Llegamos a la época memorable en que el generalísimo
almirante, cansado de sufrir desaires, temiendo cada instante resoluciones
del congreso que le despojasen de sus atribuciones y del mando, descubrió
en un momento la ambición que inútilmente había querido
ocultar desde el principio de sus empresas. Estaba pendiente la discusión
de un proyecto de ley, en que se declaraba incompatible el mando del ejército
con las funciones del poder ejecutivo que presidía Iturbide, con
lo que se intentaba despojarle de una de las dos que entonces ejercía,
y que causaba las alarmas de los liberales. En aquella época, aun
las más prudentes precauciones parecían ataques dados al
gobierno, por el modo con que se presentaban y el aspecto que se las daba.
¿Qué cosa más justa que separar el mando de las armas
de las mismas manos encargadas del poder ejecutivo? Con todo, Iturbide
veía en esta medida una agresión a sus derechos, y se queja
de ella en sus memorias. Para hablar con documentos incontestables, debería
transcribir en este lugar las actas del congreso y los papeles de aquella
época; pero no siendo mi ánimo escribir por ahora
más que un ensayo o breves memorias de aquel tiempo, copiaré
lo que el mismo Iturbide dijo, y después pronunciaré mi
juicio, que vale tanto como el de uno de los principales actores en aquellos
sucesos. He aquí lo que escribía:
(18 de mayo de 1822.) Este día memorable a las diez
de la noche, el pueblo y la guarnición de México
me proclamaron emperador. El aire resonaba en aquellos momentos
con los gritos de viva Agustín I. Inmediatamente,
y como si todos los habitantes estuviesen animados de los mismos
sentimientos, aquella vasta capital se vio iluminada, los balcones
se cubrieron de cortinas, y se ocuparon de los más respetables
habitantes, que oían repetir con gozo las aclamaciones
de la multitud que llenaba las calles, con especialidad las
que estaban cercanas a la casa que yo ocupaba. Ni un solo ciudadano
expresó la menor desaprobación, prueba evidente
de la debilidad de mis enemigos y de la unanimidad de la opinión
pública en mi favor. No hubo accidente ni desorden de
ninguna especie. Mi primer deseo fue el de presentarme y declarar
mi determinación de no ceder a los votos del pueblo.
Si me abstuve de hacer esto, fue únicamente porque me
pareció prudente deferir a los consejos de un amigo que
estaba en aquellos momentos conmigo. Apenas tuvo tiempo para
decirme. "Se considerará vuestro no consentimiento
como un insulto, y el pueblo no conoce límites cuando
está irritado. Debéis hacer este nuevo sacrificio
al bien público; la patria está en peligro:
un rato más de indecisión por vuestra parte, bastaría
para convertir en gritos de muerte estas aclamaciones".
Conocí que era necesario resignarse a ceder a las circunstancias,
y empleé toda esta noche en calmar el entusiasmo general
y en persuadir al pueblo y a las tropas, que me permitiesen
tiempo para decidirme, y entre tanto prestar obediencia al congreso.
Me mostré muchas veces para arengar, y escribí
una corta proclama que se distribuyó la mañana
del 19, en la cual expresaba los mismos sentimientos que en
mis arengas. Convoqué la regencia, reuní los generales
y oficiales de graduación, y al mismo tiempo instruí
al presidente del congreso de lo que pasaba, invitándole
a reunir en el momento los diputados en sesión extraordinaria.
La regencia fue de sentir que yo debía ceder a la opinión
pública; los oficiales superiores del ejército
añadieron también que aquélla era su opinión
unánime; que era necesario que yo aceptase, y que yo
no tenía facultad para obrar conforme a mis deseos, pues
había consagrado mi existencia a la patria; que sus privaciones
y sufrimientos serían inútiles, si yo persistía
en mi negativa; y que habiéndose comprometido por mí,
y prestádome una obediencia ciega [nótense estas
palabras], tenían derecho a exigir condescendencia por
mi parte. En seguida redactaron una representación al
congreso, pidiéndole tomara en consideración este
asunto importante. Este documento fue firmado también
por el hombre que ejerció después las funciones
de presidente de la reunión, de donde emanó el
acta de Casa Mata [habla del general Echávarri],
y por uno de los actuales miembros del poder ejecutivo [habla
del general Negrete].
