer Quijote
adornado con láminas. La primera versión alemana completa
(1682) no se hizo del español, sino del francés. Traducciones
más tardías, y no siempre completas, son la rusa (1769),
la danesa (1776), la polaca (1786), la portuguesa (1794), la sueca
(1802), la húngara (1813), la checa (1838), la rumana (1840),
la griega (1860), la Servia (1862), la turca (1868), la finlandesa
(1877), la croata (1879), la búlgara (1882) y la catalana (1882).
A fines del siglo XIX comenzaron a aparecer versiones a lenguas más
exóticas": el japonés, el hebreo, el vascuence,
el bengalí, el lituano, el árabe, el tagalo, el chino,
etc. Los bibliófilos cervantinos, secta parecida a la de los
filatelistas, no pueden prescindir de la "Historia dómini
Quijoti Manchegui taducta in latinem macarrónicum per Ignatium
Calvum, curam missae et ollae" (1905), ni de las traducciones
parciales al esperanto (1905, 1915). Hay que añadir que en
francés, inglés y otras lenguas las traducciones existentes
son varias. Por otra parte, fueron también extranjeros los
que primero se ocuparon de anotar y comentar el Quijote. A
mediados del siglo XVIII, un erudito español, fray Martín
Sarmiento, después de expresar el deseo de una edición
anotada, añadía: "Dirá alguno que será
cosa ridícula un Quijote con comento. Digo más
ridícula cosa será leerle sin entenderle". (No
se conocía el Quijote sino superficialmente; las partes
sin aventuras risibles no se leían. Para los contemporáneos
del P. Sarmiento, "ser un Quijote" era ser un necio atolondrado,
un loco a veces peligroso. Estaba bien dedicar un comento a la Divina
Commedia, ¡pero no al Quijote!) El primero que satisfizo,
y con mucha seriedad, el deseo del P. Sarmiento fue un ingles, John
Bowle, en 1781.
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