DESCANSO VI


EL MANUALITO de Maurice des Ombiaux, L'Art de manger et son histoire, permite una rápida iniciación. Ni divaga entre generalidades sociológicas y demás pesadeces sesquipedales en ismo, ístico, ad, on, ni afecta demasiado ese tono burlesco con que los autores dan a entender que están por encima de su asunto, que lo toman a juego, abusos ambos que suelen afear la literatura culinaria.

Grimod de la Reynière —el del Almanaque, el del Itinerario—, por ejemplo, no pasa de ser un glotón, tan extravagante como escaso de paladar, y capaz de tomarse tan por lo serio, aunque talento no le falta, que quiere hacernos tragar sus sandeces sobre las comidas rubias y las comidas morenas.

Pero el mismo Brillat-Savarin, el de la Fisiología del gusto —obra mucho más citada que leída y cuyo título pudo inspirar a Balzac La fisiología del matrimonio, obra donde el comer asume categoría de arte mayor, por cuanto en ella se declara que "sólo el hombre de ingenio sabe de veras lo que se come", obra donde todavía se deja sentir el buen dibujo dieciochesco, a cinco lustros de distancia, obra en que campean cierta gracia sentenciosa y un sentimiento castigado e higiénico—, no deja de finchar un tanto la voz, doctorando así sobre la filosofía de la historia: "El destino de las naciones depende de su modo de alimentación", Claro está que sí, dígalo Marx; pero depende también de todas sus demás peculiaridades y condiciones juntas.

Sin embargo, no hay que juzgar ligeramente a Brillat-Savarin, en quien se encuentran observaciones tan profundas como ésta: "Yo también he hecho mis reflexiones, y me he atrevido a poner la apetencia por los licores fermentados, apetencia desconocida para los animales, al lado de la inquietud por el porvenir, que igualmente les es ajena, inclinándose a considerar ambas cosas como características de la última revolución sublunar".

Uno de los mayores peligros de la literatura gastronómica está en la fantasía, en la simbolización y en la bufonada, que insensiblemente ocupan el sitio del gusto y la experiencia. El maestro de esta escuela equivocada es Grimod. Arrastra consigo a Charles Monselet quien, aunque dejó un soneto ingenioso Al puerco ("sin perdón así se llaman", decía Cervantes), nunca supo lo que era manir un volátil (faisander).

Laurent Tailhade, el poeta, es demasiado buen satírico para dar consejos convenientes: se va la risa, no puede. Su Petit traité de la Gourmandise es una pieza de excelente retórica, pero no de mucha sustancia. Conoce poco. Equívoca la glotonería con la gastronomía. Quiere convencemos de que el buen comer se relaciona con el atletismo y es como una de sus partes: lo confunde con las fantochadas de Pantagruel. A punto estaríamos de negarle toda calidad en el género, a no ser por sus tiradas finales contra el vegetarianismo exclusivo, el régimen hídrico a todo trance y el abuso de las conservas con regusto de hojalata.

Por de contado que la mezcla de lileratura y cocina es cosa legítima y agradable: dígalo aquel viejo Ateneo. En las naciones llegadas a estado de civilización (a la pos-historia, que dice el caprichoso Cournot), los dos géneros se hermanan gustosamente. Y, según domine el recuerdo del Vizconde romántico o el recuerdo del moderno autor de La Brière —premio Goncourt—, los Maîtres-queux de París ofrecen en sus minutas un Chateaubriand o un Châteaubriant. Y si la cocina hace caso de letras; la recíproca es más frecuente. Libros hay que son meras anécdotas de boca y pasatiempos del apetito.

