ACASO al europeo le convenga acercarse cautelosamente
hasta la cocina brasileña, por el intermedio de la portuguesa.
En Cabaça Grande rua Ouvidor, Río de Janeiro, por
allá frente a los mercados, aprenda a paladear la sopa
verde, sopa de col, rociándola con el vino que también
llaman vinho verde (o tierno); y luego entre más a fondo
en el misterio, acepte las especialidades del Solar dos Barrigas, y
atrévase al cabo con unas tajadas de mamào ("papaya"
en México, y que perdonen los cubanos). Para acostumbrarse, el
europeo puede comenzar por espolvorearla con un poco de azúcar
y echarle unas gotas de limón. Pero acéptela sin desconfianza
(lo digo por el recelo que leí en la cara de Paul Morand): contiene
pepsina y ayuda a la buena digestión. A tal punto que, cuando
la carne está algo dura, no hay como asarla hincándole
antes unas semillas de mamào.
Por lo demás, la creciente ola del turismo es rasero contra los
relieves nacionales. Los visitantes extranjeros de nuestra América
se reclutan, de preferencia, entre vecinos de la casta no más
refinada. Ellos, en su esquematismo pragmático, reducen la antigua
minuta a unos contados entremeses; prefieren a la cocina la conserva,
al punto que Will Rogers consideraba el abrelatas como una insignia
nacional; y de seguro caerán mañana, por ahorrar tiempo,
en la manía de alimentarse con inyecciones y comprimidos, como
hemos visto que lo soñaba ya el neurasténico héroe
de Pérez Galdós y han vuelto a soñarlo ciertos
utopistas contemporáneos.
Sí, ya lo sabemos: no se debe juzgar de un pueblo por el acaso
de su clase de exportación. También la cocina de allende
del Bravo tiene su alcurnia, dígalo ese inolvidable pollo a la
Maryland. Ni siquiera hacen falta, para convencerse de ello, investigaciones
muy recónditas. No lo ignora quien haya leído, por ejemplo,
una novela policial que está al alcance de cualquiera: Too
many cooks de Rex Stout. "No hay alta cocina en América
dice el personaje Jean Berin, un francés Me aseguran
que hay cocina doméstica. Algo me han contado respecto a la Nueva
Inglaterra, sus marmitas, sus 'atoles', sus almejas marinadas y sus
potajes de leche; todo lo cual puede ser hasta muy sabroso, pero es
cosa para el vulgo, no para los maestros del arte." Y el obeso
Nero Wolfe contesta: "¿Ha probado usted la tortuga en mantequilla
o el caldo de pollo al jerez?... ¿Ha comido usted el solomillo
a la parrilla, desangrado al cuchillo, aderezado en perejil y rebanadas
de lima, rodeado de purée de patatas que se deshace en
la lengua, y con su acompañamiento de hongos frescos, levemente
asados?... ¿O la tripa criolla de Nueva Orleans? ¿O el
jamón de Missouri, bañado en vinagre, melaza, Worcestershire,
sidra dulce, y salpicado de yerbas? ¿O el pollo Marengo? ¿O
el pollo en huevo batido, con uvas, cebollas, almendras, jerez y salsa
mexicana? ¿O la zarigüeya Tennessee? ¿O la langosta
Newburgh? ¿O la sopa de pescado estilo Philadelphia?...
Porque la bouillabaisse de Marsella no vale nada junto a la neorleanesa,
etcétera". (Y en efecto, la marsellesa ha perdido categoría,
y entiendo que Adolfo Salazar ha declarado por ahí, abiertamente,
que la supera con mucho la que se prepara en el Levante español.)
Pero todo eso es erudición, exquisitez y rareza. Todavía
Waldo Frank, hace pocos lustros, y en trance de describir su América,
observaba que, en Nueva Orleans, gracias a la tradición culinaria
francesa, existen las bases de una verdadera cultura; pues venía
a decir no hay más alta prueba de superación que
el aplicar el sentido artístico al comer, a la función
más animal del hombre. Habría que añadir la cocina
alemana de Pennsylvania, que inspira singularmente las recetas del Thanks
giving Day (fruta cristalizada en la boca del animal, etcétera).
