El carácter de los mexicanos

La población mexicana puede dividirse en tres clases, la militar, la eclesiástica y la de los paisanos. La más numerosa, influyente, ilustrada y rica es esta última que se compone de negociantes, artesanos, propietarios de tierras, abogados y empleados: en ella se hallan casi exclusivamente en el día las virtudes, el talento y la ciencia, ella da el tono a las demás y absorbe toda la consideración del público, por hallarse en su seno lo que se llamaba antigua nobleza del país, que ha empezado a tener aprecio después de la Independencia. Antes de esta época memorable la pretendida nobleza de México se componía de los inmediatos descendientes de los ricos negociantes españoles, quienes luego que tenían un caudal considerable compraban muy caros sus títulos a la corte de Madrid y fundaban con el todo o parte de su caudal mayorazgos que perpetuasen su casa y nombre. El empeño de pasar a la posteridad por estos medios muy pocas veces tuvo efecto, pues los hijos educados en el ocio y el regalo, sin idea ninguna de las virtudes sociales, después de haber disipado los bienes libres, gravaban los vinculados con licencia de la Audiencia; como carecían de todos los hábitos industriales y aun se desdeñaban de tenerlos, el gravamen de los bienes iba en aumento, y a la tercera generación el vínculo se acababa desapareciendo con el mayorazgo y el nombre de quien lo fundó. Esta mala conducta, unida al aire desdeñoso que afectaban, respecto de las demás clases de la sociedad, unos hombres ignorantes, llenos de vicios, y cuyo menor defecto consistía en carecer de toda virtud, los hacía ridículos y despreciables en términos de que vinieron a ser el ludibrio de todas las clases de la sociedad. No sólo bajo éste, sino bajo otros aspectos, se presentaba también con el carácter del ridículo la tal nobleza mexicana: la falta de mérito en los fundadores y lo nuevo de su creación eran los principales. Las acciones heroicas y brillantes han sido siempre y en todas partes la base de la nobleza, y los pueblos han tenido constantemente un respeto y veneración supersticiosa por las familias y descendientes de aquellos que han hecho admirar su nombre con acciones que hieren vivamente la imaginación; nada de esto ha hecho recomendables a los troncos de los títulos mexicanos: negociantes oscuros, sin mérito ni talento y cuya riqueza no reconocía otro principio que el monopolio establecido por la metrópoli, y la liga que para auxiliarse mutua y exclusivamente tenían los españoles en México; éstos y no otros han sido por la mayor parte los fundadores de los mayorazgos mexicanos, quienes no podían transmitir a la posteridad la admiración y respeto que no se habían captado en su favor: si a esto se añade lo nuevo de las concesiones de semejantes títulos, pues muy pocos o ninguno de ellos databan siquiera de cien años, tendremos los verdaderos motivos de lo ridículo e insubsistente de la tal nobleza, cuya extinción vino de su peso, y sin ningún esfuerzo para acordarla, tan destituida así se hallaba de apoyo y tanto le era contraria la opinión de todo el público. En el día esta clase ha mejorado, considerablemente desprendida de sus antiguas preocupaciones y de sus hábitos viciosos, pues ha entrado en la sociedad bajo el pie de una igualdad racional, y no ha intentado sostener ya otras distinciones ni pretendido otra consideración que la debida al mérito personal: muchos o los más de los miembros de estas familias han cesado ya en aquel lujo y disipación con que insultaban a sus acreedores, reduciendo sus gastos, proporcionándolos al estado y situación de sus bienes, tomando al mismo tiempo medidas importantes para libertarlos de los gravámenes que reportan y hacerlos progresar.

La laboriosidad y el deseo de proporcionarse goces y comodidades ha penetrado y se ha hecho común en las demás ramas de la clase del paisanaje, todos más o menos van levantando sus fortunas, promoviendo la educación de sus hijos y ocupando en la sociedad el lugar distinguido a que se hacen acreedores en una república los que pertenecen a las clases productoras. Los empleados, entre los cuales deben contarse los cesantes y pensionistas, son los únicos del paisanaje que cada día se hacen mas odiosos en la República; en esta clase contamos a los militares retirados y sueltos que no hacen servicio en los cuerpos y a los que han revivido a virtud de la ley de premios. Como el erario no puede cubrir sus atenciones y como forman una parte muy considerable de ellas los sueldos, pensiones y gratificaciones que se pagan por estos títulos, el público que ve el ningún servicio que prestan los más de ellos, los sueldos excesivos de otros y lo innecesario de muchas plazas, se declara contra las personas y los culpa de errores de administración en que por lo general no han tenido parte. La empleomanía que creó el gobierno español en los naturales del país ha tenido ocasión de progresar mucho con el estado de revolución permanente en que se ha hallado la República desde la Independencia: la ruina de las fortunas ha hecho que muchos busquen su subsistencia en un empleo, y de aquí ha provenido esa prodigalidad en crear plazas, ese empeño en solicitarlas, y esa conducta transgresora de las leyes en proveerlas en otros que en los cesantes. Cada nueva revolución del país (y han sido muchas) ha producido la destitución de los jefes y subalternos de los cuerpos, y de muchos de los empleados de la administración civil que han quedado con sus sueldos, proveyéndose las plazas que ocupaban en otros a quienes a su vez ha tocado la misma suerte. Cada nuevo gobierno ha creído necesario dar empleos a sus adictos, o para recompensarles la parte que han tornado en su elevación o para formarse un círculo de personas que lo sostengan contra los ataques de sus enemigos. Esta operación repetida muchas veces ha levantado el presupuesto general de la República y de los estados, de modo que ya no es posible cubrir ni el de la una ni el de los otros. De aquí la insubsistencia de los puestos y el odio generalmente difundido en México contra los empleados.

Pero hay otro motivo más justo que hace odiosa a esta clase y deprime mucho el honor de la República y es el cohecho y soborno tan generalizado en ella y tan públicamente sabido. Se puede asegurar, con poquísimas excepciones, que no hay uno solo que no se presente a él del modo más indecoroso. Vemos (dice con razón el autor de la Revista de Filadelfia) el cohecho desde el puesto más elevado hasta el más bajo, desde el alcalde que despacha el más trivial proceso, hasta el ministro que por su soberana voluntad decreta una tarifa, y con sola una palabra paraliza el curso del comercio arruinando a millares de hombres; y aunque esperamos que este carácter mejorará con el tiempo, tememos que la época es muy lejana a no ser que sobrevenga una alteración repentina, lo que no es muy probable, o que algún acontecimiento violento purgue a la administración de los humores enfermizos. Este vicio es el producto de una serie de causas que han estado obrando desde tiempos remotos, y se necesitan años de relaciones y trato libre con el resto de la especie humana para que pueda verificarse un cambio sustancial. Tenemos por cierto que si la administración mexicana no procura eficazmente disminuir el número de plazas y empleados, reducir a una justa proporción los sueldos de éstos y vigilar escrupulosamente su conducta, el país se convertirá en un centro de facciones y proyectos revolucionarios que se reproducirán sin cesar y pondrán en riesgo por muchos años su tranquilidad interior.

La clase militar aun subsiste en la República merced a las revoluciones que han llegado a hacerla importante: ella se compone de los generales, jefes y subalternos del ejército que están en servicio activo y subsisten de sus sueldos. Pues los que han tirado por otra parte para subsistir no nos parece deberse contar en ella. Su fuero es perjudicial, no sólo porque exime de la jurisdicción civil a los que más deberían respetarla, sino porque de muchos años a esta parte se ha convertido en un instrumento de persecución, sirviendo de ocasión para poner un poder sin límites en las manos del gobierno y de los partidos que alternativamente lo han dominado. El honor, la vida y el bienestar del ciudadano de México han estado por muchos años a disposición de una comisión militar que no ha hecho como era de creerse, sino lo que el gobierno le ha mandado, o lo que presumía fuese de su agrado y aprobación. Inútiles han sido hasta fines de 1832 todos los esfuerzos para suprimir la ley que la creó; cada gobierno y cada partido la había reclamado a su vez como prenda de seguridad, y la administración de Jalapa que tenía por mote o empresa en su bandera La constitución y las leyes, jamás creyó fuese tiempo de suprimir una que las violaba todas. Los militares se hallan en el día muy viciados en consecuencia de un estado revolucionario perpetuo, sin disciplina, sin sujeción a sus jefes, sin instrucción en su profesión respectiva, y sin miramiento ninguno a las leyes del honor que debían caracterizarlos han adquirido un hábito de pronunciarse contra el gobierno en todo sentido. Unas veces pretenden imponerle la ley, dictándole lo que debe hacer y en qué sentido debe obrar, haciendo protestas que se traducen por verdaderas amenazas y constituyéndose en órgano de la opinión pública y de la voluntad general; otras veces pronunciándose abiertamente contra el gobierno establecido o por establecer, en consonancia con la constitución y las leyes, han atropellado unas y otras reduciéndolas al silencio más absoluto, y en todas han pretendido corresponderles exclusivamente el derecho de petición con las armas en la mano, error inconciliable no sólo con un sistema libre y representativo, sino con todo género de gobierno estable,. cualquiera que sea su naturaleza y organización. En honor de la verdad es necesario confesar que los militares no han dado por lo común estos pasos sino impulsados por las facciones que, para conseguir se sancionasen ciertas medidas injustas e impolíticas, han procurado aparentar la necesidad de acordarlas, fundándola en la existencia de una revolución que se dice no puede apagarse de otro modo. Los gobiernos diversos que se han sucedido desde la Independencia han tenido en esta política tortuosa una parte muy activa; todos, sin exceptuar uno solo, para arrancar del cuerpo legislativo las medidas que convienen a sus intereses, han promovido más o menos directamente asonadas militares que jamás han dejado de convertirse en su perjuicio.

Esta insubordinación, este espíritu de rebelarse y promover motines y asonadas, ha hecho tan odiosa en el país la clase militar que es de presumirse sufra en lo sucesivo cambios tales, que no sólo la hagan variar de aspecto, sino hasta desaparecer del centro de las poblaciones. En el día, a pesar de que todas las facciones se valen de ella y la invocan en su favor cuando se trata de destruir, todas a su vez la detestan cuando llega la hora de levantar el edificio o de consolidar lo edificado, y éste es el presagio más seguro de su próxima y total ruina bajo el aspecto de clase influyente en el orden social. Actualmente es tolerada como un mal cuya necesidad es pasajera y que deberá cesar luego que las circunstancias hayan variado; mas si los gobiernos, sin consultar con sus verdaderos intereses, hacen lo que hasta aquí, es decir, reproducen los motivos de esta necesidad buscando su apoyo en las bayonetas, el mal será eterno.

El ejército designado para la defensa exterior y seguridad interior de la República es compuesto de milicia permanente y activa en las tres armas de infantería, caballería, artillería, y el cuerpo de ingenieros; y su dotación debe ascender a cincuenta y dos mil cuatrocientas noventa y dos plazas, número excesivo para los objetos de su institución. Aunque no se halla ni se ha hallado nunca completo, el último presupuesto de sus gastos es de diez y siete millones poco menos, es decir más de tres cuartas partes del presupuesto total de la República computado en 22 millones. La infantería y caballería permanente, compuesta de doce cuerpos cada una con el nombre de batallones los primeros y de regimientos los segundos, deben su creación a las leyes de 12 de septiembre de 1823, y de 16 de octubre de 1826. Esta última creó también ocho compañías sueltas de infantería y una de caballería en varios puntos de las costas, destinada exclusivamente a su defensa: con el mismo objeto se creó por el decreto de 16 de mayo de 1829 un escuadrón permanente en Yucatán. En los estados internos de oriente y occidente colindantes con las naciones bárbaras, se hallan establecidas para contener sus incursiones veintinueve compañías presidiales permanentes y quince de milicia activa, todas a virtud de los decretos de 21 de marzo y 20 de diciembre de 1826, y en California por el decreto de 8 de mayo de 1828, existen seis compañías de caballería.