Nadie resiste a la tentación de citar la frase de Pío IX sobre la cocina del Cardenal Bernis, que "estaba en olor de santidad". Nadie, a la de citar el banquete precioso y ridículo de Boileau; o el retrato que hace Montaigne sobre los teólogos del guisado; o las humoradas de Thackeray sobre los snobs anfitriones. ¿Y el cuento de los dos salmones que Antoine Carême sirvió, uno tras otro, porque se cayó el primero de la bandeja, en la cena de Talleyrand? ¿Y los juicios del Marqués de Cussy, cuanto a los azúcares y garapiñas de la mesa ateniense? ¿Y los horrores del vomitorio romano? Pues ¿y el plato de lentejas de Esaú y Jacob? ¿Y por qué no la manzana del Paraíso, famosa compota? Bien que aquel plato sea tan ignoto, que no ha logrado aclararlo un sabio del Talmud en varios años de averiguaciones: bien que esta manzana —al fin como fruta cortada del árbol en la dichosa edad y siglos dichosos— sea propiamente anterior al arte de la cocina, el cual aseguran que empieza con el uso del fuego: traslado a nuestro redentor Prometeo. ¿Y los idilios místico-culinarios de San Fortunato y la Reina Radegunda? ¿Y qué hay con los aforismos de La Rochefoucauld y los de Rivarol? ¿La sabiduría del viejo Dumont D'Urville, que visitaba en primer lugar las cocinas, para juzgar del adelanto de cada tribu? ¿Y Balzac y su taza de café? ¿Y Dumas hijo y su repelente ensalada japonesa? ¿Y Eça de Queiroz, cuyas novelas, según hemos dicho, muestran el caso que hacía de las comidas? Léon Daudet, más que nada autor de memorias, nunca olvida lo que comió en tal fecha, donde lo comió y en qué compañía: ya es la botella que su padre y él ponían a refrescar en el río, donde Mamá no la descubriera; ya el pâté-foie-gras cuyo naciente desvio hubo que sanear y castigar con mostaza; ya, en Foyot o por ahí, entre escritores de la otra generación; aquel sutilísimo distingo entre las burbujas de la champaña dulce y la seca, vertidas en "flautas" iguales (no en el cáliz grecorromano, que es feo anacronismo); ya las paradas gastronómicas de Mme Théodore de Banville, a cuya mesa cada plato era un epigrama del sabor y donde las legumbres tenían la frescura de la madrugada... ¿Y Jules Claretie, en fin —para acabar con los ejemplos—, y su secreto del clafoutis lemosín, tan de veras secreto que los naturales nunca lo revelan a los viajeros?

La historia del comer y el beber, entendida como un capítulo de la historia de la civilización (perdón: de las civilizaciones), tiene sin duda sus encantos. Por ella averiguamos que el tapón de corcho y sus consecuencias para la conservación de los vinos datan del siglo XVII, y entendemos por qué es disparate hablar de un comedor Enrique II, o Luis XIV, o Luis XV, o hasta Luis XVI. Esclarecimientos, por lo menos, curiosos. Pero también la psicología de los pueblos encuentra aquí dónde espigar —¿Qué podemos pedir —decía en Buenos Aires el helenista Capello, invocando a Ratzel contra los "corizontes" alemanes, los que parten a Homero en dos—, qué esperar de un pueblo que se alimenta con papas?

A quien, dejándose ya de historias, busque conocimientos más precisos y de utilidad inmediata, no pueden, desde luego, contentarle los teóricos a lo Brillat-Savarin, más filósofo que cocinero, y en quien tachamos la imperdonable omisión de los vinos —capítulo de que casi prescinde—; ni tampoco pueden contentarle los libros históricos como el Arte de Maurice des Ombiaux. A éstos recomendaría yo el Paris-Gourmand, de Pierre Béarn que, a pesar de su modesto título, trasciende más allá de París y, sobre todo, trae informaciones prácticas y un buen catálogo que el lector debe, desde luego, poner al día, perdonándole que atribuya a Des Ombiaux el Breviario de Tailhade. En este catálogo hallará el curioso más de lo que desea:desde el medieval Taillevent —siglo XIV— hasta las últimas obras de 1929. Y entre los modernos —sin olvidar al Doctor de Pomiane, que algunos tienen por el más sólido, ni la formidable enciclopedia de Curnonsky y Rouff—, lo mismo la Gastronomía práctica de Alí-Bab, gran conservador, que los Nuevos platos del revolucionario Paul Reboux, en cuya obra he visto a una dama platense buscar los secretos de cierto inolvidable pescado en tinte azul.

Los clásicos de la cocina francesa no suelen tomar muy en serio a Paul Reboux, desde luego por ser autor de comedias, acaso por su humorismo literario y, en fin, por su amplio eclecticismo. Reboux ha llevado su audacia a declarar que le parece bien —como asimismo a nosotros— la carne con mermelada a estilo germánico. Sus innovaciones son todas cuerdas y sencillas. Se atreve a citar una receta de los almacenes Félix Potin, agenda de 1929 (¡qué desacato a los sacerdotes del guiso!). Confiesa su odio a los platos de pajaritos —odio que con él compartimos—, que todos se vuelven repugnantes picos abiertos, calvas cabecitas de feto, incontables cartílagos y huesecillos, todo lo cual ahuyenta el placer de comerlos. Establece una magnífica "teoría del crocante", del deleite que produce encontrar, dentro de una masa fundente, algunas partículas que morder —fiesta del colmillo—; teoría apenas entrevista por Brillat-Savarin, y que armoniza la sensación palatal con la del tacto y la resistencia. Está, además, invadido por el americanismo. Así en la preparación antillana de las piñas al vino blanco; así en el postre de banana o plátano frito, tan popular entre nosotros, bien que él lo presenta como tremenda novedad.

