Los españoles no cesaban de mover resortes de su influjo para
dividir a los mexicanos, para hacer odiosas las personas de sus principales
jefes, para debilitar la fuerza moral del congreso y poner en choque a
esta asamblea con el primer jefe. Mientras hacían esto por una
parte, por la otra estaban en correspondencia con D. José Dávila,
que ocupaba el castillo; procuraban inspirar al general Cruz, que estaba
en la villa de Guadalupe, a una legua de México, preparando su
viaje, el proyecto de ponerse a la cabeza de una contrarrevolución,
para cuyo efecto tenían preparadas las tropas expedicionarias que
existían en las cercanías de Cuautla, y en las de Toluca.
Iturbide no ignoraba nada de esto, y el día 3 de abril (1822) pasó
una nota al congreso exponiendo que tenía asuntos de mucha importancia
que comunicar personalmente. La sesión fue ruidosa y acalorada;
los diputados españoles y españolizados desplegaron todo
su celo contra Iturbide. Presidía el general español Orbegozo,
y se resolvió, después de una discusión en que las
pasiones tuvieron más parte que la razón, que no se admitiría
al generalísimo en el congreso como solicitaba. La resolución
no era desacordada; pero negarse enteramente a dar oídos a este
jefe, que aseguraba tener comunicaciones muy importantes que hacer al
poder legislativo; comunicaciones que descubrirían grandes proyectos
de reacción, que comprometían inminentemente la tranquilidad
pública era obligarle a obrar solo; era declararse en hostilidad
con él; era, en suma, hacer un servicio a los españoles.
Iturbide no quería declarar a todo el congreso lo que sabía;
desconfiaba de algunos de sus miembros, como luego manifestó; y
su carácter violento e impaciente no le permitió esperar
la contestación de la asamblea. Aún no se le había
remitido el acuerdo, cuando se anunció que estaba a la puerta del
salón de las sesiones. Ya no era posible resistir sin exponerse
a un rompimiento escandaloso, cuyas consecuencias no se podían
calcular. Se acordó que entrase, y que se le entregase el pliego
que contenía la anterior resolución.
El presidente de la regencia entró en compañía de
los otros miembros de ella. D. Juan Orbegozo le entregó la nota
de contestación, y le dijo lo que contenía. Iturbide se
comenzó a excusar, diciendo que el interés nacional le había
obligado a tomar aquella resolución. Orbegozo le manifestó
que no podía permitir explicaciones, y que la regencia debería
salir en el momento de la sala de las sesiones, sin lo cual el congreso
no se consideraba libre para deliberar. "Yo no puedo abandonar los
intereses de mi patria en manos infieles, dijo Iturbide; el presidente
mismo del congreso ha capitulado dos veces conmigo, defendiendo el gobierno
español a que pertenece. Hay además en el seno del congreso
otros españoles, de cuyo afecto a la independencia nadie puede
responder." Indicó en seguida los nombres de los señores
Fagoaga, Carrasco, Tagle, Odoardo y otros dos más. D. Isidro Yáñez
reclamó, que siendo individuo de la regencia nada sabía
de lo que el presidente anunciaba, y que era extraño que no se
comunicase al cuerpo lo que exigía resoluciones de todo él.
Iturbide manifestó desconfianzas del mismo señor Yáñez,
su compañero en el poder ejecutivo. La escena fue muy ruidosa:
los españoles expedicionarios combatían a quince leguas
de la capital. Dávila expedía circulares desde el castillo
de S. Juan de Ulúa invitando a la reacción; yo mismo recibí
una larga carta de D. F. Cueto, español residente en el castillo
de Ulúa, en la que me exhortaba a trabajar por el restablecimiento
del gobierno de Fernando VII. ¡Cosa rara! Cueto había hecho
guardias cuando yo estuve preso en el mismo fuerte por la causa de la
libertad, y tenía la necesidad de invitarme para servir una causa
contra la cual me había visto ser víctima. Las circunstancias
eran críticas; pero Iturbide no sabía manejar los negocios,
ni su inepto ministerio era capaz de nada. Los diputados sobre quienes
recayó la acusación de Iturbide salieron del salón;
se entregaron documentos al congreso, que pasaron a una comisión,
y la regencia se retiró dejando a la asamblea en confusión.
Entonces comenzaron a marcarse los partidos en el seno del cuerpo legislativo.
D. Valentín Gómez Farías, diputado por Zacatecas,
manifestó mucho celo en favor del presidente de la regencia, y
temores de que se intentase una traición. Siete horas duró
esta sesión memorable, que dio lugar a varios comentarios. Los
iturbidistas decían que era necesario entregarse en manos de su
héroe a ojos cerrados; que había una conspiración
general de los españoles contra la independencia; que la prueba
estaba en la insurrección de Juchi y Toluca, y en la carta de D.