Por lo demás, la estancia de Brillat-Savarin en los Estados Unidos
no pudo menos de dejar provechosa huella. Pues sépase y
muchos lo ignoran que, según recientísimas investigaciones,
el sumo gastrónomo y más tarde juez del Tribunal Supremo,
antiguo miembro de la Asamblea Constituyente, se refugió en el
país vecino, huyendo del Terror, entre 1794 y 1796. Allá
tuvo ocasión de vencer al Honorable Wilkinson en un duelo de
bebedores; no en vano solía él decir que "quien se
indigesta o se emborracha no sabe comer ni beber". Después,
en famosa hazaña de altanería, abatió un pavo silvestre
por las selvas vírgenes del Connecticut, a unas treinta millas
de Hartford, y luego se lo comió gustosamente, mechado de cebolla,
ajo, setas y anchoas. Por último, conoció otros deleites
de que ha quedado algún testimonio, y es lástima no reproducirlo
aquí, pues también la literatura secreta tiene sus derechos.
Pero no nos lo perdonaría la decadencia de nuestra época,
sino impreso en edición no venal, en pequeño número
de ejemplares para los happy few y con prohibición de
reproducirlo.
En suma, que en los Estados Unidos se come algo más y mejor que
el chewing gum, y lo sabemos quienes hemos gozado los privilegios
de su incomparable hospitalidad; pero que el peligro está en
el progreso mismo de sus técnicas: la industrialización,
he ahí el enemigo.
Para volver a nuestro asunto, el eclipse momentáneo de la cocina,
o de "ciertas cocinas" (pues ni creo en la decadencia fatal
y necesaria, pese a Spengler, ni creo que el caso sea general), ha dado
motivo a una singular observación de Ferrero, que también
he encontrado en artículos de mi amigo Adolfo Salazar. Según
Ferrero, el mal comenzó con el Romanticismo "arte
de estómagos vacíos, innobles ragús y pastas plebeyas"
y se acentuó aún con el triunfo de la burguesía,
sus exterioridades insípidas, sus máquinas hoteleras en
serie, sus hartazgos sin gusto, sus hipos y acedías en vez de
la buena charla a manteles, sus bebidas al alcohol de lámpara
mezcladas con jugo de limón... Sin duda pueden encontrarse otras
razones secundarias.
Desde luego, el tal eclipse corresponde al cambio de costumbres, la
nueva vida social de la mujer y, como hemos dicho, el desarrollo industrial
que aún no sustituye a los antiguos procedimientos manuales y,
por lo pronto, simplemente los abandona. ¿Quién no prefiere,
aunque el resultado sea diferente, maniobrar un molino eléctrico
a humillarse de rodillas ante el tradicional "metate", que
parece otra divinidad azteca, otra piedra de los sacrificios? ¿Quién
no prefiere el shaker eléctrico al tradicional molinillo,
aunque con éste se pierda uno de los más preciosos artefactos
del folclor mexicano, cetro churrigueresco que preside al buen chocolate?
¿Quién no prefiere la electricidad o el gas doméstico
a los braseros encendidos con "soplador", aunque el cocimiento
rápido de ahora no deje a la naturaleza, como antes, concentrar
sus jugos y virtudes en la gracia del fuego lento? ¿Y quién
se atreve, hoy por hoy, a exigir de las mujeres de su familia que preparen
a lo largo de varios días un plato casero, de aquellos que suponían
una verdadera y muy abnegada vocación, de temple casi religioso?
¡No, que tienen que ir al té, al bridge, a la conferencia
o al mitin?. Y no seré yo quien lo censure. ¡Si ya, a comienzos
del siglo, las madres sólo se decidían a imponer a las
muchachas, en suerte de penitencia y castigo, la confección del
"dulce de leche" argentino o "manjar blanco" chileno,
pariente de nuestra "cajeta de Celaya"! Lo cierto es que el
tal postre exige, para que la leche no se queme y no se pegue al fondo
del cazo, una agitación de varias horas que agota cualquier resistencia.
Pero las tradiciones caseras tenían para la mujer una crueldad
inconcebible. Hay quien se acuerda todavía de la controversia
entre la antigua plancha y la plancha eléctrica. Las vestales
sostenían, con toda clase de argumentaciones metafisicas, que
el calor era muy diferente en uno y otro caso y que sólo se podía
planchar, lo que se llama planchar, a la moda vieja. Y se encerraban
en el cuarto de planchar con su hornilla encendida, procurando que no
entrara el aire, porque aseguraban que el contraste térmico les
ocasionaba dolores y punzadas. Y, claro está, acababan la faena
en medio de las náuseas y jaquecas de la más estúpida
intoxicación voluntaria, porque ni siquiera se acompañaba
del menor propósito suicida.
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