Este inocente desliz nos lleva al supuesto descubrimiento de Louis Forest sobre el hacer directamente el café en la leche, sin intermedio de agua, y nos recuerda también la anécdota de Genaro Estrada que cuenta Paul Morand. Es, pues, el caso que Estrada pidió en un restaurante francés algo exquisito y nunca visto. Y el maitre, ignorando que se las había con un americano, le dijo guiñándole un ojo, en recóndita complicidad de sibaritismo: —Que diriez-vous d'une tranche d'ananas?

En Montagné-Traiteur me encontré también con una vinagreta que se me daba por creación de la casa y resultó ser la salmuera con que, en la Argentina, se sirve el asado con cuero. Y, en cambio, nunca pude convencer a Montagné (o no le convenía confesarlo para halagar a su rica clientela), y pese a la autoridad de Clemenceau, de que su famosa "langosta a la americana", que siempre tenía dispuesta para los turistas, era en verdad la "langosta a la armoricana". Si de langosta americana se trata, Montagné hubiera tenido algo que aprender en Chile, donde son los mejores mariscos y los más variados (¡esa esponja con sabor de gas de alumbrado que llaman "loco", y que me gusta no poco!), así como los vinos chilenos —Undurraga, Santa Rita, Olarreta, Viña Luntué, etcétera— son de lo más honorable que hay en plaza.

Decididamente, las Considérations de Pressac me resultan una obra flojilla, de mucha disertación y noticias poco apuradas. Trae algunas someras indicaciones, copiadas de Curnonsky-Rouff, sobre las cocinas regionales, y —por lo menos— algunas atinadas notas sobre el vino.

El afortunado vecino de París también encontrará en Béarn la lista de restaurantes por barrios; aunque yo estimaba mucho más cierta humilde y anónima Guía que se me cayó en algún viaje, y mis notas personales a que antes he hecho referencia. Este folletito anónimo tenía un nombre inadecuado: se llamaba Guide du Gourmet, cuando el buen uso —contra lo que suele suponerse— prefiere para la comida la palabra gourmand, y reserva para el vino el término gourmet, que en otros tiempos significaba "el ayudante", casi el "grumete", del sumiller. Pero, bajó ese mal nombre, ¡cuánta ciencia! Yo usaba el librito para dar batidas metódicas por la ciudad, y lo fui llenando de notas, de donde nació el catálogo de mi propia autoría cuya pérdida he de llorar siempre. Y cuando algo se me olvidaba, solía yo consultar al bueno de Louis Forest, redactor de Le Matin y presidente de Los Ciento; el que resucitó la receta del Liqueur des Belles; perdido en el siglo XVIII y fabricado otra vez por Corcellet; el que patentó los filtros del "café a la leche" ya mencionado, lo que, de haber sido comerciante, le hubiera dado una fortuna en América, la de allá y la de acá del Bravo; el que me reveló el Coq-en-pâte de Saint-Germain-en-Laye; el que sugirió al general Pershing la frase de saludo a Francia: Nous voici, Lafayette!; el que tenía media docena de secretarias, cada una más linda que otra. O bien recurría yo a los servicios de La Bonne Étape, la institución arriba citada, feliz invención de Bariatinsky, que nos permitía viajar por las carreteras de Francia de sorpresa en sorpresa.

Más tarde, me fue dable ojear el Anuario Secreto de los Ciento y aun la guía, también secreta, de los Puros, y acudí a la recién fundada Academia de los Gastrónomos, otros Cuarenta Inmortales presididos por Curnonsky; y por último, siquiera para verles la cara, me asomé por aquel club de mujeres de letras que se agruparon bajo el sugestivo apodo de "Las Bellas Perdices", parangón femenino de la gloriosa sociedad de "Los Perdigones", y me asomé a la cocina de "Las Bellas Ocas", lector, para que te mueras de envidia.

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