ESPAÑA Y EUROPA

En el escenario europeo de los siglos XVI y XVII los españoles estuvieron bajo las candilejas y cuajaron en "figura" o "tipo". El resto de Europa los vio como paradigmas de grandes virtudes o de grandes vicios, y así lo español fue unas veces modelo digno de imitación y otras veces objeto de repudio o de risa. En un extremo está Castiglione, que alaba la "gravedad sosegada, natural de España", y en el otro quienes, habiendo leído por ejemplo la Brevissima relación de Las Casas en una de sus muchas traducciones, sienten a España como la encarnación de la crueldad y el fanatismo, o quienes inventan y transmiten historietas sobre la vacuidad y fanfarronería de esos hombres que pisan fuerte y hablan a voces dondequiera que van. Los españoles, por su parte, fueron muy conscientes de su papel en el mundo y de las reacciones que provocaban. Se explica que ciertos españoles modernos se sientan retrospectivamente halagados por los juicios laudatorios, y escriban alegatos en defensa de España contra la "leyenda negra" originada en Las Casas.

Una cosa que llamó la atención de los demás europeos fue el exagerado sentimiento de la honra, de la hidalguía, de la grandeza, que llegaron a tener los españoles. Es un hecho que ese exagerado sentimiento fue, en buena medida, la afirmación de los "valores" nacionales contra una Europa que llamaba humorísticamente "pecadillo de España" (peccadille d'Espagne, peccadiglio di Spagna) la falta de fe en la Santísima Trinidad, dogma rechazado por los judíos y los musulmanes, de manera que se enderezó contra todos los españoles el ofensivo mote de marranos que ellos habían lanzado contra moros y judíos. En el sentimiento de honra confluían, pues, la superstición de la "limpieza de sangre" y la ostentación de ortodoxia, pero también los humos de quien ha dejado de ser un don nadie y quiere subir más y más, y lo antes posible. Para esos españoles hipersensibles, el tratamiento de vos (perfecto análogo, hasta entonces, del vous francés y del voi italiano) vino a ser insuficientemente respetuoso, o sea ofensivo, de manera que sus subordinados tuvieron que cambiarlo, casi de la noche a la mañana, por el nuevo e incómodo de vuestra merced. La rapidez de la sustitución se puede ver gráficamente en la cantidad de formas por que atravesó ese pronombre entre 1615 y 1635 (y no durante los siglos que de ordinario requieren los cambios lingüísticos) para llegar a usted: por una parte, vuesarced, voarced, vuarced, voacé y vucé; por otra, vuasted, vuested, vusted y uced (además del bosanzé o boxanxé de los moriscos).

El Nuevo Mundo suministró un ancho teatro para esta clase de exhibiciones. En 1591 el doctor Juan de Cárdenas, español que llevaba menos de quince años de residir en México, publicó aquí un libro en que contrasta la discreción de los habitantes de la Nueva España con la desconsideración y arrogancia de los españoles recién llegados a la península, a los cuales aplica no uno, sino dos apodos: chapetones y gachupines.* Fernández de Oviedo cuenta la representativa historia del gachupín García de Lerma, mercader vulgar e inculto que, tras conseguir mediante astucias ser nombrado gobernador de Santa Marta (región de la actual Colombia), ordenó al punto que le dijeran, no vuestra merced, sino vuestra señoría, haciéndose servir "con mucha solemnidad y ceremonias" como si fuera todo un grande de España, "y de no menos espacio se limpiaba los dientes después que acababa de comer, dando audiencia e proveyendo cosas, que lo solía hacer el católico rey Fernando o lo puede hacer otro gran príncipe".

