Libertad significa, propiamente hablando, ausencia
de oposición (por oposición significo impedimentos externos
al movimiento); puede aplicarse tanto a las criaturas irracionales
e inanimadas como a las racionales. Cualquier cosa que esté
ligada o envuelta de tal modo que no pueda moverse sino dentro de
un cierto espacio, determinado por la oposición de algún
cuerpo externo, decimos que no tiene libertad para ir más lejos.
Tal puede afirmarse de todas las criaturas vivas mientras están
aprisionadas o constreñidas con muros o cadenas; y del agua,
mientras está contenida por medio de diques o canales, pues
de otro modo se extendería por un espacio mayor, solemos decir
que no está en libertad para moverse del modo como lo haría
si no tuviera tales impedimentos. Ahora bien, cuando el impedimento
de la moción radica en la constitución de la cosa misma,
no solemos decir que carece de libertad, sino de fuerza para moverse,
como cuando una piedra está en reposo, o un hombre se halla
sujeto al lecho por una enfermedad.
De acuerdo con esta genuina y común significación de
la palabra, es un HOMBRE LIBRE quien en aquellas cosas de
que es capaz por su fuerza y por su ingenio, no está obstaculizado
para hacer lo que desea. Ahora bien, cuando las palabras libre
y libertad se aplican a otras cosas, distintas de los cuerpos,
lo son de modo abusivo, pues lo que no se halla sujeto a movimiento
no está sujeto a impedimento. Por tanto cuando se dice, por
ejemplo: el camino está libre, no se significa libertad del
camino, si no de quienes lo recorren sin impedimento. Y cuando decimos
que una donación es libre, no se significa libertad de la cosa
donada, sino del donante, que al donar no estaba ligado por ninguna
ley o pacto. Así, cuando hablamos libremente, no aludimos
a la libertad de la voz o de la pronunciación, sino a la del
hombre, a quien ninguna ley ha obligado a hablar de otro modo que
lo hizo. Por último, del uso del término libre albedrío
no puede inferirse libertad de la voluntad, deseo o inclinación,
sino libertad del hombre, la cual consiste en que no encuentra obstáculo
para hacer lo que tiene voluntad, deseo o inclinación de llevar
a cabo.
Temor y libertad son cosas coherentes; por ejemplo, cuando un hombre
arroja sus mercancías al mar por temor de que el barco
se hunda, lo hace, sin embargo, voluntariamente, y puede abstenerse
de hacerlo si quiere, Es, por consiguiente, la acción de alguien
que era libre: así también, un hombre paga a
veces su deuda sólo por temor a la cárcel, y
sin embargo, como nadie le impedía abstenerse de hacerlo, semejante
acción es la de un hombre en libertad. Generalmente
todos los actos que los hombres realizan en los Estados, por temor
a la ley, son actos cuyos agentes tenían libertad para
dejar de hacerlos.
Libertad y necesidad son coherentes, como, por ejemplo,
ocurre con el agua, que no sólo tiene libertad, sino
necesidad de ir bajando por el canal. Lo mismo sucede en las
acciones que voluntariamente realizan los hombres, las cuales, como
proceden de su voluntad, proceden de la libertad, e incluso
como cada acto de la voluntad humana y cada deseo e inclinación
proceden de alguna causa, y ésta de otra, en una continua cadena
(cuyo primer eslabón se halla en la mano de Dios, la primera
de todas causas), proceden de la necesidad. Así que
a quien pueda advertir la conexión de aquellas causas le resultará
manifiesta la necesidad de todas las acciones voluntarias del
hombre. Por consiguiente, Dios, que ve y dispone todas las cosas,
ve también que la libertad del hombre, al hacer lo que
quiere, va acompañada por la necesidad de hacer lo que
Dios quiere, ni más ni menos. Porque aunque los hombres hacen
muchas cosas que Dios no ordena ni es, por consiguiente, el autor
de ellas, sin embargo, no pueden tener pasión ni apetito por
ninguna cosa, cuya causa no sea la voluntad de Dios. Y si esto no
asegurara la necesidad de la voluntad humana y, por consiguiente,
de todo lo que de la voluntad humana depende, la libertad del
hombre seria una contradicción y un impedimento a la omnipotencia
y libertad de Dios. Consideramos esto suficiente, a nuestro
actual propósito, respecto de esa libertad natural que
es la única que propiamente puede llamarse libertad.