José Dávila a D. Agustín de Iturbide. Los del partido
de la oposición alegaban que todas eran tramas de Iturbide para
apoderarse del mando absoluto, disolver el congreso y proclamarse emperador.
La nación estaba agitada en estos dos sentidos.
En la sesión secreta del día 4 de abril se leyó
y aprobó el dictamen de la comisión, que declaraba no resultar
ningún cargo contra los diputados que denunció el generalísimo
por los documentos que presentó. Estos documentos eran una carta
en que el comandante español Dávila le invitaba desde S.
Juan de Ulúa a entregar la Nueva España al rey Fernando,
haciéndole muchas ofertas, y varios partes que anunciaban los movimientos
insurreccionales de los españoles en algunos puntos. Todo esto
era alarmante. Pero ¿qué tenía de común con
la imputación hecha a los diputados de quienes habló en
la sesión anterior? El congreso aprobó el dictamen de la
comisión, y declaró que estaba satisfecho de la conducta
política de los diputados acusados por el presidente de la regencia.
Se declaró además que se leyese en público esta resolución,
y así se verificó en aquella misma mañana. En seguida
se leyó una exposición de varios ciudadanos, que pedían
la variación de los individuos de la regencia, y se remitió
la decisión de este asunto para el sábado santo, 6 de abril.
Así terminó por entonces este ruidoso acontecimiento, que
no produjo otro efecto, que aumentar los odios recíprocos, y poner
a Iturbide en presencia del público como un hombre que se dejaba
arrebatar de sus pasiones. ¡Qué diferencia si el asunto se
hubiera conducido de otro modo! Si en vez de pasar al congreso hubiese
hecho una larga y razonada exposición a esta asamblea o a la nación,
de la situación crítica en que se hallaban los asuntos;
descubierto las intrigas de los españoles para volver a esclavizar
el país; manifestado desprendimiento del mando, rodeándose
de ciudadanos en vez de soldados; vestídose simplemente en lugar
de galones; retirado aquel aparato de lujo que ofendía la miseria
pública. Si en lugar de dirigirse a pequeñas juntas, a personas
que creía capaces de alguna cosa, hubiese hablado a las masas,
se hubiera entendido con el pueblo, Iturbide hubiera triunfado de sus
enemigos. Mas se presentó al congreso, y expresó sus sentimientos;
se atrajo su cólera, e hizo el papel de un acusador sin probar
lo que decía. Sus contrarios encontraron una ocasión oportuna
para hacer ostentación de un triunfo sobre el coloso que temían,
y los españoles, a pesar de la publicidad de sus tramas, de la
notoriedad de sus opiniones, y de la evidencia en que estaban sus ideas,
presentaron a Iturbide como a un ambicioso que figuraba lo que no existía
para darse importancia, engañar a la nación, y apoderarse
del mando absoluto. Aunque no podían negar la perfidia de los capitulados
en Juchi y Toluca, ni la carta de Dávila al generalísimo,
atribuían estos movimientos a esfuerzos aislados, cuyos efectos
se estrellarían en la oposición nacional. Los republicanos
temían más la coronación de Iturbide, que el resultado
de las maniobras españolas, que nunca creyeron ni probable. No
se oculta a muchos que Iturbide tenía razón en desconfiar
de los españoles, y que éstos volverían a imponer
el yugo si estuviese a su alcance. Mas veían la nación entera
declarada contra semejante tentativa; veían que las tropas capituladas
salían ya de los puertos de la república, y que la tentativa
de los de las Cuatro Órdenes y Lobera había terminado en
un día, habiendo sido completamente derrotados por las tropas que
estaban a las órdenes de los generales D. Anastasio Bustamante
y D. José de Echávarri, oficial español. El número
de los peninsulares residentes en la Nueva España disminuía
diariamente, y aunque los que permanecían en el país conservaban
influencia, riquezas y empleos que habían obtenido del gobierno
español, todo esto no era capaz de comprometer la independencia.
El día 11 de abril, el diputado suplente por México, Iturralde,
uno de los instrumentos del partido de la oposición, propuso en
sesión secreta la variación de las personas de la regencia.
