El desertor del cementerio1

Como al llegar la primavera vienen las golondrinas, al llegar el invierno vienen los aparecidos. Noviembre es el gran mes de las resurrecciones. La naturaleza parece como que muere, y el espíritu como que resucita; las hojas se desprenden de los árboles y las almas de los muertos se desprenden de los panteones; en los teatros y en las calles se representa Don Juan Tenorio, la muerte da una recepción en cada cementerio, como una dama aristocrática que abre su salón en día determinado; nos vestimos de negro y escucharnos el doble acompasado que cae del campanario; vemos con la imaginación, ese anteojo que alcanza a diez mil leguas y a diez mil años, a todos esos seres que han ido al país de donde nadie vuelve; es la época de las apariciones, de las memorias; la época en que todo resucita, menos los corazones que se han muerto y las bellezas que han pasado.

Pensaba yo el día último de octubre en estas cosas, cuando oí detenerse a la puerta de mi casa algún carruaje. Sonaron pasos en la escalera, abrí la puerta de mi gabinete y halléme desde luego frente a frente de un desconocido. Era un hombre de alta estatura, esbelto y vigoroso, como el Apolo de Belvedere, y altivo y elegante como Milord de Brummel. Un traje negro correctísimo, que todavía mostraba la nostalgia de Inglaterra, cubría un cuerpo de gladiador romano. En la mano izquierda tenía el desconocido su sombrero, de copa alta; y en la derecha una tarjeta blasonada. El sombrero estaba forrado de irreprochable seda blanca, y la tarjeta decía así:

JUAN OCTAVIO,
Duque de Parisis


Hice una caravana al misterioso visitante, abrí de par en par la puerta de mi estudio, y, acercando un sillón, cortésmente le pedí que se sentara. El Duque de Parisis estaba pálido, mortalmente pálido. Una vez colocados frente a frente, me habló de esta manera:

—Caballero, yo soy un desertor del cementerio. Tenga Ud. la amabilidad de no mirarme con esos ojos espantados! Soy un muerto. La vida que hoy disfruto es como la mayoría de los relojes: sólo tiene cuerda para un día. Suplico a Ud., por consiguiente, que no perdamos ni un minuto. Puede Ud. darme la mano sin recelo: antes de venir a su casa he dado una vuelta por mi tocador, para lavar mis manos del polvo recogido en el sepulcro y para arrancar de mi bigote el último gusano Ya estoy presentable. Mi sudario aguarda pacientemente dentro del guardarropa y he tenido la precaución de recortar mis uñas. Muerto y todo, me creo aún sobrado capaz de donjuanizar alegremente con las damas. Los grandes descubridores, esto es, los grandes locos, han consumido los mejores años de su vida en recorrer recónditas comarcas. Para mí, la sola comarca digna de explorarse es el reino femenino. Durante mi existencia, tan rápida como la de los fuegos fatuos, fui el capitán Cook de estas exploraciones. No hago a Ud. el agravio de suponer por un momento que ignora mis hazañas. Tuve un historiador que vale más que yo: Arsenio Houssaye. Las grandes damas, esa historia de la novela de mi vida, es un libro que está en las manos de todos los gastrónomos de la lectura. Yo soy el héroe de ese libro. Como lo cuenta mi gran historiador, yo morí amando. Pero ¡ay! mi existencia fue muy corta. Sólo conocí una nación: las parisienses. Faltábame admirar el eterno femenino en Asia y en Europa, en Oceanía y América. He renunciado generosamente al África. Lo negro sólo me gusta en dos cosas: en el cabello y en los ojos. Ahora, caballero —Ud. lo sabe ya—, soy un cadáver. Pero un cadáver que por extraño privilegio puede andar y vivir un día en el año. El empleo de ese día me ha sido fácil: lo consagro a admirar a las mujeres de distintas razas. Hace un año fui a Persia; hoy vengo a México. Mi único propósito es observar de lejos las bellezas de esta tierra. ¿Pudiera Ud. servirme de introductor galante en el mundo del buen tono?

Yo quiero hacer un juicio crítico y comparativo de vuestras hermosuras. La mujer es el mismo libro en todas partes; pero hay ediciones de lujo. Yo quiero ver esas ediciones.

