Richardson detuvo su caballo y volvió la
vista en el que el sarape rojo de su criado brillaba entre el polvo
del mezquital. Las montañas en el poniente se volvían
picachos del azul más profundo. Encima de ellas, el cielo mostraba
esa maravillosa tonalidad del verde como el agua mansa, quemada
por el sol que la gente ve en las pinturas. José iba tapado completamente con su manta y traía
hasta las cejas su enorme sombrero. Como un asesino, José seguía
a su patrón a lo largo del borroso camino. El viento frío
de la noche inminente recorrió el montesco mezquital. Señor dijo Richardson en su pobre mexicano cuando
tuvo cerca al sirviente. ¡Quiere comer! ¡Quiere
dormir! ¿Entiende? ¿No? ¡Rápido!¿Entiende? Sí, señor asintió José.
Sacó un brazo de debajo de la manta y con un dedo amarillo
señaló la penumbra. Por allá hay un pueblo.
Sí, señor. Reanudaron el avance. En cierto momento, el caballo del estadunidense
reculó y resopló con nervio hacia algo que vio o imaginó
en la oscuridad, pero el jinete conservó las riendas firme
y serenamente y después se inclinó hacia adelante para
hablarle con ternura a su caballo, como si se dirigiera a una mujer
asustada. El cielo de las montañas se había puesto blanco,
mientras que el llano era un enorme y sereno océano negro. De pronto, como intrusos a medio matorral, aparecieron unas casas
bajas. Los jinetes cruzaron una hondonada de la que salieron para
ver cómo se levantaban esas casas contra el sombrío
cielo del crepúsculo, y luego pasaron un cerro, de tal suerte
que las mismas moradas se achaparraron como botes en un mar de las
sombras. El rojo rayo de una lámpara cayó sobre el camino. Adormilado
en la silla de su caballo, Richardson esperó a que su criado
concluyera la argumentación que sostenía con alguien
apenas una voz en la penumbra sobre el precio de la cama
y el techo. La blancura y el silencio de las casas de la zona eran
en su mayoría sepulcrales, aunque ciertos furtivos sujetos
negros parecían interesados en su arribo. Al fin José regresó al frente de los caballos y el
estadounidense descendió aterido de su montura. Éste
musitó un saludo a la vez que las espuelas de sus zapatos resonaban
en la casa de adobe que le recibía. La luz de una hoguera iluminaba
el estoico rostro moreno de una mujer. El estadounidense se sentó
en la tierra del suelo y contempló somnoliento las llamas.
Él era consciente que la mujer chocaba los cacharros y que
apuraba por aquí y por allá las maniobras de una ama
de casa. De uno de los rincones de la casa surgió el sonido
de dos o tres ronquidos sobrepuestos. La mujer le pasó al estadounidense un canasto de tortillas.
Ella era una criatura sumisa, tímida y de ojos grandes; veía,
con el interés y la admiración del gato del refrán,
sus gigantescas espuelas, el enorme e impresionante revólver.
En lo que el estadounidense comía, ella permaneció como
transida en la misma penumbra con la boca abierta. José entró a la casa, tambaleándose bajo el
peso de las dos sillas de montar mexicanas, cada una de ellas tan
grande como un predio. Richardson decidió fumar, pero luego
cambió de idea. Más valía dormir. Traía
su cobija colgada del hombro izquierdo, enrollada hasta formar un
largo tubo de lana, como en México. Se inclinó el sombrero,
se zafó las espuelas y la funda de su revólver, de modo
que quedó listo para el dichoso giro lento en la cobija. Hombre
precavido, Richardson se recostó cerca de la pared y acomodó
todas sus cosas al alcance de la mano. Las ramas del mezquital ardían largo rato. José proyectó
dos alas enormes de sombra al envolverse en su cobija: primero sobre
el pecho, debajo de los brazos precisamente, luego alrededor del cuello,
y otra vez sobre el pecho, esta vez sobre los brazos, con un extremo
cruzado sobre el hombro derecho. Un mexicano así de abrigado
puede sacar el brazo con el que pelea con agilidad y elegancia, con
el solo encogimiento del hombro al desenfundar el arma de su cinturón.
