Mahabharata

El Mahabharata y el Ramayana son como dos Iliadas de la literatura de los indos. El Mahabharata, obra gigantesca, atribuida a Viasa, no fue, en su origen, más que un poema épico dedicado a relatar una guerra entre dos pueblos. Paulatinamente, en el curso de los siglos, el poema primitivo fue aumentado por adiciones sucesivas; leyendas, relatos, simples episodios extensamente explicados, hicieron del Mahabharata, en el correr de los tiempos, la epopeya más vasta, no solamente de la literatura inda, sino de todas las literaturas.

Y, en efecto, no consta de menos de 215 000 versos.

No se puede señalar una fecha precisa a esta obra de muchos siglos: no obstante lo cual debe afirmarse que probablemente comenzó hacia el siglo VIII antes de J. C., y que sus últimas partes no fueron escritas hasta los primeros siglos de la era cristiana.

El Mahabharata contiene un conjunto de alabanzas dirigidas a los dioses, entre los cuales Vichnú se considera el primero, de narraciones de batallas, de episodios patéticos y de invenciones de fantástica grandeza, que solamente la poderosa imaginación de los indos podía crear.

Es imposible ofrecer un análisis completo de esa vasta obra, en la que muchas puras bellezas se encuentran oscurecidas por largos y a veces fastidiosos desarrollos.

El Mahabharata es, por último, una compilación de composiciones poéticas, sin unidad de metro ni de forma, y canta la gloria de la dinastía lunar.
Asunto: Los cinco hijos del rey Pandú, casados todos con una sola esposa, Dropadi, disputan el imperio del Doab a los Koravas o Kauravas, hijos de Dhritaratshtra, y triunfan después de una larga serie de batallas.

El primer libro (Adi-Parva) da la genealogía de las familias rivales, los Koravas y los Pandavas.

El rey Pandú tiene dos mujeres, Kunti y Madri. Sin embargo, la maldición de un brahmán lo ha condenado a no tener hijos. Sus dos mujeres se unen, pues, a diversos dioses, de los que tienen cinco hijos, que son, precisamente, los héroes del Mahabharata. He aquí sus nombres: Yudhishtira (el animoso); Arjuna (el brillante); Bhimasena (el terrible), Nakula y Sahadeva.

Al ocurrir la muerte de Pandú, sus cinco hijos son recibidos en la corte de su tío ciego Dhritaratshtra, quien tiene seis hijos propios. Pero los hijos de Pandú (los Panduidas) están dotados, los cinco, de una fuerza invencible y de bellas cualidades morales, además. Sirven de blanco a las vejaciones y aun al odio de sus primos, quienes, cierto día, prenden fuego a la casa en que se encuentran los cinco hermanos.

Éstos escaparon, conducidos por Bhimasena, el terrible, que... "dotado de una fuerza prodigiosa, cogió a Kunti, su madre, en sus hombros, a dos de sus hermanos alrededor de la cintura, y a los otros en sus manos y huyó, derribando y aplastando árboles, terrible y rápido como un huracán".

Los Panduidas vivieron ocultos en la selva, usando trajes de brahmanes. Allí supieron que el rey Draupada había abierto un suayambara, especie de torneo, en el que ofrecía como premio la mano de su hija. Los cinco hermanos deciden presentarse.

Arjuna fue declarado vencedor, porque, entre todos los concurrentes, sólo él pudo encorvar el arco gigantesco y dar en el blanco. Pero los Chatrías protestan contra la victoria de Arjuna y acometen a Draupada. Arjuna y uno de sus hermanos, auxiliados por el dios Krichna, los rechazaron.

Al mismo tiempo, el amor por Dropadi surge en el corazón de los cuatro hermanos de Arjuna. Se hallan a punto de venir a las manos, cuando una voz celeste declara que la princesa será esposa de los cinco hermanos, los cuales, en honor de Indra van a fundar una ciudad nombrada Indraspatha.

