Del dominio paternal
y del despótico

Un Estado por adquisición es aquel en que el poder soberano se adquiere por la fuerza. Y por la fuerza se adquiere cuando los hombres, singularmente o unidos por la pluralidad de votos, por temor a la muerte o a la servidumbre, autorizan todas las acciones de aquel hombre o asamblea que tiene en su poder sus vidas y su libertad.

Este género de dominio o soberanía difiere de la soberanía por institución solamente en que los hombres que escogen su soberano lo hacen por temor mutuo, y no por temor a aquel a quien instituyen. Pero en este caso, se sujetan a aquel a quien temen. En ambos casos lo hacen por miedo, lo cual ha de ser advertido por quienes consideran nulos aquellos pactos que tienen su origen en el temor a la muerte o la violencia: si esto fuera cierto nadie, en ningún género de Estado, podría ser reducido a la obediencia. Es cierto que una vez instituida o adquirida una soberanía, las promesas que proceden del miedo a la muerte o a la violencia no son pactos ni obligan cuando la cosa prometida es contraria a las leyes. Pero la razón no es que se hizo por miedo, sino que quien prometió no tenía derecho a la cosa prometida. Así, cuando algo se puede cumplir legítimamente y no se cumple no es la invalidez del pacto lo que absuelve, sino la sentencia del soberano. En otras palabras, lo que un hombre promete legalmente, ilegalmente lo incumple. Pero cuando el soberano, que es el actor, lo absuelve, queda absuelto por quien le arrancó la promesa, que es, en definitiva, el autor de tal absolución.

Ahora bien, los derechos y consecuencias de la soberanía son los mismos en los dos casos. Su poder no puede ser transferido, sin su consentimiento, a otra persona; no puede enajenarlo; no puede ser acusado de injuria por ninguno de sus súbditos no puede ser castigado por ellos; es juez de lo que se considera necesario para la paz, y juez de las doctrinas; es el único legislador y juez supremo de las controversias, y de las oportunidades y ocasiones de guerra y de paz; a él compete elegir magistrados, consejeros, jefes y todos los demás funcionarios y ministros, y determinar recompensas y castigos honores y prelaciones. Las razones de ello son las mismas que han sido alejadas, en el capítulo precedente, para los mismos derechos y consecuencias de la soberanía por institución.

El dominio se adquiere por dos procedimientos: por generación y por conquista. El derecho de dominio por generación es el que los padres tienen sobre sus hijos, y se llama paternal. No se deriva de la generación en el sentido de que el padre tenga dominio sobre su hijo por haberlo procreado, sino por consentimiento del hijo, bien sea expreso o declarado por otros argumentos suficientes. Pero por lo que a la generación respecta, Dios ha asignado al hombre una colaboradora y siempre existen dos que son parientes por igual: en consecuencia, el dominio sobre el hijo debe pertenecer igualmente a los dos, y el hijo estar igualmente sujeto a ambos, lo cual es imposible, porque ningún hombre puede obedecer a dos dueños. Y aunque algunos han atribuido el dominio solamente al hombre, por ser el sexo más excelente, se equivocan en ello, porque no siempre la diferencia de fuerza o prudencia entre el hombre y la mujer son tales que el derecho pueda ser determinado sin guerra. En los Estados, esta controversia es decidida por la ley civil: en la mayor parte de los casos, aunque no siempre, la sentencia recae en favor del padre, porque la mayor parte de los Estados ha sido erigida por los padres, no por las madres de familia. Pero la cuestión se refiere, ahora, al estado de mera naturaleza donde se supone que no hay leyes de matrimonio ni leyes para la educación de los hijos, sino la ley de naturaleza, y la natural inclinación de los sexos, entre sí, y respecto a sus hijos. En esta condición de mera natueraleza, o bien los padres disponen entre sí del dominio sobre los hijos, en virtud de contrato, o no disponen de ese dominio en absoluto. Si disponen el derecho tiene lugar de acuerdo con el contrato. En la historia encontramos que las Amazonas contrataron con los hombres de los países vecinos, a los cuales recurrieron para tener descendencia, que los descendientes masculinos serían devueltos, mientras que los femeninos permanecerían con ellas; de este modo el dominio sobre las hembras correspondía a la madre.

Cuando no existe contrato, el dominio corresponde a la madre, porque en la condición de mera naturaleza, donde no existen leyes matrimoniales, no puede saberse quién es el padre, a menos que la madre lo declare: por consiguiente, el derecho de dominio sobre el hijo depende de la voluntad de ella, y es suyo, en consecuencia. Consideremos, por otra parte, que el hijo se halla primero en poder de la madre, la cual puede alimentarlo o abandonarlo; si lo alimenta, debe su vida a la madre, y, por consiguiente, está obligado a obedecerla, con preferencia a cualquiera otra persona: por lo tanto, el dominio es de ella. Pero si lo abandona, y otro lo encuentra y lo alimenta, el dominio corresponde a este último. En efecto, el niño debe obedecer a quien le ha protegido, porque siendo la conservación de la vida el fin por el cual un hombre se hace súbdito de otro, cada hombre se supone que promete obediencia al que tiene poder para protegerlo o aniquilarlo.