El congreso se reunió al día siguiente. El pueblo
llenaba las galerías y las entradas del salón;
sus aclamaciones no cesaban sino para comenzar de nuevo; se
advertía una alegre agitación sobre todos los
semblantes; los discursos de los diputados eran interrumpidos
por manifestaciones de impaciencia de la multitud. Muy difícil
es obtener orden en semejantes momentos; pero una discusión
tan importante lo requería, y a fin de conseguirlo, el
congreso me invitó a concurrir a su sesión. Se
nombró una diputación para comunicarme esta resolución.
Al principio me negué a este paso, fundado en que el
congreso se iba a ocupar de cosas que me concernían personalmente,
y que se podría mirar mi presencia como un obstáculo
a la libertad de los debates, y a la expresión de la
libre voluntad de cada miembro. Sin embargo, la diputación
y varios oficiales generales consiguieron su objeto de decidirme
a aceptar la invitación, y me dirigí al momento
al lugar en que estaba reunido el congreso. Era casi imposible
pasar por las calles; ¡tan llenas estaban de los habitantes
de la capital! El pueblo desunció mis caballos y tiró
de mi coche hasta el palacio del congreso, haciendo resonar
el aire con las más vivas aclamaciones. Al entrar en
la sala en que estaban juntos los diputados, el pueblo llevó
sus aclamaciones hasta el entusiasmo, y salían de todas
partes.
La cuestión de mi nombramiento se discutió inmediatamente,
y ni un solo diputado se opuso a mi elevación al trono.
La excitación que manifestó un corto número,
provino de que no creían bastante amplios sus poderes
para resolver esta cuestión, les parecía que era
necesario consultar a las provincias, y pedirlas una adición
a los poderes que habían acordado a sus diputados, u
otros nuevos aplicables a aquel solo caso. Yo apoyé esta
opinión, porque me ofrecía una ocasión
de buscar un modo evasivo para no aceptar una dignidad que yo
renunciaba de todo mi corazón. Pero la mayoría
expresó una opinión contraria, y fui elegido por
sesenta votos contra quince. Los miembros de la minoría
no me rehusaron sus sufragios; se limitaron simplemente a expresar
su opinión de que se consultase a las provincias, porque
no se creían con poderes amplios. Me declararon al mismo
tiempo que sus comitentes estarían de acuerdo con la
mayoría, y pensarían que lo que se había
hecho era bajo todos aspectos ventajoso al bien público.
Jamás vio México un día señalado
por una satisfacción más completa; y todas las
clases de sus habitantes la manifestaron del modo menos equívoco.
Volví a mi casa lo mismo que había ido al congreso;
mi coche era llevado por el pueblo, y una multitud de ciudadanos
a mi rededor me felicitaban y daban testimonios de la alegría
que experimentaban al ver cumplidos sus votos.
La noticia de estos acontecimientos se trasmitió a las
provincias por correos extraordinarios, y las respuestas que
llegaron sucesivamente, no sólo expresaban, sin excepción
de una sola ciudad, la aprobación de lo que se había
hecho, sino aun añadían que aquello era puntualmente
lo que deseaban, y que hubieran expresado sus votos mucho tiempo
antes, si no se hubiesen considerado como impedidos de hacerlo
por el plan de Iguala y tratado de Córdoba que habían
jurado. Recibí también las felicitaciones de un
hombre que mandaba un regimiento y ejercía un grande
influjo sobre una porción considerable del país.
Me decía que su satisfacción era tan grande, que
no podía disimularla; pero que había tomado disposiciones
para proclamarme en caso de que no se hubiese verificado en
México. [Esto hace alusión a D. Antonio López
de Santa-Anna.]
|
Los lectores han visto cómo refiere Iturbide este hecho. Daré
algunas pinceladas a este cuadro, y la verdad aparecerá desnuda;
la verdad, que si siempre es interesante en la historia, lo es mucho más
en la relación de los sucesos que han de influir notablemente en
la suerte futura de un gran pueblo.