Sin embargo, los cinco Panduidas mantienen todavía frecuentes querellas por causa de Dropadi. Entonces, el buen Arjuna, sacrificándose, se marcha y hace el voto de habitar en las soledades durante 12 años.

Otro de los hermanos, Yudhishtira, extiende su soberanía en el valle del Ganges. Durante un sacrificio, un rajá provoca a otro Panduida, Bhimasena, quien mata al rajá.

Uno de los primos, celoso de la gloria de los hermanos, quiere perderlos, y hace que su padre, Dhitarashtra, los invite a visitar su palacio de Hastinapura.

Ya en el camino, Yudhishtira, por la influencia de un genio enemigo, pierde a los dados su ejército, sus riquezas y su mujer: sus hermanos fueron cargados de cadenas.

La desgracia Dropadi queda reducida a esclavitud. Duryodhana la ultraja públicamente. El viejo Dhitarashtra, indignado, hace que se dé la libertad a Dropadi y a sus cinco esposos. Pero el incorregible jugador Yudhishtira se deja nuevamente seducir por los dados, y pierde por segunda vez su libertad y la de su esposa y de sus hermanos.

Duryodhana los condena entonces a un destierro de 12 años, durante los cuales deberán errar por las selvas; y al cabo de aquel tiempo, todos juntos podrán habitar en una ciudad, pero sin hacer reconocer su categoría.

Durante su estancia en la selva, los cinco hermanos se conducen con la austeridad de los brahmanes; practican las virtudes y ejercitan sus fuerzas en todas ocasiones. Arjuna, en cierto día, sostuvo un terrible combate con un dios.


Arjuna, el de los brazos fuertes, había ido a ver a Sakra, rey de los Suras, y a Sankara, dios de los dioses.

Llevaba el arco de Gandara y su propia espada de puño de oro.

Se dirigió hacia el Himalaya y llegó a un bosque sombrío, aunque rico de frutos y de flores, y poblado de pájaros de todas clases.

En el momento en que marchaba por el bosque, un gran ruido de conchas y de címbalos estalló en el cielo; una lluvia de flores cayó seguidamente sobre la tierra, y una multitud inmensa de nubes cubrió el cielo.

Cuando hubo atravesado aquel lugar terrible, Arjuna llegó a la cima del Himalaya. Vio allí árboles con flores, poblados de pájaros que cantaban, y vio torrentes impetuosos cuyas aguas eran del color del lapislázuli.

Aquel guerrero de gran corazón se sintió atraído por tan deliciosa selva, y resolvió someter allí su energía indomable a una terrible penitencia.

Se vistió con un traje tosco, que recubrió con una piel de antílope, tomó un cayado y se alimentó con hojas secas.

Pasó el primer mes comiendo solamente alguna fruta cada tercera noche; en el segundo mes no comió más que una fruta cada seis días; en el tercero, triplicó ese intervalo; y cuando llegó el cuarto mes, el hijo de Pandú no tuvo más que el aire por alimento. Entonces, con los brazos extendidos y levantados en alto, sin apoyo alguno, se sostuvo descansando solamente en la extremidad del dedo grueso de un solo pie.
[...]

El venerable Hara Siva, señor de los dioses, que lleva en la mano el arco de Pinaka, se vistió un disfraz de cazador, y semejante a un árbol de oro, resplandeciente como otro monte Merú, armado con arco y con flechas parecidas a serpientes, descendió a la tierra.

Entonces, toda la selva quedó silenciosa; el ruido de las cataratas se extinguió, y el gorjeo de los pájaros cesó.

Llegado que hubo cerca del Prithida vio, bajo un aspecto maravilloso, a un hijo de Danú, llamado Muka, el cual había tomado la forma de un jabalí e intentaba matar a Arjuna, disparando contra él su arco.