Pero del mismo modo que los hombres, para alcanzar la paz y, con ella,
la conservación de sí mismos, han creado un hombre artificial
que podemos llamar Estado, así tenemos también que han
hecho cadenas artificiales, llamadas leyes civiles, que ellos
mismos, por pactos mutuos han fijado fuertemente, en un extremo, a
los labios de aquel hombre o asamblea a quien ellos han dado el poder
soberano; y por el otro extremo, a sus propios oídos. Estos
vínculos, débiles por su propia naturaleza, pueden,
sin embargo, ser mantenidos, por el peligro aunque no por la dificultad
de romperlos.
Sólo en relación con estos vínculos he de hablar
ahora de la libertad de los súbditos. En efecto, si advertimos
que no existe en el mundo Estado alguno en el cual se hayan establecido
normas bastantes para la regulación de todas las acciones y
palabras de los hombres, por ser cosa imposible, se sigue necesariamente
que en todo género de acciones, conforme a leyes preestablecidas,
los hombres tienen la libertad de hacer lo que su propia razón
les sugiera para mayor provecho de sí mismos. Si tomamos la
libertad en su verdadero sentido, como libertad corporal, es decir:
como libertad de cadenas y prisión, sería muy absurdo
que los hombres clamaran, como lo hacen, por la libertad de que tan
evidentemente disfrutan. Si consideramos, además, la libertad
como exención de las leyes, no es menos absurdo que los hombres
demanden como lo hacen, esta libertad, en virtud de la cual todos
los demás hombres pueden ser señores de sus vidas. Y
por absurdo que sea, esto es lo que demandan, ignorando que las leyes
no tienen poder para protegerles si no existe una espada en las manos
de un hombre o de varios para hacer que esas leyes se cumplan. La
libertad de un súbdito radica, por tanto, solamente, en aquellas
cosas que en la regulación de sus acciones ha predeterminado
el soberano: por ejemplo, la libertad de comprar y vender y de hacer,
entre sí, contratos de otro género, de escoger su propia
residencia, su propio alimento, su propio género de vida, e
instruir sus niños como crea conveniente, etcétera.
No obstante, ello no significa que con esta libertad haya quedado
abolido y limitado el soberano poder de vida y muerte. En efecto,
hemos manifestado ya, que nada puede hacer un representante soberano
a un súbdito, con cualquier pretexto, que pueda propiamente
ser llamado injusticia o injuria. La causa de ello radica en que cada
súbdito es autor de cada uno de los actos del soberano, así
que nunca necesita derecho a una cosa, de otro modo que como él
mismo es súbdito de Dios y está, por ello obligado a
observar las leyes de naturaleza. Por consiguiente, es posible, y
con frecuencia ocurre en los Estados, que un súbdito pueda
ser condenado a muerte por mandato del poder soberano, y sin embargo,
éste no haga nada malo. Tal ocurrió cuando Jefte
fue la causa de que su hija fuera sacrificada. En este caso y en otros
análogos quien vive así tiene libertad para realizar
la acción en virtud de la cual es, sin embargo, conducido,
sin injuria, a la muerte. Y lo mismo ocurre también con un
príncipe soberano que lleva a la muerte un súbdito inocente.
Porque aunque la acción sea contra la ley de naturaleza, por
ser contraria a la equidad, como ocurrió con el asesinato de
Uriah por David, ello no constituyó una injuria
para Uriah, sino para Dios. No para Uriah, porque
el derecho de hacer aquello que le agradaba había sido conferido
a David por Uriah mismo. Sino a Dios, porque
David era súbdito de Dios, y toda iniquidad está
prohibida por la ley de naturaleza. David mismo confirmó
de modo evidente esta distinción cuando se arrepintió
del hecho diciendo: Solamente contra ti he pecado. Del mismo
modo, cuando el pueblo de Atenas desterró al más
potente de su Estado por diez años, pensaba que no cometía
injusticia, y todavía más: nunca se preguntó
qué crimen había cometido, sino qué daño
podría hacer; sin embargo, ordenaron el destierro de aquellos
a quienes no conocían; y cada ciudadano al llevar su concha
al mercado, después de haber inscrito en ella el nombre de
aquel a quien deseaba desterrar, sin acusarlo, unas veces desterró
a un Arístides, por su reputación de justicia,
y otras a un ridículo bufón, como Hipérbolo,
para burlarse de él. Y nadie puede decir que el pueblo soberano
de Atenas carecía de derecho a desterrarlos, o que a
un ateniense le faltaba la libertad para burlarse o para ser
justo.