Si la madre está sujeta al padre, el hijo se halla en poder del padre; y si el padre es súbdito de la madre (como, por ejemplo, cuando una reina soberana contrae matrimonio con uno de sus súbditos) el hijo queda sujeto a la madre, porque también el padre es súbdito de ella.

Si un hombre y una mujer, monarcas de dos distintos reinos, tienen un niño y contratan respecto a quién tendrá el dominio del mismo, el derecho de dominio se establece por el contrato. Si no contratan, el dominio corresponde a quien domina el lugar de su residencia, porque el soberano de cada país tiene dominio sobre cuantos residen en él.

Quien tiene dominio sobre el hijo, lo tiene también sobre los hijos del hijo, y sobre los hijos de éstos, porque quien tiene dominio sobre la persona de un hombre, lo tiene sobre todo cuanto es, sin lo cual el dominio sería un mero título sin eficacia alguna.

El derecho de sucesión al dominio paterno procede del mismo modo que el derecho de sucesión a la monarquía, del cual me he ocupado ya suficientemente en el capítulo anterior.

El dominio adquirido por conquista o victoria en una guerra, es el que algunos escritores llaman DESPÓTICO, Despothz (Despofthd) que significa señor o dueño, y es el dominio del dueño sobre su criado. Este dominio es adquirido por el vencedor cuando el vencido, para evitar el peligro inminente de muerte, pacta, bien sea por palabras expresas o por otros signos suficientes de la voluntad, que en cuanto su vida y la libertad de su cuerpo lo permitan, el vencedor tendrá uso de ellas, a su antojo. Y una vez hecho ese pacto, el vencido es un siervo, pero antes no, porque con la palabra SIERVO (ya se derive de servire, servir, o de servare, proteger, cosa cuya disputa entrego a los gramáticos) no se significa un cautivo que se mantiene en prisión o encierro, hasta que el propietario de quien lo tomó o compró, de alguien que lo tenía, determine lo que ha de hacer con él (ya que tales hombres, comúnmente llamados esclavos, no tienen obligación ninguna, sino que pueden romper sus cadenas o quebrantar la prisión; y matar o llevarse cautivo a su dueño, justamente), sino uno a quien, habiendo sido apresado, se le reconoce todavía la libertad corporal, y que prometiendo no escapar ni hacer violencia a su dueño, merece la confianza de éste.

No es, pues, la victoria la que da el derecho de dominio sobre el vencido, sino su propio pacto. Ni queda obligado porque ha sido conquistado, es decir, batido, apresado o puesto en fuga, sino porque comparece y se somete al vencedor. Ni está obligado el vencedor, por la rendición de sus enemigos (sin promesa de vida), a respetarles por haberse rendido a discreción; esto no obliga al vencedor por más tiempo sino en cuanto su discreción se lo aconseje.

Cuando los hombres, como ahora se dice, piden cuartel, lo que los griegos llamaban Zwgria, dejar con vida, no hacen sino sustraerse a la furia presente del vencedor, mediante la sumisión, y llegar a un convenio respecto de sus vidas, mediante la promesa de rescate o servidumbre. Aquel a quien se ha dado cuartel no se le concede la vida, sino que la resolución sobre ella se difiere hasta una ulterior deliberación, pues no se ha rendido con la condición de que se le respete la vida, sino a discreción. Su vida sólo se halla en seguridad y es obligatoria su servidumbre, cuando el vencedor le ha otorgado su libertad corporal. En efecto, los esclavos que trabajan en las prisiones o arrastrando cadenas, no lo hacen por obligación, sino para evitar la crueldad de sus guardianes.

El señor del siervo es dueño, también, de cuanto éste tiene, y puede reclamarle el uso de ello, es decir, de sus bienes, de su trabajo, de sus siervos y de sus hijos, tantas veces como lo juzgue conveniente. En efecto, debe la vida a su señor, en virtud del pacto de obediencia, esto es, de considerar como propia y autorizar cualquier cosa que el dueño pueda hacer. Y si el señor, al rehusar el siervo, le da muerte o lo encadena, o le castiga de otra suerte por su desobediencia, es el mismo siervo autor de todo ello, y no puede acusar al dueño de injuria.