Pero Sankara le arrojó una flecha semejante al rayo y parecida a la llama, al mismo tiempo que Arjuna le disparaba un dardo.

La caída de las flechas produjo entonces un ruido parecido al trueno que retumba en una montaña.

Las dos flechas hirieron a la vez al jabalí, cuyo cadáver cayó a tierra.

En aquel momento Arjuna vio delante de él a un hombre tan brillante como el oro; era Siva, disfrazado de cazador montaraz. Arjuna le dijo estas palabras, sonriéndose y con semblante alegre: "¿Quién eres tú que caminas por esta selva desierta? ¿No temes nada en estos sitios tan temibles? ¿Por qué has herido a ese jabalí, que era una pieza que me correspondía? Yo lo herí primero... Por paz o por guerra, no puedes escapar vivo de mis manos, porque no has cumplido respecto de mí un deber de la caza: así es que voy a quitarte la vida, habitante de las montañas".

Zankara le respondió con dulce voz:

—No temas nada por mí, porque estoy acostumbrado a estos lugares ¿Cómo ha podido agradarte este paraje tan incómodo?

Arjuna le dijo entonces:

—Tengo para defenderme un arco y flechas de hierro, y he sido yo quien ha matado a ese jabalí venido aquí para quitarme la vida.

—Ha sucumbido bajo mis disparos —replicó el Kirata—, y es botín mío. No vengas, envanecido con tu fuerza, a culpar a otro de tu falta de destreza. ¡Insensato! No quedarás con vida, ¡Prepárate! ¡Voy a lanzarte mis flechas como rayos! ¡Defiéndete.

Al oír esas palabras del montaraz, Arjuna sintió un furor indescriptible y disparó sus dardos con todas sus fuerzas contra su enemigo.

Éste recibió los tiros tranquilamente: "¡Más aún; más todavía! —exclamaba—; "¡más de prisa; más fuerte!"

Arjuna redobló entonces su lluvia de flechas.

Aquellos dos héroes, irritados, que tenían una fiereza de reyes, se atacaron mutuamente muchas veces con sus dardos en forma de serpientes.

Después que el dios del arco de oro hubo sufrido esa lluvia de flechas durante una hora, quedó inmóvil, sonriente y con el cuerpo libre de heridas.

Cuando Arjuna vio fracasada la acción de la lluvia de flechas, se sintió sobrecogido por la mayor admiración y exclamó:

—¡Cómo! ¡Este montaraz, de cuerpo tan delicado, ha recibido sin conmoverse mis flechas de hierro! ¿Qué dios visible es, pues? ¿Un Yaksha, un Rudra, un Asura? Nadie más que el dios del arco de oro hubiera podido quedar ileso del ímpetu de esa multitud de flechas que mi arco ha disparado... Cualquier individuo que, sin ser Rudra, hubiera recibido mis dardos acerados, habría quedado sumergido por mí en el reposo de Yama.

Entonces, con el alma exaltada, comenzó de nuevo a disparar a centenares sus penetrantes flechas, como el sol envía sus rayos.

El dios las recibió con impasibilidad, como una montaña recibe un aluvión de piedras.

—¡Cómo! ¿Aún me desafía? Hiriéndole con el mango de mi arco, lo mismo que a un elefante con la punta de una lanza, ¡tal vez llegaré a dar fin de él!

Quitó entonces la cuerda de su arco y arremetió contra el dios; pero éste le quitó de las manos el arma.

Arjuna cogió inmediatamente su cimitarra, cayó como un rayo sobre su enemigo y le descargó en la cabeza, con toda la fuerza de su brazo, un golpe que hubiese podido rajar algunas montañas. Pero la hoja voló hecha pedazos en la cabeza del dios.

Lanzó contra él rocas; desarraigó árboles y se los echó encima. El dios recibió en su cuerpo estos árboles y estas rocas, y después golpeó al hijo de Pandú con sus terribles puños; entonces se oyó un ruido espantoso de carnes desgarradas y de huesos triturados.

