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¿FUE el penacho del grito, fue la hoja 
cabelluda del grito, fue el ahogo? 
¿El tránsito del cuerpo en el mentido 
corredor de un espejo —ya de espaldas, 
ya caminando dentro del espejo?  

Una hiedra de oro se torcía 
por la garganta; goma espesa 
pegaba lengua y paladar. Y abriéndose, 
la cisterna barbada, su salobre 
pulpa líquida y verde, bebedora 
del corazón latiente. 

Éramos lo que somos. Carne viva; 
ceguera y carne en sueños. 
Tan sólo ceguedad inseminada 
con escamas de lumbre; solamente 
despellejada carne. 

Incisión en el orden, fruto 
que sangra, herida caminante, 
patria bajo bandera de preguntas. 

Y de súbito, y clara, la gozosa 
carga sensual del alma, santamente 
contaminada en sí; guerra florida; 
enmascarada muerte nuestra 
en la fiesta lustral, fingiendo 
amistad y presencia de la vida. 

Subida del amor bajo el atado 
leño flotante, dócil al empuje 
vertical y hacia arriba, y al colmillo 
del anda que lo liga, al encorvado 
diente asido en el fondo. 

Ahora y en sosiego, la llovida 
claridad en la arena, el varadero 
tras el viaje sonámbulo, el camino 
para encontrarse nuevamente. 
Territorio impecable, la mañana 
para poder hablar. Vaso de orgullo. 

Alzado en armas prodigiosas, 
por todas partes combatiendo, el día 
bello y valiente. Sol de lianas 
presente y primitivo 
como la luz ecuestre del lagarto 
en la roca de espuma, como el vientre 
del fuego original, como naciendo.

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