La artillería creada por el decreto de 14 de febrero de 1824 se compone de tres brigadas con su plana mayor facultativa, y doce compañías de milicia activa. De las dos compañías antiguas de inválidos y de los retirados o dispersos se ha formado recientemente un batallón con la denominación de los primeros. Estos hombres verdaderamente recomendables y que excitan la compasión por el doble motivo de hallarse estropeados o achacosos, y que esto haya sido en servicio del público, se han hecho más dignos de aprecio por su adhesión al orden constitucional y por el apoyo que han prestado al gobierno con un servicio de que su situación los exime. A virtud de las facultades extraordinarias concedidas al gobierno en 1829, éste suprimió un establecimiento verdaderamente inútil cual lo era el colegio mayor de Santos y dedicó el edificio y sus rentas para una casa de inválidos, monumento digno de la piedad y gratitud mexicana; pero al retirarse los decretos expedidos a virtud de estas facultades, pudo más el espíritu de cuerpo que influyó en el sostenimiento del colegio abolido, que el deseo de proporcionar un asilo a los fieles y beneméritos servidores de la nación, pues aunque se acordó sostener este establecimiento, a nadie puede caber duda que semejante acuerdo debía ser como fue ilusorio, en circunstancias en que las rentas presentaban un deficiente considerable, aun para cubrir los gastos más precisos del presupuesto.

Además del ejército acordado por el cuerpo legislativo hay otro de jefes y oficiales sueltos que no lo ha decretado autoridad ninguna, sino que es resultado legítimo de los desórdenes de la revolución, y tiene las pésimas circunstancias de ser demasiado costoso, enteramente inútil y sumamente perjudicial. Costoso porque cada uno de sus miembros, el que menos, vence un sueldo equivalente al de tres soldados; inútil porque no puede prestar ni presta ningún servicio, y perjudicial porque se absorbe una parte muy considerable de las rentas públicas, porque se compone de hombres sin ocupación, propensos de consiguiente a todos los vicios, y porque una parte muy considerable de ellos promueve o patrocina frecuentemente asonadas contra el gobierno con el fin de adquirir un grado, mandar un cuerpo o ver lo que se adelanta. Cuando llamamos ejército a esta multitud de oficiales, en nada exageramos, pues de ellos podrían formarse cuerpos enteros si se reuniesen todos los de su clase que se hallan dispersos en la República. De sólo los que existían en México, sin contar con los que tomaron partido en la Acordada, el gobierno formó en aquel apuro varias compañías para su defensa. Esta multitud de oficiales es una de las cosas que más embarazan actualmente al gobierno, porque no pudiendo pagarlos ni teniendo valor para despedirlos, no sabe qué hacerse de ellos. Varios medios se han propuesto para salir de tan pesada carga; pero como se busca uno que no tenga inconvenientes, no será posible encontrarlo.

En medio de tantos defectos y faltas como hemos notado en la clase militar debemos confesar en honor suyo que cuando es preciso, como en la jornada de Tampico, sabe batirse con denuedo, arrojo y valor, careciendo si es necesario hasta del vestido y sustento indispensable, sin dar la más pequeña señal de disgusto, ni mucho menos ocurrir ni remotamente a ninguno de los que la componen volver las espaldas al enemigo. Estas virtudes, cuando llega el lance, a pesar de sus faltas y defectos habituales, harán eterno honor al militar mexicano, y es sensible que una torpe y viciosa administración no haya sabido sacar de semejantes prendas el partido que debía, lejos de relajar la disciplina y corromper la subordinación militar convirtiendo al soldado en político, excitándolo a formas asonadas que pervierten su carácter y son totalmente extrañas a su profesión.

La milicia local puede considerarse también como parte de la fuerza militar de la República: la que actualmente existe fue creada y organizada por decreto de 29 de diciembre de 1827. A nada pueden compararse los perjuicios y males que ha causado esta milicia en algunos estados de la República, ella ha sido el principal elemento de las asonadas más memorables por sus desastres; ella, lejos de contribuir a la seguridad interior, no ha hecho más que alterarla de mil maneras, multiplicando los crímenes que debía perseguir y cometiéndolos ella misma repetidas veces. El error comunísimo en México de que las autoridades no se pueden hacer obedecer sin soldados, ha multiplicado por todas partes las instituciones militares bajo de diversos nombres y formas. Como los gobernadores de los estados no pueden disponer de la milicia permanente y activa, se empeñaron en que la local fuese una cosa parecida a las otras y lo consiguieron por fin. Los vecinos honrados de los lugares no podían incorporarse en semejante institución, así porque en ella entraron las personas menos apreciables por su educación y principios con quienes no se prestaron a alternar, como porque hombres acomodados y educados con alguna delicadeza ni pueden sufrir la disciplina rigurosa ni quieren exponerse a que los hagan salir violentamente a hacer servicio fuera del lugar de su residencia, con perjuicio de sus familias, negocios e intereses. De aquí es que en algunos de los estados la mayor parte de la milicia se compone de los hombres más viciosos que, lejos de proteger las propiedades individuales, las atacan con muchísima frecuencia, convirtiéndose en partidas de ladrones y asesinos de quienes los propietarios no pueden ni aun defenderse, porque por una inversión de principios enteramente opuestos a un sistema de libertad, en México no existe el derecho de portar armas en los paisanos, siendo exclusivo de la clase militar. La seguridad pues de las poblaciones y de los campos y caminos que debería estar confiada a la clase de propietarios, única que puede tener interés en el orden público, no lo está sino a los que por su miseria y ningunos medios de subsistir deben considerarse como sospechosos. Estos perniciosos resultados de la viciosa organización de la milicia local son ya bastante conocidos en México; pero han pretendido corregirse por el establecimiento de otros cuerpos semejantes del todo o con muy pocas accidentales diferencias, sin convencerse nunca que el verdadero origen del mal consiste en confiar a soldados la seguridad interior de las poblaciones. Los auxiliares, los gendarmes, los cuerpos de seguridad pública y los cívicos son una misma cosa con nombres diferentes, y no han contribuido sino muy imperfectamente a la seguridad que con ellos se ha querido procurar en los estados que para conseguirla han apelado a semejantes instituciones. Tal como es esta milicia es más tolerable que el ejército permanente que, a iguales vicios y peores elementos, añade el fuero y el no poder ser despedido con la facilidad que la otra. En México pues existe un espíritu militar pernicioso no sólo por las consideraciones expuestas, sino porque arranca de la agricultura y ocupaciones útiles una multitud de brazos que filiados entre las clases productoras y con hábitos virtuosos que fomenta la laboriosidad, podrían y deberían contribuir mucho a los progresos de la población, de la riqueza y de la moral pública. Si antes de ahora hubo algún pretexto para mantener tan crecido número de tropas por los temores de invasión española, en el día no hay ninguno que pueda justificarlo. La República debe ya volver sobre sus pasos y ahorrar caudales y desórdenes con la supresión de la mayor parte de los cuerpos militares y la abolición del fuero.

La marina mexicana que debe considerarse como parte de la fuerza armada de la República: después de sus desmedidos costos se ha reducido en el día a una total nulidad. El espíritu de serlo todo en un día y de querer igualar a las demás naciones, careciendo todavía de las disposiciones necesarias para ello, ha sido el verdadero origen de la tentativa costosa y sin fruto que se hizo para tener marina nacional; sumas considerables que no es bastante a cubrir el erario de la República se han invertido sin reportar de ella otra utilidad que la redención de la fortaleza de Ulúa. En México se creyó que podía haber armada sin marina mercante, y este error ha costado muy caro a la República; pues no teniendo número competente de personas instruidas, ni aun en la maniobra, se ha visto en necesidad de apelar a extranjeros que jamás pueden servir bien mucho menos en el mar. De los buques comprados unos se han perdido del todo y otros están para perderse, nosotros no haremos mención sino de los que actualmente existen. Después de la Independencia, el primer proyecto para buques mexicanos fue el de adquirir una fragata de cuarenta y cuatro cañones y ocho corbetas de veintiséis, compradas en 1 400 000 pesos; mas no habiendo posibilidad de erogar esta cantidad, hubo necesidad de conformarse por entonces con ocho goletas y cuatro balandras cañoneras de construcción inferior en fábrica y en calidad de maderas. Después se aumentó la marina con una fragata de cuarenta carronadas, un bergantín de veinte y otro de diez y ocho, que hasta su llegada a nuestros puertos del seno mexicano tuvieron de costo 423 245 pesos. La entrega del navío español Asia en el puerto de Monterrey ha sido una de las mayores calamidades para el erario nacional: desde luego hubo que erogar 90 000 pesos de alcances que reclamaba su tripulación, después se gastaron más de 400 000 en ponerlo en Veracruz, en donde aun sin el equipo correspondiente costó a la República sin ser útil para nada, cerca de 300 000 pesos por año; hoy está enteramente destruido. El tiempo y la experiencia han desengañado ya a la nación y al gobierno que en muchos años no podremos tener armada de ninguna clase, y que por ahora la marina mexicana debe reducirse a pequeños buques guardacostas y lanchas cañoneras con el objeto único y exclusivo de estar a la defensiva; así opina juiciosamente el ministro del ramo en su última memoria presentada a las cámaras; en ella sienta que por ahora debe reducirse la República a una marina auxiliar, cuyo gasto anual calcula en 350 000 pesos, propone no sólo la venta de los pocos buques menores existentes, consultada ya por el ministerio en 1827, sino también la de cierta clase de pertrechos navales y la de otros buques que tanto por el estado presente de las rentas públicas, como por el deterioro en que se hallan y la baja que se nota en lo personal facultativo, no pueden armarse.

La segunda de las clases privilegiadas en la población mexicana es el clero; mucho deseáramos tener que hacer el elogio de un estado enteramente indispensable en todo pueblo religioso, mas por desgracia no tendremos que decir mucho bueno de él, y por grandes que sean las consideraciones a que es acreedor el sacerdocio en un pueblo civilizado, éstas nunca han de tener cabida con ofensa de los fueros de la verdad.

El clero de México es compuesto de los obispos capitulares, curas y sacerdotes particulares. Los regulares de ambos sexos forman una sección de este mismo clero, la menos considerable por su poco o ningún influjo en el orden público y por el estado de absoluta decadencia a que ha venido de algunos años a esta parte. El número de personas regulares del sexo masculino apenas llega a mil setecientas veintiséis y el del femenino a mil novecientas quince. La decadencia del clero regular depende de varias causas que, en México, han obrado en combinación para efectuarla. La primera y principal es la tendencia general del siglo, que no ha dejado de sentirse hace muchos años en la República, de destruir todas aquellas instituciones privilegiadas que por sus hábitos y principios, su traje, modo de vivir intereses peculiares, forman pequeñas sociedades dentro de la general, y frecuentemente abrigan miras de intereses contrarios a los de ésta. Cuando una institución, sea la que fuere, llega a tener en contra el voto de la mayoría, como sucede actualmente en México con las órdenes regulares, su ruina es indefectible y se verifica por los pasos siguientes. De los incorporados en ellas, unos que son los más prudentes procuran abandonarlas y de facto se separan, otros sin estimar en nada el aprecio del público se empeñan en sostenerse contra él, y esto lejos de conducir al fin que se proponen no hace más que alejarlos de él, pues la resistencia aumenta los motivos de odiosidad y multiplica los cargos verdaderos o supuestos que se hacen contra semejantes instituciones. Por sentado que ninguna persona de mérito y que estime en algo el concepto del público, vuelve a incorporarse en un establecimiento de esta clase, que no siendo por lo mismo reemplazado por quienes aun pudieran sostener su crédito, queda reducido a un objeto de especulación mercenaria, y accesible a las últimas clases que tarde o temprano darán con él en tierra.

Algo de esto ha sucedido en México con ambos cleros, pero en grado muy superior con el regular. De los hombres de mérito que le componían han quedado ya muy pocos, siendo los que han faltado reemplazados por personas poco dignas, que por su falta de instrucción, moralidad y cultura han acabado de desacreditar las instituciones monásticas. ¿Mas por dónde empezó el descrédito de éstas?, ¿cuál fue el origen de que de ellas se retirasen los hombres de virtud y sabiduría? En Europa dependió de su número excesivo, de las riquezas que habían segregado de la circulación pública, y de otras mil causas que no es del caso enumerar; pero en México tuvo otro principio. Desde el reinado de Carlos III, en que la España y sus colonias empezaron a salir del estado de barbarie, las pretensiones de la curia romana y los vicios de la disciplina que ella había introducido en América, y se hallaban en oposición con los derechos de los pueblos, o como entonces se decía, con la regalía, empezaron a ser objeto del odio público que se aumentaba a proporción de que se discurría con más libertad: los regulares se hicieron un honor de sostener estas pretensiones, y a proporción que ellas perdían terreno, sus defensores decaían en el concepto público. Las Audiencias y sus magistrados que siempre ejercieron una superioridad decidida sobre el clero, adoptaron desde luego todas las opiniones de la Corte sobre la regalía, y recibieron positivas instrucciones para abatir al clero, especialmente al regular. El cuerpo de abogados esencialmente adicto a la magistratura entró también sin un pacto explícito en estas ideas, y como él constituía una de las clases más influyentes que existían por entonces en la República, cooperó al proyecto eficazmente y con buen éxito.