Confieso francamente que el anterior exordio me dejó pasmado. No creí jamás hallarme en lance tan exótico. A primera vista, el duque de Parisis me pareció un tenor de ópera cómica, que iba a presentarme su credencial firmada por Gostkowski; después, me fue imposible ya dudarlo: aquel extraño personaje era Octavio de Parisis en cuerpo y alma. ¿Cómo negar alguna cosa al aristócrata D. Juan de las historias parisienses?... No hubo remedio. Supliqué a Parisis que me esperara, y pasé a hacer mi toilette.

Ínterin abrocho el último botón de mi rebelde guante, permitidme, señoras, que os presente al duque Juan Octavio de Parisis, un muerto vivo. Según su historiador, todos los que estuvieron en la superficie de París durante los años del segundo imperio le trataron; el conde d' Orsay como M. De Morny, Kalil Bey como M. de Persigny, el duque d' Aquaviva como Antonio de Espeletta. El reino de este personaje, trágico en su comedia mundana fue efímero; pero su recuerdo vive todavía en más de un corazón mujeril, herido mortalmente. Octavio de Parisis era un D. Juan resucitado, que vivió muy bien para morir muy mal, como todos los don Juanes. Fue el Príncipe encantado de las historias parisienses. Aglomerad con la imaginación, en un mortero mágico, a Alcibíades y a Lauzun, a Richelieu y a Brummel; el precipitado que dé esta absurda mezcla será este gentil hombre, hermoso como un astro, generoso como un rey pródigo, bizarro como la espada de sus padres, y ocultando los músculos de Hércules bajo la forma de Antinoüs. Octavio montaba a caballo como Mackenzie, daba una estocada con la gracia implacable de Benvenuto Cellini, nadaba como una trucha, y luchaba al pugilato como un gladiador romano. Su presupuesto era fantástico e inagotable como la caverna de Alí-Babá. La lista de sus conquistas era más larga que la de D. Juan —mile e tré!—. Era una cadena perpetua de mujeres. Andaba sobre el amor, como sobre un tapiz de armiño.

Ahora que la presentación está hecha y el guante abrochado, pasemos adelante. ¡Duque de Parisis, [al baile de] Chapultepec!

La puerta del cupé de Parisis, capitoneada primorosamente, cerróse de improviso con ese ruido seco de los muelles nuevos. Los caballos, de raza pura, hirieron las piedras con sus duros cascos, y partimos. El duque no me infundía temor. Lo singular de la aventura y el hallarme mano a mano con un muerto ilustre, halagaban mi fantasía, sedienta de lo maravilloso. A mí me gusta la elegancia en todo, y Parisis era un muerto de buen tono...

Multitud de carruajes pasaban junto al nuestro, caminando al Bosque. Parisis me ofreció un tabaco que no apestaba a azufre, y apenas había arrojado dos bocanadas de humo, cuando llegamos al lugar de nuestra fiesta...

—¡Duque de Parisis, subamos al Castillo! Dejad que os vaya señalando las estrellas de nuestro cielo y las mujeres de nuestra sociedad. No esperéis verlas a todas. El tohu bohu ha de ser inmenso. Apenas tendremos tiempo para saludar a las amigas. Los altos ahuehuetes, canos y severos, nos forman una guardia de honor hasta el castillo. ¡Quién sabe si en las guedejas de heno queda todavía algún suspiro, lanzado por un amante en las fiestas del Imperio! Arriba nos aguarda el baile y el bullicio... Una música militar toca a la entrada. Los organizadores de la fiesta reciben cortésmente a las señoras...

—Mientras se arreglan las cuadrillas, permita Ud., señor duque, que le muestre a la señora Zayas de Guzmán. Las líneas de su figura, blancas y armoniosas, cantan como una melodía de Gounod. Es la hermosura en toda su fuerza y en todo su esplendor. Una Cibeles, pródiga de vida, menos robusta que si hubiera salido de las manos de Fidias; pero más divina, precisamente por ser más humana.

Clavemos ahora los ojos en esa dama, vestida con un traje elegantísimo, color de paja. Es la señora Quintana de Goríbar. Su perfil tiene la gracia de la estatuaria antigua. Su cuerpo tiene las ondulaciones de las olas. Por ahí atraviesa la sala huyendo del bullicio, la señora Idaroff de Iturbe. Si la elegancia desaparece alguna vez del mundo, estad seguros de que la señora de Iturbe la ha estancado toda. Saludemos de paso una obra maestra de la estatuaria humana: la señora Espinosa de Castañeda y Nájera.

