VIÉRAMOS, amarilla, construirse
la corona sulfúrica de humo
en la huella del chivo, y floreciera
la doliente señora del incienso
con el siete de espadas.
Y más: la pesadumbre
que con uñas insomnes nos exprime
del corazón un grito de dormido.
Pero ya no recuerdo ni siquiera
lo que pude contarte; no me acuerdo
ni siquiera de nada. Y estoy vivo.
Eso también se fue: la frente
desde el hueso más alto, las dentadas
herraduras, la lengua llamadora;
arrancando el mentón hasta los ojos.
Y estoy vivo y hablando.
Por el que fuera, alguna vez, saciado;
por el hartado siempre, y el hambriento;
por el que fue admitido en el misterio
de las familias, en la casa
de luces cantadoras;
por el que pasa oyéndolas, atado
a su mástil, por remeros sordos
de sangre conducido, estoy hablando.
Y por quien vuelve, fuera
de tiempo, a recobrar sus pasos.
Pues todo es a matar; el hoy amputa,
con el mañana, la esperanza;
mientras ojivacío, mutilado
de pasos progresivos,
con un temblor de perros interiores
saludo al día último que pasa.
Noche viernes santo, sin futuro
de abierta gloria sabatina.
Pesa la luz contralto, en contrapunto
con la flauta preciosa.
Y ciertamente, sólo el viento
es quien revuelve mis papeles
y me vuelca el tintero, y me recorre
con un filo de azogue.
Yo me pregunto: el agujero
en que muevo las manos, si las subo
al lugar de mi cara,
¿espejo de que amor está ocultando? |