Por desgracia de los regulares, los desórdenes de sus capítulos abrieron la puerta a su abatimiento y descrédito. Un oidor con un aire de superioridad conocida los terminaba todos ejerciendo una autoridad sin límites sobre el capítulo, y reprendiendo severamente a los principales de él por desórdenes conocidos de todo el público, daba a la autoridad civil en cada lance de estos un grado de superioridad antes desconocida, y un golpe a los regulares que sobre los que antes habían llevado aumentaba progresivamente y considerablemente su descrédito. Así pasaron las cosas hasta el pronunciamiento de Dolores en que la relajación hizo progresos asombrosos, pues muchos de ellos para tomar parte en este movimiento apostaron, y convertidos en militares cometieron los mayores desórdenes, derramando sangre, violando el pudor del otro sexo y saqueando las poblaciones. Pero lo que acabó de dar en tierra con su prestigio fueron las medidas severas de represión que tomó el gobierno español, pues no sólo publicó decretos para desaforarlos mandando que fuesen juzgados militarmente, sino que estos decretos tuvieron su cumplido efecto, siendo repetidamente ejecutados, como el resto de los paisanos, los miembros de ambos cleros, sin que el cielo lanzase sus rayos para defenderlos. Desde entonces el clero regular ha ido en una decadencia asombrosa y no ha podido adquirir el aprecio que sólo podían conciliarle virtudes que no han sido comunes a la generalidad de sus miembros, pues lejos de ceñirse al ejercicio de sus funciones, han tomado una parte muy activa en todos los partidos que sucesivamente han asolado la República, y abusando de su ministerio, han tenido valor para desacreditar en el púlpito la conducta del gobierno por las reformas sobre disciplina que se proyectaban o habían aprobado ya. Es de creer que esta rama del clero, sean cuales fueren los esfuerzos que el gobierno o los de su clase hagan para sostenerla, quedará extinguida dentro de muy pocos años, pues ni la calidad y número de sus miembros que se disminuye y hace menos apreciable todos los días, ni los medios de subsistir que continuamente se agotan, ni sobre todo la opinión del público que cada día le es más desfavorable, prometen otra cosa.

Cuanto puede ser desfavorable a una institución y hacerla odiosa a los pueblos parece que de intento ha sido acumulado en la creación del clero secular de México: las rentas de que subsiste y su distribución: su educación religiosa y civil: el ejercicio de su ministerio y la pésima distribución de sus miembros sobre la faz de la República, parecen no haber sido acordadas con otro objeto que hacer ilusorio en México el prestigio y veneración natural que en todas partes tienen los ministros del culto. La renta que hace el principal papel entre las eclesiásticas es la de los diezmos, contribución ruinosísima no sólo porque se cobra sobre el total y no sobre el líquido de productos, sino porque no es reducida a los frutos espontáneos de la tierra, sino que se extiende aun a los que tienen el carácter de industriales. Como su pago estribaba menos en la exación de la ley civil que en la obligación de conciencia, y ésta ha bajado en su estimación notables grados entre los labradores, sus rendimientos disminuyen cada día más, y acaso llegará el tiempo en que no alcancen a cubrir las cargas a que ésta afecta. De esta contribución se sostiene lo que vulgarmente es conocido por clero alto, es decir, el obispo, los capitulares y el culto de las iglesias catedrales, explicándose en uno u otro obispado una cuadragésima parte a la dotación de los curas. El que una contribución tan gravosa tenga una inversión que poco o nada cede en favor del servicio eclesiástico de los pueblos, es una monstruosidad tan visible que se hizo notar aun antes de la Independencia y esto en mucha parte ha contribuido a disminuir sus rendimientos; en efecto, por importantes que se supongan los cabildos eclesiásticos y el servicio de la iglesia catedral, jamás podrán serlo en el grado que los curas ni la administración de los sacramentos, cosas ambas que se hallan enteramente desatendidas por emplear los diezmos en otras verdaderamente de lujo como son las rentas de los capitulares y las excesivas del obispo.

Es incuestionable que este funcionario es una persona necesaria, pero no lo es que deba percibir anualmente desde quince hasta ciento ochenta mil pesos, cantidades que forman el máximo y mínimo de la congrua episcopal de nuestros obispados; ni el que el territorio de muchas diócesis, siendo susceptible de una cómoda división, permanezca tan extenso como lo ha sido hasta aquí. Las funciones eclesiásticas de un obispo son demasiado importantes, pero muy pocos de los prelados de México han cumplido con ellas. Ordenar en las temporas, confirmar de tarde en tarde sin salir de su casa, y hacer lo que se llama gobierno, he aquí todas las ocupaciones de un obispo de México; pero visitar los enfermos, escribir instrucciones para los fieles, ocuparse en obras de beneficencia pública destinando a ellas una parte de sus rentas exorbitantes, y sobre todo visitar sus diócesis para cuidar de la pronta y buena administración de los sacramentos, para ministrar el de la confirmación, y para reducir o ampliar las feligresías haciendo más llevadera la carga a los infelices pueblos y a sus párrocos; he aquí lo que por lo común no han hecho y acaso no harán en muchos años los obispos mexicanos. No ha habido memoria de una visita verdaderamente apostólica en el arzobispado de México hasta la que hizo el prelado don Pedro Fonte: las de sus antecesores habían sido a los lugares principales poco necesitadas de ellas, y con un boato y ostentación menos digna de la moderación episcopal, pues más habían tenido por objeto el recibir obsequios de los párrocos y fieles que el de acudir a sus necesidades. De este descuido y abandono de los prelados en el desempeño de sus funciones proviene el que en tantos años no se hubiese dado un solo paso para hacer una más cómoda y regular distribución de feligresías; ni se haya procurado a los párrocos una dotación más cómoda y menos odiosa que la de los derechos parroquiales.

Los cabildos eclesiásticos en su situación actual no pueden ser sino muy odiosos al público: sin utilidad ninguna conocida absorben una parte muy considerable de las rentas decimales que, ya que existen, estarían mejor empleadas en la dotación de los ministros de las parroquias: compuestos por lo común de hombres ignorantes y destituidos aun del mérito del servicio eclesiástico en la administración de los sacramentos, nada existe en su favor que pueda conciliarles el respeto ni la consideración del público. Casi todos los capitulares, si se exceptúan los de oposición, han sido simónicamente electos, pues nadie ignora que deben su nombramiento a un gobierno que todo lo vendía y son públicas y sabidas las remesas de dinero que se hacían a España, como entonces se decía, para pretender: las resultas de semejantes pretensiones todos saben cuáles han sido, el llenar los cabildos de imberbes, ignorantes, sin servicios ningunos en su carrera, ni virtudes que hiciesen recomendable su conducta. Apelamos a la historia de semejantes previsiones, ella comprueba la verdad de lo que decimos, pues por una persona de servicios, virtudes y literatura son muchos los que han entrado sin otro mérito que el ser hijos de magistrados de las Audiencias., o haber tenido algún fuerte empeño en la Corte. En la última provisión que se hizo en 1831, algo se remediaron estas irregularidades; pero en el fondo, menos la simonía, quedaron siempre las mismas.

La clase de los curas o párrocos, única que hace servicios efectivos e importantes a los fieles, sería tenida en la mayor veneración y aprecio si los medios que se les han asignado para subsistir no fuesen los más a propósito para enajenarles el amor de sus feligreses. Los curatos de México, aun los más cómodos, son siempre de una extensión muy considerable, que hace penosa la administración de los sacramentos y las funciones parroquiales. Un párroco no tiene hora ninguna segura ni momento de descanso, puesto que puede ser llamado en la que menos lo piense a una distancia considerable, en medio de las lluvias más fuertes, de los rayos abrasadores del sol en la zona tórrida o de los rigores del frío, a la asistencia de un enfermo: él tiene que hacer los entierros, bautismos y casamientos, llevar las partidas de todo esto, y no puede ni aun lo que todos, es decir, descansar el día festivo en que le carga sobremanera el trabajo, por la necesidad de caminar ayuno muchas leguas para dar misa en puntos colocados a grandes distancias los unos de los otros: su comodidad y aun su salud están reñidas con sus funciones, y sobre él carga exclusivamente todo el peso del ministerio sacerdotal. Y ¿cual es la recompensa de tantas fatigas, de tan útiles y multiplicadas tareas? Una dotación mezquina en la sustancia y onerosa en el modo de hacerla efectiva, pues quien dice derechos parroquiales dice todo lo odioso que puede haber en una contribución. Los párrocos no tienen otra dotación que lo que perciben por entierros, bautismos y casamientos, todo lo demás como funciones, cofradías, misas, etc., es eventual y depende de la voluntad de los fieles con la que no se puede contar, y mucho menos en el día, por haber disminuido notablemente la afición a estas prácticas.

La más ligera reflexión basta para convencer que los derechos impuestos sobre bautismo y casamiento son muchas veces en los fieles un obstáculo insuperable para recibir el uno y contraer el otro: los jornaleros, especialmente, que apenas pueden acudir a sus necesidades más precisas y que jamás tienen ni aun el más pequeño sobrante, casi nunca se hallan en estado de satisfacer estos derechos, especialmente los de casamiento, de lo cual resulta la incontinencia pública que viene a hacerse en alguna manera disculpable por la imposibilidad real de cumplir con las condiciones, sin las cuales no se permite contraer un enlace legítimo, y en las que cada día se hace menos posible entrar. Pero los derechos más ajenos de justicia son los que han sido impuestos sobre los entierros. Cuando una miserable familia ha agotado todos sus recursos en la curación del enfermo: cuando por la muerte de ésta ha quedado en la más triste orfandad sin tener tal vez el alimento preciso ni medios ningunos de procurárselo: cuando en fin la consternación y el dolor difundidos por toda ella excitan la compasión y el deseo de auxiliarla en todo corazón sensible; el párroco no ve en tan triste situación sino un medio de lucrar y de subsistir, y ha de aumentar sus apuros y tormentos exigiendo la satisfacción de unos derechos cuyo pago tal vez se halla fuera de la esfera de lo posible. He aquí al párroco en la triste necesidad de obrar como no lo haría el hombre más destituido de compasión. Si no exige sus derechos, queda indotado e incapaz de subsistir: si los reclama, pasa por un hombre bárbaro e insensible a las miserias de la humanidad. Como estos lances se repiten con muchísima frecuencia, el descrédito progresa, el ministro pierde su prestigio, y el pueblo se acostumbra a no ver en él otra cosa que un hombre que especula sobre sus desgracias. Y ¿podrá hacerse apreciable, o más bien no hacerse odioso quien ha adquirido esta reputación? ¿Y podrán dejar de adquirirla los que se ven precisados a practicar los actos que la producen? De esta manera se recompensan las tareas más apreciables del ministerio eclesiástico, todo porque el obispo disfrute cantidades exorbitantes y los capitulares pasen una vida cómoda y regalada.

Aun cuando los derechos parroquiales no fuesen tan gravosos por las circunstancias en que se exigen, lo son y mucho para un pueblo agobiado de la miseria y que ha satisfecho ya la insoportable contribución del diezmo, pues de esta manera queda mal servido y doblemente gravado. Es también innoble y degradante para un párroco la percepción de derechos, lo primero porque parece que vende la administración de los sacramentos y prostituye las funciones sagradas de su ministerio poniéndoles el precio que no tienen: lo segundo porque en los ajustes que se hacen por todas estas funciones, pues nunca se cumple ni es posible cumplir el arancel, jamás dejan de escaparse al párroco ciertos movimientos que son o se interpretan de avaricia, y este vicio jamás podrá dar crédito a los ministros de las feligresías. De lo expuesto resulta que los medios de subsistir que se han asignado a los párrocos son los más a propósito para enajenarles la voluntad de los feligreses, y esto es tan cierto que muy pocas o ningunas poblaciones están contentas con su cura, aunque éste, como es frecuente, sea una persona apreciable y generalmente reconocida por tal.

