El pájaro azul |
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En el cuartucho destartalado de nuestras alegres reuniones, guardaba
el yeso de las paredes, entre los esbozos y rasgos de futuros Delacroix,
versos, estrofas enteras escritas en la letra echada y gruesa de nuestro
Pájaro azul. El pájaro azul era el pobre Garcín. ¿No sabéis
por qué se llamaba así? Nosotros le bautizamos con ese
nombre. Ello no fue un simple capricho. Aquel excelente muchacho tenía
el vino triste. Cuando le preguntábamos por qué, cuando todos reíamos
como insensatos o como chicuelos, él arrugaba el ceño
y miraba fijamente el cielo raso, y nos respondía sonriendo
con cierta amargura: Camaradas: habéis de saber que tengo un pájaro
azul en el cerebro; por consiguiente... Sucedía también que gustaba de ir a las campiñas
nuevas, al entrar la primavera. El aire del bosque hacía bien
a sus pulmones, según nos decía el poeta. De sus excursiones solía traer ramos de violetas y gruesos
cuadernillos de madrigales, escritos al ruido de las hojas y bajo
el ancho cielo sin nubes. Las violetas eran para Niní, su vecina,
una muchacha fresca y rosada, que tenía los ojos muy azules. Los versos eran para nosotros. Nosotros los leíamos y los
aplaudíamos. Todos teníamos una alabanza para Garcín.
Era un ingenio que debía brillar. El tiempo vendría.
¡Oh, el pájaro azul volaría muy alto! ¡Bravo!
¡Bien! ¡Eh, mozo, más ajenjo! Principios de Garcín: A veces Garcín estaba más triste que de costumbre. Andaba por los bulevares; veía pasar indiferente los lujosos
carruajes, los elegantes, las hermosas mujeres. Frente al escaparate
de un joyero sonreía; pero cuando pasaba cerca de un almacén
de libros, se llegaba a las vidrieras, husmeaba y, al ver las lujosas
ediciones, se declaraba decididamente envidioso, arrugaba la frente;
para desahogarse, volvía el rostro hacia el cielo y suspiraba.
Corría al café en busca de nosotros, conmovido exaltado,
pedía su vaso de ajenjo, y nos decía: Sí, dentro de la jaula de mi cerebro está preso
un pájaro azul que quiere su libertad... Hubo algunos que llegaron a creer en un descalabro de razón. Un alienista a quien se le dio la noticia de lo que pasaba calificó
el caso como una monomanía especial. Sus estudios patológicos
no dejaban lugar a duda. Decididamente el desgraciado Garcín estaba loco. Un día
recibió de su padre, un viejo provinciano de Normandía,
comerciante en trapos, una carta que decía lo siguiente, poco
más o menos: "Sé tus locuras en París. Mientras permanezcas
de ese modo, no tendrás de mí un solo sou. Ven
a llevar los libros de mi almacén, y cuando hayas quemado,
gandul, tus manuscritos de tonterías, tendrás mi dinero." Esta carta se leyó en el café Plombier. ¿Y te irás? ¿No te irás? ¿Aceptas? ¿Desdeñas? ¡Bravo Garcín! Rompió la carta, y soltando el trapo a la vena, improvisó unas cuantas estrofas, que acababan, si mal no recuerdo:
Desde entonces Garcín cambió de carácter, se
volvió charlador, se dio un baño de alegría,
compró levita nueva y comenzó un poema en tercetos,
titulado, pues es claro: "El pájaro azul". Cada noche se leía en nuestra tertulia algo nuevo de la obra.
Aquello era excelente, sublime, disparatado. Allí había un cielo muy hermoso, una campiña
my fresca, países brotados como por la magia del pincel de
Corot, rostros de niños asomados entre flores, los ojos de
Niní húmedos y grandes; y por añadidura, el buen
Dios que envía volando, volando, sobre todo aquello, un pájaro
azul que, sin saber cómo ni cuándo, anida dentro del
cerebro del poeta, en donde queda aprisionado. Cuando el pájaro
quiere volar y abre las alas y se da contra las paredes del cráneo,
se alzan los ojos al cielo, se arruga la frente y se bebe ajenjo con
poca agua, fumando además, por remate, un cigarrillo de papel. He ahí el poema. Una noche llegó Garcín riendo mucho y, sin embargo,
muy triste. La bella vecina había sido conducida al cementerio. ¡Una noticia! ¡Una noticia! Canto último
de mi poema. Niní ha muerto. Viene la primavera y Niní
se va. Ahorro de violetas para la campiña. Ahora falta el epílogo
del poema. Los editores no se dignan siquiera leer mis versos. Vosotros
muy pronto tendréis que dispersaros. Ley del tiempo. El epílogo
debe de titularse así: "De cómo el pájaro
azul alza el vuelo al cielo azul". ¡Plena primavera! ¡Los árboles florecidos, las
nubes rosadas en el alba y pálidas por la tarde; el aire suave
que mueve las hojas y hace aletear las cintas de paja con especial
ruido! Garcín no ha ido al campo. Hele ahí, viene con traje nuevo, a nuestro amado café
Plombier, pálido, con una sonrisa triste. ¡Amigos míos, un abrazo! Abrazadme todos, así,
fuerte; decidme adiós, con todo el corazón, con toda
el alma... El pájaro azul vuela... Y el pobre Garcín lloró, nos estrechó, nos apretó
las manos con todas sus fuerzas y se fue. Todos dijimos: Garcín, el hijo pródigo, busca a su padre, el
viejo normando. ¡Musas, adiós; adiós, gracias!
¡Nuestro poeta se decide a medir trapos! ¡Eh! ¡Una
copa por Garcín! Pálidos, asustados, entristecidos, al día siguiente
todos los parroquianos del café Plombier, que metíamos
tanta bulla en aquel cuartucho destartalado, nos hallábamos
en la habitación de Garcín. El estaba en su lecho, sobre
las sábanas ensangrentadas, con el cráneo roto de un
balazo. Sobre la almohada había fragmentos de masa cerebral...
¡Horrible! Cuando, repuestos de la impresión, pudimos llorar ante el
cadáver de nuestro amigo, encontramos que tenía consigo
el famoso poema. En la última página había escritas
estas palabras: Hoy, en plena primavera, dejo abierta la puerta de la jaula al
pájaro azul. ¡Ay, Garcín, cuántos llevan en el cerebro tu misma enfermedad! |