Una proposición de tanta gravedad e importancia, debía necesariamente
producir discusiones acaloradas. Se opusieron los del partido de Iturbide,
a cuya cabeza estaba D. Toribio González, canónigo y diputado
de Guadalajara. Cincuenta y tres individuos del congreso se declararon
contra la proposición del señor Iturralde. El debate se
prolongó hasta media noche, y el resultado fue aprobarse la proposición,
entrando en lugar del señor Bárcena, el conde de Heras,
y en lugar del obispo de Puebla, D. José Valentín, cura
de Huamantla, quedando compuesto el poder ejecutivo de los señores
Iturbide, Valentín, Velázquez de León, conde de Casa
de Heras Soto, y Yáñez, a quien dejaron en su puesto por
conocerle desafecto a Iturbide, y por otra parte, hombre de integridad
y energía. Tampoco tuvieron la resolución de separar al
generalísimo, reservando para tiempos posteriores este golpe, que
preparaban, debilitando cada día más su prestigio. Él
mismo conocía esto desde entonces, y, como hemos visto en otra
parte, no se resolvía a dar un golpe de Estado.
Había en esta época en México [dice en
sus Memorias] algunos diputados que hacían poco
caso de la felicidad pública, cuando estaba opuesta a
su interés personal, y que habían adquirido alguna
reputación por acciones que parecieron generosas a los
que habían sacado provecho de ellas, sin conocer las
miras secretas de sus autores. Los hombres de quienes hablo
se habían iniciado en todos los misterios de la intriga,
siempre dispuestos igualmente a descender al último grado
de servilidad cuando velan un azar poco favorable, como a desplegar
la mayor insolencia cuando la suerte les era fausta. Ellos me
aborrecían porque hasta entonces mi carrera había
sido feliz, y no tardaron en suscitar contra mí los partidos
que han sido conocidos más tarde bajo el título
de republicano y borbonista; partidos que, si bien estaban
opuestos en otros puntos, caminaban de acuerdo en su enemistad
contra mí.
Los republicanos eran mis enemigos, porque sabían bien
que no podían jamás conducirme a contribuir al
establecimiento de un gobierno, que por más seductor
que parezca a primera vista, no convenía a los mexicanos.
[Nótese este modo de explicarse de Iturbide.]
La naturaleza no produce nada repentinamente: obra por grados
sucesivos. El mundo moral sigue las mismas leyes que el mundo
físico. Intentar libertarnos de un golpe de Estado, del
envilecimiento, de la servidumbre y de la ignorancia en que
vivíamos después de tres siglos, durante los cuales
no tuvimos ni libros, ni maestros; y en donde la adquisición
de algunos conocimientos hubiera sido mirada como un motivo
suficiente de persecución; pensar que podíamos
instruirnos y civilizarnos como por encantamiento en un instante;
que podíamos a la vez adquirir todas las virtudes, abjurar
todas las preocupaciones, renunciar a todas las pretensiones
irracionales, eran quimeras que sólo podían nacer
de hombres visionarios y entusiastas. Los borbonistas
por su parte deseaban mi caída. En efecto, inmediatamente
que el gobierno de Madrid hizo conocer su decisión por
su decreto de 13 de febrero de 1822, en el cual la conducta
de O'Donojú era formalmente desaprobada, el tratado de
Córdoba vino a ser nulo en la parte que llamaba a
los Borbones al trono de México; y la nación
entró en el pleno y entero goce de sus derechos de elegir
por soberano al hombre que juzgase más digno de ser elevado
a este rango supremo. Los borbonistas, no esperando pues
que un Borbón fuese a reinar a México, no pensaban
ya más que en restablecernos en el estado primitivo de
dependencia de España. Movimiento retrógrado que
era imposible, si se considera la debilidad de los españoles
y la irrevocable decisión de los americanos.
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Así se explica el mismo Iturbide en sus Memorias publicadas
en 1824 por su amigo M. J. Quin, en Londres, al partir para México
en mayo a su desgraciada expedición. El modo oscuro y poco franco
de este personaje no es suficiente para cubrir sus miras e intenciones,
tanto desde el principio de su nueva carrera en 1821, como de sus esperanzas
en Europa. No convenía en su modo de ver la forma republicana en
México. Los Borbones habían renunciado el derecho que les
daba el tratado de Córdoba, por el decreto de 13 de febrero,
en que el gobierno español declaraba
ilegales y de ningún efecto, por lo concerniente al
gobierno español, todos los actos y estipulaciones habidos
entre el general O'Donojú y D. Agustín de Iturbide;
[agregando que el mismo gobierno] declaraba oficialmente a todas
las potencias con las que conservaba relaciones amistosas, que
consideraría en todos tiempos como una violación
de los tratados existentes el reconocimiento parcial o absoluto
de la independencia de las colonias españolas en América,
entre tanto que las diferencias que existían entre algunas
de estas colonias y la metrópoli no se hubiesen terminado;
[añadiendo que] el expresado gobierno testificará
de la manera más positiva que hasta el presente (13 de
febrero de 1822), la España no ha renunciado a ninguno
de los derechos que poseía sobre las expresadas colonias.