Hay también en México un número considerable de clérigos particulares que no están adictos a servicio ninguno eclesiástico, y son conocidos bajo el nombre de capellanes, porque subsisten o deben subsistir del rédito de unas fundaciones mezquinas que se llaman capellanías. En los tiempos que precedieron a la revolución que empezó en 1810 no había persona acomodada que en vida o al hacer su disposición testamentaria no consignase una parte de su caudal a esta clase de fundaciones, pero jamás ellas han sido bastantes a proveer a la subsistencia decorosa de un eclesiástico: tres mil pesos que dan un rédito anual de ciento y cincuenta no son para ocurrir ni a las primeras y más indispensables necesidades del más triste jornalero; sin embargo se ha pretendido sean congrua bastante para sostener a un miembro de la clase media en la sociedad, pues éste es el lugar que en ella ocupa un eclesiástico particular. Estas pequeñas capellanías se multiplicaron hasta un grado que parece increíble, pues constituyen la parte principal de las obras pías, cuyos capitales, por el cálculo más bajo, ascendían en el año de 1804 a ochenta millones de pesos, de los cuales se había formado en los juzgados de capellanías de las mitras una especie de banco de avío que contribuyó mucho a fomentar la agricultura y la prosperidad interior del país. La consolidación, una de las operaciones financieras más ruinosas del ministerio español, no sólo acabó con una parte de los capitales, sino que destruyó para siempre esta fuente de recursos creadores de grandes, útiles y productivas empresas. A pesar de hallarse perdidos estos capitales, a pesar de ser imposible la solución de sus réditos, el empeño de hacerse clérigo y ocupar el lugar que a esta clase correspondía en la sociedad, hizo que muchos fuesen recibidos y abrazasen este estado, y después por su miseria y la prohibición de ocuparse en cosas que podrían haberles proporcionado una subsistencia decorosa, se hiciesen a sí mismos despreciables e igualmente la clase a que pertenecían.

Aunque el clero mexicano se halla muy lejos de ser abundante, él bastaría para las necesidades religiosas del pueblo si su distribución no fuese tan viciosa e imperfecta: en las grandes ciudades hay una acumulación considerable de ministros que no son útiles para nada, y en la campaña se advierte una escasez notable de ellos, de lo que resulta que la instrucción religiosa y la administración de los sacramentos se hallan en el último abandono. Si se hiciesen cesar todos los beneficios simples, y se aplicasen sus capitales a la dotación de las parroquias, si nadie se admitiese a órdenes sino con la condición previa de servir en alguna de ellas, ni habría esa acumulación que ahora es inevitable en las capitales, ni existiría la necesidad de sostener los odiosos derechos que hoy forman la dotación de los párrocos, ni se dejaría sentir la falta notable de eclesiásticos para la administración de los sacramentos. Se ocurriría también a la dotación de las parroquias disminuyendo, como es de rigurosa justicia, las rentas de los obispos hasta dejarlas en seis u ocho mil pesos, y las de los capitulares desde dos hasta tres mil, y aplicando el resto a la dotación de ministros en las feligresías. Esta medida es enteramente conforme al buen servicio espiritual y al actual orden de cosas establecido en la República Mexicana: por elevada que se suponga la dignidad de un obispo, jamás podrá ni deberá igualar a la del presidente de la República, y a lo más y concediendo mucho, deberá considerarse del mismo rango que la de los secretarios del despacho que sólo disfrutan seis mil pesos de asignación con los cuales han podido hasta ahora sostener el primero y más principal lugar entre todos los órdenes del Estado. Convendrá también mucho que ya no todos, a lo menos los que están dedicados al servicio de las parroquias, fuesen exonerados de las funciones de miembros del cuerpo legislativo, pues de esta manera ni sería tan frecuente el abandono que de sus iglesias hacen los párrocos, ni las pretensiones siempre odiosas del clero perturbarían la marcha de los cuerpos deliberantes, en las saludables y ya indispensables reformas que demanda imperiosamente la situación actual del clero mexicano.

Entre las cosas que contribuyen a hacer odiosa esta clase no es una de las menores el fuero que les está concedido por la Constitución. Esta exención que ya en el día ha rebajado muchos grados de lo que fue, es sin embargo un motivo de aversión en un siglo que tiende irresistiblemente a la abolición de todo género de privilegios: cualesquiera que sean las utilidades del eclesiástico, es evidente que por su naturaleza está sujeto a todos los inconvenientes de los fueros, es decir de formar clases con intereses particulares que el espíritu de cuerpo hace sean preferidos a los generales de la nación; el de fomentar hasta cierto punto la impunidad en los delitos y el de coartar la libertad de opinar a los que componen la clase privilegiada, puesto que se les imputa a delito no ya el combatir sino el no sostener las pretensiones de su clase. Demasiados ejemplos hay en el mundo, y no faltan en México, de la frecuencia con que el espíritu de cuerpo hace que las clases privilegiadas no sólo disimulen las faltas y delitos de sus miembros, sino aun de que los sostengan contra cualquiera que pretenda castigarlos: esto se entiende si el delincuente ha sido fiel a los intereses de su clase, pues en caso contrario, los mayores enemigos son sus hermanos que le espían la menor falta o se la suponen, y entonces con el más leve pretexto descargan sobre él todo el peso de sus venganzas. Si no militaran otros inconvenientes contra los fueros y privilegios, éstos serían bastantes para suprimirlos, mas la República Mexicana ha de luchar todavía algún tiempo con ellos, y no logrará su derogación sino por un procedimiento dictatorial o en el seno de una paz durable y de una tranquilidad interior sólidamente establecida.

Los principales motivos de odiosidad contra el clero son los que llevamos expuestos, y a ellos más que a un principio de irreligiosidad, como pretenden persuadir los eclesiásticos, es a lo que se debe la prodigiosa decadencia de su influjo en el orden social. En México este influjo era debido más al carácter respetable de las funciones sacerdotales que a la sabiduría ni riqueza del clero, pues ambas cosas han faltado siempre al de este país.

En los primeros días de la conquista, cuando las atrocidades y violencias de todo género descargaban sin piedad sobre el infeliz indio esclavizado; el clero, movido por principios de religión y filantropía que le harán eterno honor, fue el único que con valor verdaderamente heroico se atrevió a levantar la voz y a reprender los excesos y atentados de los dioses de la tierra. Desde luego tomó a su cargo la causa del oprimido, y trabajó con una perseverancia de que hay pocos ejemplos en aliviar su suerte desgraciada. Los reyes de España, deseosos de hacer cesar las calamidades que la avaricia de los conquistadores hacía sufrir a los nuevos conquistados, no sólo acogieron benignamente las representaciones del clero sino que, bien convencidos de que esta clase era la única por entonces de que se podía tener confianza que obraría con empeño y desinterés en favor de los indios, por ser sinceramente adicta a los principios del cristianismo y de la humanidad, concedieron, a lo menos tácitamente, a los eclesiásticos una especie de derecho, en ejercicio del cual se oponían con mucha frecuencia y aun frustraban ciertas medidas opresivas de los gobernantes. Como por otra parte no hay cosa que más concilie el aprecio y veneración del pueblo que el socorro que se acuerda al necesitado, y la protección que se presta al desvalido, la sanción popular vino a confirmar el influjo del clero sobre la autoridad civil que ya había aprobado tácitamente el consentimiento de los reyes. Las primeras impresiones de un pueblo en favor de ciertas clases de las cuales ha recibido servicios importantes, tarde y difícilmente se borran; ellas se transmiten de generación en generación y subsisten aun después de haber faltado aquello a que debieron su existencia, siendo necesarios muy poderosos motivos para que cesen.

Así ha sucedido con el clero mexicano, su influjo muy útil al principio, empezó a dejar de serlo luego que variaron las circunstancias, es decir luego que el gobierno de las colonias empezó a adquirir alguna regularidad: entonces comenzó a ser perjudicial, pues no teniendo ya el objeto noble que lo había creado, se quiso ejercer sin necesidad, fuera de propósito, y sólo para lisonjear el orgullo de los que se creían con derecho para disfrutarlo: en este estado fue ya un mal político de los más graves, y el gobierno civil se vio en la necesidad de contrariarlo para que no fuese una rémora de sus providencias ni entorpeciese su acción; mas como obraba en su favor la opinión del público, y la posesión que es el título más popular y reconocido de todos se mantuvo a pesar de las providencias dictadas para hacerlo desaparecer, no fue decayendo sino por pasos muy lentos y de un modo casi insensible, hasta que la revolución mental que se ha obrado de cincuenta años a esta parte lo redujo al estado en que actualmente se halla.

Al impulso que se dio con ella a los adelantos políticos del pueblo mexicano, excitando en él el sentimiento de sus injurias que produjo su emancipación política, ha sucedido naturalmente el esfuerzo para sacudir el yugo de la tiranía religiosa. La decadencia de ésta ha sido indudablemente grande, pues ni sombra es ya de lo que fue en otro tiempo, y si el poder del clero, como no puede dudarse, sigue disminuyendo en lo sucesivo tan notablemente como hasta aquí, nada hay que recelar de su influjo, pues a pesar de la aparente devoción que hemos visto en estos últimos días, ocurren diariamente circunstancias que indican del modo más claro su declinación, y persuaden que no es el clero por sí mismo una potencia capaz de inspirar temor alguno a los deseosos de la felicidad de México.

La encíclica del papa León XII que hirió, en el punto más vivo y delicado, el amor propio de los mexicanos, provocó una discusión que hizo perder mucho terreno a Roma y al clero de México, pues las duras verdades que con este motivo se dijeron sin riesgo les atrajo un universal desconcepto. El arreglo del patronato ha ofrecido tema de amplia discusión, en la que se han asentado principios libres y se han vertido con intrepidez opiniones que jamás podrán ser ya retractadas, y que han obrado profundamente en lo mas íntimo del corazón mexicano. Si a todo esto se añade la libertad de leer y tener libros, la de discutir por la prensa y en conversaciones privadas los males que producen los abusos cuyo principio existe en el poder e influjo del clero, lo que hablan a la razón, al corazón y a la imaginación, las representaciones dramáticas que tienen por materia estos abusos y han sido no sólo toleradas sino aplaudidas con entusiasmo, no podremos desconocer cuántos son los adelantos y progresos que se han hecho en un país en que hace muy pocos años la discusión de semejantes materias habría sido reprimida por un mandamiento espiritual y enfrenada la resistencia por la aparición de un alguacil del Santo Oficio.

Mas no por esto debe entenderse que ha caído enteramente el poder e influjo del clero, y que su imperio no se deja ya sentir: la obra, lejos de estar concluida se halla todavía en sus principios. La intolerancia existe todavía de derecho, y el gobierno o los partidos que aspiran al triunfo no dejan de asirse, aunque momentáneamente, de esta aldaba. Es preciso, para la estabilidad de una reforma, que sea gradual y caracterizada por revoluciones mentales que se extiendan a toda la sociedad, y modifiquen no sólo las opiniones de determinadas personas, sino las de toda la masa del pueblo. De la superstición se pasa a la incredulidad, de donde se retrocede al fanatismo que hace olvidar sus horrores cuando se acaba de salir de los de la irreligión. Este orden de operaciones, que desde los tiempos más remotos ha caracterizado todas las revoluciones, es el que se observa en México. Sin conocimiento de causa se adoptaron como puntos religiosos todos los abusos del clero y las pretensiones de Roma, y con la misma falta de conocimiento se desecharon como abusos los principios más sagrados de la religión y de la moral. De aquí es que algunos de los reformadores no lo han sido de buena fe, y sus miras no se han dirigido sino a la destrucción total del cristianismo; posteriormente se ha hecho una reacción muy violenta por la impostura sacerdotal, y aún se está lejos de venir a parar en el justo medio, a pesar de ser ya muchos los que por esta senda caminan, deseosos de poner término así al libertinaje e incredulidad como al fanatismo y superstición.