Las ceremonias y el limpiarse muy despacio los dientes (con esa "gravedad sosegada" que elogió Castiglione) estaban bien para los grandes. Pero es como si cada español se hubiera sentido entonces un grande. Para el resto de Europa, los españoles eran los fanfarrones por antonomasia, los Rodomontes reencarnados (Rodomonte es el caudillo de alma "altiva y orgullosa" que muere a manos de Ruggiero al final del Orlando furioso) A fines del siglo XVI comenzaron a circular en todas partes, menos en España, en un castellano no siempre muy fluido, y con traducción a la lengua del país en que se imprimían, series de Rodomontadas españolas, frases pronunciadas por "el Capitán don Diego de Esferamonte y Escarabombardón", o bien por "los muy espantosos, terribles e invincibles capitanes Matamoros, Crocodilo y Rajabroqueles", de las cuales vale la pena leer algunos ejemplos:

¿Qual será aquella grandíssima desvergonçada que no se enamorará deste muslo esforçado, deste braço poderoso, deste pecho lleno de fuerças y valentía?...

Voto a Dios, bellaco, si voy allá te daré tal bastonada con este palo, que te haré entrar seis pies dentro de tierra, que no te quedara mas del braço derecho afuera para quitarme el sombrero [= para quitarte el sombrero en honor mío] quando passare.

Si voy a ti, te daré tal puntapié llevándote arriba, que cargado de diez carretadas de pan, más miedo ternás de la hambre que de la caída.

Otro aspecto de lo mismo es la costumbre de las largas sartas de apellidos. Quevedo la satirizó en el Buscón, donde hay un personaje llamado Don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán ("no se vio jamás nombre tan campanudo, porque acababa en dan y empezaba en don, como son de badajo"), pero fueron sobre todo extranjeros los que se rieron de ella. Hay en Voltaire un Don Fernando de Ibarra y Figueroa y Mascareñas y Lampourdos y Souza, y en Alexandre Dumas un Don Alfonso Oliferno y Fuentes y Badajoz y Rioles. Uno de los últimos avatares de esa imagen es el nombre que da James Joyce, en un pasaje del Ulysses, al representante de España ante una especie de concilio: Señor Hidalgo Caballero Don pecadillo y Palabras y Paternoster de la Malora de la Malaria.

Los testimonios sobre la manera de ser de los españoles tienen un doble interés. El poeta italiano que habla de cómo en Nápoles se ha puesto de moda besar ceremoniosamente las manos y hasta "sospirare forte alla spagnuola", acusa a sus habitantes de ser "quasi più spagnuoli che napolitani", pero al mismo tiempo declara que eso es lo que está sucediendo. Estos testimonios son muy abundantes. El novelista Carlos García afirmaba en 1617 que el rey de Francia, Luis XIII, "el día que quiere hacer ostentación de su grandeza al mundo, se honra y autoriza con todo lo que viene de España: si saca un hermoso caballo, ha de ser español; si ciñe una buena espada, ha de ser española; si viste honradamente, el paño ha de ser de España; si bebe vino, ha de venir de España"; y por los mismos años el dramaturgo Ben Jonson enumeraba en un pasaje de The Alchemist las cosas españolas admiradas por los ingleses: de nuevo la espada y el caballo gennet, o sea jinete, arabismo que significaba el caballo de sangre árabe y la persona que lo montaba), y también el corte de barba, los guantes almizclados, las gorgueras, las caravanas, y una danza, la pavana (aprendida por los españoles en Italia). La expresión buen gusto, inventada al parecer por Isabel la Católica, fue adoptada o calcada por el inglés (gusto), el francés (goût), el italiano (buon gusto) y el alemán (Geschmack).

Muchas otras cosas propagaron los españoles: juegos de naipes, técnicas de guerra, usos mercantiles, la guitarra, la costumbre de fumar (aprendida en el Nuevo Mundo, sobre todo en México), etc., y todas ellas estuvieron acompañadas de algún reflejo lingüístico, particularmente los exóticos productos que España llevaba a Europa desde sus vastos dominios coloniales. La palabra calebasse, en francés, no designa la calabaza europea, que naturalmente ya tenía nombre, sino la americana; la palabra spade, en inglés, nombre de uno de los palos de la baraja, es la palabra española espada; la palabra chicchera, en italiano (pronunciada KÍKKERA), es adaptación de jícara, del náhualt xicalli.