Ese duelo que hacía erizarse el pelo a los contendientes duró más de una hora.

Arjuna golpeó al dios en el pecho, y el dios le golpeó en el rostro.

La trituración de sus brazos y el choque de sus pechos produjeron en sus miembros un calor intenso.

Por último, el dios aprisionó a su rival entre los brazos y lo arrojó lejos de sí. Arjuna parecía una pelota; la respiración le faltó, cayó a tierra y perdió el conocimiento.

Cuando se repuso, reconoció en su rival a aquel dios que lleva el arco de oro. Cayó humillado a sus pies, y Bhava, satisfecho, le dijo con una voz tan profunda como el ruido de las nubes:

—¡Bien, Arjuna, bien! Estoy contento de tu proeza. ¡En lo sucesivo vencerás a todos tus enemigos en batalla, aunque sean dioses!

Arjuna, confundido, imploró su perdón y le adoró.

—Dígnate, Zankara, tú que eres el más sutil de los dioses, dígnate perdonarme esa falta. He venido a esta montaña impulsado por el deseo de ver tu divinidad. Te suplico, a ti, bienaventurado que recibes las adoraciones del mundo, que esta ofensa no me atraiga tu castigo... Yo he sostenido contigo un combate sin conocerte. Perdóname esta falta, Zankara, a mí que imploro tu protección.

Al oír estas palabras, el dios del gran esplendor, que tiene por enseña el toro, sonrió, extendió un brazo reluciente y dijo a Arjuna:

—Estás perdonado.

    (VANA-PARVA)


Indra ha enviado a Arjuna su cochero Matali para que lo transporte al cielo. La carroza se lanza al aire desde lo alto de una montaña.

Temblando de gozo, Arjuna salta al carro celeste, que en el instante se lanza al cielo. Cuando hubo llegado a las regiones inaccesibles a los mortales, Arjuna vio pasar en todas direcciones, alrededor, por encima y por debajo de él, carros centelleantes. Ningún astro, ni el Sol ni la Luna, los iluminaba sin embargo, pero de ellos mismos se desprendía una luz deslumbradora. Los unos, en el fondo del cielo, parecían pequeños y oscuros, como lámparas próximas a extinguirse; otros, por lo contrario, brillaban con diafanidad espléndida.

El héroe, desprendido de todo aquello que podía atarle a la Tierra, contemplaba aquel maravilloso espectáculo embellecido de armonías sublimes.

Vio pasar por delante de él reyes que fueron virtuosos, piadosos anacoretas y guerreros que perdieron la vida combatiendo con valor.

Finalmente, divisó la mansión de los santos en la mayor gloria: allí, el suelo estaba alfombrado de flores siempre frescas, y una suave brisa extendía por todas partes un perfume dulce como la virtud.

Después de aquel lugar, había una selva siempre verde, en donde se producían sombras, por las que pasaban algunas ninfas asidas por la cintura y cantando celestes coros. Aquella selva era el refugio de los corazones constantes, donde nunca pueden habitar los mortales que no se arrepienten, ni aquellos que descuidan el hacer ofrendas a los dioses, ni los guerreros que abandonan el campo de batalla.

Aquel imperio está vedado a los que no van en peregrinación a los santos lugares, a los que no hacen limosnas, a los que han profanado objetos sagrados, a los que se entregan a los excesos de la alimentación o de la bebida, y a los que son adúlteros.

Después de haber atravesado aquella maravillosa selva, se oía resonar una armonía musical voluptuosa y se penetraba en la residencia de Indra.

Un ambiente cefíreo, embalsamado de gratos olores, envolvía al señor de los dioses, rodeado de ninfas que cantaban sus alabanzas.