La libertad, de la cual se hace mención tan frecuente y honrosa
en las historias y en la filosofía de los antiguos griegos
y romanos, y en los escritos y discursos de quienes de ellos han recibido
toda su educación en materia de política, no es la libertad
de los hombres particulares, sino la libertad del Estado, que coincide
con la que cada hombre tendría si no existieran leyes civiles
ni Estado, en absoluto. Los efectos de ella son, también, los
mismos. Porque así como entre hombres que no reconozcan un
señor existe perpetua guerra de cada uno contra su vecino;
y no hay herencia que transmitir al hijo, o que esperar del padre;
ni propiedad de bienes o tierras; ni seguridad, sino una libertad
plena y absoluta en cada hombre en particular, así en los Estados
y repúblicas que no dependen una de otra, cada una de estas
instituciones (y no cada hombre) tiene una absoluta libertad de hacer
lo que estime (es decir, lo que el hombre o asamblea que lo representa
estime) más conducente a su beneficio. Sin ello viven en condición
de guerra perpetua, y en los preliminares de la batalla, con las fronteras
en armas, y los cañones enfilados contra los vecinos circundantes.
Atenienses y romanos eran libres, es decir, Estados
libres: no en el sentido de que cada hombre en particular tuviese
libertad para oponerse a sus propios representantes, sino en el de
que sus representantes tuvieran la libertad de resistir o invadir
a otro pueblo. En las torres de la ciudad de Luca está
inscrita, actualmente, en grandes caracteres, la palabra LIBERTAS;
sin embargo, nadie puede inferir de ello que un hombre particular
tenga más libertad o inmunidad, por sus servicios al Estado,
en esa ciudad que en Constantinopla. Tanto si el Estado es
monárquico como si es popular, la libertad es siempre la misma.
Pero con frecuencia ocurre que los hombres queden defraudados por
la especiosa denominación de libertad; por falta de juicio
para distinguir, consideran como herencia privada y derecho innato
suyo lo que es derecho público solamente. Y cuando el mismo
error resulta confirmado por la autoridad de quienes gozan fama por
sus escritos sobre este tema, no es extraño que produzcan sedición
y cambios de gobierno. En estos países occidentales del mundo
solemos recibir nuestras opiniones, respecto a la institución
y derechos de los Estados, de Aristóteles, Cicerón
y otros hombres, griegos y romanos, que viviendo en régimen
de gobiernos populares, no derivaban sus derechos de los principios
de naturaleza, sino que los transcribían en sus libros basándose
en la práctica de sus propios Estados, que eran populares,
del mismo modo que los gramáticos describían las reglas
del lenguaje, con base en la práctica contemporánea;
o las reglas de poesía, fundándose en los poemas de
Homero y Virgilio. A los atenienses se les enseñaba
(para apartarlos del deseo de cambiar su gobierno) que eran hombres
libres, y que cuantos vivían en régimen monárquico
eran esclavos, y así Aristóteles dijo en su Política
(Lib. 6, Cap. 2): En la democracia debe suponerse la libertad;
porque comúnmente se reconoce que ningún hombre es libre
en ninguna otra forma de gobierno. Y como Aristóteles,
así también Cicerón y otros escritores
han fundado su doctrina civil sobre las opiniones de los romanos,
a quienes el odio a la monarquía se aconsejaba primeramente
por quienes, habiendo depuesto a su soberano, compartían entre
sí la soberanía de Roma, y más tarde por los
sucesores de éstos. Y en la lectura de estos autores griegos
y latinos, los hombres (como una falsa apariencia de libertad) han
adquirido desde su infancia el hábito de fomentar tumultos,
y de ejercer un control licencioso de los actos de sus soberanos;
y además de controlar a estos controladores, con efusión
de mucha sangre; de tal modo que creo poder afirmar con razón
que nada ha sido tan estimado en estos países occidentales
como lo fue el aprendizaje de la lengua griega y de la latina.