En suma, los derechos y consecuencias de ambas cosas, el dominio paternal y el despótico, coinciden exactamente con los del soberano por institución, y por las mismas razones a las cuales nos hemos referido en el capítulo precedente. Si un monarca lo es de diversas naciones, y en una de ellas tiene la soberanía por institución del pueblo reunido, y en la otra por conquista, es decir, por la sumisión de cada individuo para evitar la muerte o la prisión, exigir de una de estas naciones más que de la otra, por título de conquista, por tratarse de una nación conquistada, es un acto de ignorancia de los derechos de soberanía. En ambos casos es el soberano igualmente absoluto, o de lo contrario la soberanía no existe; y de este modo, cada hombre puede protegerse a sí mismo legítimamente, si puede, con su propia espada, lo cual es condición de guerra.

De esto se infiere que una gran familia, cuando no forma parte de algún Estado, es, por sí misma, en cuanto a los derechos de soberanía, una pequeña monarquía, ya conste esta familia de un hombre y sus hijos, o de un hombre y sus criados, o de un hombre, sus hijos y sus criados conjuntamente; familia en la cual el padre o dueño es el soberano. Ahora bien, una familia no es propiamente un Estado, a menos que no alcance ese poder por razón de su número, o por otras circunstancias que le permitan no ser sojuzgada sin el azar de una guerra. Cuando un grupo de personas es manifiestamente demasiado débil para defenderse a sí mismo, cada una usará su propia razón, en tiempo de peligro, para salvar su propia vida, ya sea huyendo o sometiéndose al enemigo, como considere mejor; del mismo modo que una pequeña compañía de soldados, sorprendida por un ejército, puede deponer las armas y pedir cuartel, o escapar, más bien que exponerse a ser exterminada. Considero esto como suficiente, respecto a lo que por especulación y deducción pienso de los derechos soberanos, de la naturaleza, necesidad y designio de los hombres, al establecer los Estados, y al situarse bajo el mando de monarcas o asambleas, dotadas de poder bastante para su protección.

Consideremos ahora lo que la Escritura enseña acerca de este extremo. A Moisés, los hijos de Israel le decían: Háblanos, y te oiremos; pero no hagas que Dios nos hable, porque moriremos [Ex., 20, 19] Esto implica absoluta obediencia a Moisés. Respecto al derecho de los reyes, Dios mismo dijo, por boca de Samuel: Este será el derecho del rey que deseáis ver reinando sobre vosotros. El tomará vuestros hijos, y los hará guiar sus carros, y ser sus jinetes, y correr delante de sus carros; y recoger su cosecha; y hacer sus máquinas de guerra e instrumentos de sus carros; y tomará vuestras hijas para hacer perfumes, para ser sus cocineras y panaderas. Tomará vuestros campos, vuestros viñedos y vuestros olivares, y los dará a sus siervos. Tomará las primicias de vuestro grano y de vuestro vino, y las dará a los hombres de su cámara y a sus demás sirvientes. Tomará vuestros servidores varones, y vuestras sirvientes doncellas, y la flor de vuestra juventud, y la empleará en sus negocios. Tomará las primicias de vuestros rebaños, y vosotros seréis sus siervos [I S., 8, 11, 12, etc.]. Trátase de un poder absoluto, resumido en las últimas palabras: vosotros seréis sus siervos. Además, cuando el pueblo oyó qué poder iba a tener el rey, consintieron en ello, diciendo: Seremos como todas las demás naciones, y nuestro rey juzgará nuestras causas, e irá ante nosotros, para guiarnos en nuestras guerras [Vers., 19, etc.]. Con ello se confirma el derecho que tienen los soberanos, respecto a la militia y a la judicatura entera; en ello está contenido un poder tan absoluto como un hombre pueda posiblemente transferir a otro.

A su vez, la súplica del rey Salomón a Dios era ésta: Da a tu siervo inteligencia para juzgar a tu pueblo, y para discernir entre lo bueno y lo malo [I R., 3, 9]. Corresponde, por tanto, al soberano ser juez, y prescribir las reglas para discernir el bien y el mal: estas reglas son leyes, y, por consiguiente, en él radica el poder legislativo. Saúl puso precio a la vida de David; sin embargo, cuando este último tuvo posibilidad de dar muerte a Saúl, y sus siervos podían haberlo hecho, David lo prohibió, diciendo: Dios prohíbe que realice semejante acto contra mi Señor, el ungido de Dios [I S., 24, 9]. Respecto a la obediencia de los siervos, decía san Pablo: Los siervos obedecen a sus señores en todas las cosas [Col., 3, 20], y Los hijos obedecen a sus padres en todo [Vers., 22]. Es la obediencia simple en quienes están sujetos a dominio paternal o despótico. Por otra parte, Los escribas y fariseos están sentados en el sitial de Moisés, y por consiguiente, cuanto os ordenen observar, observadlo y hacedlo [Mt., 23, 2, 3]. Esto implica, de nuevo, una simple obediencia. Y san Pablo dice: Advertid que quienes se hallan sujetos a los príncipes, y a otras personas con autoridad, deben obedecerles [Tit., 3, 2]. También esta obediencia es sencilla. Por último, nuestro mismo Salvador reconocía que los hombres deben pagar las tasas impuestas por los reyes cuando dijo: Dad al César lo que es del César y pagó él mismo ese tributo. Y que la palabra del rey es suficiente para arrebatar cualquier cosa a cualquier súbdito, si lo necesita, y que el rey es el juez de esta necesidad. Porque el mismo Jesús, como rey de los judíos, mandó a sus discípulos que cogieran una borrica y su borriquillo, para que lo llevara a Jerusalén, diciendo: Id al pueblo que está frente a vosotros, y encontraréis una borriquilla atada y su borriquillo con ella: desatadlos y traédmelos. Y si alguno os pregunta qué os proponéis, decidle que el Señor los necesita, y entonces os dejaran marchar [Mt., 21, 2, 3]. No preguntan si su necesidad es un título suficiente, ni si es juez de esta necesidad, sino que se allanan a la voluntad del Señor.