—Señora —dijo el duque de Parisis, inclinándose cortésmente ante ella—, ¿está Ud. segura de no haber sido nunca diosa?

—He ahí a la señora Rivas de Adalid: es una fiesta para la mirada seguir el juego de su cabellera, las ondulaciones y los serpenteamientos de esas líneas sabias. En aquel ángulo de la sala está la señora de Camarena. Sus ojos, altivamente hermosos, atraen como dos abismos. ¿No es un abismo el cielo? Su cuerpo tiene la corrección de la estatuaria griega. Cuando la miro andar, me pienso que la Diana cazadora ha abandonado su pedestal de mármol. La Diana de la vida como la Diana del mármol, lleva siempre su carcaj lleno de dardos. Sólo que la estatua lleva las flechas en la mano, y la dama las lleva en sus pupilas.

Otra Cibeles de mármol pentélico: la señora de Mariscal. ¡Cómo contrasta la nieve aterciopelada de su cutis con el moreno rostro de esa campesina romana, dueña de dos ojos que son dos diamantes negros: la señora Lebrija de Hammeken!

Parisis no me escuchaba ya, y absorto como un artista ante las obras de Rubens y de Holbein, miraba a la señora de Bourgeaud. La señora de Bourgeaud es una de esas hermosuras arrogantes, que toman nuestra mirada por la fuerza y la obligan a admirar sus perfecciones. Es posible pasar con los ojos cerrados ante la Venus de Costou; es imposible pasar junto a la señora de Bourgeaud sin admirarla. Su boca, una concha de nácar, tiene la sonrisa pérfida de la Joconda. Madame Bourgeaud no es madame Bourgeaud, es madame Venus.

Los nudos caprichosos de la cuadrilla se atan y desatan donairosamente. Las señoras casadas y los hombres serios han pasado al comedor. La cena, dispuesta por Recamier, es una obra maestra culinaria. Por desgracia, pocos pudieron apreciarla; el número de los invitados y de los no invitados era de tal suerte grande, que ninguna cocina habría dado abasto para saciar su apetito

—Mientras suena el cristal de las risas y el choque de las copas en el comedor, pasemos revista a alguna de las damas. Repito que es imposible recordar a todas. Señor duque de Parisis, tengo la honra de presentar a Ud. a las hermosas señoritas de García Teruel. Ambas visten de blanco, el traje de las diosas y de las estatuas. Es un peplo de mármol puesto sobre sus cuerpos escultóricos. La señorita Paz García Teruel, con su altivez de reina pasea la mirada indiferentemente por la sala; se la creería una Juno muellemente reclinada en su carroza de oro, tirada por palomas.

Benvenuto Cellini hubiera sonreído ante la gracia de la señorita Memé García Teruel. Cuando sus manos se unen donairosamente sobre su cabeza para arreglar los bucles del peinado, semeja una ánfora con asas de alabastro. Cuando anda, parece que los pájaros enamorados han dado alas a sus pies. Podría andar sobre flores sin doblar los tallos. Es una Gracia griega, pasada por el agua parisiense.

El duque de Parisis se ha ido entristeciendo poco a poco. La hora de las ánimas se acerca. La cuerda de su vida se va acabando paulatinamente; y casi ebrio, como el hombre que aspira el primer sorbo de un narcótico y siente venir el sueño irresistible, quiere ver todo, admirar todo, hidrópico de emociones y de vida. Pasemos, pues, ligeramente y en constante mariposeo por los salones. He ahí a la señorita Elena Fuentes... la señorita Esther Guzmán... las señoritas Sevilla... las señoritas Cervantes... las señoritas Trinidad Osío y María Luisa Daclós... Saludemos a la señorita Julia Kern que es una de las damas más inteligentes y discretas de nuestra buena sociedad. ¿Querrá concedernos una pieza de baile la señorita Cristina Cortina? No, duque de Parisis, no os detengáis ni un solo instante: tendríais que renunciar a vuestro gentil mariposeo. La conversación de la señorita Cortina es una red de oro con estrechas mallas. Por un privilegio rarísimo, ha ligado dos cualidades que no siempre marchan juntas: la belleza y el talento. ¡Cuán pocas han conseguido esta alianza! ¡Cuán pocas de las que han logrado conseguirla pueden compararse con esa otra hermosura inteligente: la señorita Lupe Rondero!