Hemos visto al general Iturbide en choque abierto con el congreso, y
a una mayoría de esta asamblea preparando diariamente decretos
para disminuir sus facultades. Las logias escocesas hacían
progresos igualmente en las provincias que en la capital, y el primer
artículo de su fe era hacer la guerra de todos modos al héroe
de Iguala. Los antiguos insurgentes, ese partido numeroso que hizo por
tantos años la guerra a los españoles, eran también
enemigos de este jefe. Los españoles todos, las familias conexionadas
con éstos, los abogados jóvenes, todos éstos le eran
poco adictos, y aunque la masa de la nación le estaba agradecida,
era muy dudoso si lo quería para monarca. En la noche del 18 de
mayo, la plebe de los barrios de México, excitada por individuos
que después fueron muy marcados, se juntó desde las ocho
de la noche, y dirigiéndose hacia la casa del señor Iturbide,
gritaba: Viva Agustín I ¡Viva el emperador! Se disparaban
al mismo tiempo varios tiros, algunos con bala, y muchas casas se iluminaron,
por simpatía y adhesión unas, y por temor otras. Los generales
adictos a Iturbide coadyuvaron, y no faltaron cuerpos que se acalorasen
en esta causa. Los enemigos de éste se acobardaron, y temieron
ser víctimas aquella misma noche. Habían visto a Iturbide
cruel e inexorable cuando hizo la guerra a los insurgentes, y temían
que armado ahora de un poder absoluto resucitase su antigua ferocidad,
y tomase una venganza ruidosa y sanguinaria. El sistema de lenidad que
había adoptado este caudillo y seguido constantemente desde su
nueva carrera, no les daba suficientes garantías para lo sucesivo.
Debemos decir, en obsequio de la verdad, que jamás desmintió
por ningún acto de crueldad las protestas que había hecho
de respetar la sangre de los conciudadanos. Mas un hombre que se ha hecho
temible por actos de severidad, es siempre considerado como capaz de repetir
los mismos actos. Todos aquellos, pues, que habían hecho oposición
a las pretensiones de Iturbide, temblaron aquella noche, y algunos vinieron
a buscar asilo en mi casa. México estaba en el terror por parte
de éstos, y en la exaltación y tumulto por la de los partidarios
del héroe. La plebe ya se sabe la que es.
Estaba de presidente del congreso D. Francisco Cantarines, que había
sucedido a D. Juan Orbegozo en esta plaza, y pertenecía como él
al partido de la oposición. Iturbide llamó al presidente
del congreso, y le manifestó la necesidad que había de reunir
la sesión, en lo que convino Cantarines sin ninguna dificultad.
Los repiques de campanas, los tiros de fusilería y cohetes, la
gritería de cuarenta mil léperos o lazaronis, las patrullas
de tropas, todo formaba un laberinto, una confusión que no podía
dar lugar a pensar con libertad. El congreso se reunió a las siete
de la mañana; pero faltaron muchos diputados, que no consideraron
deber concurrir a un acto, en que no se podía hablar ni votar con
libertad. D. Francisco Antonio Tarrazo, D. Pedro Tarrazo, D. Manuel Crescencio
Rejón, D. Fernando del Valle, D. José María Sánchez,
D. Joaquín Castellanos, D. Juan Rivas Vértiz, D. José
María Fagoaga, D. Francisco Sánchez de Tagle, D. Hipólito
Odoardo y otros no concurrieron por la razón expresada. La discusión
dio principio a las diez en presencia de Iturbide como se ha dicho. En
los bancos de los diputados estaban mezclados oficiales, frailes y otras
gentes que, juntamente con los de las galerías, gritaban: ¡Viva
el emperador y mueran los traidores! ¡El emperador o la muerte!
Varios diputados del partido de Iturbide pidieron, por una proposición
firmada, que se procediese a elegirle emperador. Algunos se opusieron,
y tuvieron bastante energía para subir a la tribuna y exponer las
razones en que se fundaban; pero sus voces eran sofocadas por los gritos
amenazadores de las galerías, y los diputados se veían obligados
a descender en medio de los insultos y silbidos de una plebe que faltaba
a todos los miramientos debidos al congreso. Iturbide, es verdad que hacía
esfuerzos por mantener el orden, y procurar acallar a aquellos forajidos;
mas el remedio era levantar la sesión, o por mejor decir, no haberla
abierto. Pero ¿cómo había de tomarse semejante medida,
cuando se quería sacar de la sorpresa y violencia una elección
que después hubiese quizá sido imposible? Si como Iturbide
dice en sus memorias, renunciaba de corazón a este malhadado imperio,
¿cómo consintió en que se hiciese aquella violencia
al congreso? ¿Por qué la autorizó él mismo?