Refiriéndonos ahora a las peculiaridades de la verdadera libertad
de un súbdito, cabe señalar cuáles son las cosas
que, aun ordenadas por él soberano, puede, no obstante, el
súbdito negarse a hacerlas sin injusticia; vamos a considerar
a qué derecho renunciamos cuando constituimos un Estado, o,
lo que es lo mismo, qué libertad nos negamos a nosotros mismos
al hacer propias, sin excepción, todas las acciones del hombre
o asamblea a quien constituimos en soberano nuestro. En efecto, en
el acto de nuestra sumisión van implicadas dos cosas:
nuestra obligación y nuestra libertad, lo cual
puede inferirse mediante argumentos de cualquier lugar y tiempo; porque
no existe obligación impuesta a un hombre que no derive de
un acto de su voluntad propia, ya que todos los hombres, igualmente,
son, por naturaleza, libres. Y como tales argumentos pueden derivar
o bien de palabras expresas como: Yo autorizo todas sus acciones,
o de la intención de quien se somete a sí mismo a ese
poder (intención que viene a expresarse en la finalidad en
virtud de la cual se somete), la obligación y libertad del
súbdito ha de derivarse ya de aquellas palabras u otras equivalentes,
ya del fin de la institución de la soberanía, a saber:
la paz de los súbditos entre sí mismos, y su defensa
contra un enemigo común.
Por consiguiente, si advertimos en primer lugar que la soberanía
por institución se establece por pacto de todos con todos,
y la soberanía por adquisición por pactos del vencido
con el vencedor, o del hijo con el padre, es manifiesto que cada súbdito
tiene libertad en todas aquellas cosas cuyo derecho no puede ser transferido
mediante pacto. Ya he expresado anteriormente que los pactos de no
defender el propio cuerpo de un hombre, son nulos.
Por consiguiente, si el soberano ordena a un hombre (aunque justamente
condenado) que se mate, hiera o mutile a sí mismo, o que no
resista a quienes le ataquen, o que se abstenga del uso de alimentos,
del aire, de la medicina o de cualquier otra cosa, sin la cual no
puede vivir, ese hombre tiene libertad para desobedecer.
Si un hombre es interrogado por el soberano o su autoridad, respecto
a un crimen cometido por él mismo, no viene obligado (sin seguridad
de perdón) a confesarlo, porque, como he manifestado también
previamente, nadie puede ser obligado a acusarse a sí mismo
por razón de un pacto.
Además, el consentimiento de un súbdito al poder soberano
está contenido en estas palabras: Autorizo o tomo a mi cargo
todas sus acciones. En ello no hay, en modo alguno, restricción
de su propia y anterior libertad natural, porque al permitirle que
me mate, no quedo obligado a matarme yo mismo cuando me lo
ordene. Una cosa es decir: Mátame o mata a mi compañero,
si quieres, y otra: Yo me mataré a mi mismo, o a mi
compañero.
De ello resulta que nadie está obligado por sus palabras a
darse muerte o a matar a otro hombre. Por consiguiente, la obligación
que un hombre puede, a veces, contraer, en virtud del mandato del
soberano, de ejecutar una misión peligrosa o poco honorable,
no depende de los términos en que su sumisión fue efectuada,
sino de la intención que debe interpretarse por la finalidad
de aquella. Por ello cuando nuestra negativa a obedecer frustra la
finalidad para la cual se instituyó la soberanía, no
hay libertad para rehusar; en los demás casos, sí.