Muchas señoras han desertado ya. Las señoritas Lupe y Trini Nájera, dos violetas de Parma, salieron de la sala al preludiarse los compases de la segunda pieza. Cuando la brisa abre al pasar las anchas hojas que cubren las violetas, éstas, de nuevo, vuelven a esconderse, friolentas y cobardes. La violeta vive oculta en sus hojas, y la perla en su concha, el ángel en sus alas. Octavio, que se había detenido respetuosamente, para dejar el paso a las señoritas Nájera, volvió otra vez a mi lado. En ese instante pasaba junto a mí la señorita Romero Rubio.

—¡Así debió ser Ofelia! —dijo Octavio a mi oído.

—¡Así debió ser Mignon! —contesté a Octavio, señalando con la vista a la señorita Ana Badillo.

Parisis, que ya no escucha ni ve nada, me toma del brazo para que salgamos de la sala. El cupé nos aguarda a la salida del castillo. Sin decir una palabra subimos al carruaje, y los caballos descienden a galope la explanada. Parisis está pálido, mortalmente pálido. Poco a poco, con la mirada fija en las agujas del cronómetro, fue hablando.

—Soy el deseo insaciable, la fuerza loca que lo arrastra todo. En las mujeres he buscado la mujer y en la mujer he buscado el amor, sin encontrarlo. Durante mi existencia, los corazones cayeron cocidos y guisados en mi alforja de cazador. La pasión no acompañó jamás a mis fortunas, tan rápidas como la risa. Enterré mis amores bajo la ceniza del tabaco, entre un suspiro y un epigrama, y arrojé mis antiguas amadas al olvido, corno los sultanes de Turquía arrojaban al Bósforo sus odaliscas. Estas víctimas, muertas en el campo del deshonor, me inspiraron compasión parecida a la que experimenta el general por los soldados muertos en la lucha. Como el Sultán Mamoud, tuve trescientas mujeres y no tuve amor. Ahora lo siento; hoy veo que existe; fui como ese viajero de los cuentos árabes, que sólo se despierta por las noches y no conoce más que la claridad de las estrellas. Todas las mujeres que pasaron por mi vida fueron como estrellas perdidas, a millones de leguas de mi alma. En el despilfarro de la vida, todo puede echarse por la ventana, menos el corazón. Pero ¡ay! es muy tarde para darlo. Mirad la faja negra de 1os árboles, la mancha blanca del castillo, la luz rojiza que sale por sus vidrios. Es la última vez que yo la veo. Suenan las ánimas en el viejo campanario, al escucharse la última campanada estaré muerto. ¡Alas, poor Yorick!2


1 Este cuento apareció dos veces en la prensa mexicana: en El Nacional del 4 de Noviembre de 1880, con titulo de Cosas del mundo (Después del coleadero) y firmado "M. Gutiérrez Nájera"; y en La Libertad del 9 de noviembre de 1884, con el de Crónicas de mil colores y la firma "El Duque Job".

Las dos primeras páginas del texto, hasta el párrafo que empieza "Ahora que la presentación está hecha...", son casi idénticas en las dos versiones. Después de dicho párrafo ocurre, en la versión de 1884, el siguiente:
Parisis, como Uds. comprenderán sin mucho esfuerzo, no buscaba una novia. Los difuntos no se casan. Quería tan sólo recorrer a vuelo de pájaro el cielo de la belleza mexicana. Yo serví de Virgilio a ese Dante de Sèvres y fui mostrándole las hermosuras de primera magnitud. ¿cuál fue el juicio del célebre Tenorio parisiense acerca de las damas mexicanas? He aquí lo que sabrán de cierto mis lectores si aguantan con paciencia al martes próximo.

La continuación de el "martes próximo" no apareció, sin embargo, ni en la fecha indicada ni más tarde. La versión de 1880, que es mucho más larga, continua describiendo la visita del duque de Parisis a un baile en el Palacio, donde admira a muchas de las hermosuras mexicanas que ha vuelto a la vida para ver.

Publicamos el texto de 1880, omitiendo algunos detalles de la descripción y sustituyendo los títulos originales por otro más característico. Que sepamos, nunca ha sido recopilado.

2 Exclamación del príncipe Hamlet en la tragedia shakespeariana del mismo nombre.

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