11

VIÉRAMOS, amarilla, construirse 
la corona sulfúrica de humo 
en la huella del chivo, y floreciera 
la doliente señora del incienso 
con el siete de espadas. 

Viernes santo.

Y más: la pesadumbre 
que con uñas insomnes nos exprime 
del corazón un grito de dormido. 

Pero ya no recuerdo ni siquiera 
lo que pude contarte; no me acuerdo 
ni siquiera de nada. Y estoy vivo. 

Eso también se fue: la frente 
desde el hueso más alto, las dentadas 
herraduras, la lengua llamadora; 
arrancando el mentón hasta los ojos. 
Y estoy vivo y hablando. 

Por el que fuera, alguna vez, saciado; 
por el hartado siempre, y el hambriento; 
por el que fue admitido en el misterio 
de las familias, en la casa 
de luces cantadoras; 
por el que pasa oyéndolas, atado 
a su mástil, por remeros sordos 
de sangre conducido, estoy hablando. 
Y por quien vuelve, fuera 
de tiempo, a recobrar sus pasos. 

Pues todo es a matar; el hoy amputa, 
con el mañana, la esperanza; 
mientras ojivacío, mutilado 
de pasos progresivos, 
con un temblor de perros interiores 
saludo al día último que pasa. 

Noche viernes santo, sin futuro 
de abierta gloria sabatina. 

Pesa la luz contralto, en contrapunto 
con la flauta preciosa. 

Y ciertamente, sólo el viento 
es quien revuelve mis papeles 
y me vuelca el tintero, y me recorre 
con un filo de azogue. 

Yo me pregunto: el agujero 
en que muevo las manos, si las subo 
al lugar de mi cara, 
¿espejo de que amor está ocultando? 

Índice Anterior Siguiente