Arjuna, al penetrar en la ciudad celeste, fue saludado por sus divinos habitantes. Todos los instrumentos de música celeste resonaron a la vez: guiado por el cochero Matali, siguió un camino sembrado de estrellas, hacia el Sol radiante de Indra. Después, rodeado de todos los genios del cielo, de todos los reyes y de todos los brahmanes, llegó a los pies del mismo Indra.

Al cabo, tuvo fin el destierro de los Panduidas. Fueron a vivir a la corte del rey Virhata, donde ejercieron modestas funciones. Pero prestaron a Virhata un magnífico servicio con ocasión del ataque de la ciudad por los Koravas. Arjuna tomó su vestidura, cogió su potente arco, y con su sola su presencia, los enemigos huyeron aterrorizados.

Poco tiempo después, Arjuna dio a conocer a Virbata su verdadera condición de héroe; Virbata le ofreció a su hija y prometió a los Panduidas ayudarles a reconquistar su reino.

Los Panduidas organizan un numeroso ejército y dan a los Koravas una batalla terrible: un choque fantástico de carros, de elefantes y de caballos, y una carnicería de diez y ocho días aparecen descritos largamente en el poema; cinco cantos de éste están consagrados a la batalla de Kuruksetra.

A continuación damos algunos episodios de este encuentro épico:

Por todas partes estalló un tumulto espantoso: eran aclamaciones, llamamientos al combate, redobles de tambor, ruidos de charangas y de caracolas, gritos de guerra, rechinamientos, de carros, relinchos de caballos, rugidos de elefantes... Todas las tropas de Kurú y de Pandú reunidas se habían levantado a los primeros albores del día.

Los dardos, las corazas, las flechas, las lanzas, resplandecían ofuscando la vista... Se veían brillar, como nubes tornasoladas, los elefantes y los carros centelleantes de oro. Como un grupo de poblados, carros innumerables brillaban, y un resplandor magnifico rodeaba al jefe, parecido a la luna en su plenitud... Se veían ondear en el aire millares de banderas resplandecientes, que lucían, como llamas ardientes, sus astas de oro, esmaltadas de pedrerías, y en el palacio de Indra flameaban sus estandartes.

Aquellos dos inmensos ejércitos parecían dos mares que confundían sus torbellinos repletos de monstruos furiosos... Había amanecido: la Luna y las brillantes estrellas se habían extinguido en el cielo; el Sol se elevaba radiante; los chacales, los buitres, los animales que se alimentan de carne y sangre, con estentóreos graznidos pedían cadáveres...

Todas las regiones del cielo anunciaron, por medio de extraordinarios prodigios, acontecimientos terribles... La región oriental del cielo tenía color de sangre... La tierra se estremeció; vientos impetuosos soplaron, levantando un polvo molesto que no dejaba ver nada: el Sol parecía cubierto con un velo rojo... Como en las selvas de palmeras, corría un largo gemido, y se oían los crujidos de las banderas agitadas por el viento y el tañido de sus millares de campanillas...

Entonces, a la vista de los antepasados y de los dioses, ávidos de contemplar el choque espantoso, se desarrolló un terrible combate. Centenas de millares de soldados de infantería se pusieron frente a frente, y lanzando gritos se precipitaron unos contra otros. El hijo no conocía ya a su padre, ni el padre a su hijo, ni el hermano al hermano, ni el amigo al amigo...

Elefantes de guerra, cuyas mejillas hendidas regaban de sangre su rostro, encerrados en un círculo de flechas, de mazas, de cimitarras, lanzaban temerosos berridos y de pronto se derrumbaban destruyéndolo todo a su alrededor. Otros, berreando furiosamente, corrían de una parte a otra...

Los caballeros chocaban con un ruido terrible, llevado sus monturas al galope, o se lanzaban flechas agudas, relucientes como el oro, que caían de todas partes como serpientes... Montados en caballos de velocidad prodigiosa, algunos héroes se precipitaban hacia los carros, y con su cimitarra hacían volar las cabezas de los que los montaban. Producíanse grandes remolinos de aceros brillantes, y sus destellos se mezclaban con chorros de sangre.