He aquí los adelantos que en este punto ha tenido la República Mexicana, grandes bajo un aspecto, y reducidos bajo otro. La palabra mejora es un término relativo, y si se pudiera dar una idea adecuada de la anterior degradación de las colonias españolas y de su abyecta sumisión a la autoridad del clero, la sorpresa que ha producido el nuevo orden de cosas sería el sentimiento que debería excitarse en los que filosóficamente observan estos desarrollos, aunque cortos, del vigor mental. Si el país hubiera estado constantemente pacífico, y si los partidos no hubiesen procurado buscarse apoyo en una clase que a nadie se lo presta de buena fe, y que jamás pierde de vista sus intereses, la reforma del clero se hallaría mucho más adelantada; los jefes y las personas influyentes de todos los partidos han estado siempre por ella, y la prueba más decisiva que en esto puede darse es que todos la han promovido cuando han llegado a dominar; pero estos bienes reales se han sacrificado a mezquinos intereses de ambición y de venganzas privadas, y el clero no se ha descuidado en aprovechar estas ocasiones que se le han presentado para ofrecer su apoyo a cada uno de los partidos beligerantes, no siendo raro el caso de hacer estos ofrecimientos al mismo tiempo a los dos para quedar bien puesto con cualquiera que de ellos triunfe.

Éstas son las clases privilegiadas de la República, y nos hemos detenido en pintarlas y caracterizarlas para que se haga sensible que la mayor parte de los males del país tienen su origen en ellas, y no se corregirán sino con su total abolición. Ninguna nación culta ni religiosa puede existir sin clero ni milicia pero son muchas, y casi todas, las que han abolido los fueros y privilegios, y han hecho que los clérigos y militares no formen clases separadas del resto de la sociedad, ni tengan otro influjo en el orden público que el que corresponde personalmente a sus miembros en razón de ciudadanos. Si las clases han llegado a hacerse apreciables en algunas naciones de Europa, esto lo han debido a sus virtudes sociales, a su sabiduría y a su riqueza: no al reclamo de privilegios onerosos que hoy no existen, y que si fueron sufribles, supuestas las expresadas calidades, se hacen insoportables cuando de ellas carecen los que los disfrutan. En Inglaterra el pueblo ha estado antes muy dispuesto a tener por la nobleza todas las consideraciones anexas a su clase, no porque la ley lo mandaba sino porque en ella veía sus protectores, los amigos de su libertad, y los promovedores de sus intereses; nada pues tenía de extraño que tributasen a esta clase, sin que ella se haya hecho odiosa por solicitarlo, todas las distinciones que la ley le acordaba, y hubieran sido ilusorias si no hubiesen estado apoyadas en el verdadero mérito. En México, donde las clases no causan sino perjuicios, donde carecen del mérito y virtudes que poseen el resto de los ciudadanos, y donde tienen el arrojo de reclamar a la nación unos privilegios, sin base, sin utilidad y sin objeto, no podrán ni deberán ser duraderas, su existencia será precaria, y vendrán por fin a ser abolidas cualesquiera que sean los esfuerzos que sus miembros o el gobierno hagan o puedan hacer en lo sucesivo para sostenerlas.

El carácter de los mexicanos y sus virtudes no deben pues buscarse, como lo han hecho muchos extranjeros, en las clases privilegiadas, sino en la masa de los ciudadanos; en aquéllas, a pesar de los defectos inseparables de su viciosa constitución, no dejan de abundar los hombres de mérito, como lo haremos ver en el discurso de esta obra; pero las virtudes, la literatura, los talentos, la laboriosidad y cuanto puede hacer recomendable a un pueblo, se halla en México en la masa de la nación, de la cual son una fracción pequeñísima las clases de que hemos hecho mención.

Aunque la civilización del pueblo mexicano, absolutamente considerada, no se puede llamar perfecta, sus adelantos han sido sin embargo en una escala asombrosa de progresión. Hace veinte años que la rusticidad, el encogimiento y la torpeza para discurrir y explicarse sobre los asuntos que prestan materia al trato social eran el patrimonio de los mexicanos, si se exceptúan muy pocos educados en las grandes ciudades. Las artes de gusto y ornato, la delicadeza y finura de modales y ciertos conocimientos indispensables para amenizar y hacer agradable el trato familiar eran enteramente extraños y desconocidos en la sociedad mexicana. Los principios e ideas elementales de las ciencias, las artes y profesiones, se han hecho ya demasiado comunes. Se tienen ideas más exactas y noticias más extensas de la situación, producciones, intereses, recursos y sistema político de las naciones del globo de que antes se ignoraban aun los nombres. Estos conocimientos, reducidos anteriormente a un círculo muy estrecho de personas que hacían profesión de literatos, son ya comunes a todas las clases de la sociedad, si se exceptúa la ínfima compuesta de jornaleros. La afición a la lectura ha dado estos benéficos resultados. Multitud de romances e historietas difundidas por toda la República y leídas con avidez, no sólo han ennoblecido y dado un carácter de finura a todas las pasiones del corazón mexicano, sino que han propagado innumerables noticias de todos los ramos del saber que se tocan en ellos y excitan la curiosidad de los lectores. El entendimiento, la imaginación, el corazón y el lenguaje se han enriquecido con semejante lectura, aumentándose considerablemente el caudal de ideas, imágenes y sentimientos que forman la base de la civilización y cultura del pueblo mexicano. No tienen poca parte en estos progresos los teatros que se han establecido en las grandes y medianas poblaciones de la República, y el gusto que se ha difundido por las representaciones dramáticas: estas escuelas prácticas de moral, de introducción y de gusto, más o menos perfectas, van planteándose sucesivamente y descubriendo un nuevo mundo para el público mexicano, y su influjo se deja ya sentir en todos los lugares en que se hallan establecidas: tiernos y nobles sentimientos, acciones heroicas, moderación y finura en los modales y cultura en la expresión, son ya resultados muy visibles en todos aquellos lugares de la República en que ha existido un mediano teatro.

La inteligencia y uso de los idiomas cultos de la Europa, lo mismo que el gusto y conocimiento por su literatura clásica, son ya demasiado comunes en México: antes de la Independencia pocos entendían y menos hablaban el francés, en el día es un ramo necesario de educación; y muy pocos o ningunos de los que constituyen la generación que va reemplazando a la actual dejarán de poseer este idioma, el inglés y el italiano; pues aunque los dos últimos no ofrecen el interés ni la facilidad que el primero, están ya bastante generalizados, y lo serán notablemente más en lo sucesivo. La posesión de tales conductores ha abierto en México la puerta al conocimiento y gusto para la literatura clásica: de todos son conocidas en el día las obras más célebres escritas en estos idiomas, como lo manifiesta el deseo que por leerlas y tenerlas se advierte en el común en los mexicanos y hemos hecho notar en otra parte.

Pero en lo que son más notables los progresos de la civilización mexicana es en la sociabilidad o en aquello que hace y constituye los atractivos del trato social: el bello sexo, los trajes, las concurrencias, los paseos, las diversiones y los placeres de la mesa mexicana han sufrido cambios totales o hecho considerables progresos.

El bello sexo en México no es digno de los rasgos con que pretenden caracterizarlo algunos extranjeros que no lo han conocido sino por una u otra dama que han tratado con alguna inmediación, y cuya falta de decoro, provenida de una ignorancia indiscreta, no puede ni debe perjudicar a la reputación de las demás. En las ciudades grandes de la República, como en todas las del mundo, hay ciertas damas de la primera distinción que no pueden vivir sino de las adoraciones que reciben y de los perfumes que se queman en sus altares: en nada estiman su reputación si logran los obsequios de aquellas personas que verdadera o equivocadamente juzgan superiores a los demás. La prevención que existía en México hace pocos años a favor de los extranjeros, y la falta de conocimiento que por entonces tenía el bello sexo, fue la causa de que solicitasen algunas damas sencillamente los obsequios de aquellos que, perteneciendo a las ínfimas clases en su país, tuvieron primero la villanía de afectar una importancia social que no tenían, y posteriormente la de desacreditar no sólo a éstas, sino a todas las de su sexo en Europa, suponiendo ser comunes las faltas que no caracterizaban sino a muy pocas. Los amargos desengaños que han proporcionado estas burlas, y los conocimientos adquiridos posteriormente de que cuantos han venido y vienen a México con muy pocas excepciones son de las clases más humildes de Europa o de las muy inmediatas a ellas, han hecho más cautas aun a las coquetas mexicanas inclinándolas a desconfiar de todo extranjero y a verlo con indiferencia. Por lo demás el bello sexo en México en las clases superiores si no es un modelo acabado y perfecto de todas las virtudes domésticas, no lo es ciertamente del vicio, y sin duda es uno de los elementos que derrama todo género de atractivo sobre la sociedad mexicana: sus modales dulces, suaves, comedidos y atractivos: lo elegante de sus trajes: el gusto en la elección de sus adornos: la gallardía de su talle y lo hermoso de sus formas, dan un interés considerable a todas las concurrencias públicas y privadas. Si aún se advierte alguna frivolidad en la conversación de las damas, y en algunas un cierto aire desdeñoso que las hace fastidiosas, esto es porque los hábitos de una mala educación no se borran sino con suma dificultad, y la de nuestras damas fue tan descuidada en la parte mental como mal dirigida en la que mira a las relaciones con el otro sexo, pues nada se omitió para inculcarla como un principio de decoro el desdén, que no merece otro nombre que el de desatención y falta de urbanidad: estas faltas sin embargo se hallan muy remediadas en la actual generación, y serán del todo precavidas en la que se va formando, pues la educación actual de las niñas es más esmerada y bien dirigida.

Nada había menos atendido bajo el sistema colonial que la educación del bello sexo, pues se hallaba reducida a lo preciso para poder desempeñar las obligaciones domésticas: la cultura del entendimiento y las artes de agrado y ornato, si se exceptúa lo perteneciente al traje, se reputaban no sólo impropias del sexo sino contrarias a lo que entonces se llamaba modestia: así es que la música, el dibujo y la lectura hasta fines del siglo pasado eran enteramente desconocidas a la mayor parte de las damas, reputándose por un fenómeno el que alguna supiese las cuatro reglas de aritmética, tuviese tal cual conocimiento de geografía, pulsase con alguna destreza las teclas de un piano. Las mexicanas pues no podían ser apreciadas ni apetecido su trato sino en cuanto prestaban pábulo a los devaneos amorosos, y eran sólo consideradas como objeto de galanteo. La corrupción de costumbres no podía menos de hacer notables progresos bajo tan errado sistema: las damas por su ignorancia y por la frivolidad de su carácter valían realmente muy poco, y estimándose en lo que eran se entregaban con suma facilidad a cualquiera, y bajo todos aspectos fomentaban la inmoralidad del país sin poder dar nunca a los hombres los placeres que la virtud, el decoro, el recato y un entendimiento medianamente cultivado hacen tan delicioso el trato del bello sexo en los países civilizados. Aunque esta pintura de lo que eran nuestras mujeres en épocas anteriores nada tienen de exagerado, sería una calumnia querer dar por ella a conocer las del día: las mejoras de su educación han tenido resultados muy favorables a la moralidad pública y han ministrado nuevos, más sólidos y puros atractivos a la sociabilidad mexicana. Ya las damas no se hacen apreciables precisamente por los atractivos fugaces de su hermosura, sino por la cultura de su entendimiento, las prendas de su corazón y el ornato exterior de sus habilidades: ya no están expuestas a ser el ludibrio e irrisión de la sociedad luego que los años o algún accidente inopinado marchita las rosas de sus mejillas, puesto que ya no son precisamente un puro objeto de galanteo sino de sólida y verdadera amistad: como que ya pueden proporcionarse otros goces que los de los devaneos amorosos, su vejez no estará cargada de aquel tedio que produce siempre la pérdida de los placeres que han sido únicos y la desesperación que causa la imposibilidad de proporcionarse otros. En el día, la música, el dibujo, la lectura y las amistades que sobreviven a las gracias de la juventud y a la pérdida de la hermosura son para la edad avanzada de nuestras damas una fuente inagotable de placeres, y si aún se dejan sentir algo los tristes resultados de una educación viciosa, es seguro que no pasarán de la generación presente, y que las virtudes propias del bello sexo ya muy adelantadas en México recibirán su complemento en la futura.

