A vosotras, madres de las muchachas anémicas, va esta historia,
la historia de Berta, la niña de los ojos color de aceituna, fresca
como una rama de durazno en flor, luminosa como un alba, gentil como la
princesa de un cuento azul.
Ya veréis, sanas y respetables señoras, que hay algo mejor
que el arsénico y el fierro para encender la púrpura de
las lindas mejillas virginales; y que es preciso abrir la puerta de su
jaula a vuestras avecitas encantadoras, sobre todo cuando llega el tiempo
de la primavera y hay ardor en las venas y en las savias, y mil átomos
de sol abejean en los jardines, como un enjambre de oro sobre las rosas
entreabiertas.
Cumplidos sus quince años, Berta empezó a entristecerse,
en tanto que sus ojos llameantes se rodeaban de ojeras melancólicas.
Berta, te he comprado dos muñecas...
No las quiero, mamá...
He hecho traer los Nocturnos...
Me duelen los dedos, mamá...
Entonces...
Estoy triste, mamá...
Pues que se llame al doctor.
Y llegaron las antiparras de aros de carey, los guantes negros, la
calva ilustre y el cruzado levitón.
Ello era natural. El desarrollo, la edad... Síntomas claros,
falta de apetito, algo como opresión en el pecho, tristeza,
punzadas a veces en las sienes, palpitación... Ya sabéis;
dad a vuestra niña glóbulos de ácido arsenioso,
luego duchas. El tratamiento.
Y empezó a curar su melancolía, con glóbulos
y duchas, al comenzar la primavera, Berta, la niña de los ojos
color de aceituna, que llegó a estar fresca como una rama de
durazno en flor, luminosa como un alba, gentil como la princesa de
un cuento azul.
A pesar de todo, las ojeras persistieron, la tristeza continuó,
y Berta, pálida como un precioso marfil, llegó un día
a las puertas de la muerte. Todos lloraban por ella en el palacio,
y la sana y sentimental mamá hubo de pensar en las palmas blancas
del ataúd de las doncellas. Hasta que una mañana la
lánguida anémica bajó al jardín, sola,
y siempre con su vaga atonía melancólica, a la hora
en que el alba ríe. Suspirando erraba sin rumbo aquí,
allá; y las flores estaban tristes de verla. Se apoyó
en el zócalo de un fauno soberbio y bizarro que, húmedos
de rocío sus cabellos de mármol, bañaba en luz
su torso espléndido y desnudo. Vio un lirio que erguía
al azul la pureza de su cáliz blanco, y estiró la mano
para cogerlo. No bien había... sí, un cuento de
hadas, señoras mías, pero ya veréis sus aplicaciones
en una querida realidad no bien había tocado el cáliz
de la flor, cuando de él surgió de súbito una
hada, en su carro áureo y diminuto, vestida de hilos brillantísimos
e impalpables, con su aderezo de rocío, su diadema de perlas
y su varita de plata.
¿Creéis que Berta se amedrentó? Nada de eso.
Batió palmas alegre, se reanimó como por encanto, y
dijo al hada:
¿Tú eres la que me quiere tanto en sueños?
Suberespondió el hada.
Y como si Berta se hubiese empequeñecido, de tal modo cupo
en la concha del carro de oro, que hubiera estado holgada sobre el
ala corva de un cisne a flor de agua. Y las flores, el fauno orgulloso,
la luz del día, vieron cómo en el carro del hada iba
por el viento, plácida y sonriendo al sol, Berta, la niña
de los ojos color de aceituna, fresca como un alba, gentil como la
princesa de un cuento azul.
Cuando Berta, ya alto el divino cochero, subió a los salones
por las gradas del jardín que imitaban esmaragdita, todos,
la mamá, la prima, los criados, pusieron la boca en forma de
O. Venía ella saltando como un pájaro, con el rostro
lleno de vida y de púrpura, el seno, hermoso y henchido, recibiendo
las caricias de una crencha castaña, libre y al desgaire, los
brazos desnudos hasta el codo, medio mostrando la malla de sus casi
imperceptibles venas azules, los labios entreabiertos por la sonrisa,
como para emitir una canción.
Todos exclamaron: "¡Aleluya! ¡Gloria! ¡Hosana
al rey de los Esculapios! ¡Fama eterna a los glóbulos
de ácido arsenioso y a las duchas triunfales!" Y mientras
Berta corrió a su retrete a vestir sus más ricos brocados,
se enviaron presentes al viejo de las antiparras de aros de carey,
de los guantes negros, de la calva ilustre y del cruzado levitón.