(Así usan siempre el sarape los mexicanos.) La hoguera atenuaba los rayos que, provenientes de una luna del tamaño
del parche de un tambor, luchaban por acceder a través de la
puerta abierta. Richardson escuchó en el llano la nítida,
rítmica pisada de los cascos de veloces caballos; se durmió
pensando ¿quién cabalgaría tan rápido
y tan tarde? Y en el profundo silencio los pálidos rayos de
la luna debieron prevalecer sobre las rojas chispas de la hoguera
hasta inundar lentamente media habitación con un rectángulo
de luz de plata. El sonido de una guitarra despertó a Richardson. Una guitarra
mal tocada precisamente en esta tierra mexicana, de donde los
Estados Unidos reciben como perfume la leyenda de tal instrumento
La guitarra gemía y lloriqueaba como alma en pena. El sonido
de ciertas pisadas rítmicas acompañaba la música.
A veces se oían risas, pero eran más frecuentes las
voces de los hombres diciéndose cosas tremendas unos a otros;
pero la guitarra no callaba, el sonido plañidero como si alguien
golpeara metales y el bajo zumbaba como las abejas. ¡Carajo! Va a haber baile musitó con displicencia
Richardson. Oyó discutir a dos hombres con palabras breves,
insultantes, como tiros de pistola; se decían peores majaderías
que las que dice el común de los mortales en otros países. Richardson no se explicaba por qué era tan fuerte el ruido.
Al levantar la cabeza de su silla de montar-almohada, Richardson vio
con la ayuda de los desafiantes rayos de la luna una manta pegada
contra la pared en el extremo más distante de la habitación.
Como creyó que la manta ocultaba una puerta y recordaba que
el alcohol mexicano ponía muy mal a los hombres, Richardson
se allegó su revólver y se preparó para una calamidad
intempestiva. Richardson soñaba en su lejano y querido norte. ¡Entonces lo mato! ¡No, no lo hagas! ¡Si, lo mato! ¡Óyeme! Voy a ir a pedirle
a este imbécil americano su pistolita y sus espuelas y su dinero
y su silla, y si no me los da ¡ya verás! Los americanos son muy raros. Cuídese, señor.
Ahí se incorporaron veinte voces a la discusión. Gritaban
en chillones falsetes, como salidos de hombres muy tomados. Richardson sintió que se le secaba la piel alrededor de la
boca y que las rodillas se le hacían como de pan. Muy lentamente
se sentó, observando fijamente la inmóvil manta en el
extremo opuesto del cuarto. Este entumido movimiento mecánico,
realizado exclusivamente con los músculos de la muñeca,
debió semejar, a la luz de la pálida luna que le confería
a todo un matiz sepulcral, el despertar de un cadáver. Amigo mío, oye lo que te digo: que nunca te vaya a ejecutar
un verdugo que no hable tu idioma. Esa, o cualquier otra cosa que
se le parezca, es la más ardua de las muertes. Las amotinadas
emociones del terror destruyeron en Richardson el lento y meticuloso
raciocinio por el cual él entendía el mexicano. Así
que entonces Richardson usó su comprensión instintiva
del lenguaje primigenio y universal que es el tono. Aun así
resulta desconsolador no comprender la minucia de las amenazas contra
la sangre de tu cuerpo. De pronto cesó la gritería. Se hizo un silencio: el
silencio de la resolución. Alguien apartó la manta y
la luz roja de una antorcha brilló en la habitación.
