El fardo |
Todos los lancheros se habían ido ya; solamente el viejo tío
Lucas, que por la mañana se estropeara un pie al subir una
barrica a un carretón, y que, aunque cojín cojeando,
había trabajado todo el día, estaba sentado en una piedra
y, con la pipa en la boca, veía triste el mar. ¡Eh, tío Lucas! ¿Se descansa? Sí, pues, patroncito. Y empezó la charla, esa charla agradable y suelta que me place
entablar con los bravos hombres toscos que viven la vida del trabajo
fortificante, la que da la buena salud y la fuerza
del músculo, y se nutre con el grano del poroto1
y la sangre hirviente de la viña. Yo veía con cariño a aquel rudo viejo, y le oía
con interés sus relaciones, así, todas cortadas, todas
como de hombre basto, pero de pecho ingenuo. ¡Ah,
conque fue militar! ¡Conque de mozo fue soldado de Bulnes!2
¡Conque todavía tuvo resistencias para ir con rifle hasta
Miraflores!3 Y es casado, y tuvo un hijo,
y... Y aquí el tío Lucas: ¡Sí, patrón, hace dos años que se
me murió! Aquellos ojos, chicos y relumbrantes bajo las cejas grises y peludas,
se humedecieron entonces. ¿Que cómo se murió? En el oficio, por
darnos de comer a todos: a mi mujer, a los chiquitos y a mí,
patrón, que entonces me hallaba enfermo.
El muchacho era muy honrado y muy de trabajo. Se quiso ponerlo a
la escuela desde grandecito; pero ¡los miserables no deben aprender
a leer cuando se llora de hambre en el cuartucho! El tío Lucas era casado, tenía muchos hijos. Su mujer llevaba la maldición del vientre de las pobres: la
fecundidad. Había, pues, mucha boca abierta que pedía
pan, mucho chico sucio que se revolcaba en la basura, mucho cuerpo
magro que temblaba de frío; era preciso ir a llevar qué
comer, a buscar harapos, y para eso, quedar sin alientos y trabajar
como un buey. Cuando el hijo creció, ayudó al padre. Un vecino, el
herrero, quiso enseñarle su industria; pero como entonces era
tan débil, casi un armazón de huesos,
y en el fuelle tenía que echar el bofe, se puso enfermo y volvió
al conventillo4 ¡Ah, estuvo muy
enfermo! Pero no murió. ¡No murió! Y eso que vivían
en uno de esos hacinamientos humanos, entre cuatro paredes destartaladas,
viejas, feas, en la callejuela inmunda de las mujeres perdidas, hedionda
a todas horas, alumbrada de noche por escasos faroles, y en donde
resuenan en perpetua llamada a las zambras de echacorvería,
las arpas y los acordeones, y el ruido de los marineros que llegan
al burdel, desesperados con la castidad de las largas travesías,
a emborracharse como cubas y a gritar y patalear como condenados.
¡Sí! entre la podredumbre, al estrépito de las
fiestas tunantescas, el chico vivió, y pronto estuvo sano y
en pie. Luego llegaron sus quince años. El tío Lucas había logrado, tras mil privaciones, comprar
una canoa. Se hizo pescador. Al venir el alba, iba con su mocetón al agua, llevando los
enseres de la pesca. El uno remaba, el otro ponía en los anzuelos
la carnada. Volvían a la costa con buena esperanza
de vender lo hallado, entre la brisa fría y las opacidades
de la neblina, cantando en baja voz alguna "triste",5
y enhiesto el remo triunfante que chorreaba espuma. Si había buena venta, otra salida por la tarde. Una de invierno había temporal. Padre e hijo, en la pequeña
embarcación, sufrían en el mar la locura de la ola y
del viento. Difícil era llegar a tierra. Pesca y todo se fue
al agua, y se pensó en librar el pellejo. Luchaban como desesperados
por ganar la playa. Cerca de ella estaban; pero una racha maldita
les empujó contra una roca, y la canoa se hizo astillas. Ellos
salieron sólo magullados, gracias a Dios!, como decía
el tío Lucas al narrarlo. Después, ya son ambos lancheros. Sí!, lancheros; sobre las grandes embarcaciones chatas y negras;
colgándose de la cadena que rechina pendiente como una sierpe
de hierro del macizo pescante que semeja una horca; remando de pie
y a compás; yendo con la lancha del muelle al vapor y del vapor
al muelle; gritando: ¡hiiooeep!, cuando se empujan los pesados
bultos para engancharlos en la uña potente que los levanta
balanceándolos como un péndulo. ¡Sí!, lancheros;
el viejo y el muchacho, el padre y el hijo; ambos a horcajadas sobre
un cajón, ambos forcejando, ambos ganando su jornal, para ellos
y para sus queridas sanguijuelas del conventillo. Íbanse todos los días al trabajo, vestidos de viejo,