El gusto por la música instrumental y vocal es una de las cosas más generalmente difundidas entre nuestras damas; son en el día no sólo conocidas sino ejecutadas con maestría y perfección en el piano las piezas más hermosas y difíciles de Rossini, Mozart, Bellini y otros célebres compositores: no hay casa de una esfera mediana que no posea un piano en que son ejecutadas todas sus piezas por las niñas de la familia; y no hay concurrencia en que la emulación y el deseo de los aplausos deje de dar un poderoso impulso a los adelantos en este ramo. La afición al dibujo y al estudio de las lenguas no es todavía tan general en las mexicanas; no obstante se han hecho progresos que admiran, atendido el sistema de educación que precedió a la Independencia: de los conocimientos en el dibujo depende la perfección de ciertos ejercicios mujeriles, como el bordado, los tejidos de chaquira y otros que han recibido y todavía recibirán notables mejoras por el conocimiento del diseño. Menos generalizado está el estudio y conocimiento de los idiomas cultos de Europa, y esto proviene de que aunque progresa la afición a la lectura todavía no se tiene como una ocupación necesaria e indispensable entre las mexicanas; sin embargo el curso siempre creciente de la civilización va dirigiendo las cosas allá, y sus resultados no serán muy tardíos ni se harán esperar mucho.

El traje es algo más importante de lo que aparece a primera vista, y tiene un influjo más poderoso del que vulgarmente se cree en la dignidad del hombre. Quien no puede presentarse con una decencia mediana, quien no puede cubrir su cuerpo sino con harapos, en el orden común y regular jamás será visto de los demás con aprecio y consideración, y nadie que no sea apreciado puede estimarse en algo: asimismo no hay cosa más propia para humillar al hombre que el desprecio de sus semejantes, y un hombre abatido está muy próximo a entregarse a todos los vicios. Véase pues el influjo que tiene el traje sobre la moralidad. Los trajes más elegantes, ricos y vistosos de las naciones de Europa son en el día comunes en México a pesar de la pobreza que es consecuencia necesaria de un estado de revolución permanente. Los niños de ambos sexos son vestidos y adornados con una gracia, esmero y cuidado desconocido antes en la República, entrando de esta manera a la parte en todo lo que hace grato y da interés al trato social, pues desplegan sus gracias naturales considerablemente realzadas por la elegancia exterior de sus adornos. Las personas del primer rango se presentan en público con todo el lujo y ornato que es de costumbre en los países más civilizados: mas como la posibilidad de poseer un número considerable de trajes para poderlos variar con frecuencia, y presentarse de diverso modo en cada concurrencia, es mucho menor en México en razón de no estar todavía fijado el rango de las familias y ocupar el primero muchas que son de muy escasa fortuna, las concurrencias públicas no son tan numerosas y frecuentes como debería esperarse y sería de desear. Las más comunes son las de los paseos, los teatros y algunas otras periódicas que son peculiares a cada una de las poblaciones considerables de la República; estas últimas que por lo general tienen el carácter de partidas de campo no hacen más que cubrir el vicio abominable del juego tan común y frecuente en todas las clases de la sociedad, y que tan poco honor hace al carácter mexicano. Lo menos que en ellas se procura son los goces puros e inocentes que proporciona la estación, realzados con los atractivos de una concurrencia vistosa, amena y divertida, muy pocos son los que van con este objeto a semejantes partidas: la vil pasión de la avaricia que estimula la del juego es el origen de estas fiestas campestres: los naipes y las peleas de gallos en que muchas veces se aventuran no sólo caudales de consideración sino hasta la subsistencia de las familias, son el agente principal de ellas. El que busque sin embargo los placeres de la sociabilidad no dejará de encontrarlos, pues aunque no son los principalmente intentados, lejos de escasear se hallan en abundancia en semejantes diversiones; bailes, músicas, paseos, todo es agradable en ellos por las personas que concurren a formarlas, que siempre son lo principal de la población, y por el lugar en que se verifican, que por lo común es alguno de los inmediatos a la ciudad, eligiéndose siempre el más ameno, que en más alto grado reúne las delicias de la campaña, por su forma, localidad y producciones. Las Pascuas son las que se dedican de preferencia a esta clase de diversiones, cosa muy chocante por cierto en un pueblo religioso, pues las principales festividades consagradas por la religión se emplean en el ejercicio de los vicios más destructores, contrarios no sólo a la moral pública, sino aun a la delicadeza y decoro de cualquier pueblo que aspire a ocupar un lugar entre las naciones morigeradas.

El juego es también el alma de las tertulias privadas de las ciudades y pequeñas poblaciones que, aunque muy adelantadas bajo otro aspecto, se hallan muy atrasadas bajo éste. Tal vicio, proscripto en todas las reuniones cultas de Europa y que imprime una marca de infamia en las personas sujetas a él, no deshonra a nadie en México, mientras no lo arruine del todo: además de las casas de juego que son muchas en toda la extensión de la República, las tertulias privadas se alimentan todavía en mucha parte de la propensión irresistible en los mexicanos a esta detestable pasión. Los asuntos que pueden dar otro interés a semejantes concurrencias van reemplazando a esta pasión, pero de un modo muy lento, y han de pasar todavía muchos años antes que se verifique sobre esto un cambio considerable en la sociedad mexicana, pues desde las clases más ínfimas hasta las más elevadas, en todo sexo y edad, el juego es una pasión universal que entra como un elemento necesario en todo género de diversiones.

Los paseos públicos no tienen el interés ni presentan el atractivo que en otras naciones: las damas mexicanas no se presentan en ellos sino encastilladas en sus coches de que hasta hoy no ha sido posible desalojarlas: estos carruajes introducidos en el centro de los paseos descomponen las calles que los forman, interrumpen el paso, forman fango o levantan polvo, e impiden la principal diversión que consiste en la concurrencia de ambos sexos, pues las damas que tienen carruaje hacen punto de no salir de él, y las que no lo disfrutan tienen a menos el presentarse sin él en los paseos. De aquí es que en ellos no se encuentran damas de la primera ni de la clase media, sino mujeres de la ínfima, cosa que disminuye notablemente el interés de la diversión en los que los frecuentan. En esto sin embargo se advierten considerablemente mejoras, pues se va cediendo poco a poco de los antiguos usos y preocupaciones: ya no se desdeñan de descender de sus carruajes algunas de las que los tienen, ni de concurrir a los paseos las que carecen de ellos. Además, la baratura de los efectos de Europa ha hecho que hasta las menos acomodadas, y aun las de la ínfima clase, se presenten en los paseos vestidas con decencia, gusto y limpieza, y contribuyan a hermosearlos no sólo por la decencia de sus trajes sino por la mayor finura, decoro y regularidad de sus modales. En este punto la sociedad mexicana, considerada en ambos sexos, es muy superior a lo que fue antes de la Independencia, pues ya no se ven aquellos vestidos toscos, sucios y andrajosos que marcaban de un modo muy claro la diferencia entre las superiores e ínfimas clases, imprimiendo en éstas de un modo indeleble el sello de la degradación y abatimiento que trae consigo la distinción de clases cuando ésta se extiende hasta los trajes.

Si del ornato de las personas se pasa al de las habitaciones no podrá desconocerse la inmensa diferencia que existe entre México, colonia española, y México, nación independiente. Los tapices, las alfombras, las lunas, las arañas, los floreros, los relojes, las estampas, las pinturas y los muebles preciosos, cosas todas casi desconocidas, y de muy poco uso antes de la Independencia, son muy comunes en el día, y la afición a ellos ha progresado en razón de la baja de sus precios. Por desaliñada que se halle actualmente cualquier casa es muy superior a las de su clase en 182O, y las necesidades de Europa desde esta época han pasado el océano y se han ido fijando en México sucesivamente y por grados. Si ellas siguen la misma escala de progresión y si los medios de pagar estos artículos importados no disminuyen, México dentro de muy pocos años será una nación enteramente europea, como la de los Estados Unidos del Norte. No es posible todavía afirmar ni aún con probabilidad el grado de influencia que podrán tener sobre los hábitos sociales, que aún se están formando en México, los diversos usos de los pueblos con los cuales ha entrado en relaciones y que son, por decirlo así, otros tantos modelos propuestos a su imitación. Por sentado que los hábitos, usos y costumbres españolas, así por la falta de comunicaciones como por la prevención casi general que existe contra la metrópoli, van desapareciendo rápidamente de la faz de la República. En México nadie se acuerda de España sino para despreciarla, y este menosprecio aunque efecto de las preocupaciones es un síntoma seguro de la poca o ninguna disposición que hay para imitar nada de lo que de allá pudiera venir. Aunque el fondo del carácter mexicano es todo español, pues no ha podido ser otra cosa, los motivos mutuos de encono que por espacio de veinte años se han fomentado entre ambos pueblos por la bárbara y prolongada lucha de Independencia, ha hecho que los mexicanos en nada manifiesten más empeño que en renunciar a todo lo que es español, pues no se reputan bastantemente independientes si después de haber sacudido el yugo político se hallan sujetos al de los usos y costumbres de su antigua metrópoli. Esta aversión ha contribuido en México como en otros tiempos en Holanda a cambiar en pocos años la faz de la República, y ella tendrá por término final el borrar hasta los últimos rasgos del carácter español, si como es de creer el gabinete de Madrid difiere todavía por muchos años el reconocimiento de la Independencia, pues la incomunicación que se prolongará hasta entonces y se hará más rigurosa, lo mismo que la odiosidad aumentada muy notablemente por esta resistencia, darán naturalmente este resultado, ganando entre tanto terreno la Francia e Inglaterra sobre la sociedad mexicana por la introducción de sus usos y costumbres.

En efecto, entre todas las naciones que han entrado en relaciones con la República, estas dos son y serán las únicas que se disputarán el influjo de que se trata, pues por su posición y riqueza, por su poder y por sus progresos en la civilización, alejarán o harán casi nula la competencia de las otras. En los primeros años después de la Independencia, la Inglaterra dio el tono a la sociedad mexicana: los trajes, las modas, los muebles, las comidas, las tertulias, todo, todo era por entonces a la inglesa, aun las costumbres, a pesar de ser tan diversas de las del pueblo británico, empezaban a modelarse por ellas. Pero empezaron a introducirse los franceses, y como sus hábitos y modas están más en conformidad con los antiguos de México, desde luego fueron preferidos a los primeros que apenas empezaban a crearse. Desde entones las modas y usos franceses han dado el tono a la sociedad mexicana que estaba muy dispuesta a recibirlos, por la conformidad con los que había cimentado la educación dada por los españoles que en ésta, como en todas materias, reciben cuanto les viene del otro lado de las Pirineos. Sin embargo, como de Francia e Inglaterra los primeros días no se habían presentado en México sino pocas personas de un mérito conocido, y por el contrario no escaseaban los aventureros, que como deshecho de las revoluciones de muchos años han producido aquellas naciones ilustres: como la conducta de semejantes personas no había podido hacerlas recomendables bajo de ningún aspecto, pues sus defectos eran conocidos, y su falta de cultura y comedimiento era demasiado visible, no fueron desde luego admitidos en el trato social en México ni recibidos en las concurrencias de algún tono. No ha sucedido después lo mismo; cuando las relaciones entre Francia y México fueron menos equívocas, los franceses posteriormente llegados recobraron el aprecio que habían perdido, y en él entraron a la parte con los ingleses y alemanes, pues aunque el aprecio que de los extranjeros se hizo al principio ha disminuido notablemente, desde que se llegó a entender que no eran en su país lo que pretendieron persuadir, todavía su conducta más arreglada, sus riquezas y la moderación y decoro de su trato y porte hizo que fuesen en todas partes recibidos con aprecio: esto y los enlaces que han contraído en el país con algunas familias de distinción ha hecho que adquieran y conserven algún influjo en el trato social.