¿Creía de buena fe lo que le decía su ministro Herrera,
de que el pueblo le sacrificaría si no aceptaba la corona? ¿Es
posible que él mismo estuviese persuadido de que ni un solo
diputado se opuso a su elevación al trono, como asegura
en sus memorias, cuando sabía, y hemos visto, que la mayoría
del congreso le era contraria? Lo cierto es, que no hubo libertad en aquel
acto, y que fue únicamente obra de la violencia y de la
fuerza.
No es esto decir que la nación no hubiera nombrado en aquellas
circunstancias emperador a D. Agustín de Iturbide mejor que a otro
alguno. Las ideas republicanas estaban en su cuna: todos parecían
contentos con una monarquía constitucional. Cuando D. Lorenzo de
Zavala, diputado por la provincia de Yucatán, salió para
el congreso de México, circuló una nota a varios ayuntamientos
proponiendo tres cuestiones: 1ª Qué forma de gobierno debería
sostener en el congreso. 2ª En el caso de ser monárquico,
qué familia sería la mejor para gobernar. 3ª Si se
debería pedir y sancionar la tolerancia religiosa. ¿Quién
creería que ni un solo ayuntamiento contestase más que el
que se sujetase al plan de Iguala? Una de estas corporaciones hizo contra
él una exposición al generalísimo Iturbide, porque
había tenido la osadía de hacer aquellas cuestiones importantes.
Tal era en lo general el estado del país. De consiguiente, no hubiera
sido antinacional la elección de Iturbide para el trono, si se
hubiese hecho por otros medios, después de conocer la nación
que la familia llamada había faltado por su parte, y que los mexicanos
se hallaban libres del pacto contraído al tiempo de hacerse la
independencia. Yo por mi parte, hablando de buena fe, no sé qué
era lo que más convenía a una nación nueva, que no
tenía ni hábitos republicanos, ni tampoco elementos monárquicos.
Todos debían ser ensayos o experimentos, hasta encontrar una forma
que fuese adaptable a las necesidades y nuevas emergencias de la nación.
Las cuestiones abstractas de gobiernos han causado en los estados americanos
más males que las pasiones mismas de sus jefes ambiciosos.
No es extraño que las provincias felicitasen al nuevo monarca,
si se considera lo que he dicho, y mucho más si se reflexiona que
aquellas provincias eran representadas por ayuntamientos o diputaciones
provinciales presididas por los jefes militares que dependían del
nuevo emperador, que lo esperaban todo de él, y que no eran los
órganos legítimos de la voluntad de los ciudadanos. Los
habitantes de las provincias oyeron el advenimiento de Iturbide al trono,
como un suceso que no les tocaba, como una sustitución de una familia
en lugar de otra; y es natural que el sentimiento de nacionalidad hablase
en favor del hijo del país. Si Iturbide en lugar de mendigar del
congreso existente los sufragios para el imperio, hubiese apelado a la
nación haciendo una nueva convocatoria, llamando diputados propietarios;
o dueños de algún capital, y sujetando su elección
a un escrutinio de esta nueva asamblea, que estuviese autorizada con poderes
de sus comitentes ad hoc, quedando entre tanto con el mando en
una especie de dictadura, es más que probable que se hubiera ratificado
su elección y marchado en armonía con el nuevo congreso.
Pero los medios de que se valió, y la absurda conducta de mantener
el mismo congreso que había recibido la humillación de verse
obligado a elegirle emperador, fueron las principales, causas de su caída.
El terror subsistió por algunos días. En este intervalo,
los agentes de la nueva dinastía hacían proposiciones que
eran aprobadas al momento, para hacer la corona hereditaria, y declarar
príncipes los parientes del nuevo monarca. La familia imperial
existía; pero estaba como aislada en medio de un vasto océano.
No había alta nobleza, no había aquella aristocracia que
forma como los escalones al trono, y le sirve de sostén y de apoyo.