He aquí una lista abreviada de vocablos españoles adoptados por la lengua francesa en los siglos XVI y XVII: grandiose, bravoure, matamore (matamoros, o sea 'valentón'), fanfaron y fanfaronnade, hâbler (que no es 'hablar', sino 'hablar con fanfarronería'), compliment y camarade; alcôve (alcoba), sieste, pícaro, duègne (dueña, vieja que cuida a una jovencita), mantille, guitare, castagnette (coexistían en español castañuela y castañeta); chaconne, passacaille y sarabande; créole, métis, nègre y mulâtre; ouragan (huracán), embargo, caravelle, canot (canoa), felouque (coexistían en español falúa y faluca); cacao, chocolat, maïs, patate, tomate, vanille (vainilla), tabac y cigare.

El italiano, el inglés, el alemán, el holandés y otras lenguas europeas adoptaron también casi todos esos vocablos, nueve de los cuales no son de raigambre española antigua, sino que se originaron en el Nuevo Mundo. Las lenguas más remotas, como el ruso, el polaco y el húngaro, tomaron sus hispanismos por mediación del francés o del italiano.

En 1546, en presencia del papa y de un obispo francés, delegado de Francisco I, Carlos V pronunció un discurso de desafío al rey de Francia; el obispo se quejó de no haber entendido bien, y el emperador le espetó la célebre respuesta: "Señor obispo, entiéndame si quiere, y no espere de mí otras palabras que de mi lengua española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana" —auténtica rodomontada (o, si se quiere, versión suavizada del "requerimiento" que los capitanes de Carlos V hacían a los indios), tanto más notable cuanto que ese hombre que decía "mi lengua española" la aprendió a los veinte años y nunca la habló limpia de acento extranjero. En 1619 Luis Cabrera de Córdoba, el historiador de Felipe II, afirmaba que éste había logrado ver la lengua castellana "general y conocida en todo lo que alumbra el sol, llevada por las banderas españolas vencedoras, con envidia de la griega y la latina, que no se extendieron tanto".

Ya en la Italia de 1535, según testimonio de Juan de Valdés, "así entre damas como entre caballeros" se tenía por "gentileza y galanía" hablar español. Cervantes decía en 1615 que en Francia "ni varón ni mujer deja de aprender castellano". En 1525, cuando las fuerzas de Carlos V derrotaron al rey de Francia, la situación era muy distinta. Cuenta un historiador que, mientras Francisco I atravesaba el campo de batalla con sus captores españoles, se topaba a cada paso con grupitos de franceses igualmente capturados, y "él los saludaba alegremente diciéndoles por gracia que procurasen de aprender la lengua española, y que pagasen bien a los maestros, que hacía mucho al caso". Lo dijo de chiste ("por gracia"), pero fue eso lo que hizo Luis XIII en enero de 1615: tomó un maestro de español —y es de suponer que le pagó bien— porque hacía mucho al caso, ya que en octubre iba a contraer matrimonio con una hija de Felipe III.

Al lado de los que aprendían español "por gentileza y galanía" estaban los muchos que lo hacían por conveniencia. Como decía en 1659, en no muy buen español, el flamenco Arnaldo de la Porte, autor de una gramática y un diccionario españoles para uso de sus compatriotas: "Nos está de verdad la lengua española necesaria por los infinitos negocios que se han cada día de tratar en las cortes de Madrid y de Bruselas, y por otras pláticas y estudios privados que consisten en explicar la mente de los authores españoles". Casi un siglo antes, Benito Arias Montano había propuesto fundar en Lovaina una verdadera cátedra de lengua española en beneficio de los súbditos de los Paises Bajos, "por la necessidad que tienen della, ansí para las cosas públicas como para la contratación", o sea para el comercio. (No de otra suerte, el día de hoy; miles de politólogos y economistas necesitan en todas partes saber inglés.)