La sostenía un mexicano panzón, de cara redonda, cuyo
bigotillo en forma de víbora era del negro de sus ojos, y cuyos
ojos eran del negro del azabache. Su loca rabia era la de un hombre
a quien el licor se le quema lentamente en el cerebro. Atrás
venían cinco o seis compañeros. La guitarra que habían
rascado tenazmente durante horas calló de pronto. Se miraron entre ellos. Richardson se sentó con la espalda
muy recta y firme, la mano derecha perdida entre los pliegues de su
cobíja. Los mexicanos se arremolinaban a la luz de la antorcha,
los ojos parpadeantes y encendidos. La pose del gordo era la de un hombre de alcurnia. En ese instante
dejó caer la mano sobre el cinturón y de su boca saltó
un epíteto: una espantosa palabra que con frecuencia antecede
a las puñaladas una palabra propia de México, país
en el que la gente tiene que cavar hondo para encontrar un insulto
que no haya perdido su valor. El estadounidense no se movió. Veía al mexicano gordo
con una mirada extrañamente fija, sin miedo, temeraria, sin
nada que pudiera prestarse a interpretaciones; lo veía, sin
más. El mexicano gordo se desconcertó seguramente, pues no perdió
su pose de gran hombre, añadiéndole más y más
solemnidad, hasta el punto que no le habría costado ningún
trabajo caerse de espaldas. Sus compañeros se balanceaban de
modo bastante ebrio. Sus ojos saltones veían parpadeantes hacia
Richardson. Pero bueno, señores, aquí había un
misterio. Ante la proximidad de la amenaza ¿por qué
ni gritó ni empalideció ni corrió ni pidió
clemencia este estadounidense? La bestia sólo se quedó
quieta y miró y aguardó a que ellos empezaran nada más.
Por lo visto, Richardson o peleaba bien o era un idiota. De hecho,
la situación resultaba embarazosa pues ¿quién
iba a dar el primer paso para descubrir si peleaba bien o era un idiota? Para Richardson, cuyos nervios se retorcían y palpitaban como
alambres con vida y cuyo corazón trepidaba en su interior,
esta pausa comportó un prolongado horror; y en él comenzó
a crecer un odio feroz en contra de estos hombres por el enorme susto
que le habían dado, un odio que lo hizo anhelar el ser capaz
de enfrentarse a todos ellos, un odio que lo hacía capaz de
luchar contra todos ellos. Un revólver calibre .44 puede hacer
un agujero tan grande que por él arrojen canicas los niños,
y cierto mexicano gordo, con bigote como víbora, al parecer
hasta aquí llegaba sólo porque asustó tremendamente
a un hombre. José había dormido a su modo la primera parte de la
noche, el cuerpo encorvado hasta formar un bulto, las piernas plegadas,
con la cabeza recargada sobre las rodillas. Las sombras impidieron
que los invasores lo vieran. Pero en ese instante se levantó
y fue tambaleándose hacia Richardson, como si quisiera esconderse
detrás de él. De la nada, el mexicano panzón soltó un grito de terror.
José se había acercado al círculo de luz de la
antorcha. Con un clamor de singular ferocidad todo el grupo de mexicanos
golpeó al sirviente del estadounidense. Estremeciéndose, José se arredró ante ellos,
suplicaban sus palabras y gestos. Le empujaban de aquí para
allá. Le golpeaban con los puños. Le aguijoneaban con
majaderías. Al arrastrarse sobre las rodillas, el mexicano
gordo lo cogió de la garganta y dijo: -¡Te voy a matar!
Y a cada instante volvía la vista para certificar si había
logrado provocar el primer impacto en el estadounidense. Richardson vio impasible la escena. Sin embargo, por debajo de la
cobija, con la firmeza del acero sus dedos asían la cacha de
su revólver. En ese momento se oyeron repentinamente los tronadores acordes de
la guitarra y la voz de una mujer, llena de felicidad y confianza,
que a las afueras de la casa gritaba: ¡Ey! ¡Ey! ¿Dónde andan? El agobiante grupo de mexicanos se detuvo en ese instante y se quedó
mirando al suelo. Uno de ellos, parado con las piernas bien abiertas
para no caerse, dijo: ¡Son las viejas! ¡Ya llegaron!