De este concurso de circunstancias ha resultado que la sociedad mexicana todavía en embrión no presente hasta ahora sino una confusa mezcla de hábitos, usos y costumbres de la metrópoli, Francia e Inglaterra dominando en ciertas líneas los de una nación, y en otras los de otra, sin que hasta ahora pueda decirse han sido totalmente nacionalizados los de ninguna, pues con la misma facilidad se adoptan y desechan alternativamente los de todas. Parece sin embargo cierto no tardarán en adquirir fuerza y consistencia, y según todas las probabilidades la Francia vendrá por fin a dar el tono en México sirviendo de modelo a su sociedad. En cuanto a esto no podemos menos de lamentar la suerte de nuestra patria que va perder mucho en sus costumbres: los hábitos sociales franceses son demasiado libres y presentan mil caminos al galanteo que es el mayor azote del trato social. La suma libertad que se concede a las damas, especialmente a las casadas, destruye la raíz la confianza de la fidelidad en sus empeños, sin la cual no pueden existir los placeres domésticos. Establecer por uso y regla de tono el que una dama por sólo el hecho de haber abrazado el estado del matrimonio tenga una libertad ilimitada para entrar y salir de su casa a todas horas, sola o acompañada, y recibir visitas sin sujeción a regla alguna: el que el marido siempre que aparezca en público con su mujer tenga que ceder el puesto a cualquiera que se presenta, y verse en la precisión de permitir sea obsequiada por otro en el baile, en la tertulia, en la mesa y en el paseo; estos usos y otros muchos son de rigurosa etiqueta en la sociedad francesa y se hallan ya establecidos en México de un modo que el que rehúse conformarse con ellos pasará por un hombre incivil. La más ligera consideración basta para convencer el riesgo que se corre en adoptarlos, los disgustos que causan en el interior de las familias, y las sospechas que inevitablemente producen, aun en los de carácter más confiado. Si semejante libertad hubiera de concederse a alguna porción del bello sexo, en las doncellas sería menos peligrosa por el poderoso retraente del rubor que aún no está hollado, y de que sus fragilidades si llegan a tenerlas no será posible ocultarlas. Acaso por esto las concurrencias públicas no son en México tan frecuentes como sería de esperarse, pues ningún marido que se estime en algo quiere exponerse a la dura alternativa de pasar por la animadversión que siempre recae sobre los que no se conforman con los usos establecidos, o a perder su tranquilidad y el reposo de su familia, si pone a su mujer en el caso de hacer uso de ciertas libertades que jamás podrán dejar de ser sospechosas a los que tienen interés en conservar la paz doméstica.

Se puede asegurar que la sociedad mexicana en su estado actual con un fondo de gravedad española y con un exceso de refinamiento en sus modales, es una mezcla de las costumbre de París, de Londres y de las grandes ciudades de Italia: el mismo gusto en el traje, en muebles suntuosos, en bailes, espectáculos, música y aun en la pintura, a pesar de hallarse en su infancia. Los mexicanos son por lo común poco afectos a las concurrencias que forman los placeres de la mesa, rara vez dan comidas; pero es muy frecuente obsequiar con refrescos, en los que se sirven confitados y conservas, chocolate, café, té, bizcochos, vinos y licores a las horas en que son más frecuentes las visitas según el uso establecido: éstas son desde las doce del día hasta las dos o tres de la tarde, y desde que oscurece hasta muy entrada la noche. Nadie si no es de suma confianza se presenta en las piezas de recibir sin hacerse anunciar primero por algún doméstico y en su defecto por algún signo que haga saber su llegada. La persona que entrase en silencio y sin ceremonia se expondría a que hiciesen de ella un juicio poco favorable, y aun a que le indicasen su disgusto por haberse introducido sin haber obtenido previamente el permiso. Las damas no se levantan para recibir ni despedir sino a las visitas que son de su sexo; siempre aguardan las de los hombres sentadas en el principal lugar sea cual fuere la clase y dignidad del que se presenta: todos estos signos de aprecio y consideración son muy debidos, pero se hace muy de notar la falta de urbanidad comunísima en todas las ciudades de la República, por lo cual las damas dirigen y mantienen exclusivamente la conversación con sus compañeras en concurrencia de ambos sexos; ésta es una de las faltas más chocantes de la sociedad mexicana, hija de un orgullo necio y mal entendido, y que está en diametral oposición con todos los usos establecidos en las naciones civilizadas: algún cambio se deja sentir sobre esto, pero es hasta ahora muy corto, aunque del curso siempre creciente de la civilización es de esperarse llegue por fin a ser totalmente desarraigada esta falta de atención. Las damas por regla general jamás visitan a hombres sin familia, pues la visita siempre se entiende dirigida a las de su sexo: este uso muy loable por lo que conduce al decoro y a la decencia de las costumbres, padece muy pocas excepciones que siempre son fundadas en amistad muy estrecha o en otros motivos más plausibles: jamás visitan ni salen solas de noche, pues siempre deben ser acompañadas por una persona del otro sexo a no ser que lo hagan en coche. Las frases de comedimiento son sumamente expresivas y arregladas todas al idioma de la generosidad: todo cuanto se posee está a la disposición del que lo admira o aplaude, todos están al servicio y sujetos a las órdenes de los que los favorecen con sus recuerdos o visitas, y ninguna de éstas hay que no empiece o acabe por las fórmulas dichas u otras más expresivas nuevamente tomadas del idioma de la galantería francesa.

Las visitas son siempre a proporción de la amistad que mutuamente se profesan los que las hacen o reciben, pero hay ciertas épocas o sucesos en que la sociedad mexicana las tiene por indispensables. El que se restituye a un lugar o el que de él se ausenta tiene que hacer a todos los conocidos una visita y recibirla de ellos; si viene, avisa de su llegada y aguarda a sus amigos; si se ausenta, se anticipa a buscarlos y después los espera en su casa, practicándose lo mismo cuando se muda de habitación: el aviso se da por escrito y a veces por un sólo y simple recado. El ignorar o hacerse desentendido del regreso de un ausente es una falta que anteriormente producía enemistad en las familias, y en el día se castiga pagándola en la misma moneda, y aun causando alguna frialdad en las relaciones sociales. Cuando ocurre un matrimonio, los contrayentes dan parte a todos sus amigos y conocidos del enlace que acaban de formar, esta comunicación se hace por esquela, se aguarda la visita y después se corresponde: las mismas formalidades se observan en el nacimiento de un infante, añadiendo en el recado de aviso que pueden contarlo en el número de sus servidores, que estará pronto y dispuesto a obedecer sus órdenes siempre que la persona a quien informan del suceso se digne comunicárselas. Todas estas comunicaciones se corresponden con visitas cuya falta siempre produce mala inteligencia en las familias. Es una falta imperdonable en la sociedad mexicana el descuidar o diferir la visita de algún conocido que se halla enfermo, ya sea grave o ligeramente, y esta oficiosidad, especialmente cuando la dolencia es aguda, no deja de ser muy molesta para la familia del paciente, que ocupada en recibir, obsequiar y repetir muchas veces el estado del enfermo, no puede atenderlo como se debe: algunas veces llega la imprudencia hasta introducirse a la alcoba de éste en los momentos en que padece con más vehemencia o en que necesita de reposo, todo por cumplir con las leyes de una etiqueta mal entendida y de manifestar acaso un cuidado y pesar que en la realidad no se tiene.

Los mexicanos de cualquier sexo, que no son precisamente de las clases mas ínfimas, reciben visitas y las hacen a sus amigos el día de su cumpleaños: los parientes y aquellos que les son más adictos o tienen interés en conciliarse sus favores son los más puntuales en pagar este tributo social, y rendir este homenaje a sus patronos, protectores o allegados. En estos días es tal el concurso en las casas que los de la familia se ven muy embarazados para recibir y obsequiar a todos los que se presentan con el objeto de felicitar los días. Como a la persona que se solicita no se le puede ver a toda hora, y como por otra parte es preciso que él quede enterado de quiénes son los que han querido favorecerlo personalmente y cumplir con este deber, se coloca en la inmediación de la puerta de la calle una mesa con todos los avíos de escribir, para que los que se presenten y no hallen al dueño o no tengan por conveniente entrar, pongan su nombre en la lista, y con esto den una prueba de su aprecio, estimación o respeto: la reciprocidad en estas visitas es menos incómoda, pues tienen días señalados, y se pueden con anticipación combinar las ocupaciones de modo que haya tiempo para hacerlas sin faltar a las obligaciones respectivas. Las visitas de cumpleaños han llegado a ser tan incómodas en los que tienen de recibirlas que los más pasan este día fuera de su casa y toman todas las precauciones necesarias para evitarlas. En lo general estas cargas sociales se han aligerado mucho en el día, pues si no se atraviesa una amistad muy estrecha u otros lazos mas íntimos se cumple con estos deberes por medio de una papeleta de visita.

En las leyes de la etiqueta sucede lo que en todos los compromisos sociales, que llevados al extremo son una carga insoportable, pero mantenidos en el justo medio tienen imponderables ventajas. Los goces de la sociedad dependen todos de ilusiones que una vez perdidas los hacen desaparecer totalmente. Y ¿cómo podrán estas ilusiones mantenerse sino por medio de la etiqueta a que deben su existencia? Ella hace que las personas que viven en sociedad se profesen ciertos respetos y tengan unas por otras las consideraciones que fomentan el aprecio recíproco. Despójese si no a la sociedad de todas estas leyes que parecen tan molestas, y ¿qué quedaría de ella? Una reunión de hombres cual existe entre los salvajes, sin ninguno o muy poco miramiento por sus semejantes. Las costumbres perderían también mucho, pues las pasiones impetuosas del hombre sin el freno de los miramientos sociales se explicarían y harían sentir con toda la impetuosidad y fuerza de que son susceptibles en el estado bárbaro de la naturaleza. La lascivia, el furor, el odio y otras muchas están sólo enfrenadas por estos miramientos, y si a pesar de ellas causan tan considerables estragos, ¿cuántos más serían de temerse sin ellos? De propósito hemos hecho algunas reflexiones sobre esta importante materia, pues es un error que no ha dejado de hacer progresos en México que la etiqueta es una carga tan inútil como gravosa, y aun se ofenden los mexicanos de que algunos extranjeros observen la de su país en sus casas y familias.

La cultura en el trato social habría hecho en México progresos más notables si no estuviese tan mal distribuida la población. El aislamiento en que se hallan las grandes ciudades por las considerables distancias que median entre unas y otras, y lo imperfecto de los medios de comunicación retarda necesariamente los progresos de la sociabilidad, que no adelanta sino en proporción que la sociedad se hace más numerosa y sus relaciones más íntimas, frecuentes y multiplicadas. En México el que sale de una ciudad principal en que el estado social ha llegado al punto más elevado de perfección, va encontrando sucesiva y gradualmente todos los grados de descenso de la civilización e industria, y los ve ir siempre a menos hasta que en muy pocos días llega a la choza informe y grosera construida con troncos de árboles recién cortados. De esta manera se hace un análisis práctico del origen de los pueblos y de las naciones, pues se parte del conjunto más complicado y se llega a los datos más sencillos, se camina hacia atrás en la historia de los progresos del talento humano y se vuelve a encontrar en la extensión y sobre la superficie del terreno lo que ha producido la serie de los siglos: las impresiones que produce la vista de los objetos en el que viaja por México son las que acabamos de exponer.

Los españoles aquejados del deseo de ocupar todo el terreno que descubrían para apropiarse sus riquezas minerales, dejaron claros y desiertos inmensos entre las poblaciones que fundaban: el tiempo y las empresas de los particulares han llenado muchos de estos inmensos huecos, sin embargo todavía quedan bastantes para poder asegurar que no hay proporción ninguna entre la población actual de México y el terreno que ocupa; no obstante sin esta proporción no será posible un progreso rápido en los adelantos sociales, las comunicaciones serán difíciles, y por lo mismo frecuentemente interrumpidas, pues donde falta la población no puede haber medios de subsistir ni comodidades ningunas, y el tráfico social queda paralizado o muy disminuido. Mas ¿cuáles son los medios de llenar estos inmensos desiertos de un modo pronto y eficaz?, ¿cómo se ocurrirá a esta mala distribución primitiva de las ciudades de la República? Sólo poblando los puntos intermedios y fomentando la colonización. Este procedimiento es el único y eficaz, y todos los pueblos cuyas ciudades se han hallado en la misma o peor situación que México, después de haber tentado inútilmente otros medios, no han conseguido remediarlas sino por éste.

Pero da vergüenza ver las leyes de colonización que se han dictado en la República, es imposible concebir medidas más mezquinas y miserables, así han sido sus resultados: ninguna empresa de consideración se ha presentado hasta ahora que pueda dar un impulso poderoso a la población del país, y con ella a todos los ramos de la prosperidad pública: todo se sacrifica a evitar lo que al fin ha de suceder, sin que haya medio ninguno de impedirlo, porque está en la naturaleza de las cosas y en el curso natural de los adelantos humanos, a saber: la tolerancia religiosa. Ningún pueblo ha establecido la libertad civil sin que venga a parar en la religiosa, y todos los que han empezado por el reconocimiento de ésta no han podido menos de llegar a aquélla. ¿De qué han valido los esfuerzos que en diez años ha hecho el gobierno francés para hacer ilusorio el artículo de la Carta que establecía la libertad de conciencia? De nada sino de arruinarse, y que su jefe descendiese ignominiosamente del trono: éstas son verdades acreditadas por la razón y la experiencia, que no podrán ser debilitadas ni dejar de producir su efecto en México por la miserable oposición del clero ni el mezquino apoyo que pueda prestarle un gobierno que en este punto tiene en contra la opinión de la clase influyente, y más adelante tendrá la de todo el público.