Para responder a esa necesidad, durante mucho tiempo, sobre todo entre 1550 y 1670, salió de las imprentas europeas una cantidad impresionante de gramáticas españolas y de diccionarios que relacionaban el español con alguna o algunas de las otras lenguas. Dos de las gramáticas más antiguas se imprimieron justamente en Lovaina: Útil y breve institución para aprender los principios y fundamentos de la lengua hespañola (1555) y la Gramática de la lengua vulgar española (1559); las dos son anónimas. Entre los autores extranjeros de gramáticas españolas están el italiano Giovanni Mario Alessandri (1560), los ingleses Richard Percivale (1591), John Minsheu (1599) y Lewis Owen (1605), los franceses Jean Saulnier (1608) y Jean Doujat (1644), el alemán Heinrich Doergangk (1614) y el holandés Carolus Mulerius (1630). Entre los autores de diccionarios, el italiano Girolamo Vittori (1602), el inglés John Torius (1590) y los franceses Jean Palet (1604) y François Huillery (1661). Otros hicieron las dos cosas: gramática y diccionario. Los más notables son el inglés Richard Percivale (1591), el francés César Oudin (1597, 1607), el italiano Lorenzo Franciosini (1620, 1624), el ya mencionado Arnaldo de la Porte (1659, 1669) y el austriaco Nicholas Mez von Braidenbach (1666, 1670). Franciosini y Oudin fueron traductores del Quijote. Oudin, que publicó también unos Refranes (1605) con traducción francesa, tuvo el acierto de incluir en la segunda edición de su diccionario (1616) un Vocabulario de xerigonza, que no es sino el de germanía de Juan Hidalgo. Si se tiene en cuenta que esta lista de autores no es completa, y que sus gramáticas y diccionarios tuvieron por lo común gran número de reediciones, adaptaciones, refundiciones y aun traducciones (la Grammaire et observations de la langue espagnolle de Oudin, por ejemplo, se tradujo al latín y al inglés), se entenderá mejor lo que fue, en esa coyuntura de la historia, la necesidad europea de aprender la lengua española.

En comparación con la lista anterior, la de autores españoles es exigua. En cuanto a diccionarios bilingües, el único importante es el Vocabulario de las dos lenguas toscana y castellana de Cristóbal de las Casas, publicado en Sevilla en 1570 (y muy reeditado a partir de 1576, aunque ya no en Sevilla, sino en Venecia). También puede mencionarse el muy tardío Diccionario de las lenguas española y francesa de Francisco Sobrino (1705). Pero, aunque poco numerosos, los autores españoles de gramáticas destinadas a extranjeros merecen una mención aparte por la importancia que tiene su labor para la historia de la lengua. La necesidad de explicar las peculiaridades del castellano en su realidad viva los obligó a prescindir de las categorizaciones latinas de Nebrija y a reflexionar por cuenta propia. Muchas de las gramáticas de autores extranjeros, en particular la de César Oudin, se hicieron también a base de conocimento directo de la lengua hablada, pero los españoles tenían la ventaja inestimable de poseer como materna esa lengua cuya estructura se empeñaban en explicar. Casi todos ellos fueron, además, hombres de cultura superior. Los más señalados, aparte de los autores de las ya citadas gramáticas anónimas de Lovaina, son éstos: Francisco Thámara, humanista, traductor de Erasmo (Suma y erudición de gramática, Amberes, 1550); Alfonso de Ulloa, dedicado en Italia al negocio librero (Introdutione... lingua castigliana, Venecia, 1553); Cristóbal de Villalón, otro erasmista (Gramática castellana, Amberes, 1558); Juan Miranda (Osservationi della lingua castigliana, Venecia, 1565, gramática muy reeditada y muy plagiada por las que se publicaron después); Antonio de Corro, uno de los grandes protestantes españoles, compañero de Casiodoro de Reina (Reglas gramaticales..., Oxford, 1586); Ambrosio de Salazar, establecido en Francia y dedicado sólo a la enseñanza del español (Espexo general de la gramática..., Rouen, 1614), y los también profesores Juan de Luna (Arte breve y compendiosa..., París, 1616), Jerónimo de Tejeda (Gramática de la lengua española, París, 1629), Marcos Fernández (Instruction espagnole, Colonia, 1647) y Fransisco Sobrino (Nouvelle grammaire espagnolle, Bruselas, 1697).