fajadas las cinturas con sendas bandas coloradas, y haciendo sonar
a una sus zapatos groseros y pesados que se quitaban al comenzar la
tarea, tirándolos en un rincón de la lancha. Empezaba el trajín, el cargar y descargar. El padre era cuidadoso:
"¡Muchacho, que te rompes la cabeza! ¡Que te coge
la mano el chicote! ¡Que vas a perder una canilla!" Y enseñaba,
adiestraba, dirigía al hijo, con su modo, con sus bruscas palabras
de obrero viejo y de padre encariñado. Hasta que un día el tío Lucas no pudo moverse de la
cama, porque el reumatismo le hinchaba las coyunturas y le taladraba
los huesos. ¡Oh!. Y había que comprar medicinas y alimentos; eso
sí. Hijo, al trabajo, a buscar plata; hoy es sábado. Y se fue el hijo, solo, casi corriendo, sin desayunarse, a la faena
diaria. Era un bello día de luz clara, de sol de oro. En el muelle
rodaban los carros sobre sus rieles, crujían las poleas, chocaban
las cadenas. Era la gran confusión del trabajo que da vértigo:
el son del hierro, traqueteos por doquiera, y el viento pasando por
el bosque de árboles y jarcias de los navíos en grupo. Debajo de uno de los pescantes del muelle estaba el hijo del tío
Lucas con otros lancheros, descargando a toda prisa. Había
que vaciar la lancha repleta de fardos. De tiempo en tiempo bajaba
la larga cadena que remata en un garfio, sonando como una matraca
al correr con la roldana; los mozos amarraban los bultos con una cuerda
doblada en dos, los enganchaban en el garfio, y entonces éstos
subían a la manera de un pez en un anzuelo, o del plomo de
una sonda, ya quietos, ya agitándose de un lado a otro, como
un badajo, en el vacío. La carga estaba amontonada. La ola movía pausadamente de cuando
en cuando la embarcación colmada de fardos. Éstos formaban
una a modo de pirámide en el centro. Había uno muy pesado,
muy pesado. Era el más grande de todos, ancho, gordo y oloroso
a brea. Venía en el fondo de la lancha. Un hombre de pie sobre
él, era pequeña figura para el grueso zócalo. Era algo como todos los prosaímos de la importación
envueltos en lona y fajados con correas de hierro. Sobre sus costados,
en medio de líneas y de triángulos negros, había
letras que miraban como ojos. "Letras en 'diamante"', decía
el tío Lucas. Sus cintas de hierro estaban apretadas con clavos
cabezudos y ásperos; y en las entrañas tendría
el monstruo, cuando menos, linones y percales. Sólo él faltaba. Se va el bruto! dijo uno de los lancheros. El barrigón! agregó otro. Y el hijo del tío Lucas, que estaba ansioso de acabar pronto,
se alistaba para ir a cobrar y desayunarse, anudándose un pañuelo
a cuadros al pescuezo. Bajó la cadena danzando en el aire. Se amarró un gran
lazo al fardo, se probó si estaba bien seguro, y se gritó:
"¡Iza!", mientras la cadena tiraba de la masa chirriando
y levantándola en vilo. Los lancheros, de pie, miraban subir el enorme peso, y se preparaban
para ir a tierra, cuando se vio una cosa horrible. El fardo, el grueso
fardo, se zafó del lazo, como de un collar holgado saca un
perro la cabeza; y cayó sobre el hijo del tío Lucas,
que entre el filo de la lancha y el gran bulto quedó con los
riñones rotos, el espinazo desencajado y echando sangre negra
por la boca. Aquel día no hubo pan ni medicinas en casa del tío
Lucas, sino el muchacho destrozado, al que se abrazaba llorando el
reumático, entre la gritería de la mujer y de los chicos,
cuando llevaban el cadaver al cementerio. Me despedí del viejo lanchero, y a pasos elásticos
dejé el muelle, tomando el camino de la casa, y haciendo filosofía
con toda la cachaza de un poeta, en tanto que una brisa glacial, que
venía de mar afuera, pellizcaba tenazmente las narices y las
orejas.
1 Poroto, frijol. 2 Don Manuel Bulnes,
general chileno que combatió contra la confederación
peruano~boliviana en 1838 (cf. Saavedra Molina, Obras escogidas,
I, p, 236). 3 La batalla de Miraflores
tuvo lugar en 1881, y abrió las puertas de Lima al ejército
chileno (cf. Saavedra Molina, Obras escogidas, I,p. 237) 4 Conventillo,
casa de vecindad. 5 "Las tristes son unas canciones populares en el Perú, Bolivia y aun en Chile. Y en verdad que merecen el nombre que tienen, por la melancolía de su ritmo, algo como una dolorosa melopea, y por la letra, que casi siempre expresa penas y quejas de amor. Algo semejante son los yaravíes" (nota XII de Darío a la edición de Azul de Guatemala, 1890). |