Gritó como respuesta a la mujer: ¡Acá! Y
sin esperar nada, empezó a caminar hacia la puerta cubierta
por la manta. Ya se oían las voces de las mujeres, conversando
y riendo. Otros dos de los mexicanos dijeron: ¡Sí! ¡Son
las viejas! ¡Sí! también ellos se fueron tranquilamente.
Ni siquiera la ferocidad del panzón quedó intacta. Éste
observó titubeante al aún inmóvil estadounidense.
Dos de los suyos lo jalaban con alegría: ¡Vente,
que ya llegaron las viejas! ¡Vente vámonos! Éste
volvió a echarle otra mirada a Richardson. Pero este...
-comenzaba. Riéndose, sus camaradas lo empujaron hasta la puerta.
En el umbral, al apartar la manta con una mano, volvió la cara
hacia el estadounidense con una final mirada desafiante. José,
llorando su condición en pequeños gemidos de gran desesperación
y angustia, se arrastró hacia donde estaba Richardson y se
acurrucó cerca de su rodilla. Ahí se escucharon los
gritos de los mexicanos al saludar a las muchachas y la guitarra estalló
en un feliz acorde. La luna se opacó y sólo un tenue cuadro de luz quedó
en el espacio de la puerta principal de la casa. Los carbones de la
hoguera estaban callados salvo los saltos ocasionales de sus brasas.
Richardson conservó su postura. Fijó la vista en la
manta que ocultaba la estratégica puerta del fondo. José
discutía, a la altura de sus rodillas, en voz baja, agraviado,
con los santos. Afuera, los mexicanos reían y bailaban y por
lo que sugería el sonido bebían más. En la calma y la noche, Richardson se quedó sentado, sin estar
muy seguro de que algún mexicano no reptara como serpiente
hacia él en las tinieblas, maliciando que se enteraría
hasta el momento de sentir la picadura mortal del cuchillo. Sssh
musitó a José. Richardson sacó el revólver
debajo de la cobija y lo dejó sobre la pierna. La manta sobre la puerta fascinó a Richardson. Era una forma
vaga, negra y fija. Por el espacio que cubría acaso entrara
la amenaza, la muerte. A ratos Richardson pensaba que la veía
moverse. Del mismo modo que nos impactan por cuanto ocultan las lúgubres
sábanas blancas, los ataúdes negros y plateados, toda
la panoplia de la muerte, así la manta, puesta sobre el hueco
en la pared de adobe, fue para Richardson un emblema horrible y una
cosa horrible en sí misma. En tal estado de ánimo nada
lo habría hecho tocar con un dedo esa manta. Los escandalosos mexicanos aullaban ocasionalmente una canción.
El guitarrista tocaba con rapidez y entusiasmo. Richardson quería echarse a correr. Pero en tan amenazadora
penumbra, el terror lo convenció que un movimiento suyo daría
la señal para el zarpazo de la muerte. José, encogido
abyectamente, a veces murmuraba algo. Los minutos pasaban con la lentitud
y el cansancio de las estrellas. De pronto Richardson se estremeció y se asustó. Le
faltó la respiración por un momento. En el sueño,
los dedos sin fuerza habían dejado caer su revólver
y éste retumbó sobre el suelo duro. Richardson lo levantó
inmediatamente y con la mirada recorrió aprensivamente el cuarto. La fría luz azul del amanecer invadía la habitación.