Es notable el contraste entre semejante proliferación de gramáticas españolas para uso de extranjeros y la falta de interés de los españoles por las lenguas extranjeras, salvo la italiana, que muchísimos conocían por la simple lectura, sin necesidad de manuales. Rarísimos españoles de estos siglos supieron hablar alemán, holandés, inglés y aun francés. ¿Por qué iban a aprender lenguas extranjeras, si los extranjeros se encargaban de aprender la castellana? La difusión europea de nuestra lengua está implicada en la famosa "profecía" de Nebrija. Por eso es digna de mención la Gramática para aprender a leer y escrivir la lengua francesa de Baltasar de Sotomayor, impresa en Alcalá en 1565 junto con un Vocabulario francés-español hecho por el francés Jacques Ledel ("Jacques de Liaño"). Sotomayor no piensa como pensaba Nebrija. "La grandeza de España ha venido en tanta pujanza" —dice—, que un español alerta necesita "tener conocimiento de las más lenguas que en Europa se hablan". A la corte acuden personajes de lugares sujetos a España que no hablan español, y "hácese desagradable el trato, y muchas veces perjudicial y dañoso". Remedio: aprender idiomas. "Dos principalmente me parece que son los más necesarios, italiano y francés." Otra razón: la actual reina de España es francesa (Isabel de Valois, tercera mujer de Felipe II), y "uno de los mayores entretenimientos" de la corte es el trato con las damas, "de las cuales muchas son francesas".**

Mano a mano con la difusión de la lengua de España iba la de su literatura. Podemos tomar como ejemplo el caso de Alfonso de Ulloa, que en la portada de su gramática, para atraer compradores, anunciaba una explicación de las palabras difíciles de La Celestina, y que editó, refundió y tradujo, siempre en Venecia, gran número de best sellers españoles, de interés histórico como la Vida de Carlos V y la Vida de Colón atribuida a su hijo Fernando Colón; de interés moral como el Diálogo de la dignidad del hombre de Fernán Pérez de Oliva, el libro sobre la "honra militar" de Jerónimo Ximénez de Urrea y el Remedio de jugadores de Pedro de Covarrubias (consejos a los enviciados en los juegos de naipes); pero sobre todo de interés literario: novelas como la anónima Questión de amor y el Proceso de cartas de amores de Juan de Segura, las Epistolas de fray Antonio de Guevara, las Cartas de refranes de Blasco de Garay y otras más. Para lectores de fuera de España, pero interesados en la literatura española, se compusieron continuaciones del Lazarillo y de la Diana, respectivamente por Juan de Luna y por Jerónimo de Tejeda, autores ambos de gramáticas. Fuera de España se compusieron unos Diálogos muy apazibles que corrieron por Europa en castellano y en ediciones bilingües (traducción francesa por Juan de Luna, italiana por lorenzo Franciosini); fuera de España, naturalmente, se compusieron las Rodomontadas españolas, que corrieron en la misma forma (la traducción italiana, por Franciosini). No pocas obras literarias se reeditaron mucho mas en el extranjero que en España. Sobre todo, es asombrosa la cantidad de traducciones de libros españoles que se hicieron en Europa durante estos dos siglos, comenzando con las novelas de Diego de San Pedro, Cárcel de Amor y Arnalte y Lucenda, y siguiendo con La Celestina, los escritos todos de Antonio de Guevara y Pero Mexía y muchísimos más. Para las traducciones del Quijote véase la nota [al pie]***.

La mayor parte de los grandes autores religiosos fueron traducidos también a las lenguas europeas. (La descripción bibliográfica de todo lo que se tradujo llenaría fácilmente un volumen del tamaño de este que el lector tiene en las manos.) ( N.E. Se refiere a la edición completa de Los 1001 años de la lengua española.)

