NO TARDÓ en sobrevenir la suculenta cocina sudamericana
peruana, cubana, platense, brasileña, chilena que,
entre otras cosas, me sirvió para descubrir ciertos comunes denominadores
con la cocina mexicana. Estos comunes denominadores deben referirse,
por una parte, a las condiciones naturales y, por otra, a la base hispánica
y singularmente a Andalucía, Canarias, Asturias y Galicia.
Antes ya había yo encontrado nuestros frijoles, con diversos
nombres y aderezos, en España y aun en la Francia meridional,
donde también los toman refritos. Y me aseguran que nuestra tortilla
de maíz no es desconocida en Hungría. Las semejanzas entre
las cocinas de nuestras hermanas continentales no tenían por
qué sorprendernos. Los "tamales" mexicanos, con otras
denominaciones y variantes ("humitas", "hayacas",
milho em chala), andan por todo el sur, lo mismo que los "elotes"
o "choclos". Los veraneantes de Acapulco saben que el "cebiche"
peruano llega a nuestras costas del Pacífico. El tasajo de Uruguay
y de Cuba es la carne-seca o cecina de Monterrey. La pimenta malagueta
o el "ají" son especies de nuestro "chile".
Los condimentos bahianos en que se abusa del picante son parientes próximos
de los nuestros. La parrillada criolla, los "chinchulines"
y demás entrañas aprovechadas por la cocina platense lo
que el cazador europeo entrega a las jaurías y en Francia se
llama la courée también los conoce el pueblo
mexicano bajo el nombre de "menepile" o "nenepile",
porque las autoridades no están de acuerdo. El "ajiaco"
es plato común de Hispanoamérica. Por todas nuestras repúblicas
se entabla la muy conocida disputa sobre las "empanadas criollas"
cada país y aun cada región pretende que las suyas son
las auténticas; y en Chile mantienen que han de ser aceitosas
hasta que el aceite escurra y gotee "por el cobdo ayuso",
como la sangre en la espada de Minaya Álvar Fáñez.
Y sólo me resultó algo exótica la costumbre gaucha
de echarse sobre el asado con cuero
en la misma res mordiendo,
cortando con el facón, |
como se dice en la "Teoría prosaica" de mi libro Otra
voz. Arriesgué allí la suposición de que se
trata de una costumbre judía. ¿Será tal costumbre
anteríor a la colonización de Hirsch en la Argentina?
¿Qué nos dice Alberto Gerchunoff, autor-de Los gauchos
judíos?
No puedo ocultar algunos fracasos. En Buenos Aires, donde hay consumados
maestros que sirven en las buenas casas y aun logran defenderse del
automatismo a que conduce el trabajo en los grandes hoteles; en Buenos
Aires, donde hay cocineros del país que practican mil y un secretos,
hay también una plaga de cocineras gallegas que, amén
de ser improvisadas en el oficio, se han torcido con el traslado como
los vinos débiles, se descastan y se vuelven urbanas en el peor
sentido del término. Me aconteció pasar un verano en Tandil,
cuando todavía estaba en su sitio la célebre Roca Oscilante,
y allí me hartaba yo de cazar perdices y liebres. La suerte me
puso en manos de una de esas gallegas a quienes el cemento porteño
resecó los últimos jugos vitales traídos de sus
plácidas rías. No hubo manera de entenderse. Pasé
por las perdices, aunque no sin recriminaciones; porque la mujerona
decía siempre, cuando me veía volver con mi glorioso botín:
"¡Qué ganas de cansarse sin necesidad!" Todo
lo que olía a campiña le parecía una decadencia
respecto a la condición que ya había escalado en Buenos
Aires; se le figuraba un retroceso, y aun debo decir que se echó
a llorar cuando supo que nos íbamos de veraneo a una "estancia",
imaginándose que otra vez tendría que labrar la tierra
para merecer el sustento. Como quiera y de mala gana, transigía
con las perdices. Con las liebres no le fue posible: le dio por encontrar
preñadas y no cocinables cuantas cobré en todo el verano.
Con ese pretexto, las repartía siempre entre los peones y en
los "tambos" vecinos, de modo que no llegué a probarlas.
La verdad es que no tenía noticia o la había olvidado
por honor de inmigrante sobre cómo una liebre se traduce
en manjar, que le parecía cosa muy rústica. ¡Ay,
el civet de Francia! ¡Ay, los conejitos marinados del día
anterior que me preparaba antaño la materna pericia!
Y quiero ser del todo sincero: para la excelente materia prima de que
con razón se enorgullecen los bonaerenses, es lástima
que, en general, descuiden tanto el arte cisoria y no sepan cortar la
carne importante extremo a que don Enrique de Villena, en 1423, halló
indispensable consagrar un tratado en veinte capítulos. Tan lamentable
deficiencia amengua el disfrute de los mejores trozos, si es que no
lo anula por completo, pues está visto que la materia cede a
la forma, como lo explicaba Aristóteles. De la pavita se abusa
un poco, sutilizando con gracia hasta convertirla en papel o en "plástico",
y ahí sí que se dan gusto en aquello del cortar mecánico
nunca confundible con el cortar racional, al que corresponde una idea
sobre la unidad alimenticia que es ya cosa de la mente y no del cuchillo,
mucho menos de la rueda de acero empujada por electricidad. Ya Sócrates,
en el Fedro, recomienda el observar las articulaciones y zonas
naturales, y no despedazarlo todo cortando por dondequiera (265 e).