Todos los contornos se agrandaban lentamente; un detalle seguía
al anterior. La temible manta estaba quieta. El ruidoso grupo se había
ido o callado. Richardson sintió en su sangre el efecto de este frío
amanecer. El candor de la aurora le devolvió valor. Movió
a José. Vente le dijo. Su criado levantó
su morena y afilada cara y entendió. Richardson se ajustó
las espuelas y caminó; José, obediente, levantó
las dos sillas de montar. Richardson traía dos bridas y una
manta en la mano izquierda; en la derecha traía su revólver.
Caminaron con sigilo hacia la puerta. Quien dijo que las espuelas hacían ruido estaba loco. Las
espuelas hacen un tierno clash- clash- clash. Cuando se camina con
espuelas sobre todo con espuelas mexicanas- uno parece
como empleado del telégrafo. Al empezar a caminar Richardson
quedó inexpresivamente sorprendido. El ruido que hacía
le recordó el de dos timbales. De haberlo pensado, lo habría
sabido; pero en ese momento no pensaba, huía. Richardson hizo
un gesto de desesperación y José, debajo de las dos
sillas de montar, trató de hacer una cara de horror sin esperanza.
Richardson se agachó y con dedos temblorosos se desabrochó
las espuelas. Las cogió con la mano izquierda, levantó
el revólver, y ambos se escurrieron hacia la puerta. En el umbral de la puerta, Richardson volvió la vista. En
un rincón encontró que el indígena y la mujer
que los habían hospedado los observaban con los ojos bien abiertos.
No habían dado una sola señal a lo largo de la noche
y ahora ninguno de ellos habló o se movió. Sin embargo,
Richardson creyó detectar humilde insatisfacción ante
su partida. Quieta y vacía estaba la calle. En el cielo del oriente había
un parche color limón. José había dejado los caballos a uno de los lados de
la casa. Cuando doblaron la esquina estos dos hombres, el animal de
Richardson soltó un relincho de bienvenida. Era evidente que
la pequeña montura lo oyó acercarse. El caballo se le
quedó viendo, las orejas vueltas hacia atrás, los ojos
brillosos de gusto. Richardson hizo un gesto de pavor, pero el caballo en su felicidad
ante la aparición de sus amigos relincho de entusiasmo. El estadounidense sintió en ese momento que podía estrangular
a su tan querido animal. Casi en el umbral de la salvación,
su caballo, el amigo, lo traicionaba. Sintió por el caballo
la misma rabia que habría sentido por un dragón. Y sin
embargo, al otear rápidamente los alrededores, no alcanzó
a ver nada aterrador en la calle, ni en las puertas de esas casas
como tumbas. José cinchó su silla y enganchó las bridas en
un momento. Con unos cuantos movimientos de su brazo puso en su lugar
las riendas. Pero a Richardson le temblaban tanto las manos que apenas
logró cinchar su silla. Como si trajera mitones invisibles,
pensaba, hacía cálculos, prejuiciándose sobre
su caballo, Richardson sabía la poca disposición y la
enjundia que hasta ahora el animal había mostrado en cualquier
situación, pero hoy era muy distinto. ¿Cómo saber
que alguna rara instancia de la perversidad equina no haría
acto de presencia? Acaso la pequeña criatura esta mañana
no se sintiera con ánimo de galopar en el llano a toda velocidad,
de tal suerte que se rebelara y pateara y se comportara miserablemente.
Acaso no tuviera ganas y corriera sin brío. Quienes hayan tenido
que correr sobre una silla de montar sabrán lo que es ir en
un caballo ajeno a la situación dramática. Cabalgar
sobre un chivo, en comparación, es una bendición. Richardson,
peleándose como energúmeno con el cincho, pensaba estas
cosas. Por fin acabó. Saltó sobre su silla y al hacer esto
su caballo dio tremendo salto hacia adelante. Las espuelas de José
rayaron y desgarraron los costados de su enorme animal negro, y uno
junto al otro los dos caballos recorrieron a la carrera la calle del
pueblo. El estadounidense escuchó a su caballo exhalar un palpitante
suspiro de emoción. Las cuatro patas flotaban. Eran tan ligeras como bejines de cuento.