Por último, la literatura española sirvió de inspiración y de estímulo a las demás. Guevara no sólo le dio a La Fontaine la idea de "El villano del Danubio", sino que inspiró en Inglaterra toda una teoría de la prosa artística, el "eufuismo": el libro de John Lyly, Euphues, tbe Anatomy of Wit homenaje al wit ('ingenio') del fraile español, traslada al inglés los artificios retóricos del Marco Aurelio. Madeleine de Scudéry y Madame de La Fayette se inspiraron en las novelescas Guerras de Granada de Ginés Pérez de Hita; Honoré d'Urfé, en la Diana de Montemayor; Jean-Pierre Florian, en la Galatea de Cervantes; los moralistas La Bruyère y La Rochefoucauld, en Baltasar Gracián; Paul Scarron imitó las poesías burlescas de Góngora; Le Cid y Le Menteur de Corneille son adaptaciones, respectivamente, de Las mocedades del Cid de Guillén de Castro y de La verdad sospechosa de Ruiz de Alarcón; y si el Don Juan de Molière no es imitación directa del de Tirso de Molina, es porque en sus tiempos el personaje creado por el dramaturgo español pertenecía ya al legado literario europeo gracias a las traducciones e imitaciones que se habían hecho sobre todo en italiano y en francés. También los escritores religiosos franceses se inspiraron en la riquísima producción ascético-mística de España. (Uno de ellos, san Francisco de Sales, fue lector asiduo de obras como el Libro de la vanidad del mundo y las Meditaciones devotíssimas del amor de Dios de fray Diego de Estella, publicadas en 1562 y 1576 respectivamente, muy reeditadas hasta el siglo XVIII, traducidas al francés, al italiano, al latín, al inglés, al alemán, al holandés, al polaco, al checo, al eslovaco y hasta al árabe, muy reeditadas asimismo en algunas de estas traducciones —y quizás no leídas ya por nadie en nuestros tiempos—.)

* Para la palabra chapetón, que originalmente significaba 'inexperto, bisoño', no se ha hallado explicación convincente. La historia de la palabra cachupín (gachupín)es curiosa. En la Diana de Montemayor hay un personaje que dice.- "Yo os prometo [= 'os aseguro'] a fe de caballero, porque lo soy, que mi padre es de los Cachopines de Laredo...", o sea que como prueba irrefutable de su calidad de hidalgo aduce ese linaje paterno. Laredo, poblacho sin lustre, tenía el mérito supremo de hallarse en la costa cantábrica, entre la Montaña de Santander y el país Vasco. En Laredo no había habido nunca ninguna "mala raça" de moros ni de judíos. La arrogancia de montañeses y vizcaínos, para los cuales todos los demás españoles —leoneses, castellanos, levantinos, extremeños, andaluces— eran sospechosos de poca "limpieza de sangre", no dejó de hacer ruido; y, como la Diana fue leída por todo el mundo, los Cachopines de Laredo se hicieron proverbiales. En 1605 son mencionados por Cervantes (en el Quijote) y por el poeta Andrés Rey de Artieda. La mención, en los dos casos, está hecha con cierto retintín de burla, pues ¿cómo averiguar si quienes así presumían habían nacido en efecto en Laredo, y si en Laredo había en efecto un linaje de apellido Cachopín? Un soneto famoso, escrito en México antes de 1604 por un criollo ("Vine de España por el mar salobre/ a nuestro mexicano domicilio..."), zahiere al peninsular que llega a la Nueva España dándose humos y pisando fuerte, siendo que allá "tiraba la jábega en Sanlúcar" (en Sanlúcar, cuya playa, según Cervantes, era un hervidero de pícaros). Por otra parte, los Cachopines de Laredo no eran atezados como la masa de los españoles, sino rubios y ojiazules. En la escala de aprecio racial, donde negros y gitanos ocupaban los escalones ínfimos, ellos ocupaban el más alto. (En una ensaladilla de Navidad introduce Góngora a unos gitanos que le cantan a Jesús recién nacido: "A vos, el Cachopinito, / cara de rosa...")