Por esta razón, un hombre a quien como soldado se le ordena
luchar contra el enemigo, aunque su soberano tenga derecho bastante
para castigar su negativa con la muerte, puede no obstante, en ciertos
casos, rehusar sin injusticia; por ejemplo, cuando procura un soldado
sustituto, en su lugar, ya que entonces no deserta del servicio del
Estado. También debe hacerse alguna concesión al temor
natural, no sólo en las mujeres (de las cuales no puede esperarse
la ejecución de un deber peligroso), sino también en
los hombres de ánimo femenino. Cuando luchan los ejércitos,
en uno de los dos bandos o en ambos se dan casos de abandono; sin
embargo, cuando no obedecen a traición, sino a miedo, no se
estiman injustos, sino deshonrosos. Por la misma razón, evitar
la batalla no es injusticia, sino cobardía. Pero quien se enrola
como soldado, o recibe dinero por ello, no puede presentar la excusa
de un temor de ese género, y no solamente está obligado
a ir a la batalla, sino también a no escapar de ella sin autorización
de sus capitanes. Y cuando la defensa del Estado requiere, a la vez,
la ayuda de quienes son capaces de manejar las armas, todos están
obligados, pues de otro modo la institución del Estado, que
ellos no tienen el propósito o el valor de defender, era en
vano.
Nadie tiene libertad para resistir a la fuerza del Estado, en defensa
de otro hombre culpable o inocente, porque semejante libertad arrebata
al soberano los medios de protegernos y es, por consiguiente, destructiva
de la verdadera esencia del gobierno. Ahora bien, en el caso de que
un gran número de hombres hayan resistido injustamente al poder
soberano, o cometido algún crimen capital por el cual cada
uno de ellos esperara la muerte, ¿no tendrán la libertad
de reunirse y de asistirse y defenderse uno a otro? Ciertamente la
tienen, porque no hacen sino defender sus vidas a lo cual el culpable
tiene tanto derecho como el inocente. Es evidente que existió
injusticia en el primer quebrantamiento de su deber; pero el hecho
de que posteriormente hicieran armas, aunque sea para mantener su
actitud inicial, no es un nuevo acto injusto. Y si es solamente para
defender sus personas no es injusto en modo alguno. Ahora bien, el
ofrecimiento de perdón arrebata a aquellos a quienes se ofrece,
la excusa de propia defensa, y hace ilegal su perseverancia en asistir
o defender a los demás.
En cuanto a las otras libertades, dependen del silencio de la ley.
En los casos en que el soberano no ha prescrito una norma, el súbdito
tiene libertad de hacer o de omitir, de acuerdo con su propia discreción.
Por esta causa, semejante libertad es en algunos sitios mayor, y en
otros más pequeña, en algunos tiempos más y en
otros menos, según consideren más conveniente quienes
tienen la soberanía. Por ejemplo, existió una época
en que, en Inglaterra, cualquiera podía penetrar en
sus tierras propias por la fuerza y desposeer a quien injustamente
las ocupara. Posteriormente esa libertad de penetración violenta
fue suprimida por un estatuto que el rey promulgó con el Parlamento.
Así también, en algunos países del mundo, los
hombres tienen la libertad de poseer varias mujeres, mientras que
en otros lugares semejante libertad no está permitida.
Si un súbdito tiene una controversia con su soberano acerca
de una deuda, o del derecho de poseer tierras o bienes, o acerca de
cualquier servicio requerido de sus manos, o respecto a cualquier
pena corporal o pecuniaria fundada en una ley precedente, el súbdito
tiene la misma libertad para defender su derecho como si su antagonista
fuera otro súbdito y puede realizar esa defensa ante los jueces
designados por el soberano. En efecto, el soberano demanda en virtud
de una ley anterior y no en virtud de su poder, con lo cual declara
que no requiere más si no lo que, según dicha ley, aparece
como debido. La defensa, por consiguiente, no es contraria a la voluntad
del soberano, y por tanto el súbdito tiene la libertad de exigir
que su causa sea oída y sentenciada de acuerdo con esa ley.
Pero si demanda o toma cualquier cosa bajo el pretexto de su propio
poder, no existe, en este caso, acción de ley, porque todo
cuanto el soberano hace en virtud de su poder, se hace por la autoridad
de cada súbdito, y, por consiguiente, quien realiza una acción
contra el soberano, la efectúa, a su vez, contra sí
mismo.