Éste es el defecto capital de que adolece la ley general de colonización, pero las de los estados abundan en otros muchos: en ellas se advierten todas las antiguas preocupaciones españolas: el espíritu de intervenir y entrometerse en las empresas de los colonos, el de fijarles un tiempo muy corto para el cultivo del terreno, el de prohibirles la acumulación de las suertes repartidas a cada familia, son disposiciones terminantes en las leyes dictadas por los estados y retraentes poderosos de la colonización: éstos son los verdaderos motivos de no haberse podido realizar en nuestro país ninguna empresa de consideración en este ramo de fomento, y no la guerra intestina ni la inseguridad de las instituciones y de la autoridad pública. En Buenos Aires se han realizado grandes proyectos de colonización a pesar de que ninguna de las nuevas repúblicas ha sido menos estable en su sistema político que jamás ha podido fijar; pero allí se entienden mejor que en México los verdaderos principios de la formación de colonias, las leyes han sido dictadas en consonancia con ellos y han producido su efecto a pesar de la dislocación total de aquel pueblo desgraciado.

Los progresos pues de la civilización mexicana son precisamente muy lentos, y en muchos años, si no se varía de sistema, la mayor parte del país permanecerá inculta, despoblada y aun expuesta a las irrupciones de las naciones bárbaras que jamás podrán ser contenidas por el absurdo sistema de presidios, incapaz de refrenar su audacia, pero muy a propósito para aumentar en ellas la aversión contra una república que parece no pretende sino provocar la guerra para después exterminarlas. Con una buena administración estas naciones podrían retirarse de la vida vagabunda y formar colonias pacíficas, no bajo el sistema monástico de las misiones que tan mal ha probado en trescientos años, sino mezclándolas y civilizándolas por medio del establecimiento de familias de Europa, que al mismo tiempo de instruirlas en los deberes religiosos les ministren los elementos de las artes y formen en ellas los hábitos de la industria y laboriosidad.

Por lo dicho no pretendemos persuadir que los progresos de la población de México no hayan sido considerables, ella aunque desproporcionada en relación con la extensión territorial de la República, es en el día de ocho millones y cuatrocientas mil personas por el cálculo más bajo. Aun suponiendo que la población de la República fuese en 1804 de cinco millones ochocientos cuarenta mil habitantes en que la calculó el barón de Humboldt, y en 1808 estando a la estadística de Navarro de seis millones ciento veintidós mil trescientos cincuenta y cuatro habitantes, es imposible que la guerra y las pestes poco considerables que han aparecido en el país hayan impedido en veintiséis años el aumento de dos y medio millones. Según la relación de muertos y nacidos registrados año por año desde aquella época y cuyos datos tenemos a la vista, la población de México debe duplicar cada veintidós años, estando pues al censo material de 1793 que dio por resultado cuatro millones y medio, en 1815 la población debió ser de nueve millones; en 1827 de trece y medio y en 1835 de diez y seis largos: la guerra y las pestes no pueden haber impedido el progreso en más de una mitad como sería necesario para que en el día la población fuese menos de ocho millones. Las suposiciones que hemos hecho son las menos favorables al progreso, pues las relaciones entre muertos y nacidos, o lo que es lo mismo el movimiento de la población lo hemos tomado de los registros de los años que corrieron desde 1810 hasta 1820, es decir en un período que abrazó lo más duro de la guerra y epidemias, por lo que nuestro cálculo en la duplicación de la población es de veintidós años cuando el de Humboldt es de diez y nueve. Partimos también del resultado material del censo de Revillagigedo, muy imperfecto y diminuto; por ser el primero por el terror que todo padrón ha infundido siempre en México a causa de creerse que su objeto es el de alguna contribución personal o conscripción militar, de lo cual resulta la ocultación de un número considerable de personas; y porque la vigilancia más activa no puede jamás seguir con exactitud al hombre en todos los lugares donde habita, especialmente en convulsiones civiles. Aun cuando se diese por sentado que la población de seis millones y medio en 1810 no hubiese adelantado un paso en el territorio del antiguo virreinato, cualquiera que haya visto el progreso que desde aquella época han hecho los estados que se hallan en el territorio de la antigua comandancia de provincias internas, no podrán dudar que la población de éstos ha aumentado en más de millón y medio. La Nueva California, el territorio de Nuevo México, los estados de Sonora y Sinaloa, Durango, Chihuahua, Coahuila con Texas y Nuevo León se hallan en una situación tal de progreso que no podría conocerlos quien antes los hubiese visto.

Verdad es que el movimiento de la población decrece desde cierto punto en razón del progreso de ésta; pero en México aún no ha llegado este caso que sólo tiene lugar cuando el país empieza a ser del todo ocupado y los medios de subsistir se hacen más difíciles. Como hemos notado y aun lamentado varias veces, el terreno de nuestro país se halla todavía sumamente despoblado, y los medios de subsistir abundan hasta un grado que el año en que las cosechas son buenas y alguna desgracia no destruye los sembrados, los frutos de la tierra se ponen en un precio tan abatido que los labradores no pueden muchas veces ni aun rehacerse de las anticipaciones. La guerra de Insurrección sin duda debió paralizar o disminuir en parte los progresos de la población, pero además de que como hemos advertido aun entonces se aumentaba, se puede asegurar que lo desastroso de ella acabó en 1816, y desde entonces hasta fin de 1835 han pasado diez y nueve años en que la paz ha sufrido pocas y pequeñas alteraciones, de aquellas que no pueden ser grande rémora de sus progresos.

¿Por qué pues no han sido éstos los que debían esperarse? ¿Por qué sólo dos millones y cerca de medio de aumento en tan dilatado periodo? Por la ruina de las fortunas, la destrucción de las capitales, la emigración de los capitalistas, la cesación de las antiguas empresas industriales y la falta de creación de nuevas. El mal de la guerra no ha consistido precisamente en los que murieron en ella y dejaron de contribuir a la propagación de la especie, los primeros en todo el periodo que ella duró, aun estando a las abultadas relaciones de los generales que se hallaban al frente de la fuerza armada en ambos partidos beligerantes, apenas excede de seiscientos mil, cantidad más que suficientemente reemplazada por los progresos que no cesaron aun en lo más encendido de la guerra. No es pues en esta falta donde se ha de buscar el origen de esta paralización sino en la dislocación de los resortes que dan movimiento a la máquina política, la cual cuando no tiene regularidad en su marcha, lejos de animar las empresas ni proteger las fortunas, no hace otra cosa que destruir éstas y paralizar aquéllas. El más despótico gobierno en estado de paz siempre protege a los particulares y fomenta la prosperidad pública; al mismo tiempo que el más libre en sus principios pero en estado de guerra, jamás deja de ser una carga insoportable para el público, puesto que todo lo sacrifica a su propia existencia, sin miramiento a las leyes de la justicia. Esto ha sucedido en México con todos los que lo han gobernado desde el año de 1810 hasta el de 20 sin otra excepción que la del virrey Apodaca que con ánimo sincero promovió eficazmente y obtuvo la paz, a pesar del peso inmenso de la opinión que promovía la independencia del país. Este hombre de poco mérito político si se quiere pero de un corazón muy recto y de intenciones muy puras, jamás fue animado por el espíritu de venganza que ha sido el primer móvil de los más de los gobiernos que han existido antes y después de efectuada la Independencia, desde que se levantó la bandera por ella en 1810; prodigó perdones, descargó considerablemente el erario e hizo por el bien público cuanto podía un virrey bajo el sistema suspicaz y mezquino que para el régimen de sus colonias tenía establecido la nación española y el gabinete de Madrid. Gobiernos de la clase de los que hemos tenido después con muy pocas excepciones, son el mayor obstáculo para los progresos de la población, que tiene de luchar no sólo con los obstáculos morales y los de la naturaleza de la cosa, sino con las extrañas pretensiones de los que mandan, comúnmente en conflicto con la prosperidad pública.

Los censos parciales que hemos podido proporcionarnos, aunque incompletos y diminutos, abundan en materiales importantes y preciosos que dan un resultado positivo sobre el progreso de la población y su estado actual: los más recientes pertenecen al año de 1832, y aunque no todos de este año, pues muchos son de los precedentes, nos hemos valido de ellos a falta de otros para deducir un resultado positivo que, en unión de las fundadísimas conjeturas antes expuestas, pueda hacer que nuestros lectores fijen su juicio sobre el estado actual de la población mexicana considerada en el orden numérico. Ellos, después de largas y prolijas enumeraciones que sería largo y fastidioso individualizar, dan para principios de 1834 un resultado material de ocho millones doscientos noventa y tres mil trescientos trece habitantes.

De este total una mitad a lo menos pertenece a la raza blanca y la otra a las de color. Cuando hablemos de los estados en particular presentaremos algunos de los datos que se han tenido presentes para obtener este resultado; pero no podemos dispensarnos de exponer desde luego los fundamentos que convencen la igualdad actual de la raza blanca respecto de la de color. Es averiguado y fuera de toda duda que la población de las ciudades que exceden de ocho mil almas en la República, está con la de la campaña y la de los otros lugares en razón de tres a uno, o lo que es lo mismo, que la de las ciudades es dos veces mayor que la de los demás lugares. Ahora bien, los hombres de color en su mayoría habitan la campaña, siendo en ella pocos los blancos, y éstos ocupan las ciudades con muy poca mezcla de aquéllos. No es fácil fijar la proporción con que se hallan repartidos unos y otros en estos diversos puntos, más aun cuando se supusiese, lo que está muy lejos de ser cierto, que todos los habitantes de la campaña pertenecen a la raza de color y un tercio de los de las ciudades, todavía siempre se tendría por resultado que la mitad de la población era precisamente de blancos, que es a nuestro juicio lo que puede asegurarse sin violencia. Las consideraciones que se han expuesto para que una raza aumente y la otra disminuya son por sí mismas bastantes para explicar la diferente proporción que guardan ambas actualmente respecto de la que tenían cuando el sabio Humboldt visitó nuestro país. Los que después han querido dar idea de ellas no han hecho más que copiarlo sin hacer por sí mismos ningunas nuevas investigaciones; sin embargo es un error garrafal dar de la población en 1835 la misma idea que se dio hace treinta y un años, pues si entonces fue exacta, en el día no lo es ni puede serlo, atendidas las inmensas variaciones que debió haber y de facto se han verificado en un periodo tan largo, y en una revolución que en pocos años ha corrido el espacio de algunos siglos, haciendo cambiar enteramente de aspecto la faz de la República. Este error depende de no haberse encargado los que en él han incurrido de la fusión que se ha verificado en México en las diversas razas que constituían su población. Después de la Independencia, no sólo las leyes han proscripto cuanto se oponía a los enlaces que debían hacer cesar estas distinciones insociales, sino también los hábitos de sociedad que han sido de hecho modelados en su totalidad bajo las bases de la más perfecta igualdad. La fusión pues se ha verificado sin violencia, y continúa progresando, de manera que después de algunos años no será posible señalar, ni aun por el color, que está materialmente a la vista, el origen de las personas.

La población mexicana se halla actualmente repartida en cuarenta y siete ciudades, ciento treinta y dos villas y seis mil setecientos ochenta y siete pueblos, congregaciones y rancherías. Aunque en el día ciudad, villa y pueblo son puras denominaciones, pues no suponen, como bajo el gobierno colonial, diversidad de gobierno interior, de derechos ni privilegios, todavía hemos creído deber conservar estas voces, porque, aunque de un modo muy vago y no sin excepciones notables, indican los diversos grados de población; así es que la palabra ciudad es según el concepto común una reunión mayor y más considerable de personas que la de villa y ésta que la de pueblo o congregación. Sería muy oportuno, y acaso se hará con el tiempo, que estas voces tuviesen un sentido determinado que las leyes fijasen para clasificar las poblaciones.