Las monarquías en Europa se encuentran aclimatadas por la serie
de siglos que cuentan, por los hábitos contraídos de veneración
y respeto a los nombres históricos de que están llenos los
anales de los pueblos cultos, por las relaciones diplomáticas,
por las ceremonias y empleados de palacio, por los edificios mismos en
que habitan los reyes. ¿Qué debe parecer en las Américas
una familia real que necesita comenzar, para tener algún prestigio,
creando esos adminículos, que si existen en el día es solamente
por su antigüedad, y que sería ridículo pensar en hacerlos
nacer en un tiempo como el nuestro? ¿En dónde tomar esos
chambelanes, esos maestros de ceremonias, esos grandes cancilleres, esos
caballerizos, y tantos otros personajes, cuyos nombres son desconocidos
en nuestros diccionarios políticos? Y esa cámara hereditaria,
esa nobleza cuyo origen se pierde en la oscuridad de los tiempos feudales,
¿cómo darle existencia? Estamos viendo que Napoleón,
con todo su poder, con toda su gloria, no ha podido hacer un solo noble
cuyo origen no lleve consigo la nota de su reciente fecha, a pesar de
hablar en favor de éstos los hechos inmortales de Marengo, Austerlitz,
Jena, Tilsit, y el nombre mágico del conquistador de Europa; ¿qué
hubiera hecho sin la antigua nobleza que llamó a su lado?
Iturbide estaba, pues, como desairado, y todo parecía una comedia.
Hablando de la imposibilidad que en su opinión había para
que se pudiese establecer en México un gobierno republicano, dice
en sus memorias, que esos amantes de teorías no consideran que
en el orden moral como en el físico todo debe marchar lentamente,
y que no estaba suficientemente ilustrado el país para aquella
forma de gobierno. ¿No se le podía decir que este principio
era más aplicable a su monarquía? En efecto, nada se había
hecho y ya teníamos un emperador y una nueva dinastía. Desde
un fantasma de guardias de corps hasta el trono había un intervalo
inmenso que llenar: existía un vacío que hacía conocer
y sentir lo poco natural de aquella posición. Se querían
imitar las cortes de Europa, así como después se han querido
imitar los Estados Unidos. ¡Parodias ridículas, cuya duración
sólo depende del momento en que se conoce la extravagancia!. El
tratamiento de Majestad, las genuflexiones de Madrid, el favoritismo,
la camarilla, las libreas, hasta la unción prestada de los reyes
de Francia y emperadores de Austria, todo esto había; pero lo había
tan desairado, tan desaliñado, tan desnudo, tan cómico,
que parecía que en cada acto, en cada paso, en cada ceremonia se
ponían los representantes a recordar su papel. Se veía la
estampa que representaba a Napoleón con sus vestidos imperiales,
para que el sastre hiciese otros iguales; para que Iturbide tuviese la
misma actitud, es decir, esa actitud inmóvil que tienen los cuadros.
Se suscitaban cuestiones muy serias sobre los óleos, y se hubiera
dado la mitad de las rentas de la corona para obtener una parte del de
la redoma de S. Remigio. ¿Podía subsistir semejante establecimiento?
Los más reservados y discretos se burlaban de esta farsa, en la
que no veían más que un empeño temerario en querer
trasplantar a América instituciones y ceremonias, cuya veneración
en otras partes no puede venir sino de la tradición y de la historia.
Pero no era solamente esa ausencia de elementos monárquicos la
que oponía obstáculos a la creación de un trono vestido
a la antigua como quería Iturbide. La tendencia de las naciones
cultas de Europa a sacudir los hábitos e instituciones feudales;
esa lucha entablada entre el pueblo y la aristocracia; esa guerra entre
los partidarios de la libertad y los patronos de los abusos, presentada
a los americanos en las obras clásicas que circulan entre sus manos,
les hacían y hacen entender, que nada hay más absurdo que
intentar levantar en las nuevas naciones esos edificios góticos,
mientras en la Europa se trabaja constantemente en hacer desaparecer hasta
sus vestigios. Los habitantes de los nuevos estados de América
no conocen esos hábitos de respeto a la nobleza, ni las diferentes
jerarquías creadas por las emergencias de la Europa bárbara.
Destruido el sistema de terror, que era el principal resorte del gobierno
colonial, era un delirio intentar reorganizar la sociedad sobre los modelos
de los pueblos viejos del antiguo continente. Iturbide, imitando las ceremonias
y ritos reales de Madrid o Saint-Cloud, no causó más ilusión
que si hubiese tratado de representar el papel de Ulises o de Agamenón.
Tan extrañas eran para los mexicanos unas como otras; y quizá
el régimen patriarcal hubiera tenido más partidarios.
