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HOJA al aire, indefensa, detenida 
apenas, única en el árbol 
enrojecido y respirante; ojo 
sobresaltado, abierto, lúcido: 
en el temor mi corazón. Asfixia, 
duermevela con fantasma inminente. 

Deshabitado el traje suspendido, 
suena con un temblor de piel que busca 
su bestia desollada, su materia 
de bestia próxima pudriéndose. 
Oh, muerta, muerta, muerta. 

Ineficaz del todo fue la sábana 
subida hasta la nuca; 
fija por nuca y manos, escudando 
de la noche agresora y sus viscosos 
jirones; y sucumben la garganta, 
y los flancos y el vientre 
sin armazón de hueso que los guarde. 

Y qué de lo que pasa 
clandestino, mimético sombrío; 
lo invisible y con ruido, comprensible 
por el tacto pasivo; la caída 
al hielo tenue que dimana 
del espinazo, y a la lengua 
que tiembla y enmudece, 
y al paladar de bóveda eclesiástica. 

Ahora bien. ¿Soy este que se calla? 
¿Soy el que gime lejos? ¿El que viene 
soy, el que va saliendo, el que se queda? 
¿Para qué servirá, de qué me vale 
querer, sabiendo lo que sigue? 
Si la sonda desciende, naufragada 
sin esperanza y sin regreso, 
al fondo inalcanzable que le huye. 

Yo conozco las caras que se parten 
en dos y en otras dos y en otras; 
elementales casi formas 
disfrazadas de ausentes enemigos. 

Y en torno crujen las marchitas 
maderas lamentables, 
como un otoño cruje, como crujen 
barcos difuntos, abrasados troncos, 
alas crispadas y caducas 
de domingos de ramos polvorientos. 

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