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ÁREA sonante, ovario 
de la noche carnal; abrevadero 
insistente y monótono en la arena 
del oído terrestre. 

Y tocar, hacia dentro, el oleaje 
como aquel remotísimo, asilado 
en lo vacío de las conchas. Urna, 
seda contigua que despliega 
en hileras cayendo, una por una, 
golpes de espuma deslazada. 
 
Concha de labios húmedos, saliva 
en los labios inmensos.

Y yo mismo,


¿qué escalofrío soy, qué gobernado, 
—como presa de un águila— deleite? 
Y tú desnuda, la que viene, 
la desnuda en los bordes de su boca. 

Por lo demás, hay cosas 
que se comprenden fácilmente: 
los relámpagos duros del galope, 
los lechos consagrados, la ablandada 
mano de las entrañas a rebato, 
y un sabor permanente de estar vivos. 

Ahora y en lo próximo, corales 
tras la puerta sombría; lengua súbita 
abre y señala claustros al incesto 
de la boca y la oreja, complicadas 
en el secreto. Paso de cantiles, 
garganta de campana en que te escucho, 
latiendo, hacerte y deshacerte. 

Y es el vino violeta de tu sangre, 
y es tu extensión de leche, y tu sin término 
río desenredándose que vuelve 
en mí sobre sí mismo, desatando, 
regresado de sonoras honduras, 
de inconsumibles fondos admitido. 

Hora ritual de los cuerpos atentos; 
ceremonial donde salvado, 
como el hueso en la fruta, me reúno; 
como el que no ha nacido, 
como en agua materna, respirando 
sonido respirado, en el deleite 
de oírte sumergido. Está sonando 
tu corazón. Ahora está sonando. 

Ahora y en lo oscuro. Y llovedizas 
plumas innumerables se desgarran, 
y sal y tinta, construidas 
de muy adentro, en olas enrojecen. 

Y la unión era lícita, sellada 
con las arras solemnes del naufragio. 

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