Los que querían el bien efectivo del país no disputaban
acerca del nombre, sino sobre la forma que se daría al gobierno
y la dirección que tomarían los asuntos. Lamentaban la ceguedad
de los partidos, que se hacían la guerra por nombres y por personas;
querían garantías individuales, y sus consecuencias,
que son: libertad de imprenta, libertad de cultos y gobierno representativo;
querían que no se imitase a ningún país servilmente,
ni se fuesen a copiar sus instituciones y tomar prestadas sus leyes; que
las que se formasen naciesen de las necesidades, de las costumbres, de
las relaciones y circunstancias de la nueva patria; querían que
se rompiesen todas las cadenas que debieron desaparecer al hacerse la
independencia; que esas tropas permanentes, instrumento de los tiranos
bajo diferentes denominaciones, se retirasen a las costas o fronteras;
que los ciudadanos obrasen bajo las inspiraciones de su interés
social y no bajo el imperio de las bayonetas; que se retirase ese aparato
militar de las casas o palacios de los supremos poderes, y no temiesen
estos mismos ser el juguete de la fuerza armada. Esto querían;
pero esto era muy difícil, muy arduo. ¿Qué se hubiera
hecho entonces de esa multitud de nuevos legisladores, que venían
de los colegios con sus conocimientos a la europea, y lo que es todavía
peor, sin las luces que al menos se adquieren en el antiguo continente
con una educación cuidada y aplicación constante? Jóvenes
que acababan de leer las malas traducciones que llegaban a América
de MM. B. Constant, de C. Filangieri, de Desttut de Tracy: abogados eclesiásticos
que habían hecho sus estudios en esos colegios o universidades
en que, como he dicho, no se enseñaba nada de sólido; éstos
eran, y no podían ser otros los legisladores, consejeros, jueces
y ministros. Iturbide y sus cortesanos se habían propuesto por
modelo la corte de Napoleón y sus decretos: los borbonistas
querían y quieren un vástago de la familia de Borbón,
que consideran como una tabla de naufragio en la tempestad que agita aquellos
países; los republicanos han echado mano de las voces, fórmulas,
instituciones de un país vecino, manteniendo sin embargo los
fueros y privilegios del clero y del ejército, la religión
romana con intolerancia de otra alguna, y los abusos que nacen de
estos principios destructores de su figurada república. Pero aún
no es tiempo de hablar de esta materia. Iturbide, sus ministros y favoritos,
tenían por modelo como he dicho a Napoleón. Los Cien
días, el Memorial de Santa Helena, las Memorias del
emperador; éstas eran las obras que dirigían la política
del nuevo gabinete; éstas el manual de los cortesanos. El congreso
se había trazado una línea, se había propuesto su
modelo; éste eran las cortes de España y su constitución.
¿Qué debería resultar de esta marcha? Un funesto
desenlace. Por supuesto se creó, a imitación de la España
constitucional, un consejo de Estado nombrado como en la península
por el congreso y el rey; un tribunal supremo de justicia, que ocasionó
acaloradas disputas entre el poder ejecutivo y el congreso, acerca de
quién debería nombrar estos magistrados. Aunque se habían
retirado del congreso algunos diputados y no asistían a las sesiones,
no por eso influían menos en las resoluciones de esta asamblea.
Iturbide encontró una oposición obstinada, un sistema organizado
de contradicción en que se estrellaban todos sus proyectos. Es
verdad que el congreso había publicado una proclama en 21 de mayo,
en la que reconocía la utilidad y necesidad de la elección
de este caudillo para el trono; pero en este mismo documento, escrito
sin fuego, sin solidez, sin coherencia, se notan estas palabras:
El congreso se disponía a comenzar
de una manera grave y solemne la discusión de una cuestión
tan importante; pero los gritos del pueblo, aumentándose
a cada instante, la asamblea se convenció de la necesidad
de tomar en consideración la dignidad y los derechos imprescriptibles
de la nación mexicana, la que si había sido bastante
generosa para ofrecer el trono a la familia reinante de España,
estaba lejos de imaginar que semejante oferta se hubiese rechazado
con menosprecio. |
Aunque subsistía el miedo; pero sea la existencia de un suceso
que todos habían presenciado, sea un artificio de parte del autor
de esta proclama, lo cierto es que tres días después se
consignó en ella la violencia que había obligado a la asamblea
a obrar de aquel modo.
La guerra más atroz que se hacía a Iturbide era la de escasearle
los recursos. No había ningún arreglo en la hacienda ni
se presentaban ningunos medios de ponerlo. Las contribuciones estaban
enormemente disminuidas como hemos visto, y los gastos se habían
aumentado como era natural. El comercio se hacía cada vez más
lánguido, por haber cesado las entradas de buques de la península,
y aún no se había restablecido el giro con las naciones
extranjeras, que apenas comenzaban a tentar muy pequeñas especulaciones.