Algunos elefantes furiosos, de adornos auríferos magullaban con sus macizos pies a los caballos derribados. Otros, hundiendo sus colmillos al azar, en las masas de hombres y de caballos, llevaban la cabeza destrozada y el cuerpo erizado de dardos y de flechas, y caían lanzando prolongados gemidos.

Otros elefantes, levantando con su trompa caballos y caballeros, los arrojaban al suelo y los aplastaban bajo sus pies; después corrían pesadamente hacia los carros. Algunos, embriagados por el combate, con sus pies, con sus trompas, estrujaban, machacaban, pisoteaban, aplastaban y destruían a caballeros y a caballos, sin temor a las flechas aceradas, centelleantes, parecidas a reptiles, que caían sobre ellos de todas partes, hundiéndose en sus grandes ijares... Y otros, por último, volcando los carros, los cogían luego con sus trompas, los sacudían y los golpeaban contra la tierra, produciendo un ruido formidable.

Entre los guerreros heridos, algunos, con gritos penetrantes, llamaban a su hijo, a su padre...

Éstos, amenazadores, con el pelo erizado y la boca abierta se mostraban los dientes, ebrios de furor, y se lanzaban horribles imprecaciones... Aquéllos agujereados por las flechas, abrumados por los sufrimientos, mutilados, pero con el alma intacta y la energía moral entera, permanecían silenciosos.

Otros héroes que habían perdido sus carros y buscaban otro en el tumulto de la pelea, eran de improviso arrebatados por elefantes, y después brillaban en tierra, ensangrentados, como Kinsukas floridos...

Después de la batalla.

... El suelo estaba todo cubierto de arcos dorados y de ricos adornos, caídos de las manos yertas de todos aquellos guerreros que ahora yacían sin vida sobre su propia sangre.

Flechas de oro emplumadas brillaban en el suelo semejantes a serpientes. Alrededor de los cadáveres se veían cimitarras de puño de marfil, escudos recubiertos de oro, armaduras brillantes, mazas, espantamoscas, abanicos... En todas partes se veían hombres yacentes en tierra, con la cabeza triturada, los miembros rotos o aplastados por los elefantes, y en muchos sitios, cubiertos por trozos de los carros que habían sido volcados y hechos trizas.
El suelo brillaba por los reflejos de los brazaletes que adornaban los brazos cortados, parecidos a trompas de elefantes, que estaban esparcidos por todas partes. En el mismo suelo se veían resplandecer los adornos de pendientes, pedrerías y penachos que ostentaban las cabezas cortadas.

En otros sitios, las corazas de oro esparcidas en tierra y manchadas de sangre lucían como fogatas cuya llama se extingue.

La tierra se ofrecía a la vista cubierta de arcos esparcidos, de flechas empenachadas de oro, de caballos que yacían acá y allá, con la lengua fuera de la boca, los ojos fijos y bañándose en su sangre.

Con tantos tesoros sembrados en la tierra, ésta parecía adornada como una mujer.

Las aves de rapiña se aproximan... y llénanse de gozo los perros, los chacales, las cornejas, los buitres, los lobos y las hienas; tropas de monos llegan también, y haciendo muecas arrastran los cadáveres, les arrancan la piel, les sacan los ojos con los dientes, beben su sangre, trituran sus huesos para chuparles el tuétano.

Un río corría caudaloso, difícil de atravesar por tener su cauce obstruido por montañas de elefantes, río que tenía sangre por ondas, carros destrozados por barcas, cabezas humanas por lotos, carnes por limo y proyectiles de todas clases por guirnaldas de plantas acuáticas...

Sobre aquella carnicería, la luna lució pronto, blanca y diáfana: disipó las tinieblas y trajo consigo la serenidad de la noche.