Además de la buena carne que allá se encuentra, sea siempre
loado el pejerrey, que es a la Argentina lo que a España es la
merluza o el huachinango a México. Ni siquiera el millonario
Guinle pudo transportarlo a sus lagos brasileños, a pesar de
sus riquezas y sus techos de oro. Y eso que ha conseguido instalar en
Teresópolis criaderos de zorro plateado, cosa increíble
en aquellas latitudes, triunfo del hombre y alarde de la técnica
en lucha con la naturaleza.
En el Brasil, de recién llegado, ignoraba yo que el cabrito se
llama en portugués "cabrito". Esto acontece cuando
va uno muy lejos por la solución de los enigmas. Se me antojó
comer un cabrito al modo regiomontano de mi infancia, girándolo
en la estaca sobre el fogón, como el pollo allo spiedo
que Italia llevó a la Argentina. No sabía cómo
explicarme, pues todavía mi portugués era teórico
y no pasaba de estudios sobre los orígenes comunes de la lírica
en ambas lenguas gemelas o de algunas páginas de Faría
y Sousa contra mi venerado Góngora. Cayó mi vista sobre
unas cabras, allá por las lomas que dan fondo al parque presidencial
de Guanabara. Y "Quiero comerme uno de ésos"
le dije a mi cocinera Dulce. La "prieta",1
entornando maliciosamente los ojos: "No me amonestó,
si nos comemos uno de ésos, el Presidente nos mete a la cárcel"
(no xadrez). Y no pude menos de recordar la anécdota del
joven Abraham Lincoln, cuando le propuso al negro que le ayudara a limpiar
un gallinero: "¿Limpiar un gallinero, Mr. Lincoln?
exclamó el negro. ¿Y si nos pilla la policía?"
Esta prieta de mi historia merece recordación aparte, ya que
no por sus contagiosas carcajadas, aunque sea por haber descubierto
el nombre portugués que conviene dar a los garbanzos.2
Los garbanzos, en general, no son muy conocidos del brasileño,
quien se conforma con llamarlos desairadamente "granos de pico".
Entre mis deberes oficiales estaba el procurar una mejor tarifa para
el garbanzo mexicano en el Brasil, siquiera en beneficio de las "colectividades"
españolas, singularmente importantes en Sào Paulo. Nuestro
garbanzo, por su calidad, competiría ventajosamente con el pequeño
garbanzo chileno, único que llega a aquellas tierras. Los cosecheros
de Sonora solían enviarme algunos sacos de muestra. La prieta
aprendió a preparar el grano para ofrecerlo en comidas privadas
a los posibles importadores. Un día se cansó de andarse
con rodeos, e imitando el nombre español, impuso a los garbanzos
el regio bautismo de braganços. Se desternillaba de risa,
cuando le conté el caso, el Excelentísimo Señor
Afranio de Mello Franco, Ministro de Relaciones Exteriores, en quien
la sabiduría y el buen humor se armonizaban con la cortesía
más deliciosa. Y gracias a esta ocurrencia de Dulce obtuve al
menos que los braganços mexicanos entraran al Brasil,
si no con exención de derechos, por el moderado canal de la segunda
columna arancelaria. ¿Y qué dirán de esto los tratadistas
y los que creen que, en el trato internacional, bastan las instituciones
y las reglas y sobran los hombres y los contactos humanos, los verdaderos
diplomáticos, en suma?
El caro y admirado Ribeiro Couto ha escrito una requisitoria contra
la cocina brasileña práctica, pues la teórica reconoce
él que existe en los libros. Se queja del abuso del picadillo
con patatas; delata el hecho de que "matar una gallina" sea
un suceso importante (como matar el toro en Grecia); reclama contra
el exceso y la cargazón del vatapá y la feijoada;
contra la pesadez y ausencia de imaginación en las comidas burguesas;
lamenta que no se conceda la debida honra a la aceitunas; truena contra
el macarrón de hospital, contra la carne más reseca que
asada. Pero calla sobre la deleitable canja; nada dice de la
farofa, yuca o mandioca, que cobra su sentido en platos picantes;
nada del palmito con camarón que es una combinación de
alto estilo. En todo caso; no deja de ser inquietante cierto descuido
del Brasil respecto a sus tradiciones culinarias. En mis tiempos, faltó
ambiente para fundar un club gastronómico. Lo cual, por lo demás,
es síntoma general de la época.
1 Así como en otras
partes hay que llamar "moreno" al negro, que se considera
tratamiento más deferente, así en el Brasil se lo llama
"prieto".
2 Dulce era igual a la
Aunt Gemina que prepara los hotcakes en los films de Hollywood
1951.
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