Si un monarca o asamblea soberana otorga una libertad a todos o a
alguno de sus súbditos, de tal modo que la persistencia de
esa garantía incapacita al soberano para proteger a sus súbditos,
la concesión es nula, a menos que directamente renuncie o transfiera
la soberanía a otro. Porque con esta concesión, si hubiera
sido su voluntad, hubiese podido renunciar o transferir en términos
llanos, y no lo hizo, de donde resulta que no era esa su voluntad,
sino que la concesión procedía de la ignorancia de la
contradicción existente entre esa libertad y el poder soberano.
Por tanto, se sigue reteniendo la soberanía, y en consecuencia
todos los poderes necesarios para el ejercicio de la misma, tales
como el poder de hacer la guerra y la paz, de enjuiciar las causas,
de nombrar funcionarios y consejeros, de exigir dinero, y todos los
demás poderes mencionados en nuestro segundo capítulo.
La obligación de los súbditos con respecto al soberano
se comprende que no ha de durar ni más ni menos que lo que
dure el poder mediante el cual tiene capacidad para protegerlos. En
efecto, el derecho que los hombres tienen, por naturaleza, a protegerse
a sí mismos, cuando ninguno puede protegerlos, no puede ser
renunciado por ningún pacto. La soberanía es el alma
del Estado, y una vez que se separa del cuerpo, los miembros ya no
reciben movimiento de ella. El fin de la obediencia es la protección,
y cuando un hombre la ve, sea en su propia espada o en la de otro,
por naturaleza sitúa allí su obediencia, y su propósito
de conservarla. Y aunque la soberanía, en la intención
de quienes la hacen, sea inmortal, no sólo está sujeta,
por su propia naturaleza, a una muerte violenta, a causa de una guerra
con el extranjero, sino que por la ignorancia y pasiones de los hombres
tiene en sí, desde el momento de su institución, muchas
semillas de mortalidad natural, por las discordias intestinas.
Si un súbdito cae prisionero en la guerra, o su persona o sus
medios de vida quedan en poder del enemigo, al cual confía
su vida y su libertad corporal, con la condición de quedar
sometido al vencedor, tiene libertad para aceptar la condición
y, habiéndola aceptado, es súbdito de quien se la impuso,
porque no tenía ningún otro medio de conservarse a sí
mismo. El caso es el mismo si queda retenido, en esos términos,
en un país extranjero. Pero si un hombre es retenido en prisión
o en cadenas, no posee la libertad de su cuerpo, ni ha de considerarse
ligado a la sumisión, por el pacto; por consiguiente, si puede,
tiene derecho a escapar por cualquier medio que se le ofrezca.
Si un monarca renuncia a la soberanía, para sí mismo
y para sus herederos, sus súbditos vuelven a la libertad absoluta
de la naturaleza. En efecto, aunque la naturaleza declare quiénes
son sus hijos, y quién es el más próximo de su
linaje, depende de su propia voluntad (como hemos manifestado en el
precedente capítulo) instituir quién será su
heredero. Por tanto, si no quiere tener heredero, no existe soberanía
ni sujeción. El caso es el mismo si muere sin sucesión
conocida y sin declaración de heredero, porque, entonces, no
siendo conocido el heredero, no es obligada ninguna sujeción.
Si el soberano destierra a su súbdito, durante el destierro
no es súbdito suyo. En cambio, quien se envía como mensajero
o es autorizado para realizar un viaje, sigue siendo súbdito,
pero lo es por contrato entre soberanos, no en virtud del pacto de
sujeción. Y es que quien entra en los dominios de otro queda
sujeto a todas las leyes de ese territorio, a menos que tenga un privilegio
por concesión del soberano, o por licencia especial.
Si un monarca, sojuzgado en una guerra, se hace él mismo súbdito
del vencedor, sus súbditos quedan liberados de su anterior
obligación, y resultan entonces obligados al vencedor. Ahora
bien, si se le hace prisionero o no conserva su libertad corporal,
no se comprende que haya renunciado al derecho de soberanía,
y, por consiguiente, sus súbditos vienen obligados a mantener
su obediencia a los magistrados anteriormente instituidos, y que gobiernan
no en nombre propio, sino en el del monarca. En efecto, si subsiste
el derecho del soberano, la cuestión es sólo la relativa
a la administración, es decir, a los magistrados y funcionarios,
ya que si no tiene medios para nombrarlos se supone que aprueba aquellos
que él mismo designó anteriormente.
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