Las esposas de los guerreros acuden al campo de batalla para buscar a sus hijos y a sus esposos, y librarlos de los animales feroces.

De sus casas parecidas a blancas colinas, sin llevar adornos y con el cabello suelto, salieron, como salen de las grutas de la montaña las ciervas cuyo jefe ha sucumbido... En grupos numerosos corrían en todas direcciones como yeguas en el corral... Después de haber reconocido, gimiendo, a su hijo muerto y a su esposo atravesado por crueles flechas, presentaban un espectáculo semejante a la desolación del mundo, al fin de una época... Llorosas, corriendo sin concierto para volver al mismo punto, con el alma atravesada de dolor, no sabían qué hacer...

Y Gandhari, la reina, cuyos hijos todos habían muerto, pronunció esta dolorida queja:

"¡Oh héroes que en otras ocasiones reposabais en preciosos lechos, teniendo perfumado de sándalo el cuerpo, y que hoy dormís sobre la tierra desnuda! ¡Ningún ensueño alegre viene a ocupar vuestro cerebro helado! Los buitres y los chacales, dando lúgubres gritos, dispersan vuestros adornos. Otros cadáveres cubiertos con sus corazas y conservando sus armas centelleantes son respetados por las fieras, que, creyéndolos vivos, no se atreven a atacarlos..." Y sus mujeres iban de una parte a otra; su rostro, bello como el Sol y parecido al oro, por las lágrimas del dolor habíase tornado en color de cobre. Unas, después de hondos suspiros, sucumbían bajo el peso de su sufrimiento y quedaban inanimadas: otras redoblaban sus gritos al ver los cadáveres.. algunas se golpeaban la cabeza con sus delicadas manos. Sus rostros pegados unos con otros, sus cabelleras enredadas y sus cuerpos juntos y enlazados, presentaban un conjunto agitado por el más triste dolor.

Al contemplar cadáveres sin cabezas, cabezas sin cuerpos, algunas mujeres eran víctimas de una horrible emoción, enloquecían y se ponían a gritar y a reír...

La esposa de Duryodhana se aproxima; abraza al cadáver, lo besa, le lava el rostro... Se ven mujeres ahuyentando a los buitres y a los chacales; pero unos y otros vuelven...
Algunas mujeres, al ver a sus hermanos, otras al contemplar a sus esposos o a sus hijos muertos, caen, retorciéndose las manos... Una permanece de pie, fija, inmóvil, teniendo en sus manos una cabeza separada del cuerpo correspondiente... Aquí está Dusasena; allí Vikarnas, que reposa inanimado en medio de elefantes, como la Luna de otoño rodeada de nubes negruzcas, y su joven esposa no consigue ahuyentar de aquel a los buitres. Ahí está Durmukha, la mitad de su rostro ha sido ya devorado por las fieras. Más allá se ve a Kchitrasena a quien rodean sus mujeres desoladas, en medio de una multitud de animales salvajes... Y los aullidos de las fieras se confunden con los sollozos de las mujeres.

Los Koravas quedaron exterminados, lo mismo que los cien hijos de Dhitarashtra. Éste se entregó en el campo de batalla con las mujeres y las hijas de sus hijos. Aquel grupo lamentable fue al encuentro del ejército de los Panduidas y el anciano rey se reconcilió con sus sobrinos.

Mas tan feroces luchas sumieron al duce Yudhishtira en una profunda melancolía pensó en abandonar una realeza que tanta sangre costaba; pero se le apareció Viasa, su abuelo, y reanimó su fiereza. Entonces decidió hacer su entrada triunfal en La ciudad de Hastinapura, aunque dispensó a Dhritarashtra de figurar al frente del cortejo.

El anciano rey, impresionado por el afecto y el respeto de que le rodeaban sus sobrinos, les da excelentes consejos para la dirección de los asuntos de su reino; presintiendo que su fin se aproxima, el viejo rey se retira al bosque para terminar su vida en piadosas meditaciones, como lo exige la ley de los brahmanes.