**Hubo otra Gramática francesa, que en la primera edición (Douai, 1624) tiene como autor a fray Diego de la Encarnación, y en la segunda (Madrid, 1639) a Diego de Cisneros, seguramente porque dejó de ser fraile. Cisneros desconoce el precedente de Sotomayor, pues dice: "Si bien se hallan muchas gramáticas en francés de pocos años a esta parte para aprender español, sola ésta hay en español para aprender francés". (Este Diego de Cisneros tradujo las "Experiencias y varios discursos de Miguel, señor de Montaña, o sean los Ensayos de Montaigne, pero su traducción quedó inédita.) Por otra parte, el andariego Juan Ángel de Sumarán publicó en Ingolstadt, en 1626, un Thesaurus linguarum que contiene cuatro gramaticas: española para italianos (o sea en italiano), española para franceses, y francesa y alemana para hispanohablantes (la gramática alemana es caso único). Y un francés que hispanizó su nombre como "Bartelmo Labresio de la Puente" publicó en París en 1666 unos Paralelos de las tres lenguas, castellas, francesa e italiana, que contiene tres gramáticas: francesa e italiana para hispanohablantes, y española para franceses. El primer manual para aprender inglés es el de James Howell, Gramática de la lengua inglesa, prescriviendo reglas para alcançarla (Londres, 1662).


***Son apenas unas diez las ediciones del Quijote publicadas en Madrid a lo largo del siglo XVII. En cambio, las publicadas en castellano durante el mismo lapso en ciudades de habla no castellana —Lisboa, Valencia, Barcelona, Bruselas, Amberes y Milán— son en total unas veinte. Y estas cifras palidecen ante las de las traducciones: los lectores de francés pudieron leer el Quijote en su lengua, a lo largo del siglo XVII, en mas de veinte ediciones. Las primeras traducciones fueron la inglesa de Thomas Shelton (1612) y la francesa de César Oudin (1614). Siguieron, ya completo el libro en sus dos partes, la italiana de Lorenzo Franciosini (1622) y la holandesa de Lambert van der Bosch (1657), notable por ser el primer Quijote adornado con láminas. La primera versión alemana completa (1682) no se hizo del español, sino del francés. Traducciones más tardías, y no siempre completas, son la rusa (1769), la danesa (1776), la polaca (1786), la portuguesa (1794), la sueca (1802), la húngara (1813), la checa (1838), la rumana (1840), la griega (1860), la Servia (1862), la turca (1868), la finlandesa (1877), la croata (1879), la búlgara (1882) y la catalana (1882). A fines del siglo XIX comenzaron a aparecer versiones a lenguas más exóticas": el japonés, el hebreo, el vascuence, el bengalí, el lituano, el árabe, el tagalo, el chino, etc. Los bibliófilos cervantinos, secta parecida a la de los filatelistas, no pueden prescindir de la "Historia dómini Quijoti Manchegui taducta in latinem macarrónicum per Ignatium Calvum, curam missae et ollae" (1905), ni de las traducciones parciales al esperanto (1905, 1915). Hay que añadir que en francés, inglés y otras lenguas las traducciones existentes son varias. Por otra parte, fueron también extranjeros los que primero se ocuparon de anotar y comentar el Quijote. A mediados del siglo XVIII, un erudito español, fray Martín Sarmiento, después de expresar el deseo de una edición anotada, añadía: "Dirá alguno que será cosa ridícula un Quijote con comento. Digo más ridícula cosa será leerle sin entenderle". (No se conocía el Quijote sino superficialmente; las partes sin aventuras risibles no se leían. Para los contemporáneos del P. Sarmiento, "ser un Quijote" era ser un necio atolondrado, un loco a veces peligroso. Estaba bien dedicar un comento a la Divina Commedia, ¡pero no al Quijote!) El primero que satisfizo, y con mucha seriedad, el deseo del P. Sarmiento fue un ingles, John Bowle, en 1781.

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