En un instante quedó atrás el resplandor de las casas
del pueblo y el enorme llano claro, silencioso, surgió como
un pálido mar de niebla y arbustos húmedos. Sobre las
montañas los colores de los rayos del sol eran como las primeras
notas, los acordes iniciales del poderoso himno de la mañana. El estadounidense miró a su caballo. Sintió en su corazón
la emoción primera de la confianza. El pequeño animal,
sin prisa y muy tranquilo, moviendo de aquí para allá
sus orejas con un dejo de interés en el paisaje, se dirigía
no obstante al ojo del amanecer a la velocidad de un antílope
aterrado. Richardson, al bajar la vista, vio la larga, hermosa zancada
de la pata trasera tan firme como una máquina de acero. En
lo que el suelo se rezagaba, zumbaban los secos yerbajos y las plantas
de cactus eran repetitivos borrones. El viento enredaba la crin del
caballo sobre la mano de la rienda de su jinete. El perfil de José se recortaba contra el pálido cielo.
Era como el de un hombre que nadara solo en el mar. Sus ojos brillaban
como metal, clavados enfrente en un punto desconocido, en algún
místico lugar seguro. A veces salía de su boca un breve
grito inaudible; y sus piernas, dobladas hacia atrás, trabajaban
espasmódicamente en lo que las espuelas de sus tobillos mortificaban
los flancos de su portador. Richardson echó un vistazo a la penumbra del poniente en busca
de señales de una tumultuosa y ruidosa cabalgata. Él
sabía que si sus conocidos enemigos no lo habían atacado
al quedarse quieto y confrontarlos sentado con aparente calma, ahora
que él huía de ellos a toda velocidad lo perseguirían
seguramente con toda la rabia ahora que les había confesado
qué él era más débil que ellos.
El valor de ellos crecería como las semillas en primavera y
al darse cuenta de su escapatoria saldrían galopando como fieros
guerreros. A veces estaba seguro que los veía. A veces estaba seguro
que los oía. Al volver a cada rato la vista sobre el hombro,
Richardson estudiaba las extensiones púrpuras por donde se
iba la noche. José se revolvía y daba vueltas en su
silla, lesionando persistentemente el galope del caballo negro, irritándole
y castigándole hasta que la blanca espuma voló y los
poderosos hombros brillaron como satín por el sudor. Al fin Richardson aminoró cuidadosamente la carrera de su
caballo hasta traerlo al trote. José quería correr y
correr sin parar, pero el estadounidense le interpeló con firmeza.
Cuando caminaban lado a lado, la pequeña cabalgadura de Richardson
echó hacia adelante su suave nariz e inquirió sobre
la condición del caballo negro. Cabalgar con José era como cabalgar con un muerto. Su cara
parecía una máscara de plomo. A veces se reclinaba hacia
adelante y casi se salía de su silla. Richardson tenía
tanto miedo él mismo que era incapaz de hacer cualquier otra
cosa que odiar a este hombre por su miedo. Por último expidió
una orden que por poco le saca los ojos a José y se los hace
rodar por el suelo como dos monedas de plata. Cabalga atrás de mí, unos cincuenta pasos. Señor tartamudeó el criado. ¡Ve! gritó con furia el estadounidense.
Miró fijamente al otro y puso su mano sobre el revólver.