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La consecuencia natural que Iturbide quería que se sacase de estas
premisas, era que él era y debía ser el legítimo
monarca de la nación mexicana. Los republicanos preveían
esto en la época de que voy hablando, y por esta razón formaron
su alianza con los enemigos más encarnizados de Iturbide, que eran
los borbonistas, cuyos planes no temían, porque los consideraban
inejecutables. Voy ahora a hablar de los que pertenecían al partido
republicano, y más se distinguieron por sus luces.
D. Ignacio Godoy, diputado por la provincia de Guanajuato, y después
ministro de la corte suprema de justicia, es uno de los que hacen honor
a la República mexicana por su probidad, por sus luces y firmeza
republicana. Constantemente adicto a los principios de igualdad, aborrecía
en Iturbide la ambición, aunque respetaba y sabía apreciar
sus servicios. Este diputado, al que únicamente faltaba la experiencia
que da el mundo y los negocios, jamás ha desmentido el concepto
bien merecido que se supo adquirir desde los primeros días en que
se hizo conocer. Hablaba con alguna facilidad, aunque muchas veces era
confuso y abstracto. D. Francisco García, diputado por Zacatecas,
después senador, y en el día gobernador de aquel estado,
se hizo notable por su aplicación a la ciencia económica.
Ciudadano virtuoso, patriota desinteresado, manifestó una adhesión
constante a la causa de la libertad, y votó siempre por la república.
Escribía con acierto y facilidad; aunque su ciega profesión
de las doctrinas no le permitía acomodarse a las circunstancias
que se presentaban. D. Manuel Crescencio Rejón, diputado por Yucatán,
en el día senador, es uno de los que más se hicieron notables
por el calor con que hablaba en los más arduos negocios, aunque
no tenía la experiencia ni los conocimientos que ha adquirido después.
Su aplicación al estudio y sus excelentes disposiciones harán
de este yucateco un verdadero hombre de Estado. Tendré ocasión
de hablar en su lugar de D. Valentín Gómez Farías,
D. Servando Mier, D. José María Becerra y otros más,
cuyos nombres merecen ocupar lugar en la historia de un país en
que han representado su papel con algún brillo.
Las disputas entre el generalísimo Iturbide y el congreso trascendían,
como era natural, a toda la nación. Estaban por Iturbide el clero,
la miserable nobleza del país, el ejército en su mayor parte,
y el pueblo bajo, que no veía en este jefe más que al libertador
de su patria. Se declararon contra él los españoles, una
gran parte de los antiguos insurgentes, y los republicanos, que entonces
eran los pocos hombres que habían podido leer algunas obras de
política, especialmente El contrato social, de Juan Jacobo
Rousseau, cuyas doctrinas habían causado una gran fermentación
en América, como la produjeron en Francia cuarenta años
antes. El calor con que se declamaba en la tribuna; las imprudentes expresiones
que se vertían en los cafés contra este jefe; los papeles
sueltos que se escribían en pro y en contra llenos de animosidad,
en que a falta de doctrinas y raciocinios, como sucede en los países
poco civilizados, se colmaban de injurias y baldones recíprocos,
fueron aumentando progresivamente el germen de la división, y poniendo
en choque abierto los poderes del Estado. Iturbide se lamentaba con sus
generales de la conducta del congreso, y poco faltaba para que estas quejas
produjesen el mismo efecto funesto que las imprudentes palabras de Enrique
V de Inglaterra, que causaron la desastrosa muerte de Tomás Bequet.
Los de la oposición por su parte amenazaban con puñales
y motines, y era imposible que tal estado de cosas pudiese subsistir.
Nunca pedía el poder ejecutivo al congreso cosa que se le concediese;
por el contrario, se procuraba discutir y sacar a la palestra cuanto contribuía
a despopularizar a este hombre, que nada hacía por sí mismo
para mantener la ilusión que había causado los primeros
días de su triunfo. Entre los militares, como hemos visto, había
también algunos enemigos de Iturbide. El marqués de Vivanco,
general de división, que a duras penas se declaró por el
partido nacional, no podía pasar porque Iturbide fuese el jefe
de la nación, y sólo quería, a falta de sistema colonial,
una familia real de las que cuentan muchas centurias de ascendientes.
Hago particular mención de este individuo, porque siendo criollo
y casado con una señora sumamente rica, que llevaba el título
de la casa, podía ejercer más influencia que otros jefes
que profesaban las mismas opiniones. En su lugar veremos a este general
tomar parte contra D. Agustín de Iturbide.
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