Llevó consigo a su mujer, a la hermana de ésta y a un solo servidor. Pero los cuatro perecieron poco después, víctimas de un incendio que devoró el bosque.

En el campo de batalla de Kuruksetra, la reina Ghandari, enloquecida por la pena, maldijo a Krichna. Esta maldición ahora se cumple: Krichna, rey de los Yadavas, muere a manos de un cazador, después de haber asistido a la matanza de sus súbditos.

Arjuna le hace quemar sobre una pira con todas sus mujeres. (Se ha perpetuado casi hasta nuestros días la costumbre de estos odiosos sacrificios de las mujeres cuyo rajá hubiera muerto. Todo hace creer que el origen de esta práctica bárbara es la fe ciega de los pueblos indos en los poemas védicos —que todavía tienen la autoridad de verdaderas leyes en varias comarcas de la India—.)

Yudhisthira mismo deja la ciudad y, acompañado de sus hermanos y de Dropadi, va a recorrer el bosque.

Atraviesan una inmensa extensión de campos, bosques, ríos, lagos. Llegan al pie del Monte Merú coronado de nieves perpetuas. Empiezan su ascensión hacía el país de la paz infinita. Suben guardando silencio, entregados a un piadoso éxtasis. Dropadi cae la primera; después, sucesivamente, mueren cuatro de los Panduidas.

Yudhisthira, solo, seguido de su fiel perro, continúa caminando hacia el cielo resplandeciente de luz. Indra, el señor de los dioses, se presenta a él y le ofrece entrar en el cielo. El Panduida rehusa, a menos que se permita a su perro entrar con él. Indra no accede. Yudhisthira ya va a renunciar al cielo cuando el dios, conmovido sinceramente por el héroe, accede.

Yudhisthira entra, pues, en el Suarga, seguido de su perro, que es una encarnación de Yama, dios de la muerte, padre de Yudhisthira. No ve en el cielo, aunque así se lo había prometido el dios Indra, ni a sus hermanos ni a Droropadí. Por el contrario, encuentra allí a todos sus enemigos.

Se entera de que los Panduidas están en los infiernos, y va a reunirse con ellos.


"Bajada espantosa... En medio de horrorosas tinieblas, infestadas del dolor de carne y sangre; en sitios llenos de cadáveres, de huesos y cabelleras, donde hormiguean innumerables insectos, el héroe siente erizársele de horror los cabellos... Monstruos horribles lo atacan, lo rodean, lo hostigan,. cae agobiado de fatiga y de espanto.., llegan a él voces quejumbrosas que le dicen:

"¡Ay!, quédate un instante para dulcificar nuestras penas; a tu alrededor se esparce el perfume delicioso de tu alma piadosa. Ese soplo embalsamado nos devuelve la tranquilidad... quédate aquí; no sufrimos desde que tú has llegado...

El héroe, impresionado por estas quejas que procedían de sus hermanos y de su esposa, renuncia a volverse al cielo y prefiere participar de la estancia de los seres que amó. Se queda, pues, pero....

... después que Yudhisthira hubo descansado algún tiempo en la región de los castigos, Indra, Yama y los otros dioses descendieron al abismo de horror. En seguida, la luz emanada de los inmortales disipó las tinieblas, y los sufrimientos de las almas torturadas de los malvados terminaron. No más río de fuego, no más selva de espadas donde se agitaban las hojas aceradas... no más lagos inflamados, no más cadáveres llenos de gusanos... Un soplo dulce y embalsamado se extiende al paso de los dioses, y el infierno apareció iluminado con la radiante luz del cielo.

Los dioses permiten al héroe llevar consigo a los otros hijos de Pandú; los héroes vuelven a su estado de seres divinos, como eran antes de su residencia en la Tierra.

(UDYAGA-PARVA)

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