A estos pasajes puede añadirse también aquel otro del Génesis: Debéis ser como Dios, que conoce el bien y el mal. Y el versículo II: ¿Quién te dijo que estabas desnudo? ¿Has comido del árbol, del cual te ordené que no comieras? [Gn., 3, 5]. Porque habiendo sido prohibido el conocimiento o juicio de lo bueno y de lo malo, por el nombre del fruto del árbol de la ciencia, como una prueba de la obediencia de Adán, el demonio, para inflamar la ambición de la mujer a la que este fruto siempre había parecido bello, le dijo que probándolo conocería, como Dios, el bien y el mal. Una vez que hubieron comido ambos, disfrutaron la aptitud de Dios para el enjuiciamiento de lo bueno y de lo malo, pero no adquirieron una nueva aptitud para discernir rectamente entre ellos. Y aunque se dice que habiendo comido, ellos advirtieron que estaban desnudos, nadie puede interpretar ese pasaje en el sentido de que antes estuvieran ciegos, y no viesen su propia piel: la significación es clara, en el sentido de que sólo entonces juzgaban que su desnudez (en la cual Dios los había creado) era inconveniente; y al avergonzarse, tácitamente censuraban al mismo Dios. Seguidamente Dios dijo: Has comido, etc., como queriendo decir: Tú que me debes obediencia ¿vas a atribuirte la capacidad de juzgar mis mandatos? Con ello se significaba claramente (aunque de modo alegórico) que los mandatos de quien tiene derecho a mandar, no deben ser censurados ni discutidos por sus súbditos.

Así parece bien claro a mi entendimiento, lo mismo por la razón que por la Escritura, que el poder soberano, ya radique en un hombre, como en la monarquía, o en una asamblea de hombres, como en los gobiernos populares y aristocráticos, es tan grande, como los hombres son capaces de hacerlo. Y aunque, respecto a tan ilimitado poder, los hombres pueden imaginar muchas desfavorables consecuencias, las consecuencias de la falta de él, que es la guerra perpetua de cada hombre contra su vecino, son mucho peores. La condición del hombre en esta vida nunca estará desprovista de inconvenientes, ahora bien, en ningún gobierno existe ningún otro inconveniente de monta sino el que procede de la desobediencia de los súbditos, y del quebrantamiento de aquellos pactos sobre los cuales descansa la esencia del Estado. Y cuando alguien, pensando que el poder soberano es demasiado grande, trate de hacerlo menor, debe sujetarse él mismo al poder que pueda limitarlo, es decir, a un poder mayor.

La objeción máxima es la de la práctica: cuando los hombres preguntan dónde y cuándo semejante poder ha sido reconocido por los súbditos. Pero uno puede preguntar entonces, a su vez, cuándo y dónde ha existido un reino, libre, durante mucho tiempo, de la sedición y de la guerra civil. En aquellas naciones donde los gobiernos han sido duraderos y no han sido destruidos sino por las guerras exteriores, los súbditos nunca disputan acerca del poder soberano. Pero de cualquier modo que sea, un argumento sacado de la práctica de los hombres, que no discriminan hasta el fondo ni ponderan con exacta razón las causas y la naturaleza de los Estados, y que diariamente sufren las miserias derivadas de esa ignorancia, es inválido. Porque aunque en todos los lugares del mundo los hombres establezcan sobre la arena los cimientos de sus casas, no debe deducirse de ello que esto deba ser así. La destreza en hacer y mantener los Estados descansa en ciertas normas, semejantes a las de la aritmética y la geometría, no (como en el juego de tenis) en la práctica solamente: estas reglas, ni los hombres pobres tienen tiempo ni quienes tienen ocios suficientes han tenido la curiosidad o el método de encontrarlas.