Muy pocos buques llegaban a las costas de México, y los ingresos
se habían disminuido por esta escasez hasta una mitad. Muchos españoles
salían con sus caudales, y los que quedaban en el país tenían
entorpecidos sus giros. ¿Cómo podía ser de otra manera
con la conducta seguida por el gobierno español, que declaraba
a los mexicanos en estado de rebelión? Algunos buques españoles
llegaban al castillo de Ulúa, y desembarcando allí sus efectos,
pagaban los derechos al jefe español que lo mandaba, y se introducían
después de contrabando en la plaza de Veracruz. Las minas no se
trabajaban. Las más ricas habían quedado inutilizadas después
de la anterior revolución, y no existían capitales para
volverlas a poner en giro. Los antiguos insurgentes se presentaban todos
los días pidiendo empleos, pensiones, indemnizaciones y recompensas
por sus pasados servicios. No es fácil concebir cuántas
ambiciones grandes y pequeñas era necesario satisfacer para no
hacer descontentos. Todos los que habían tomado el título
de generales, de coroneles, de oficiales, de intendentes, de diputados;
todos los que habían perdido sus bienes defendiendo la causa de
la independencia, por destrucción o confiscaciones hechas por el
gobierno español; los que estaban inutilizados para trabajar por
heridas recibidas; en fin, la mitad de la nación pedía,
y el gobierno del emperador, en lugar de halagar a estos patriotas, manifestaba
sus antipatías personales sin miramiento. Escaseces por una parte
y exigencias por otra; ésta era la situación financiera
de aquel gobierno. De consiguiente los diputados estaban sin dietas, y
la miseria de algunos era tanta que no tenían para sacar sus cartas
del correo. Los empleados no eran pagados con exactitud, y las tropas
mismas, a pesar de que ésta era la principal atención de
la administración, sufrían atrasos en sus pagas. Esta situación
era muy desventajosa para un hombre que tenía que luchar contra
el congreso y contra los españoles, que no podían perdonar
a Iturbide haberse puesto a la cabeza de los independientes, y contribuido
tanto al buen éxito de esta causa. Uno de los primeros cuidados
del gobierno del señor Iturbide luego que se le eligió emperador,
fue enviar a los Estados Unidos del Norte un ministro plenipotenciario,
para que promoviese el reconocimiento de la independencia de México
y de la nueva dinastía imperial. D. Manuel Zozaya, encargado de
esta importante misión, partió para aquella república
en julio o agosto de 1822, con D. Anastasio Torrens como secretario. El
gobierno y el pueblo de los Estados Unidos, así como tenían
simpatías fuertes para reconocer la independencia de los nuevos
estados americanos y entrar en relaciones con ellos, sentían repugnancia
al ver establecida una forma de gobierno monárquica. No se apresuraron,
pues, a hacer el reconocimiento en el mismo año, aunque sea un
principio de su derecho público el reconocer todos los gobiernos
de hecho. Mas no pudieron disimular su disgusto al ver levantarse
en un país vecino una monarquía, cuyos principales apoyos
serían un ejército formidable y el influjo del clero, elementos
corrosivos para los países libres y republicanos. El ministro mexicano
fue acogido con distinción, y recibió todos los testimonios
de afecto privado que eran compatibles con la política adoptada
con respecto a México. En el año siguiente veremos al ministro
Clay presentarse en el seno de la asamblea, pidiendo en nombre del presidente
de los Estados Unidos M. Adams, el reconocimiento liso y llano de la independencia
de México, a pesar de las protestas y esfuerzos del ministro español
Anduaga. La escena había variado, y México no era ya gobernado
por un monarca.