José vio empavorecido a su patrón. Hizo un gesto de
piedad. Luego se rezagó lentamente, a la vez que miraba la
cara de su patrón en busca de una señal de misericordia. Richardson había resuelto, en su cólera, que a como
diera lugar emplearía los ojos y los oídos del mayor
de los miedos para detectar la cercanía del peligro, y por
eso puso a su criado como una suerte de posta. Richardson tenía que estar muy pendiente para que su criado
no se adelantara y le diera alcance. A los círculos suplicantes
que en el aire trazaba José con el brazo, Richardson contestaba
blandiendo amenazadoramente su revólver. A él le habían
educado en el condado de Río Grande. Richardson perdió el rumbo en una ocasión. Lo recuperó
gracias a los fuertes gritos de su sirviente. Más adelante, José por fin se adelantó ruidosamente,
gesticulando y a gritos. El caballo más pequeño saltó
sobre el hombro del negro. Iban a la carrera. Richardson, al volver la vista atrás nuevamente, alcanzó
a apreciar un oblicuo resplandor de polvo en la palidez del llano.
Él creyó detectar ahí tenues figuras en movimiento. Los gritos y susurros de José equivalían a un curso
universitario de teología. No dejaban de salir de su nerviosa
boca. Sus espuelas eran como motores; obligaban a su caballo negro
a avanzar por el llano a enormes saltos. Pero Richardson tenía debajo una pequeña bestia insignificante,
color rata, que al parecer corría con el mismo ímpetu
de una estatua de bronce. A decir verdad, el suelo parecía
algo que sólo se pisaba a ratos con cascos tan livianos como
las hojas secas. De vez en cuando, Richardson se echaba hacia atrás
y jalaba las riendas para no abandonar a su criado. José mortificaba el bocado de su caballo, se revolvía
en la silla y atizába los tobillos como si fueran flagelos.
El negro corría como un caballo desesperado. Los sarapes rojos de lejos parecían gotas de sangre en el
enorme tejido del llano. Richardson empezó a soñar en todas las posibles alternativas.
No pensó en su criado, no obstante lo humanitario que era.
A José, como mexicano, era natural que lo mataran en México;
pero a él, de Nueva York... Richardson recordó todos los relatos sobre carreras por la
vida y le parecieron mal escritos. El enorme caballo negro se fue volviendo indiferente. Los golpes
de las espuelas de José ya no le hacían avanzar a grandes
y dolorosos saltos. Finalmente José había hecho caer
en la cuenta a su montura que los espuelazos eran inevitables, corriera
o no, y ahora el animal asumió el dolor de las espuelas tediosa
y estoicamente, como un animal que descubre que hacer su mejor esfuerzo
no le confiere respiro alguno. José se transformó en un loco furioso. Daba golpes
y gritos moviendo al unísono brazos y tobillos. Parecía
un hombre en un barco que se hunde, hablándole al barco. También
Richardson le gritaba como loco al caballo negro. El espíritu del caballo contestó a estos llamados,
y, estremeciéndose y respirando con fuerza, realizó
un gran esfuerzo, una especie de último jalón, al parecer
no para sí, sino porque comprendía que acaso el sacrificio
de su vida había sido convocado por estos dos hombres que le
gritaban en el idioma universal. En ese momento, Richardson no tenía
idea del afecto. estaba demasiado aterrado, pero ahora con frecuencia
se acuerda de cierto caballo negro. Se oyó un grito proveniente de atrás, y en una ocasión
soltaron un balazo al aire, evidentemente. Richardson
gimió al volver la vista. No quitaba la mano del revólver.
Trató de imaginar el breve tumulto de su captura: la conmoción
del polvo que levantarían los cascos de los caballos al obligarlos
de pronto a frenar sobre sus patas, las confusas e insultantes majaderías
de los hombres, el timbre de los disparos, su propia final contorsión.
Richardson pensó también en cómo fastidiar al
panzón, nomás por remediar su abominable egolatría. Fue José, el aterrado, quien al fin halló la salvación.
De pronto soltó un grito de felicidad y sorprendió a
su caballo con el embate de una nueva carrera. Se encontraban entonces
en un cerro, y el estadounidense que estaba en la cima vio a su criado
descender al galope por una pendiente hacia los brazos, por así
decirlo, de una pequeña columna de jinetes vestidos de gris
y plateado. En la tenue luz de la mañana sus figuras eran tan
vagas como las sombras, pero Richardson identificó inmediatamente
en ellos a un destacamento de rurales, el granado cuerpo de
caballeria del ejercito mexicano que vigila celosamente los campos
haciendo de ellos la ley y la tropa de las praderas: un destacamento
feroz y discreto que sabe poco de prevencion pero mucho sobre venganzas.