Y ahora, oíd vosotras, madres de las muchachas anémicas,
cómo hay algo mejor que el arsénico y el fierro para
eso de encender la púrpura de las lindas mejillas virginales.
Y sabréis cómo no, no fueron los glóbulos; no,
no fueron las duchas; no, no fue el farmacéutico quien devolvió
la salud y vida a Berta, la niña de lós ojos color de
aceituna, alegre y fresca como un alba, gentil como la princesa de
un cuento azul.
Así que Berta se vio en el carro del hada, la preguntó:
¿Y a dónde me llevas?
Al palacio del sol.
Y desde luego sintió la niña que sus manos se tornaban
ardientes, y que su corazoncito le saltaba corno henchido de sangre
impetuosa.
Oye siguió el hada: Yo soy la buena hada
de los sueños de las niñas adolescentes: yo soy la que
cura a las cloróticas con sólo llevarlas en mi carro
de oro al palacio del sol, adonde vas tú. Cuida de no beber
tanto el néctar de la danza, y de no desvanecerte en las primeras
rápidas alegrías. Ya llegamos. Pronto volverás
a tu morada. Un minuto en el palacio del sol deja en los cuerpos y
en las almas años de fuego, niña mía.
En verdad, estaban en un lindo palacio encantado, donde parecía
sentirse el sol en el ambiente. ¡Oh, qué luz, qué
incendios! Sintió Berta que se le llenaban los pulmones de
aire de campo y de mar, y las venas de fuego; sintió en el
cerebro esparcimientos de armonía, y como que el alma se le
ensanchaba, y como que se ponía más elástica
y tersa su delicada carne de mujer. Luego vio sueños reales,
y oyó músicas embriagantes. En vastas galerías
deslumbradoras, llenas de claridades y de armas, de sederías
y de mármoles, vio un torbellino de parejas arrebatadas por
las ondas invisibles y dominantes de un vals. Vio que otras tantas
anémicas como ella, llegaban pálidas y entristecidas,
respiraban aquel aire y luego se arrojaban en brazos de jóvenes
vigorosos y esbeltos, cuyos bozos de oro y finos cabellos brillaban
a la luz; y danzaban, y danzaban con ellos, en una ardiente estrechez,
oyendo requiebros misteriosos que iban al alma, respirando de tanto
en tanto como hálitos impregnados de vainilla, de haba de Tonka,
de violeta, de canela, hasta que con fiebre, jadeantes, rendidas,
como palomas fatigadas de un largo vuelo, caían sobre cojines
de seda, los senos palpitantes, las gargantas sonrosadas, y así,
soñando, soñando en cosas embriagadoras... Y ella también
cayó al remolino, al maelstrom atrayente, y bailó, gritó,
pasó, entre los espasmos de un placer agitado; y recordaba
entonces que no debía embriagarse tanto con el vino de la danza,
aunque no cesaba de mirar al hermoso compañero, con sus grandes
ojos de mirada primaveral. Y él la arrastraba por las vastas
galerías, ciñendo su talle y hablándola al oído
en la lengua amorosa y rítmica de los vocablos apacibles, de
las frases irisadas y olorosas, de los periodos cristalinos y orientales.
Y entonces ella sintió que su cuerpo y su alma se llenaban
de sol, de efluvios poderosos y de vida. ¡No, no esperéis
más!
El hada la volvió al jardín de su palacio, al jardín
donde cortaba flores envuelta en una oleada de perfumes, que subía
místicamente a las ramas trémulas para flotar como el
alma errante de los cálices muertos.
¡Madres de las muchachas anémicas! Os felicito por la
victoria de los arseniatos e hipofosfitos del señor doctor.
Pero en verdad os digo: es preciso, en provecho de las lindas mejillas
virginales, abrir la puerta de su jaula a vuestras avecitas encantadoras,
sobre todo en el tiempo de la primavera, cuando hay ardor en las venas
y en las savias, y mil átomos de sol abejean en los jardines
como un enjambre de oro sobre las rosas entreabiertas. Para vuestras
cloróticas, el sol en los cuerpos y en las almas. Sí,
al palacio del sol, de donde vuelven las niñas como Berta,
la de los ojos color de aceituna, frescas como una rama de durazno
en flor, luminosa como un alba, gentiles como la princesa de un cuento
azul.
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