Por el mes de julio llegó a México el Dr. D. Servando de
Mier, escapado del castillo de S. Juan de Ulúa, en donde le tuvo
prisionero el general Dávila. Estaba nombrado diputado por su provincia,
y entró desde luego a ejercer sus funciones, aunque siendo religioso
dominico no era legal su nombramiento. Este eclesiástico había
adquirido cierta celebridad por sus padecimientos, y por algunos escritos
indigestos que había publicado en Londres sobre la revolución
de Nueva España. Desde el momento de su llegada a México
se declaró públicamente enemigo de Iturbide, contra cuya
elevación al trono había ya manifestado sus opiniones desde
que pisó el territorio. No faltaron quienes dijeron que Dávila
le había dejado en libertad, con el objeto de lanzar este elemento
más de revolución entre los mexicanos. En efecto, por tal
debe reputarse a este hombre, cuya actividad era igual a su facundia y
osadía. Hablaba del emperador con tanto desacato, ponía
tan en ridículo su gobierno, que el tolerarle hubiera sido un principio
de destrucción más entre tantos como existían. Declamaba
en el congreso, en las plazas, en las tertulias, y predicaba sin embozo
provocando la revolución contra la forma adoptada. En este mismo
tiempo tuvo noticia Iturbide que en casa de D. Miguel Santa María,
ministro plenipotenciario de Colombia, se reunían varias personas
para formar un plan de revolución, cuyo objeto era el de proclamar
la república. Los individuos que componían esta junta eran
el mismo padre Mier, D. Luis Iturribaria, D. Anastasio Cerecero, el general
D. Juan Pablo Anaya, y el mismo Santa María. No podía tener
duda Iturbide de la existencia de este proyecto, porque dos individuos,
llamados uno Oviedo y otro Luciano Velázquez, servían de
espías aparentando tomar una parte activa en la conspiración.
En realidad el plan era ridículo, y no podía comprometer
la seguridad del gobierno, por la clase y número de personas, que
no pasaban de ocho o diez. Pero Iturbide deseaba pretextos u ocasiones
para dar un golpe de Estado, y esta circunstancia se los proporcionó.
Se advertirá la torpeza que en esta ocasión manifestó
su imbécil ministerio, lo que quizá contribuyó más
que otra cosa a la caída del emperador y de la monarquía.
El 26 de agosto de 1822 por la noche, expidió órdenes el
gobierno para que fuesen arrestados los diputados Fagoaga, Echenique,
Obregón, Carrasco, Tagle, Lombardo, D. Carlos Bustamante, D. Servando
de Mier; Echarte, D. Pablo Anaya, D. Francisco Tarrazo, D. José
del Valle, D. Juan Mayorga, Zebadúa, D. José Joaquín
Herrera, además de varios otros ciudadanos, entre ellos el general
Parres, D. Anastasio Cerecero, D. Agustín Gallegos y otros. La
prisión de un número considerable de representantes de la
nación era una novedad que debía alarmar a los amantes de
la libertad y del orden. Era de presumirse que el gobierno tendría
causas muy graves para haber dado un paso tan importante, y que no querría
incurrir en la inmensa responsabilidad que produciría el cargo
de atacar las opiniones de los diputados, que es en el sistema representativo
una de las bases esenciales de la constitución. Unos opinaban que
no podía dejar de existir una vasta conspiración, que amenazaba
no solamente las instituciones, sino la independencia misma de la nación;
otros creían que Iturbide había fraguado o fingido creer
la conspiración para destruir a sus enemigos. Los unos y los otros
se equivocaban. Una sombra de conspiración existía en los
acalorados cerebros del padre Mier, D. Anastasio Cerecero, D. Juan Pablo
Anaya, el ministro de Colombia Santa María y un tal Iturribaria;
pero aunque los datos que el gobierno tenía eran suficientes para
proceder contra éstos, desde luego aparecía que la prisión
de los demás diputados era una notoria injusticia y un acto de
venganza por odio contra sus personas y opiniones, o un proyecto para
eliminar de la asamblea legislativa aquellos diputados que habían
manifestado más oposición a sus pretensiones. Las intrigas
del ministerio fueron inútiles, así como los esfuerzos del
poder para implicar en la causa de conspiración a más personas
que las referidas, y era tan notoria la injusticia de este acto, después
que se pasaron algunos días, que muy pocos dejaron de pronunciarse
contra el gobierno que lo había cometido. No solamente se acusaba
la arbitrariedad en la medida; pero se reflexionaba sobre el atentado
cometido contra diputados cuyo crimen era el haber expresado con libertad
sus opiniones en la tribuna. De consiguiente se veía oprimido en
el seno mismo del congreso nacional el ejercicio de la facultad más
esencial en los órganos de la voluntad del pueblo. D. Lorenzo de
Zavala publicó entonces una traducción del tratado de
garantías individuales de M. Daunou, y denunció desde
el congreso a la nación, que aquel gobierno era arbitrario y despótico.
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