Subitamente salieron y la fila de sus enormes sombreros bordados
en plata surgieron sorpresivamente. Richardson vio que José se abalanzaba de su caballo y que
empezaba a cuchichear con el jefe del grupo. Cuando el estadounidense
llegó supo que su criado había expuesto todo el asunto,
y en ese momento le describía a él, a Richardson, como
un señor de los Estados Unidos, propietario de grandes
riquezas, amigo de casi todos los potentados del gobierno en un radio
de doscientas millas. Esto pareció impresionar gratamente al
oficial. Éste saludó con solemnidad a Richardson y dirigió
a sus hombres una sonrisa de entendimiento, tras la cual ellos prepararon
sus carabinas. El pequeño cerro impedía ver a sus perseguidores, pero
sí se alcanzaba a escuchar la rápida pisada de sus caballos.
Se gritaban y llamaban entre ellos. Al fin aparecieron sobre el filo del cerro, una salvaje banda de
casi cincuenta jinetes ebrios. Cuando descubrieron a los rurales
de uniforme claro ya bajaban a toda velocidad por la pendiente. Si precipitándose en picada a medio cerro se convencieran
de dar la vuelta y regresar, se daría un efecto en cierto modo
semejante al que produjeron entonces los jinetes borrachos. Richardson
vio cómo los rurales apuntaban tranquilamente con sus carabinas
hacia el frente, y sintió, al fin persona de idiosincrasia
tan peculiar, que ante la inminente descarga el corazón le
saltaba a la garganta. Pero el oficial se adelantó solo. Al parecer el hombre que traía la mejor cabalgadura en este
sorprendido grupo era el panzón del bigote como víbora,
y, por lo tanto, era el más adelantado. Éste trató
de detenerse, girar a su caballo, y remontar el cerro de regreso como
lo habían hecho algunos de los suyos, pero el oficial le llamó
con voz seca de mando. -¡----! -gritó el oficial-. Este señor
es amigo mío, amigo de mis amigos. ¿Lo andas persiguiendo,
---? ¡----! ¡----! ¡---! (Las líneas representan
las distintas terribles majaderías que usó el oficial.) El panzón se ocultó simplemente tras el cuello de su
caballo. Tenía la cara verde; se veía que esperaba que
le mataran. El oficial gritó con majestuosa intensidad: -¡----!¡----!¡----! Por último saltó de su silla de montar y gritó
a la vez que corría hacia el mexicano gordo: -!Lárgate!-
y con toda su fuerza pateó el caballo en el vientre. El animal
pegó un salto enorme, y el gordo echando un empavorecido vistazo
hacia los impasibles rurales, enfiló su cabalgadura
hacia la punta del cerro. Richardson volvió a temer una descarga,
pues se cuenta que éste es uno de los métodos favoritos
de los rurales para deshacerse de la gente objetable. El gordo mexicano
verde también pensó seguramente que le iban a matar
en la carrera por la miserable ojeada que lanzó hacia la tropa.
Sin embargo, se le permitió desaparecer en la cima bajo una
nube de polvo amarillo. José estaba encantado, desafiante y, ¡ah!, radiante
de valor. El caballo negro estaba tristemente reclinado, nariz contra
el suelo. El pequeño animal de Richardson, con las orejas hacia
el frente, contemplaba los caballos de los rurales como si les estudiara
con atención. Richardson quiso decir algo, pero sólo
pudo inclinarse hacia adelante y palmear los brillantes hombros acerados.
El pequeño caballo volvió la cabeza y miró solemnemente
hacia atrás.
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